Capítulo 13

 

La noche era mucho más oscura y fría que las que había pasado en Los Ángeles. A pesar de no estar muy lejos, solo una hora y media en avión, el clima del estado de Sonora era muy diferente.

Nada más bajar del jet privado de Samuel Cruz, en el aeropuerto de Hermosillo, los saludó una ráfaga de viento gélido. Al fondo de la pista, un lujoso todoterreno con los faros encendidos indicaba que los estaban esperando. Un hombre empujó la silla de ruedas de Mario mientras que otro cargaba con el equipaje. A medida que se acercaban a una figura alta y corpulenta que se apoyaba de forma indolente sobre el capó del coche, Lara tuvo que reprimir una exclamación. Su silueta esbelta en la penumbra, su pelo negro que brillaba bajo los destellos de los focos de la pista y su aire autoritario le recordaban a otro Cruz que a estas horas debía de estar furioso.

Se paró frente a él y lo miró sin ocultar su sorpresa. Era Gonzalo, sin duda, solo que algo en la dureza de sus rasgos, algo siniestro y malévolo en sus ojos aclaraban la confusión.

—Bienvenida a Sonora, señorita Martí —la saludó con un acento mucho más marcado que el de Gonzalo.

Estrechó su mano y él la apretó con firmeza, sin dejar de mirarla fijamente. Después sonrió.

—Sé lo que piensa, pero no se preocupe, Lara. En el fondo, los Cruz somos muy diferentes. Ya lo irá comprobando.

—No lo dudo.

Ella intentó sonreír, debía recordar que si estaban allí, a salvo, era gracias a su hospitalidad.

Cuando Mario ya estuvo instalado en el todoterreno, montó en el asiento trasero, dispuesta a adentrarse en el mismo infierno del que escapó Laura. Samuel Cruz se sentó al otro lado, le explicó que faltaban unas horas para llegar a su propiedad y le pidió en tono muy suave que se pusiera cómoda.

«Venir a Sonora había sido un gran error, pero ya no había vuelta atrás».

Durante el trayecto imperó un silencio atronador, solo de vez en cuando se escuchaba algún gemido de Mario debido a la tortuosa carretera. Dos horas después, pasaron por una pequeña aldea de apenas una docena de luces amarillas, y el coche se internó por un camino lleno de baches. Cruz le explicó algunos datos de interés sobre la zona, a lo que ella asentía más que nada por cortesía, pues a través de los cristales solo podía verse una negrura inmensa y un cielo sin estrellas.

Mucho más tarde traspasaron un enorme arco de piedra donde cuatro hombres con sombrero vaquero custodiaban la entrada, por lo que supo que acababan de internarse en el rancho Cruz. Toda la propiedad estaba vallada y el estrecho camino se dibujaba a lo largo, alumbrado por farolas.

El coche se detuvo, Samuel Cruz habló algo con los guardias y después subió la ventanilla.

—Estupendo, Lara, ya estamos en casa —le dijo poniendo una mano sobre su rodilla.

Era de madrugada cuando pararon en el patio que daba entrada a la gran casa. Por un momento, creyó estar frente a la mansión de Gonzalo. Inmensa, imponente, como una gran ballena blanca.

Subieron la escalinata que llevaba al interior y no pudo por menos que quedarse boquiabierta, ya que había muchas diferencias pero no se podía negar que los propietarios de ambas mansiones tenían gustos similares. Mario fue conducido a un dormitorio en la planta baja, junto a la biblioteca, por comodidad para él y su escasa movilidad con la silla de ruedas. Ella se instaló en un dormitorio en la primera planta, y descubrió que se comunicaba con un despacho a través de una puerta corredera. Era una habitación grande, con unos ventanales que daban al patio principal. Estaba decorada en tonos granates y crema, con un indudable aire femenino.

Nada más quedarse a solas, entró un anciano de poca estatura y cara arrugada, iba vestido de blanco y después de saludarla con una leve inclinación, la informó con aquel acento tan característico de aquella tierra y que apenas conservaban David y Gonzalo.

—Mi nombre es Jeremías, señorita Martí. Cualquier cosa que desee, solo tiene que llamarme.

