Capítulo 10
Fueron directamente a su dormitorio. Nunca había estado dentro. Era amplio, muy masculino, decorado en tonos azules y marfileños. Una gran cama en el centro y el suelo entarimado, cubierto por varias alfombras.
Nada más entrar, Gonzalo cerró con un puntapié, la condujo hacia la cama y la sentó en su regazo. Ella contuvo la respiración al verlo sonreír. Era la sonrisa de alguien que estaba acostumbrado a ganar; de alguien que había ganado.
—Deseaba tanto que llegara este momento.
—Yo también lo deseaba.
— No tienes ni idea de lo que significa esto para mí, Lara.
Y era cierto, no era la primera mujer con la que hacía el amor, por supuesto, había habido muchas, pero sí era la primera a la que amaría en su cama. También era la primera de la que se estaba enamorando desde hacía más de diecisiete años, desde que juró ante su tumba que no volvería a hacerlo.
Cuando comenzó a desnudarla, lo hacía tan despacio que se podía escuchar el simple siseo de la ropa deslizándose por su cuerpo.
—Hay una creencia popular en mi país que dice que cuando un hombre desnuda a una mujer, o viceversa, significa que la ama.
La tumbó en la cama y comenzó a sacarle los vaqueros por las piernas. Lara quiso colaborar y, sobre todo, desnudarlo a él, pero no se lo permitió. La empujó con suavidad sobre las sábanas.
—Deja que disfrute mirándote, Lara. Quiero adorar cada centímetro de tu piel.
Ella no dijo nada, solo cerró los ojos al sentir sus labios deslizándose por su vientre al tiempo que le sacaba las braguitas por las piernas.
Tan expuesta, tan desnuda, y con la sensación de sentirse tan querida que el placer se arremolinaba en su interior. Introdujo las manos bajo la camisa desabrochada y tocó su piel caliente, húmeda. Sabía que el deseo se había adueñado también de él. Acarició los sinuosos músculos de su pecho y escuchó su gemido ahogado. Lentamente lo fue desnudando como él a ella. Se miraban con fijeza, buscó la hebilla del cinturón y la descorrió para luego seguir con el botón y la cremallera del pantalón. Debajo llevaba unos bóxer de algodón y la gruesa y dura erección presionaba contra la tela. Lara sintió el calor que emanaba de su palpitante miembro contra el dorso de los dedos y le dolió la mano por el ansia de tocarlo.
—Yo también deseo hacerte mía —le dijo él en ese tono tan sensual que la excitaba.
La abrazó con fuerza mientras su boca buscaba la de ella, demandando la confirmación de lo que ambos confesaban.
Todo su cuerpo temblaba de deseo por él, rindiéndose a su abrazo, expresando la necesidad que tenían el uno por el otro, el anhelo de sus cuerpos.
—Quiero aprender cada centímetro de tu cuerpo, quiero que seas mía, que me pertenezcas en cuerpo y alma, que sientas lo que yo siento por ti. —Deslizó sus dedos por la curva de su cadera, por la suavidad del interior de sus muslos.
Su boca se apoderó de nuevo de la suya. La arrastró bajo él, de espaldas en la cama, y fue dejando un reguero de besos por la base de su garganta hasta detenerse entre sus pechos. Mordió con los labios uno de sus duros pezones, lo succionó y lo lamió hasta que la hizo gemir. Después se apoderó del otro, engulléndolo, mientras su cuerpo ondulaba sobre el suyo, su erección maciza moviéndose, presionando sobre su abdomen.
Lara se estremeció de placer ante las maravillosas sensaciones que le provocaba su cuerpo duro contra el suyo; las manos, la boca sin parar de atormentarla, despertando emociones que ni siquiera sabía que existían.
