Capítulo 6

 

Ya era media tarde. Había visitado a Mario en el hospital y, aunque no pudo hablar con él, porque estaba sedado, se sintió más tranquila al verlo dormido y relajado. Cuando finalizó la hora de visita que le habían permitido, comió un sándwich en la cafetería y regresó a la mansión del juez, al dormitorio de color rosa que le habían asignado.

Hacía bastante calor, de modo que se había recogido la melena en una cola de caballo. También se vistió con ropa cómoda, una camisa de algodón de color blanca, unos vaqueros y unas zapatillas deportivas, aunque más discretas que las de la señora Eleonora. Como era normal en ella, no iba maquillada, solo un poco de rímel y color en las mejillas.

Cuando entró en la casa, Eleonora le hizo pasar a un gran salón en la planta baja y la dejó a solas. Ella no sabía muy bien qué hacer, se acercó a una enorme librería que dominaba toda una pared y comenzó a mirar entre los numerosos libros que estaban perfectamente ordenados. Los muebles eran modernos y la estancia estaba decorada en tonos azules. Varias pinturas enormes que representaban temas marineros vestían las paredes y una gran lámpara de araña pendía del techo.

La enorme cristalera que hacía de puerta estaba abierta, de modo que la brisa que llegaba del océano expandía el aroma a flores por todo el salón. Afuera escuchó las risas apagadas de Toni, provenían del jardín, e imaginó que estarían en la piscina que se observaba desde el primer piso. Un reloj de pared dio las cinco en punto, justo cuando escuchó la voz inconfundible de Gonzalo que entraba en la casa.

Saber que lo tendría enfrente de nuevo le inquietaba. Durante todo el día se había preguntado qué haría y qué le diría al verlo, cómo justificaría las cosas que le dijo.

Se quedó parada en el centro de la habitación. Con las manos entrelazadas y el corazón latiéndole a mil por hora. Él entró revisando unos papeles, iba vestido con un traje oscuro y caminaba inmerso en la lectura de los documentos. Al parecer no esperaba encontrar a nadie allí porque, al alzar la cabeza, se paró de golpe frente a ella.

—Hola.

—Hola —la saludó en ese tono suave que le daba su acento.

—¿No esperabas verme? ¿Pareces sorprendido?

—Pues no. No esperaba encontrarte aquí.

—Debí quedarme en mi cuarto, perdona.

—No —dejó los documentos sobre la mesa sin dejar de mirarla—, estás en tu casa, faltaría más. Me refiero a que pensaba que estarías en el hospital.

—Los médicos recomendaron que los primeros días procuremos acortar las visitas, sobre todo, mientras Mario esté sedado.

Él asintió, como si comprendiera la situación.

Después esbozó una lenta sonrisa y ella se estremeció. Seguía en el centro de la estancia como un pasmarote. Al menos esa era la sensación que tuvo al verlo acercarse más, hasta quedar tan cerca que la visión de él besándole la cara, acariciándole el pelo, le pareció más real que nunca.

«No fue una alucinación provocada por el sedante».

Gonzalo pareció adivinar lo que pensaba, porque le acarició la mejilla y su sonrisa se hizo más amplia.

—Cuando veníamos a casa estabas tan cansada que te quedaste dormida.

—En tus brazos. Lo recuerdo —«Sí, lo recordaba todo».

—Ya estás mejor —afirmó más que preguntó.

Sus ojos se deslizaron por su rostro del mismo modo que entonces lo hicieron sus labios. Cada vez que lo tenía enfrente empezaban a sudarle las manos, sentía una opresión en el pecho y un nudo en la garganta. Pensaba que sería cosa de su imaginación, pero ahora estaba segura de que no.

Se quedó esperando a que él buscara algún tema de conversación; sin embargo, se quedó muy quieto, sin dejar de utilizar el poder de su mirada, que a pesar de estar separados por unos centímetros era capaz de provocar miedo, cautela o sumisión. Laura se lo había advertido, eral algo intrínseco en los hermanos Cruz, y él lo estaba utilizando para acariciarla suavemente.

Si ahora se pegara a él, la abrazaría, igual que la sujetó contra su cuerpo en el coche mientras dormía. Sí esta vez no cerrara los ojos y…

—Si quieres te llevo al hospital.

Ella parpadeó. Su comentario la había pillado desprevenida.

—Los doctores recomiendan que Mario solo reciba una visita al día.