Ella le dio las gracias y el hombre desapareció con la misma rapidez que había entrado. Se quedó durante un buen rato observando los finos muebles que decoraban la estancia, el tocador repleto de frascos y perfumes que imaginó exóticos por la rareza de sus envases, cuando la voz grave de Samuel Cruz la sorprendió por la espalda.

—Espero que te guste tu nuevo dormitorio. Un día perteneció a Laura, fuimos felices en esa cama. —Señaló con la cabeza la enorme cama en el centro y esbozó una sonrisa. Sus dientes blancos brillaron en contraste con su tez tostada por el sol.

—Le agradecería que no me hablara de detalles personales —le pidió de la mejor manera que supo.

Sobre todo, porque ella estaba al tanto de otras intimidades menos felices que la misma Laura le había relatado.

Él no se inmutó. Si le molestó el comentario, no lo demostró. Abrió la puerta corredera y la invitó a pasar al despacho.

—He creído conveniente que te vendría bien tener cerca un lugar en el que trabajar en nuestro convenio. Así, no tendrás que salir mucho por ahí, no parece que te guste mucho este lugar.

—Gracias. —No se molestó en darle la razón. Hizo ademán de acompañarle a la salida y, por si no entendía el mensaje de que deseaba quedarse a solas, abrió la puerta.

—Buenas noches, Lara. —Sí, lo había captado—. Si necesitas cualquier cosa, mi habitación es la de la derecha.

Ella cerró en cuanto salió y apoyó la espalda en la madera, como si temiera que pudiera traspasarla. Samuel se parecía tanto a Gonzalo que asustaba, aunque miles de matices los diferenciaban.

Aquel hombre le infundía una sensación enorme de repulsa a pesar de que fuera tan atractivo e imponente como el juez Cruz.

Al recordar a Gonzalo la abandonaron las fuerzas.

Se deslizó de espaldas en la puerta hasta sentarse en el suelo y por fin dio vía libre a las lágrimas. Llevaba muchas horas reteniéndolas, e irónicamente no lloraba por su complicada situación, ni por ella, sino por el hombre que se había apoderado de su corazón.

Solo hacía unas horas que estaba lejos de él y ya lo echaba de menos.

Su madre solía decir que una vez que un hombre y una mujer encontraban su alma gemela, sabía que se pertenecían para siempre, y era cierto. Nunca pudo sentir con Mario nada que no fuera cariño por un buen amigo, ni siquiera cuando puso todo su empeño en ser su pareja, para devolverle el amor que él le ofrecía. Sin embargo, desde que conoció a Gonzalo, supo que por él sería capaz de darlo todo, sin importarle si ganaba o perdía, lo único importante era amarlo, sentirlo, a sabiendas de que después lo perdería. Por eso su madre siguió muy pronto a su padre, su alma gemela, y por eso ella se había alejado de él, para protegerlo.

 

 

Gonzalo daba pequeños paseos por el gran salón.

—¿Estás seguro, John? —insistió, parándose frente a su buen amigo.

—No hay duda. —El hombre cabeceó apesadumbrado—. El abogado hizo dos llamadas al estado de Sonora desde el teléfono del hospital. La enfermera se lo confirmó a uno de mis chicos.

Él se acercó a los ventanales con gesto reflexivo, mirando al exterior sin fijarse realmente en lo que pasaba al otro lado.

—¿En serio creéis que hayan sido tan idiotas de ir al rancho? —intervino David con brusquedad—. Son nuestros abogados, joder, no los de él.

—Ya hablamos de eso hace unas semanas —le aclaró John, intentando buscar un punto medio en la conversación que no le crispara más los nervios—. Se añadirían unas cláusulas anexas al convenio que favorecerían a todos, sobre todo al niño.

—Pero… —David negó con la cabeza, sin encontrar las palabras.

Volver a hablar de su hermano Samuel y recordar tantas cosas del pasado le removía las entrañas. Era como si algo se hubiera desatado en el hombre pacífico y tranquilo que siempre se mostraba ante él.

Lo que no pasó desapercibido para el fiscal.

—Puede que solo busquen su protección —sugirió el hombre, al ver que Gonzalo seguía callado y pensativo.

—¿Convirtiéndose en los invitados de un desalmado? —Afloró el sarcasmo de David.

