Capítulo 9
Tal y como Gonzalo dijo, la reunión en el jardín resultó ser una especie de cena familiar. La visión de todos ellos desde los ventanales de su habitación era extraordinaria. Si seguía husmeando de aquella manera, terminaría pareciendo una solterona chismosa de las que acarician a su viejo gato mientras cotillean las vidas de sus vecinos. Aunque la única vida que le interesaba era la de Gonzalo.
El vozarrón de John era inconfundible, como su silueta robusta y su abultado abdomen. Ayudaba a Gonzalo a preparar la barbacoa, mientras que David colocaba las hamburguesas en las parrillas. Justo al lado, en un cenador de grandes dimensiones, cubierto por un toldo blanco, Eleonora distribuía la vajilla. A juzgar por las risotadas, mantenían una conversación bastante animada. Sin embargo, la señora Paltrow, una mujer rubia, de pelo muy corto y mediana edad, charlaba plácidamente con Laura, al otro lado de la piscina, junto a los rosales trepadores de color sangre que destacaban contra el blancor de la pared. Todos iban vestidos con ropa cómoda, tal y como le había anunciado.
Él estaba imponente, con aquellos vaqueros gastados y una camisa azul, remangada hasta los codos. Nunca se cansaría de mirarlo y, desde hacía un par de horas, no podía dejar de pensar en cómo sería desfallecer de placer entre sus brazos.
A pesar de que había insistido en que bajara a cenar con ellos, declinó la invitación. Ahora estaba más tranquila, aunque por más que Gonzalo le dijera que no tenía que preocuparse, sabía que no era así.
Mario seguía siendo su tabla de salvación, formaba parte de su pasado, de su presente y probablemente de su futuro, aunque Gonzalo le quitara importancia con comentarios mordaces, diciéndole que huía de él para ocultar sus sentimientos en los protectores brazos de su socio. En otras circunstancias, de no ser por la visita de aquel hombre que trabajaba para el fiscal, le habría dado la razón. Lo que le dijo en el despacho había sido una clara amenaza. Además, Mario era su única familia desde hacía muchos años, era un pilar muy importante en el que apoyarse.
Vio a David alejarse hacia un enorme bidón lleno de hielo, en busca de más cervezas, como si no estuvieran cenando en el jardín de una lujosa mansión, sino en una casa de campo como las que había visitado en el pueblo de sus padres cuando era niña. Laura hizo un comentario que debió de ser gracioso, porque todos rompieron en sonoras carcajadas. Ella también sonrió, a pesar de no haberlo escuchado. Después observó a las dos mujeres que se unían a Eleonora, bajo la carpa blanca.
Echó un vistazo a su veraniego vestido, estaba arrugado después de un día intenso. Tenía calor, el pelo se le pegaba a la nuca, por lo que recordó que él le había deshecho el moño antes de besarla. Abajo, en el jardín, debía correr una brisa fresca y deliciosa, recién llegada del océano. Una nueva carcajada de los hombres le provocó una punzada de sana envidia. Ella también podía estar allí, junto a los que ya consideraba buenos amigos, excepto al fiscal y a su esposa, que a juzgar por lo bien que parecían llevarse con Laura debían de ser personas muy agradables. De otra forma, estaba segura que los Cruz no se mostrarían tan relajados, ni ella tan sonriente.
—Hoy Laura está especialmente graciosilla, pero lleva razón —advirtió David entregándoles una nueva cerveza a cada uno y sentándose en unos sillones de mimbre, cerca de la barbacoa, para controlar las brasas.
—La verdad es que tu esposa ha cambiado mucho desde que llegó de Sonora —reconoció John antes de beber la mitad de su bebida de un trago.
—Pues ya sabes lo que ha dicho, que al primero que muestre indicios de estar borracho lo tira a la piscina de una patada en el trasero.
—¿La crees capaz, muchacho? —Al ver que los dos hermanos se miraban y guardaban silencio, agregó—. Joder, qué carácter.