Los segundos que tardó en rasgar el plástico de un preservativo y deslizarlo por su dura excitación solo sirvieron para aumentar la sensación de anticipación. Después, se coló entre sus piernas, ella levantó la cintura para recibirlo, palpó con sus manos cada músculo tenso de su espalda, le rodeó las caderas buscando su contacto y él la penetró lentamente. Ambos gimieron.
Gonzalo inició un suave movimiento atormentándola, reteniéndose, deslizándose hasta el fondo para después salir y hundirse de nuevo hasta el fondo. Su cuerpo entero comenzó a temblar cuando él mantuvo el loco empuje en lo que parecieron horas, largos minutos entrando y saliendo en su hambriento sexo. Podía ver la fina película de transpiración deslizándose por su frente, el deseo que rugía en sus ojos, el contacto de sus labios contra los suyos demandando más y más, requiriendo todo de ella, los gritos silenciosos de placer que atravesaban su cuerpo, estallando en su vientre y creciendo más abajo. Oleadas de excitación la invadían como ríos de lava ardiente, para abandonarla y sorprenderla de nuevo en otro sorprendente orgasmo que nunca terminaba. Sus ojos ardían, sin apartarse de los suyos, hasta que él emitió gemido ronco que pareció mitad delirio, mitad placer. Cada vez más duro, más fuerte, sus empujes más bestiales.
—Lara… —Su voz se rompió en un fuerte quejido.
Ella lo engullía y atrapaba, lo apresaba con glotonas contracciones. Él, incapaz de prolongar más el éxtasis, se derramó en su interior con un rugido.
Gonzalo sintió una segunda descarga que recorrió su espina dorsal como una corriente eléctrica, anulando cualquier pretensión que le pudiera quedar de mantener el control sobre sí mismo. Se derrumbó sobre Lara y la abrazó hasta que se calmó el ruido ensordecedor de los latidos de su corazón.
—Ha sido… —murmuró ella contra su piel.
No encontraba las palabras. Ni él tampoco.
Gonzalo se dejó caer su lado, sin salir de la calidez de su cuerpo y acurrucándola entre los brazos.
—Mágico. —Trató de buscar una palabra que resumiese todo cuanto sentía.
Ella giró la cabeza y lo miró a la luz de la luna que entraba por los ventanales abiertos.
—Joana siempre dice que la magia puede romperse con la realidad.
—¿Joana? —inquirió con suavidad al tiempo que la besaba en la frente.
—Mi secretaria en el despacho y, sobre todo, mi amiga —le explicó retirándole un mechón de pelo de los ojos, deleitándose con el contacto de su cuerpo fuerte y musculoso curvado contra el suyo.
Todavía la asombraba que un hombre tan fuerte pudiera ser tan tierno.
—Apenas sé nada de di, cariño, tendré que hacer un curso intensivo sobre tus gustos, tus preferencias, tus manías…
Ella se removió en sus brazos.
—No sabemos nada el uno del otro porque somos demasiado opuestos.
—¿Eso dice también Joana?
Lara sonrió. De nuevo había adivinado sus pensamientos.
—Pues sí, y lleva razón. Tú y yo somos de mundos muy diferentes, lo único que nos une es nuestra profesión, de no haber sido por ella ni si quiera nos habríamos conocido. Además —se separó para mirarlo— la atracción que sentimos se anula en cuanto se abre paso la realidad.
—¿Qué realidad? —preguntó malhumorado.
—Por Dios, Gonzalo, ¿lo preguntas en serio? Ni siquiera las leyes que rigen nuestras profesiones se parecen.
—Las fundamentales, sí. ¿O se trata otra vez de esos absurdos prejuicios tuyos?
Ella negó con la cabeza para hacerle comprender.
—Me asusta lo que siento por ti. —Se sinceró con un hilillo de voz.
—Mi dulce Lara. —La acunó entre sus brazos al tiempo que la tumbaba de nuevo a su lado. Le acarició el pelo y la sujetó por la barbilla, mirándola a los ojos—. Voy a seguir haciéndote el amor hasta que te quede claro que entre tú y yo impera la ley del corazón.