—Muchacho…

—No, John, no puedo creer que alguien medianamente sensato prefiera la protección de un hijo de puta a la que nosotros podíamos ofrecerle. ¡Por Dios, aquí contaban con toda la policía de la ciudad de Los Ángeles!

—Seguramente Lara pretendía proteger a alguien más —le indicó con un gesto a su hermano, que seguía mirando el paisaje sin ver.

Gonzalo ocultaba sus emociones deliberadamente.

El fiscal lo observó preocupado, David tampoco se mostraba muy contento por verlo en aquella actitud, de hecho el joven Cruz parecía mucho más salvaje de lo que lo recordaba. Esta debía de ser una de esas escasas ocasiones en las que su sangre nativa hervía de rabia, prevaleciendo sus personalidades sanguinarias sobre las urbanas y sofisticadas que siempre mostraban. De hecho, John nunca había visto a Gonzalo tan aguerrido. A pesar de ser amigos desde hacía muchos años, y conocer parte de la historia prohibida de su vida, nunca lo había tenido tan de cerca con la sensación de estar frente a un gran jefe decidiendo el momento del ataque.

—¿Y bien? —Interrumpió David sus cavilaciones—. Entonces no nos queda más que esperar a que ese par de locos se pongan en contacto y nos expliquen a qué cojon…

—No vamos a esperar —lo interrumpió Gonzalo con voz sosegada.

En el mismo tono que la calma precedía a la tormenta en el desierto.

—¡Lo sabía! —exclamó su hermano—. Irás a buscarla, ¿verdad?

—No estarás pensando en serio regresar a ese lugar. —El fiscal lo miró con censura.

Se hizo tal silencio que sirvió para confirmar la respuesta. John se acercó a él y trató de convencerlo de su error. David, sin embargo, no se molestó, pues sabía que la decisión ya estaba tomada.

—Escucha, Cruz —insistió el hombre, preocupado—, no puedes regresar allí después de todo lo que me has contado. Es una locura.

—No voy a permitir que ocurra de nuevo. Con Lara, no. —Fue todo lo que él dijo. Después siguió observando el paisaje oscuro.

—No tiene que ser igual. Hace años, Annie os enfrentó a los hermanos, después lo hizo Laura… pero esta vez es diferente, la abogada no está allí contra su voluntad, debes recordar que ha ido buscando su protección.

—Y regresará conmigo, aunque sea a la fuerza —determinó girándose para mirarlo.

—¡Di algo, David, por el amor de Dios! —clamó John—. Tu hermano se ha vuelto loco, infúndale algo de cordura.

—No servirá de nada —aceptó, cabizbajo.

—David tiene razón, no insistas, John. —Abrió un cajón, sacó un arma, una caja con munición y una carpeta con documentos—. Y aunque hayan ido al rancho por su voluntad, quiero que ella me lo diga a la cara.

—¡Vamos, Gonzalo, piénsalo! —El fiscal hizo un último intento—. Iniciarás una nueva guerra entre los Cruz. Si Samuel es tan rencoroso como dices, en cuanto sepa que esa mujer te interesa, hará lo imposible porque no vuelvas a quitársela.

—Hazme un favor, John —le pidió guardando todo en un maletín y entregándole la carpeta con documentos—, verifica esta información antes de que salga para Sonora.

El hombre ojeó los papeles por encima y abrió los ojos como platos.

—¿Es cierto esto, Gonzalo?

Él asintió.

—Es la pista que sigue Interpol, y de ser así, Lara sigue en peligro, a pesar de contar con la protección de Samuel Cruz.

Después salió del despacho y los dejó a solas.

—Esto se pondrá muy feo —vaticinó el fiscal dejándose caer en el sillón giratorio, tras la mesa.

—Está enamorado de Lara.

—Por eso mismo no debe ir a Sonora. En cuanto vuestro hermano sepa el motivo de su regreso… ¡Oh, Dios, mío! —Se limpió el sudor que cubría su frente.

 

 

Lara llevaba tres días en el rancho Cruz pero no podía decir que conociera gran cosa del lugar. Desde que llegó apenas había salido de su cuarto, tener el despacho al lado era una ventaja como le había asegurado Samuel. Solo había bajado al enorme comedor para hacer las comidas principales, y la verdad era que no le apetecía alternar con su anfitrión, de modo que las cenas las hacía en el despacho con la excusa de seguir trabajando.

