Capítulo 2

 

Lara se vistió con rapidez. Estaba junto al coche y por nada del mundo le gustaría que volvieran a sorprenderla en una playa privada sin permiso.

Había dejado la ropa bajo dos palmeras con forma de V, junto a la cerca que delimitaba la playa, y sabía que se estaba comportando como una niña malcriada, saltando tapias que prohibían la entrada, bañándose en un recinto privado y desobedeciendo innumerables normas que otras veces había esgrimido con fogosidad ante un jurado pero… se sentía tan bien.

Hacía mucho tiempo que el aire no le parecía tan puro, ni el cielo tan azul, ni el mar tan brillante, todo tenía un matiz diferente y, aunque resultaba doloroso, reconocía que solo se debía a una palabra: libertad.

Estaba cepillándose la melena cuando sonó el teléfono móvil. Durante unos largos segundos sintió la tentación de no contestar, estaba segura de que sería Mario, y la sensación de libertad se evaporaría como por arte de magia. Se quedó mirando la mochila como si fuera un artefacto infernal. Si había viajado miles de kilómetros para hacerse cargo de aquel caso tan peliagudo que le había cedido su socio era precisamente para alejarse de Madrid y los problemas, no tenía sentido atender a esos problemas, aunque fuera telefónicamente.

Se colgó el bolso al hombro y ascendió la duna para salir a la carretera, la incesante melodía del móvil no dejaba de sonar y, cuando se agotaba la canción, volvía a comenzar de un modo casi sádico, como recordándole que un día juró lealtad y fidelidad a su profesión y a la primera de cambio le daba la patada por un paseo por la playa.

Finalmente, para no sentirse mal, sacó el teléfono, miró el visor y contestó al ver que no era Mario, sino su secretaria, con la que le unía una gran amistad.

—¿Joana? ¿Cómo estás? —Subió al coche de alquiler y se acomodó frente al volante, aunque no encendió el contacto—. Claro, yo también me alegro de hablar contigo… En la playa ¿Dónde voy a estar? —Otra pausa—. No… El hotel no tiene playa… es una privada que encontré… ¿Una ilegalidad? Bueno, un día es un día. ¿Que qué he estado haciendo? —se rio—, pues no te lo vasa creer, pero he estado haciendo amigos. —Volvió a reír—. Por supuesto que es verdad, he conocido a un hombre que desde luego no te dejaría indiferente. Aunque por la pinta que llevaba, creo que él también se ha colado en la playa, y con un niño que pretendía hacerme creer que era su sobrino. ¡Vamos, un caradura ilegal en toda regla! —Otra pausa—. No, lo siento. No creo que esté libre para enviártelo con una lazo, ¡graciosa! Además iba vestido un poco raro. —Una pausa—. Más bien parecía un indigente, sí… Pues no sé, rondando los cuarenta. Puede que treinta y ocho. —Volvió a soltar una suave carcajada—. Es que yo también voy siendo mayorcita. Te recuerdo que en Navidad cumpliré treinta y dos… Sí, Gonzalo, se llama Gonzalo. —Dio sl contacto del coche y encendió el aire acondicionado. Estaba sudando y hacia un calor insoportable—. Pero bueno, dejemos de hablar de alguien a quien probablemente no vuelva a ver nunca más. —Nueva pausa—. No, por supuesto que no es el típico californiano rubio. Al contrario, es moreno, de ojos negros, profundos, voz sensual, grave pero con ese tono… especial. ¡Ya sabes! Como recién levantado después de una tórrida noche de pasión. Y su pelo es tan oscuro, tan brillante, un poco largo por la nuca y con unas ligeras canas en las sienes que le dan un toque especial, como de hombre interesante, a pesar de ir vestido como un vagabundo. —Una pausa mucho más larga en la que ella afirmaba con interjecciones—. Claro, es más alto que yo, por supuesto. De hombros anchos, piernas esbeltas, tórax amplio… ¡Hija, yo qué sé! Estábamos en la playa, no en la cama. —Soltó una carcajada, se arrellanó en el asiento del coche y entornó los ojos, recordando. Aquella absurda conversación no llevaba a ningún sitio, pero se estaba divirtiendo con su amiga mientras fantaseaba con el desconocido de la playa—. Su mandíbula es cuadrada, la nariz recta, los labios finos, pómulos marcados… ¿De qué te ríes? No me he quedado prendada, ya sabes que en mi profesión es importante fijarse en los detalles. Pero bueno, Joana —cambió el tono de voz a otro más formal—, tengo que conducir; te dejo. ¿Cómo que olvidé las copias firmadas? ¿Estás segura? Juraría que las metí en el maletín antes de salir del despacho. En fin, escanéalas, las envías por correo y las imprimiré mañana. —Una nueva pausa, en la que no pudo evitar una mueca de disgusto—. ¿Cómo que las traerá Sánchez? Creía que si venía yo sola a Estados Unidos era precisamente por… Bueno, déjalo, ya lo hablaré con él. No te preocupes. —Hizo otro mohín—. Sí, claro, a él nunca se le olvida nada. Ya te llamaré… ¡Por supuesto que lo pasaré en grande en la fiesta! —añadió antes de colgar.