—Sí, pero me ha telefoneado su médico hace un rato para comunicarnos que ya está despierto. Por eso he pensado que te gustaría verlo de nuevo.

—¡Oh, sí, por supuesto! —Se llevó las manos a la cara—. Gracias, Gonzalo.

—De nada.

Le puso la mano en la parte cintura y la acompañó hacia la salida.

 

 

En los siguientes diez días, la rutina se instaló de forma casi permanente en la mansión de los Cruz. Cada uno de sus habitantes se dedicaba a sus quehaceres desde muy temprano, y según había comprobado Lara, el único momento en el que solían reunirse todos era en el de la cena. David y Laura hacían una vida bastante independiente, con el pequeño Toni. El juez se marchaba muy temprano al Palacio de Justicia y regresaba puntualmente a las cinco. Entonces era cuando se dedicaba a jugar con su sobrino, o hacer deporte —lo había visto correr por la playa más de una tarde al anochecer, también jugando al futbol con su hermano y algunos amigos—, además, solía recibir visitas, alguna de personas muy influyentes del mundo jurídico o de la política.

Por su parte ella también había adquirido una tranquila monotonía, por la mañana se levantaba temprano, salía a correr un rato por la playa, algunos días en compañía de Laura, y otros sola; después iba a visitar a Mario, que ya estaba más restablecido, y por la tarde, sobre las cuatro, regresaba a casa. A partir de entonces, no tenía nada previsto, por lo que improvisaba. O se quedaba mirando por la ventana y observaba al juez en la distancia, jugando con el niño, o con su hermano, o simplemente tumbada al sol en una hamaca en la piscina.

No desconocía que Eleonora seguía muy cerca sus movimientos e informaba al juez diariamente, como si lo que hiciera o dejara de hacer fuera algo oficial y de sumo interés. Así se lo contaba a Joana cuando charlaban de vez en cuando por teléfono. Al principio le hizo gracia saber que estaba tan pendiente de ella, a pesar de que lo ocultaba cuando se encontraban, pero con el paso de los días, procuraba ser ella la que se enterara de lo que hacía él, de lo que le gustaba, de lo que pensaba de esto o de lo otro, y Laura era una buena fuente información. Habían intimado bastante, la joven señora Cruz era como una flor que día a día se iba abriendo un poco más al mundo. Había sufrido mucho en su corta vida, sus heridas eran muy profundas, pero terminarían por cicatrizar.

El reloj del salón dio las cinco en el mismo instante en el que vio su coche oscuro entrar en la propiedad. Sabía que Gonzalo intentaba darle toda la autonomía que necesitara, no quería que se sintiera una huésped, ni obligada a guardar las formas, de modo que si ella no deseaba verlo, no lo veía; si quería cenar sola, lo hacía; y si deseaba compañía, la encontraba.

No podía asegurarlo, pero sospechaba que aquella era una estrategia de cortejo copiada de algún animal exótico que muy pocos conocían, porque más de una vez se sorprendía esperando ver su coche entrando en la propiedad, como ahora; o deseando que la buscara por la casa al salir de la piscina, o al llegar de la playa, cuando ella fingía que no llevaba un buen rato comiéndoselo con los ojos por la ventana, imaginando que poco después la estrecharía entre sus brazos.

Escuchó su voz al hablar con Eleonora en el vestíbulo y corrió hacia allí antes de que subiera las escaleras para perderse en su cuarto o en su despacho, como hacía casi siempre. Se había quitado la americana oscura, llevaba deshecho el nudo de la corbata y la impecable camisa blanca remangada hasta los codos, mostrando unos antebrazos morenos y fuertes.

—Hola —le dijo él con una sonrisa al verla aparecer por casualidad.

—Hola —repuso, acercándose.

—¿Cómo va todo?

Entregó un pesado maletín de cuero marrón y la chaqueta al ama de llaves, pero la mujer ignoró el mensaje de despedida y no se movió de su lado.

—Mario está mucho mejor. Creo que en unos días podrá abandonar el hospital.

—Lo sé. Me refiero a ti.

—Oh, bien, todo muy bien. Gracias.

—¿Y qué harás ahora?

—¿Te refieres a ahora mismo? —al ver que asentía, añadió—: Pues nada importante. En realidad, nada.

—Lo digo porque tenía una cita para cenar con el fiscal del distrito y resulta que acaba de comunicarme que no podrá venir. —Eleonora lo miró sorprendida, pero él hizo como que no la veía—. ¿Te apetecería acompañarme?