En los pocos momentos que coincidió con Cruz se hizo una idea de hasta dónde podía llegar la altanería y la prepotencia de un hombre. Afortunadamente, era Mario el que discutía las clausulas que tenían que agregar al documento, ella solamente se ocupaba de los términos legales. No soportaría tener que estar encerrada con él, a solas durante horas, como hacía Mario.

Luego estaban las noches… aquello era lo peor.

El señor Cruz, o el patrón, como le llamaban sus trabajadores, no sabía aceptar un no por respuesta, ya fuera invitándola a tomar una copa en el salón o a pasear bajo la luz de la luna del desierto de Sonora.

Aquel día supo por Mario que su anfitrión había salido para no regresar hasta la tarde, de modo que después de comer empujó la silla de ruedas de su socio por el camino asfaltado hasta la sombra de una arboleda, no muy lejos del patio principal.

El sol todavía estaba bastante alto, era una locura salir a aquellas horas, pero la necesidad de respirar aire, aunque fuera caliente, era más fuerte que la de resguardarse en el frescor de la casa. Llevaba un veraniego vestido de color blanco que definía su esbelta silueta, y unas sandalias de tacón que le daban un aire demasiado urbano para un lugar como aquel. Los hombres que pasaban montados a caballo la miraban con curiosidad, algunos con cierto recelo, sabía que su presencia despertaba incertidumbre entre los vaqueros, lo que no ayudaba a que se sintiera mejor.

—¿De qué querías que habláramos? —le preguntó a Mario sentándose a su lado, en la hierba, bajo la sombra de un manzano.

—¿Para eso me has traído tan lejos? —inquirió él de mal talante.

—No me fio de la gente de la casa, da la impresión de que las paredes oyen, de que Samuel se entera de todo aunque esté ausente.

—De eso quería hablarte precisamente. ¿Qué te pasa con el señor Cruz? Hasta él se ha dado cuenta de que lo evitas, y eso es una descortesía por nuestra parte.

—No me gusta ese hombre —le habló claro.

—Pues no será porque no se parece a tu juez.

—Ahórrate el cinismo, Mario —replicó, enojada—. No me gusta cómo me mira, ni cómo se dirige a mí, en ese tono autosuficiente. Y ya que lo mencionas, cada vez que lo miro, encuentro más diferencias entre los dos. ¿Y sabes otra cosa? Me arrepiento de haberte seguido hasta aquí. Llevamos en este lugar tres días, el trabajo que podíamos haber hecho vía email ya está casi terminado, y no sabemos nada de ese tipo calvo que me amenazó. ¿Cuándo nos marchamos?

—No tengas prisa, confía en mí, Lara.

—Siempre dices lo mismo.

—Tú no estás de mal humor por cómo te mira Samuel, es por otro Cruz.

Ella descendió la mirada y se mordió labios.

—Ni siquiera me ha telefoneado.

—¿Creías que el juez te echaría de menos? Cariño, ya te lo dije. —Terminó la frase en un susurro.

—Ya sé que me lo dijiste —murmuró sin querer mirarlo.

Tampoco había contestado a sus llamadas al teléfono móvil en las últimas horas, pero eso no lo confesaría. Ya se sentía demasiado herida para volver a escuchar «te lo dije».

—Mira, Lara, yo también me he fijado en que este tío te mira raro, pero tu actitud distante no nos ayuda. Tal vez si te dejaras ver más por la casa, si no rechazaras cada invitación que te hace, seguramente terminaría por dejarte en paz. No debes preocuparte porque flirtee contigo, ese tema ya lo he solucionado—. Al ver que ella lo miraba con incredulidad, añadió—: Sí, le he dicho que estamos juntos. Fin del problema.

—Me parece que Samuel Cruz no es de los que se echa atrás por una minucia como esa.

—De todas formas, te prometo que muy pronto nos marcharemos y toda esta historia de los hermanos Cruz se borrará como si fuera un mal sueño.

—Y sobre la otra historia, la de los hombres que mataron a Augusto, ¿qué pasa con eso?

—También me estoy ocupando, cariño, no te preocupes. En unos días ya no correremos peligro alguno.