Al día siguiente, Lara abrió los ojos y miró extrañada alrededor. El sol estaba muy alto y una luminosa luz entraba por los ventanales abiertos. Al principio no había reconocido el dormitorio de Gonzalo, pero nada más evocar la apasionada noche que habían compartido en aquella cama, se cubrió la cara con las sábanas, muerta de vergüenza. Había descubierto zonas del cuerpo que acariciadas explotaban de placer, también se había dado cuenta de que era capaz de permanecer en un perpetuo orgasmo, sucesión de muchos otros, durante largos minutos. En definitiva, Gonzalo le había demostrado que era un maravilloso amante y que ella era capaz de gozar de cada una de sus formas de amar.
Cuando él se empeñó en indicarle que su destinos estaban unidos, ella no lo tuvo tan claro, pero fue más fácil dejarse llevar por el huracán de sus besos, por el frenesí de su deseo, diciéndose que a la mañana siguiente sería otro día.
Y aquella mañana había llegado.
No podía demorar por más tiempo su marcha de la casa de Gonzalo. Además, Mario ya estaba mucho mejor y en unos días podría abandonar el país.
Se levantó y se dirigió al cuarto de baño interior del dormitorio. La visión que le devolvió el espejo era la de una mujer desnuda, feliz y satisfecha que iba a tomar una ducha para quitarse los vestigios de placer que todavía quedaban en su cuerpo.
Minutos después, mientras se secaba el pelo, sentada en la cama, se fijó en una nota que blanqueaba sobre la mesita de noche. Era de Gonzalo, y le pedía que se reuniera con él en su despacho para comer juntos.
Si Eleonora pensó algo raro al verla salir envuelta en una toalla de baño del dormitorio del juez, para entrar en el suyo, no lo manifestó. Simplemente la saludó y le preguntó si desayunaría en el salón o en su cuarto, como si verla de aquella guisa fuera lo más habitual del mundo.
Durante el resto de la mañana se dedicó a enviar algunos correos pendientes, tenía demasiados asuntos de trabajo aplazados y no podía demorarlos más.
Gonzalo y ella comieron juntos en un pequeño restaurante, cerca del Palacio de Justicia, donde el ambiente era demasiado judicial. Eso le recordó las comidas que solía tener en Madrid con sus compañeros, cerca de los juzgados. Realmente sus mundos no eran tan opuestos como quería creer, más bien eran demasiado parecidos, como un día lo fueron el de Augusto y ella.
Se alegró de llevar un veraniego vestido de seda estampada, porque él iba con un impecable traje azul oscuro; su ropa de trabajo con la que estaba imponente. La comida transcurrió en un ambiente cálido, agradable, en la que la conversación fluía sobre temas trascendentales, conscientes de las decenas de orejas que escuchaban con curiosidad en las mesas de alrededor.
Al subir de nuevo a su despacho, cerró la puerta y entonces sí, la tomó en sus brazos y la besó largamente.
—Hoy me he sentido como un pequeño e insignificante bicho de laboratorio, con miles de ojos estudiándonos.
—Eso es porque son tontos —bromeó ella, dándole la razón—. Pero tú nunca podrás ser insignificante ni pequeño.
—Pues te aseguro que jamás he tenido esa sensación de ser analizado por los demás como en la comida de hoy.
—No sabía que los juristas estadounidenses fueran tan cotillas —azuzó ella con una carcajada.
—Ni yo. Ahora debes marcharte, Lara —le pidió besándola de nuevo—. Si te veo entre la audiencia me pones nervioso y no quiero que lo demás descubran mi punto débil.
—¿Yo? —Lo miró extrañada.
—Claro, tú. —La besó de nuevo y la abrazó tan fuerte que ella protestó entre risas—. Hace semanas que te has convertido en mi talón de Aquiles.