La noticia de que Mario había cogido un vuelo hacia Los Ángeles acababa de agriarle sus pequeñas vacaciones. Solo llevaba dos días en la ciudad y ya se sentía una mujer nueva, diferente. No era una persona de costumbres, se adaptaba con facilidad a todo cuanto viniese, y sabía aceptar los altibajos con optimismo. Por eso, la mayoría de los objetivos que se había planteado al terminar la carrera de derecho se habían cumplido. Unos bien, otros no tan bien.

Daba por hecho que el éxito había que ganarlo en cualquier acción que se emprendiera, le había costado mucho esfuerzo llegar donde estaba: una muchacha sola en el mundo, huérfana muy pronto y criada por una tía medio loca que en cuanto había podido la había echado de casa para que se buscara la vida. Afortunadamente, era buena estudiante y consiguió terminar la carrera al tiempo que trabajaba en un prestigioso despacho de abogados, Sánchez y Fernández. Una vez tuvo su licencia, Mario, uno de los letrados que regentaban el despacho, le ofreció unirse a él y a su socio, Augusto. Años después, el socio pasó ser el magistrado Fernández y el bufete a llamarse Sánchez y Martí Asociados. Ella era de derecho penal y Mario de derecho civil. Desde siempre se habían posicionado en lados opuestos, incluso cuando confundieron sus sentimientos e iniciaron una relación, obligados por las circunstancias y por el infierno que vivieron esos días. Él la ayudó mucho, pero meses después, a pesar de la horrible situación personal que ella estaba atravesando, y a la presión mediática, comprendió que no funcionaban como pareja. Aunque Mario siempre decía que volverían a estar juntos, que aquella interrupción se trataba de una pequeña pausa.

Enfiló hacia el hotel y decidió no seguir pensando en el traumático pasado que la acosaba día y noche, jamás podría librarse de él, aunque hubiera volado a miles de kilómetros; sin embargo, prefirió centrarse en el caso Cruz, Mario y ella llevaban un tiempo trabajando en él, codo con codo. Ahora, una vez que todo se había resuelto favorablemente, habían aceptado la invitación del juez Cruz, el mayor de los tres hermanos y un hombre cuya fama traspasaba fronteras, para pasar unos días en California y asistir a una fiesta en su gran mansión junto a la playa Carbon Beach, en Malibú. Así se lo dijo Antonio Márquez, el padre de la reciente señora Laura Cruz, cuñada del juez. El hombre también había viajado desde España para pasar unos días con la familia de su hija, y esa noche prometía ser inolvidable. Además, según le había contado Mario, las fiestas de los Cruz eran célebres y muy consideradas por la alta sociedad californiana. Habían decidido que viajaría sola a Estados Unidos, que esos días servirían para que pudiera resarcirse de los últimos meses, en los que no había tenido tregua entre acusaciones y cuchicheos entre sus propios compañeros.

Al llegar a la habitación del hotel, miró el reloj y abrió los grifos de la ducha, después se desnudó, dejando que el vapor de agua llenara el cuarto de baño y le aflojara los músculos. No supo por qué, pero al mirarse en el espejo y verse desnuda se acordó del hombre de la playa, de su mirada oscura que luchaba con el sol para intentar verla a contraluz.