—Como bien has dicho: Laura ha cambiado mucho desde que llegó de Sonora.
Gonzalo estiró las piernas y echó la cabeza hacia atrás. Miró los ventanales donde poco antes había visto la silueta de Lara, observándoles como un animalillo asustado, como recordaba a su cuñada Laura cuando escapó del infierno. Como recordaba otros ojos huidizos, en el desierto, unos ojos negros que le perseguirían toda la vida.
—John, tengo que pedirte un favor. —Su voz sonó demasiado formal.
—Te escucho.
El hombre lo miró fijamente, sabiendo reconocer cuando acababan las bromas.
—Necesito información sobre un magistrado español. Su nombre era Augusto Fernández.
—Me suena. —Se frotó la barbilla con gesto pensativo.
—Murió en un accidente de tráfico hará un año. Ocurrió la noche de un congreso de derecho internacional, en Madrid. Mañana puedo darte más detalles, no te preocupes.
—¿No era ese el juez que ordenó una investigación sobre contrabando internacional? Creo recordar que colaboraron Interpol y FBI.
David escuchaba con atención, intuía que la conversación sobre el magistrado español estaba relacionada con que su hermano llevara semanas loco de amor por la abogada Martí. No sabía si él era consciente de ello, pero se había pasado toda la velada sin apartar los ojos de su ventana, y aquello resultaba chocante, teniendo en cuenta que se trataba de Gonzalo.
—Sí. Solicitaron ayuda a nivel interno a distintos países de habla hispana.
—Claro, allí se cocía algo grande, pero cuando el magistrado murió toda la investigación se fue abajo.
—¿Podrías entonces echarle un vistazo? —Gonzalo insistió, incorporándose en su asiento.
—Haré lo que pueda —le prometió el fiscal.
—Otra cosa —carraspeó y añadió—: Me gustaría saber de qué modo estaba involucrada en el asunto la abogada Martí.
—¿Te refieres a esa belleza que te tiene alelado estos días? —Soltó una risotada.
—Vaya, veo que Laura y yo no somos los únicos que pensamos que Lara le ha sorbido el seso. —Se alegró David.
—Estás de coña, ¿verdad? —Miró a su hermano con gesto grave.
Después se giró hacia el fiscal, que volvió a carraspear.
—Vamos, hombre, no puedes esconder que estás colado por esa belleza española. Todos caemos en las redes del amor, no ibas a ser tú la excepción. —John estaba disfrutando de lo lindo.
—Pues los dos deberían de solucionar sus problemas y dejarse de tonterías, que ya son mayorcitos —intervino Eleonora, que escuchaba en silencio.
Estaba limpiando una mancha invisible en una copa de vino, bajo el cenador.
—¿Qué problemas? —Se interesó John, de repente.
—Eso digo yo, mujer, ¿qué problemas? —Gonzalo la fulminó con la mirada.
—Usted ya sabe lo que quiero decir. Esa joven parece un ánima en pena desde hace días. —Se acercó al grupo de hombres—. Si hice lo que hice, fue porque… porque me daba lástima ver cómo se esconden el uno del otro mientras se buscan en la distancia.
—¿Pero qué es lo que ha hecho usted, señora? —El fiscal abrió mucho los ojos.
Lara salió al jardín y dejó que la brisa fresca de la noche le acariciara el rostro. Se había dado una ducha, todavía tenía el pelo húmedo y le caía en suaves ondas por los hombros. Estaba preciosa, aunque fuera sin maquillar y vistiera ropa cómoda, como él le había aconsejado. Unos sencillos vaqueros blancos que se ceñían a su trasero y a sus muslos al caminar; una camiseta de tirantes de color verde, casi del mismo tono que sus ojos, y unos mocasines planos. Sí, era una mujer espectacular, y así debieron pensarlo los demás, porque hasta Eleonora se quedó callada al verla.