Lara se apartó con suavidad, consciente de lo que acaba de decirle, de lo que un día también le dijo Augusto. Y un escalofrío de temor anticipado la obligó a abrazarse a sí misma mientras se alejaba hacia la puerta.
—Nos vemos en casa —le dijo él, que confundió el gesto con una despedida y comenzó a recopilar unas carpetas sobre la mesa.
Ni siquiera fue consciente del secretario que la saludó demasiado efusivo al verla salir del despacho. Ni tampoco de las miradas curiosas que la observaban en el ascensor, o tal vez era la exagerada sensación que ella percibía. Ya no lo sabía.
Hasta que no llegó al aparcamiento exterior, no fue capaz de respirar con normalidad.
Él tenía razón, era una cobarde que se asustaba de sus propios sentimientos, que ponía su pasado como ejemplo y huía a la primera de cambio. Hablar de confianza eran palabras mayores, sobre todo, cuando alguien te señalaba como su talón de Aquiles. Cuando Augusto murió, todos la señalaron a ella como la culpable de sus desavenencias conyugales, de sus reuniones nocturnas y de que él ahogara las penas con alcohol. Aunque Mario siempre asegurara que todo fue una coincidencia, ella nunca podría vivir tranquila.
Al pensar en Mario, comprendió que era una ingrata. Desde el día anterior no había vuelto a visitarlo en el hospital, y debía de estar desesperado.
Entonces recordó lo que Gonzalo le había dicho unos días antes. Que también había perdido a alguien, por lo que se sentía culpable. Claro que él no podía comprender cómo se había sentido tras la muerte de Augusto, ni lo que sintió al saber que Mario había tenido un accidente. Como tampoco podía saber que si a él le pasaba algo, por haberse convertido en su talón de Aquiles, ella se moriría.
Gonzalo estaba a punto de entrar en la sala cuando sintió vibrar en el bolsillo el teléfono móvil. No solía recibir llamadas a aquellas horas, de modo que miró el visor porque debía de ser algo muy urgente.
Era John Paltrow y llamaba desde su oficina, de modo que sí era importante.
Entró en un pequeño despacho y contestó con rapidez.
—¿Qué ocurre, John?
—Se trata de lo que hablamos anoche sobre el magistrado español.
—Te escucho.
—Tenías razón, Cruz. Hay algo extraño en el asunto.
—¿El qué?
—Pues… que no hay nada. Absolutamente, nada.
—Explícate, John.
—Verás, todos los casos que el magistrado llevaba, los informes, los interrogatorios, pruebas… todo desapareció hace un año. Dicen que sustituyeron los ordenadores por otros nuevos, que se perdió información. El caso es que el nombre de Augusto Fernández no figura para nada en los juzgados. Únicamente en la chapa que había en la puerta de su despacho y que guarda el conserje en un sótano junto a artículos viejos —ironizó un poco el comentario—. En cuanto a la abogada Martí, sí que he encontrado mucha información.
—¿Has investigado a Lara? —inquirió con voz grave.
—¡Vale, sí, perdona! —reconoció, precipitado—. Tú habrías hecho lo mismo, joder. Se llama deformación profesional.
—Cierto. ¿Qué tienes que decirme sobre ella?
—Pues que es una abogada excepcional, que apenas tiene familia, solo una anciana tía con muy malas pulgas, y que no frecuenta muchas amistades, sobre todo desde que se la relacionó con el magistrado. Su socio y ella trabajaron con el magistrado hasta que él dejó el bufete para ejercer como juez. Llevaron muchos pleitos juntos, sobre todo Mario Sánchez y Augusto, que creó un gabinete de investigación para estudiar algunos casos espinosos y una cosa llevó a otra…
—¿Qué quieres decir?
—Pues que de amiga y colaboradora pasó a ser… tú ya sabes. Más tarde se comentó que si él murió en aquel accidente fue precisamente por los celos de su esposa y una ruptura bañada en alcohol.