«La verdad es que era guapo», se dijo mientras comenzaba a enjabonarse.

 

 

—Todo está preparado, juez Cruz —le dijo Eleonora, su eficiente ama de llaves al más puro estilo inglés.

Aunque eso era un decir, porque se trataba de una mejicana regordeta, morena y de pequeña estatura que iba vestida con un chándal de color morado y unas zapatillas amarillas de deporte. Nadie conocía su verdadera edad, por lo que todos tomaban como referencia que cuando él nació, hacía treinta y nueve años, ya estaba al servicio de su madre, en el estado de Sonora. Cuando él y David se marcharon para siempre del rancho Cruz, ella se fue con ellos, y hasta hoy. De modo que no solo era una trabajadora de fidelidad indiscutible, sino que todos la trataban como una más de la familia, a pesar de que la mujer siempre mantenía las distancias protocolarias que ella misma exigía, aunque solo fuera en público.

«Como una verdadera ama de llaves inglesa», le decía siempre él, bromeando, aunque Eleonora se lo tomaba muy en serio, incluso se sentía orgullosa de querer parecerlo.

—¿Laura y David han llegado a casa? —preguntó él cruzando el enorme salón, que ya estaba dispuesto para recibir a los primeros invitados, y echando un vistazo alrededor con gesto adusto.

Ella soltó un bufido al verlo tan tranquilo a menos de un par de horas para la recepción y vestido de aquella guisa, con la vieja y polvorienta camiseta, el pelo enmarañado bajo la gorra y las zapatillas de deporte que habían conocido días mejores.

—Sí, señor, ya están en casa. Solo falta que usted se adecente, pero si se empeña en supervisar todo lo que yo superviso, no vamos a terminar nunca. Los invitados a punto de llegar y usted y yo aquí, perdiendo el tiempo —refunfuñó la mujer.

—No superviso, Eleonora. —Movió la cabeza con censura—. Pero tienes razón, no voy a perder el tiempo cuando sé que todo está perfecto.

Esperó a que ella replicara, y supo que no tardaría mucho en hacerlo. Sus pequeños ojos oscuros fijos en lo de él, el pelo gris recogido en un moño tirante y los labios prietos, como si temiera decir algo que no debiera.

—Le he preparado el traje negro, juez —le advirtió en tono chillón.

—¿El negro? Eleonora, todo el día voy vestido de negro. ¡Vale, vale! —Alzó los brazos al ver que le recorría la camiseta oscura con una mirada afilada—. ¡Qué carácter tienes, mujer, no me extraña que no te hayas casado nunca.

Se dirigió hacia las escaleras que conducían a los dormitorios.

—O Tal vez, ha sido porque he estado toda mi vida teniendo que cuidar de los Cruz, que vais a quitarme la vida entre todos —replicó ella en tono ofendido y echando a andar tras él—. Menos mal que David ya tiene quien le cuide, pero usted, juez… — Cabeceó con censura.

—¿Qué pretendes decirme? —inquirió, tomándola del brazo para ascender a su lado y sin poder ocultar la sonrisa.

—No pretendo, lo digo. No sé si existirá mujer en el mundo que pueda soportarle.

—¿Para qué quiero yo una mujer que me soporte, si te tengo a ti?

—¡Ya! ¡Y un cuerno!

 

 

La cena fue servida en el salón principal y en el jardín. Debido a la gran cantidad de invitados, se había contratado un bufé con un extenso surtido de manjares pensados para satisfacer los paladares más exigentes. Las mesas estaban distribuidas para que los asistentes pudieran moverse con libertad sin tener que prescindir de una buena conversación, o de alternar unos y otros. Los comensales eran de lo más variopinto, no era fácil reunir a empresarios, abogados, políticos y periodistas en un mismo lugar y pretender que las conversaciones fluyeran con agilidad y buen ritmo, incluso con privacidad.

La reunión estaba resultando un éxito. Al joven matrimonio Cruz se le veía feliz. Ella, preciosa, menuda, rubísima y con aquellos ojos azules, como los de Toni. Él, alto, atractivo, robusto y de piel morena. Era un Cruz, sangre india corría por sus venas. Su gesto arrogante y el porte orgulloso, altivo, eran un sello indiscutible de su estirpe.