Nada más salir, Laura la llamó con un gesto para que se acercara al grupo. La vio tomar aire y pasarse una mano nerviosa por el pelo, como si no estuviera segura de lo que hacía. Antes de que se arrepintiera y regresara a su dormitorio, Gonzalo decidió ir en su busca.
Durante el tiempo que duró el trayecto hacia ella, todos los observaron en silencio, como si estuvieran a punto de ver el final de una interesante película.
—Hola.
—Hola —repuso ella en voz baja.
—Me alegro de que al final hayas decidido unirte a nosotros.
—Imposible no hacerlo.
—¿Demasiado ruidosos para ignorarnos?
—Demasiado bueno para no compartirlo.
—Entonces, bienvenida, por fin, Lara. —Le pasó un brazo por los hombros y la invitó a acompañarlo.
Al principio, ella parecía ralentizar sus pasos, pero luego fue aligerando la marcha, así como la rigidez de su cuello, que él acarició con los dedos.
Le presentó a los Paltrow. John la sorprendió al darle dos besos, «costumbre española» le dijo, comentándole que su familia había veraneado varios años en Alicante. Susan corroboró las palabras de su esposo con otro par de besos y, enseguida, se alió con Laura para llevársela al otro lado del jardín, alegando que necesitaban su ayuda. Sin embargo, lo que hicieron fue darle un exótico combinado con sombrilla de los que solía preparar la señora Paltrow cuando quería soltar la lengua a alguien, como si del mismísimo fiscal se tratara.
David los llamó desde la barbacoa. Las ascuas estaban listas para asar la carne. Y en unos minutos la novedad de la presencia de Lara dio paso a la armonía que habitualmente se respiraba en aquellas reuniones de amigos.
Ella no le quitaba el ojo de encima, lo que hizo que se quemara las puntas de los dedos un par de veces mientras asaba la carne, como si fuera un muchacho inexperto en su primera salida con la chica más popular del instituto y supiera que, después, cuando la llevara a casa, le robaría un beso. Aunque él pensaba robarle algo más al entrar en su dormitorio. Y por la forma en que ella le miraba, por el modo de morderse los labios al saberse pillada en sus miradas furtivas, también esperaba mucho de él.
Lara terminó de un trago la bebida que le había preparado la señora Paltrow, estaba riquísima, dulce y muy fría, y aunque no sabía qué contenía, de repente se sentía liberada, como si acabara de quitarse un gran peso de encima.
Enseguida su vaso fue sustituido por otro lleno, no tuvo opción de replicar, porque Laura comenzó a hablarle de lo que harían al día siguiente, en una excursión familiar que David había dispuesto al parque de atracciones con un Toni entusiasmado que ya dormía plácidamente. Pero ella no podía dejar de mirar al juez. Lo veía dando la vuelta a las hamburguesas, mientras el fiscal del distrito sazonaba los filetes de carne y David pinchaba unas salchichas enormes. Los tres hombres trabajaban como si estuvieran acostumbrados a hacerlo con asiduidad, sincronizados. Y resultaba curioso que Gonzalo organizara la tarea como un director de orquesta. No cabía duda de que siempre, estuviera donde estuviera, y vistiera como vistiera, su rango destacaba por sí solo. Gonzalo era el líder indiscutible.
Poco después se reunieron bajo el cenador y dieron cuenta de la sabrosa barbacoa. John la sorprendió gratamente porque a pesar de su cara de pocos amigos y su impresionante tamaño resultó ser un hombre tan bromista capaz de contar chistes durante más de media hasta que no pudieron parar de reír.
El resto de la velada fluyó en un ambiente distendido y agradable, hasta que los Paltrow anunciaron que se marchaban a casa, y Laura y David se excusaron por tener que madrugar al día siguiente para ir de excursión.
—Es la primera vez que Toni va a visitar un parque de atracciones —dijo Gonzalo cuando por fin se quedaron a solas.