—¿A cenar? ¿Contigo?

—Claro, ¿hay algún problema?

—No, no hay problema… pero tendría que cambiarme, no voy vestida para salir a cenar.

—¿Salir a cenar con el juez Cruz, quieres decir? —Al ver que ella se quedaba callada, añadió—: El fiscal también es un buen amigo, no era una cita de trabajo —le aclaró—. Sería dar un paseo con Gonzalo, nada de etiquetas ni protocolos raros. Me refiero a una cena para dos en El Patio. —Hizo hincapié en el nombre del local.

Echó a andar a su lado y vio que Eleonora fruncía el ceño, al tiempo que movía la cabeza con censura mientras se alejaba hacia el salón.

—Bueno, será un placer acompañarte, Gonzalo.

Cuando ambos montaban en el coche, la mujer hablaba por teléfono mientras los observaba por la ventana.

—Sí, ya imagino que tienen todas las mesas reservadas, pero necesito una para esta noche. Eso es, esta noche. Se trata de una cena para dos, a nombre del señor Gonzalo Cruz. No se preocupe, señor, está disculpado. Sabía que no habría problema, ya que como usted dice: siempre hay una mesa para el juez. Gracias.

 

 

Durante los cuarenta minutos que había durado el recorrido por la autopista, ambos se contaron pequeñas anécdotas de sus vida laborales: hablaron de California y de los preciosos paisajes que dejaban atrás, pero por más que intentó que le hablara de él, del hombre que encerraba el juez, evitó totalmente el tema. Ni siquiera Laura le hablaba de ese aspecto sobre él. Sin embargo, ella sí le habló de su vida de estudiante, siendo huérfana a edad muy temprana y viviendo con una tía solterona que solo quería librarse de ella cuanto antes.

Al preguntarle por su vida en Sonora, él señaló al frente y le indicó que ya estaban llegando. Continuó contándole aspectos de la ciudad en la que entraban y le advirtió con aquel acento suave que delataba su origen:

—No es fácil moverse por Los Ángeles, ya que no tiene un centro urbano definido.

—Lo he comprobado. De no ser por el GPS del coche que me has prestado, me hubiera vuelto loca para desplazarme —reconoció ella.

—Suele ocurrir con facilidad. La verdad es que la ciudad está formado por muchas comunidades distintas que se unen por autopistas y avenidas. —Después de callejear un rato se internó por una travesía empinada que se estrechaba según ascendían—. Te voy a mostrar uno de los barrios más interesantes, en realidad es donde se divierte Gonzalo —dejó caer con ironía.

Lara supo a lo que se refería. No era la primera vez que hacía referencia a sus prejuicios, desde que lo confundió con un vagabundo en la playa y, después, cuando lo censuró por lo que había escuchado de él.

—Creí que aquello había quedado olvidado. —Su voz sonó tensa, no le gustaba que pudiera leer tan claro dentro de ella.

Él la miró un segundo. Soltó una mano del volante y cubrió una de las suyas dándole un apretón.

—Disculpa si te he molestado, pero me extrañó que una abogada refutada como tú, una mujer joven y moderna, tuviera tantos reparos en estar con alguien como yo, que no dejo de ser un hombre de lo más normal. —Ella debió de mirarlo de un modo muy raro, porque añadió, con una sonrisa—: Vale, si quieres seguir pensando que soy un hombre con malas pulgas, y no sé cuántas cosas más… allá tú.

—No es eso, Gonzalo, te lo aseguro –quiso explicarle—. No es tan sencillo.

Al ver que guardaba silencio, volvió a mirarla, como si esperara que continuara hablando. Sin embargo, ella no lo hizo, al menos de ese tema del que no solía contar nada a nadie. Un tema que hacía tiempo que quería olvidar y que el accidente de Mario había recuperado al presente.

Se adentraron más despacio por estrechas callejuelas repletas de casas pintadas de colores llamativos. Dejaron a su paso numerosos comercios, tiendas de novias, de flores, de figuritas religiosas y tallas de madera. Restaurantes, tenderetes de comida y música en vivo inundaban de olores y sonidos las aceras. La gente caminaba, arriba y abajo, otros descansaban en sillas, en las puertas de sus casas mientras anochecía.