Los primeros acordes de la música comenzaban a sonar, lo que significaba que en pocos minutos las parejas llenarían la pista que se había improvisado en el centro del jardín, bajo las acacias y junto a la gran fuente de mármol, donde una sirena dejaba correr el agua por su cuerpo sensual.

Gonzalo divisó a lo lejos a Antonio Márquez, el padre de Laura. Estaba charlando con un joven de pelo rubio, recogido en una cola. Se alegró de que aquel hombre por fin pudiera vivir en paz, y siguió paseando entre sus invitados al tiempo que tomaba una copa de vino de la bandeja que le ofrecía un camarero. Se la llevó a los labios y frenó el movimiento cuando escuchó una risa cantarina a su espalda, una risa que había escuchado antes, riéndose de él.

Frunció el ceño y agudizó el oído al tiempo que bebía despacio para paladear el vino e identificar aquellas suaves carcajadas. Entonces escuchó también su melodiosa voz. Su entonación española resultaba inconfundible, a pesar de que hablaba inglés a la perfección. No se podía negar que hablaba como alguien acostumbrado a hacerlo en público.

Gonzalo se giró lentamente y fijó la mirada en un reducido grupo de personas. Apenas estaban a tres metros de distancia, pero enseguida sintió sus preciosos ojos verdes clavados en los suyos.

Entonces se dio cuenta de que había guardado silencio, ya no se reía ni hablaba. Ambos se quedaron quietos durante unos segundos, como si sus miradas se hubieran quedado enganchadas. De repente, ella musitó una disculpa a los otros invitados y caminó hacia él, que aprovechó para terminar su copa de vino mientras la veía acercarse. Estaba tan guapa con aquel vestido negro, tan escotado que podría demandarla por desacato, y tan provocadora que era imposible dejar de mirarla.

—Buenas noches, juez Cruz. —Le tendió la mano y él la estrechó en la suya.

No pudo evitar recordarla en biquini, con gotitas de agua salda por su cuerpo esbelto, un pareo de seda atado a las caderas y el sol a su espalda, confiriéndole un halo brillante de belleza inigualable. Y con el balón de futbol contra los senos.

—Bueno, ¿fin de la rueda de reconocimiento? —Lo sorprendió igual que hiciera en la playa, pero además con una sonrisa imposible de pasar por alto.

—¿Cómo dice? —Y al comprender la broma negó con la cabeza y añadió con suavidad—. Lo siento, Lara, discúlpeme.

No era la primera vez que le pasaba aquello. Se quedaba pensando tonterías delante de ella, hasta que era demasiado evidente que estaba pensando tonterías.

Lara le quitó importancia con un gesto, aprovechó para recuperar su mano y trató de quitarle hierro al asunto. Estaba nerviosa, aunque por nada del mundo lo iba a demostrar.

—Disculpas aceptadas, aunque yo también debería pedirle perdón.

No podía evitar sentirse como una tonta desde que lo había reconocido entre los invitados. Alguien le dijo que era el juez Cruz, nada más ni nada menos que su anfitrión, y ella lo había confundido con un hombre desaliñado que además estaba casado e intentaba ligar.

—Quedará todo olvidado cuando no me encuentre en desventaja, Lara.

A ella le agradó que recordara su nombre.

—¿A qué se refiere?

—Bueno, usted ya sabe todo de mí, sin embargo, yo solo sé que se llama Lara y que es española. Aunque deduzco que…

—Sí, en efecto, soy la abogada de Antonio Márquez y de su hija.

Él afirmo en silencio. Sus ojos tan negros, clavados en ella, esperando.

«¿Esperando qué?».

—Bienvenida a mi casa, Lara Martí —dijo por fin.

Ella tragó saliva, sabía qué era lo que esperaba.

—Le ruego que me disculpe por haberme colado en su playa —al ver que no se inmutaba, añadió—: y también lo que dije de usted…

—¿Me lo recuerda, por favor?

—¿Para qué? —La pregunta surgió precipitada.

—Me gustaría volver a escucharlo.

A pesar de que era alta, medía casi ciento ochenta centímetros y llevaba tacón alto, tenía que alzar la cara para mirarlo.