—Ya estaba al tanto de esa hipótesis, ella misma me la contó. Pero tengo la impresión de que solo se trata de conjeturas alimentadas para poder obtener un beneficio.
—¿Quién se beneficiaría?
—Eso es lo que debemos averiguar, John. ¿No te parece todo demasiado fácil? El magistrado estudia un caso peliagudo de tráfico de drogas a escala internacional, pero la gente solo se fija en que tiene una amante, que discute con ella delante de su mujer, se emborracha, y muere en un accidente. La documentación desaparece y su colaboradora tiene que esconderse por el sentimiento de culpa que la corroe. Por otro lado el caso queda sobreseído por falta de pruebas y perderse toda la investigación.
—¡Tío, sí que es una casualidad! ¿Eso no es eso mismo lo que te sucedió a ti?
—No sigas por ahí, John —lo interrumpió con brusquedad.
—Está bien, como quieras. ¿Quieres que abra una investigación oficial?
—No, de momento no digas nada en España. No tenemos en qué basarnos, solo conjeturas y mi intuición. Es mejor que todo siga dormido hasta que averigüemos más.
—Les diré a mis muchachos que se pongan las pilas.
—Ya contaba con ello, John. Te debo una.
Ya era tarde cuando Lara abandonó el hospital. Al llegar a la mansión, encontró a Laura en el jardín interior, bajo la sombra de los frondosos árboles, tomando un té helado mientras vigilaba a Toni, que jugaba en la piscina. Enseguida Eleonora le indicó que se sentara junto a ella, y corrió al interior para regresar con otro vaso.
Laura le contó lo bien que lo habían pasado en el parque de atracciones y estuvieron charlando durante un buen rato, hasta que el reloj del salón dio las cinco.
Era obvio que todos sabían que habían dormido juntos. No tenía sentido disimular. Pero cuando la joven señora Cruz le preguntó qué tal todo con Gonzalo, se quedo en blanco, sin saber qué contestar.
—No me refiero a que me cuentes los detalles íntimos, por supuesto —Laura se rio sin poder evitarlo—. Pero conozco a Gonzalo y David, son demasiado mandones y cuando les da por erigirse en guardianes, llegan a resultar asfixiantes.
—No te diré que no —reconoció ella riendo también.
—Sé que lo has pasado mal con el accidente de tu socio, y que tu pasado no ha sido muy fácil. Somos muy parecidas, Lara. Incluso nuestros nombres se parecen. —Esta vez rieron juntas—. Ellos parecen olvidar que cuando la vida te trata mal, aprendes a endurecerte. Mis heridas cicatrizan despacio, pero lo hacen. —Se tocó el corazón—. Aunque David y Gonzalo quieran seguir viéndome como una inválida mental.
Lara rio por la expresión y estuvo de acuerdo con ella. Cada día le demostraba lo excepcional que era.
—Ellos te adoran —le recordó tomando un trago de té.
—Y también quieren que olvide, pero yo no estoy de acuerdo, lo que tengo que hacer es asumir mi pasado y seguir viviendo.
—Es un buen consejo.
—Pues ya sabes, aplícatelo. —Le guiñó un ojo y sonrió de aquella manera que dulcificaba sus facciones hasta parecer una niña indefensa—. Gonzalo y tú podríais seguirlo.
—No es fácil —confesó ella, ocultando la mirada.
—Es evidente que Gonzalo está loco por ti, y tú… bueno, no hay que dilucidar mucho para saber que lo amas. Él sufrió mucho cuando perdió a Annie, que ahora haya vuelto a enamorarse es algo con lo que ni él mismo contaba.
—¿Annie?
—Sí, ¿no te ha contado nada de ella? —Laura la miró extrañada. Al ver que negaba con la cabeza, agregó—: Bueno, creo que he hablado demasiado. Por favor, no me preguntes, esa historia no me corresponde contarla a mí, y supongo que él lo hará cuando se encuentre preparado.