Corría una agradable brisa, y se estaba maravillosamente bien sentados en el sofá de mimbre, junto a la piscina.
La luna se reflejaba en el agua calma, el aroma de las diversas flores inundaba el jardín y el batir de las olas en el océano llegaba como una suave música de fondo.
—Será toda una aventura —afirmó ella aceptando la copa que le entregaba—. No debería beber más, no estoy acostumbrada a tomar alcohol y los combinados de la señora Paltrow son muy fuertes —advirtió antes de dar un sorbo.
—Explosivos diría yo. —La animó a llevar la bebida a los labios.
—¿Zumo de manzana? —Lo miró extrañada después de dar un trago.
—No me gustaría que mañana no recordaras nada de lo que ocurra esta noche —le advirtió con voz suave, consciente de que su familia todavía andaba cerca.
Eleonora también se estaba haciendo la remolona, daba vueltas supervisando que todo estuviera en orden, recogiendo una servilleta olvidada, un tenedor extraviado…
—Te van a oír —le advirtió acercándose.
—¿Y qué? Todos saben que esta noche dormiremos juntos. —Él no disminuyó mucho el tono.
—¡Oh, Gonzalo! ¿Por qué haces esto? —le recriminó dándole un leve golpe en las costillas.
—Porque me gusta cuando te sonrojas. —Sonrió al tiempo que le quitaba la copa de la mano y la abrazaba—. Me gusta cuando te pones nerviosa por la anticipación. Cuando sabes que te voy a besar, que me muero por tocarte, cuando sabes que nada más comenzar no podré parar.
Esta vez su tono sí disminuyó. Sonó ronco, áspero como los fuertes combinados de la señora Paltrow.
Se inclinó sobre ella y le rozó los labios con un beso tan dulce que por un instante creyó que lo estaba imaginando. Ella se reclinó en el sofá para mirarlo, le sonrió y lo atrajo, sujetándolo por la nuca para hacerle bajar la cabeza y besarlo otra vez. Sus labios eran suaves, temblaban contra los suyos. Él creyó que su corazón estallaría en su pecho. Lara estaba minando su autocontrol, el deseo que sentía por ella era como una marea que se llevara la arena de la playa. Tantos años negándose al amor y aquella mujercita complicada le estaba haciendo asomarse a las sombras de su alma apesadumbrada.
Ella debió de notar el destello de rabia en sus ojos porque se apartó y se mordió los labios con gesto nervioso, a pesar de que seguía mirándolo con el mismo ardor.
Él luchaba por contenerse. Tenía miedo de responder a sus besos, miedo a asustarla de verdad con lo que sentía, con la fuerza de su deseo. Ni siquiera sabía si podría besarla con delicadeza sin espantarla, al demostrarle que desde ese momento le pertenecía. El hambre irracional por poseerla hasta convertirla en parte de él era demasiado ancestral… un día se sintió igual y después…
Entonces ella hizo algo que no esperaba. Sus dedos desabrocharon varios botones de su camisa, la abrieron sobre el pecho y acercó los labios a su piel. Estaban frescos, se deslizaban como una pluma, besándolo con caricias tan suaves que tuvo que cerrar los ojos para no desmayarse de placer allí mismo, en el jardín que casualmente se había quedado desierto. Cuando por fin su boca alcanzó la suya, la atrapó con un gemido de pura necesidad, la levantó en brazos sin dejar de besarla y se encaminó al interior de la casa. El trayecto hasta el dormitorio se hizo entre susurros y besos entrecortados. Al terminar la escalera la depositó en el suelo y la besó largamente mientras la aprisionaba contra la pared.
Todo estaba oscuro, Lara se sentía como si estuvieran haciendo algo ilegal, por más que se repetía que eso era una tontería. Sus manos la acariciaban por encima de la ropa, necesitaban sentirse piel con piel, era un anhelo imposible de explicar. El mismo que el suyo por él.