—Bueno, no lo decía en serio. —Al verlo arquear una ceja, añadió—: En realidad todo se basa en rumores, ya sabe… la gente…

Él pareció ablandarse, aunque si intentaba recopilar toda la información que tenía sobre aquel hombre, era mejor no fiarse mucho de sus deshielos, porque podían preceder a un tsunami.

—Detrás de un rumor siempre hay una fuente con intereses concretos, crear desprestigio, discordia. ¿No está de acuerdo conmigo?

—Totalmente, sí, señor.

—Eso pensaba yo.

O una de dos, o era verdaderamente así de implacable, o se estaba riendo de ella. Aprovechó que llevaba una copa en la mano, levantó la bebida y dio un trago como si la tensión en el aire no fuera lo bastante espesa como para estrangularlos a los dos.

Lo vio ajustarse el nudo de la elegante corbata de color granate y le sonrió. Gonzalo Cruz no dejaba de sondearla con aquella mirada que debía ser lo más parecido al infierno después de arder.

Lara se estaba comenzando a poner nerviosa, y eso que solía gestionar bastante bien las emociones. Se mordió el labio mientras él no le quitaba la vista de encima y buscó algo rápido de lo que hablar para terminar aquella situación tan tensa. Había algo demasiado frío, demasiado duro en él. Lo que le habían referido, aquellos rumores que tanto le molestaban no desmentían la realidad, si acaso se quedaban cortos, porque daba la sensación de que bajo la capa de hielo que lo recubría se escondía un volcán en ebullición. La duda de saber en qué consistía aquel volcán la impulsó a ser imprudente una vez más en pocos días.

—¿Le apetece bailar? —lo invitó, indicando con la cabeza a la orquesta, que comenzaba una balada muy conocida.

—Será un placer.

Cuando la tomó suavemente por la cintura para conducirla a la pista en el jardín, Lara sintió algo parecido a una descarga eléctrica.

Sus dedos le quemaban a través de la seda negra del vestido, y como echó a andar a su lado, trató de buscar las palabras adecuadas para no meter de nuevo la pata.

—Me gustaría volver a comenzar esta conversación, señor Cruz, y pedirle disculpas por lo que le dije esta tarde.

—¡Oh, íbamos muy bien, Lara! —replicó en voz baja, inclinándose para hablarle y acercándola más a él—. Disfrute de la fiesta.

—Realmente es magnífica —reconoció, aceptando su consejo.

Al llegar a un extremo de la pista de baile, Gonzalo la tomó en sus brazos y comenzó a moverse muy despacio, como si solo la estuviera abrazando y la brisa del océano los meciera al compás de la música.

Tenía que reconocer que era un estupendo bailarín. Lentamente se fue relajando entre sus brazos, olvidándose de quién era el hombre con el que bailaba, de la gente que los observaba con curiosidad, incluso del verdadero motivo que la había hecho viajar a Estados Unidos. La música los envolvía, cientos de flores exóticas inundaban de olores indescriptibles el jardín, los farolillos colgados en las altas ramas de los árboles y el calor de sus manos moviéndose por su espalda, donde terminaba el pronunciado escote, aventurándose a acariciar zonas de piel desnuda que se erizaba por su contacto suave, casi como roces involuntarios.

Alzó la cara para decirle algo cuando él inclinó la cabeza, al parecer con la misma intención, de modo que sus bocas se rozaron en una milésima de segundo. Ella respiró al sentir el toque de sus labios, tragando su aliento con aroma a whisky, gimiendo suavemente al percibir su sabor.

—Es una fiesta magnífica —repitió, por decir algo, se había quedado en blanco.

Ni una frase corriente y estereotipada, nada, no se le ocurría qué decir en una situación similar. Era la primera vez que aquello le ocurría, y no se explicaba qué le estaba sucediendo.

—Laura y David merecen celebrar con el mundo que son felices.

—Y el chiquillo de la playa es su sobrino. El hijo de David —comprendió. Él volvió a afirmar en silencio—. Se nota que es un niño muy feliz.

—Ahora lo es —aseveró con voz grave.

Pareció que fuera a decir algo más, pero los interrumpieron.

—¡Señorita Lara, la estábamos buscando! —la llamó Antonio Márquez.