Gonzalo estacionó el coche en un lateral de la calle y llamó a un chiquillo moreno que corría por allí. Unos cuantos pequeños se acercaron y les dijo algo mientras les entregaba unas monedas. Ella estaba fascinada por el ambiente que se respiraba en aquel lugar. Era como si hubieran viajado en el tiempo. En unos minutos habían cambiado el famoso y lujoso paisaje de Long Beach por el de un pueblito mejicano de lo más característico.

—Espera, Lara —la llamó al ver que se alejaba de su lado. Le rodeó los hombros con un brazo y le dijo muy serio—: Es mejor que sepan que vas acompañada.

—¿Es peligroso caminar por aquí? —No le gustaba el aspecto de alguno de los hombres que los miraban al pasar por su lado.

Parecían recién sacados de una vieja película del oeste, aunque lo saludaban con gesto solemne ponían los pelos de punta. Se pegó más a su cuerpo, buscando la seguridad de su abrazo, y él la atrajo hacia su cuerpo.

—Estamos en el Harlem hispano —le aclaró él—. Pero yendo a mi lado no tendrás problema. En este caso, te diré que gracias a la mala fama que otros me dan, gozaremos de algunos privilegios.

—¿Seguro que esa fama no te agrada?

—¿Por qué dices eso?

—No parece que te afecte mucho lo que opinen de ti, salvo si soy yo la que tiene un concepto diferente de lo que quieres que piense.

Él soltó una ronca carcajada al tiempo que la conducía hacia un callejón estrecho y empinado.

—Muy aguda, señora abogada. A lo mejor es porque me importa tu opinión.

—Ja… ja… ja… —imitó ella su risa de un modo irónico.

—¿Tratas de provocarme?

—Creía que Gonzalo Cruz era imperturbable —volvió a pincharle.

Le encantaba saber que de algún modo ejercía cierta potestad sobre él.

—¿De dónde has sacado eso? ¿También lo has escuchado por ahí?

—No. Eso lo he comprobado al mirarte. Siempre tan controlado, tan severo.

—¿Severo? —Se paró y la miró extrañado.

—Sí, supongo que por eso tus ojos nunca expresan lo que sientes en realidad.

—¿Eso piensas de mí? Que engaño con la mirada —afirmó con voz ronca al tiempo que reanudaba la marcha.

—Creo que ocultas tus sentimientos. Que no manifiestas tus emociones.

—¿Y tú sí lo haces?

—No estábamos hablando de mí —esquivó la pregunta.

—Bueno, digamos que me gusta más utilizar la boca para expresar mis emociones.

Lo que ocurrió después la pilló totalmente desprevenida.

Gonzalo la empujó con suavidad hacia un muro de adobe blanco y la sujetó por las caderas.

—Te voy a besar, abogada Martí.

Ella soltó el aire que había retenido en los pulmones al verse apresada entre su cuerpo y la pared. Lo primero que pensó era que se había vuelto loco, pero cuando atrapó su boca con la suya de una forma increíblemente viril, dejó de pensar para perderse en su sabor. Su lengua se coló entre sus labios, forzándolos a abrirse. Le parecía tan excitante estar allí, clavada contra la pared, que casi no daba crédito. La besaba de un modo que distaba mucho de ser suave, al contrario, era un beso fuerte, un sello ardiente de posesión.

La sujetó con las manos por las nalgas y la pegó a él para hacerle sentir entre las piernas su excitación.

Lara movió las caderas hacia arriba por instinto, apretándose contra él, que no dejaba de besarla, de lamerla, de saborearla, hasta que se perdió en un sinfín de sensaciones. Ya no le importaba quién era él, ni quién ella, ni dónde estaban, ni por qué le rodeaba el cuello con los brazos y respondía a sus caricias con la misma necesidad.

El beso terminó cuando él quiso ponerle fin. Atrapó su labio inferior entre los dientes y tiró con suavidad antes de soltarla.

A ella le faltaba la respiración, estaba mareada y afortunadamente seguía apoyada contra la pared, entre sus brazos.

—Dios mío, ¿qué ha sido eso? —le preguntó con un hilillo de voz.

—Es mi forma de expresarte que llevo días deseando besarte.

—Se nota. —Tragó saliva y se lamió los labios doloridos.

—A ti también.

La miró con una sonrisa feroz, orgullosa, casi insultantemente masculina.

En otra ocasión, y con otro hombre, aquella sonrisa le hubiera parecido detestable, machista, pero en este momento le encantó. Le gustaba sentirse pura feminidad para la hombría absoluta de Gonzalo. Eso no significaba que ella fuera débil, sino que era su complemento, su opuesto, su igual.