Capítulo 11
Ya eran las cinco de la tarde cuando Gonzalo abría la puerta de la habitación 341 del Huntington Memorial Hospital de Los Ángeles.
El abogado dormitaba, tenía el brazo escayolado sobre una almohada y la pierna extendida en la cama. Su aspecto había mejorado desde que lo había visto hacía algunos días y sabía por los médicos que muy pronto podría marcharse y continuar con su recuperación en España.
Cuando se paró frente a él, Mario intuyó su presencia y abrió un ojo, después el otro y trató de sonreír.
—¿Qué hay, juez? Lo estaba esperando.
—Entonces ya conoces el motivo de mi visita.
—Lara.
—En efecto. Quiero saber qué ocurrió con ella cuando el magistrado y tú la utilizasteis. —Fue al grano. Sin rodeos. Analizó el rostro del hombre y comprobó que no se inmutaba por la acusación—. Lo diré de otra manera, Sánchez: la muerte de Augusto Fernández beneficiaba a unos cuantos, y entre esos hijos de puta estabas tú.
—¿Adónde quiere ir, Cruz?
—¡A la verdad! Y sobre todo, quiero saber por qué se la has ocultado, por qué has permitido que ella creyera durante estos años que es la culpable de su muerte.
Mario se removió en la cama. Dejó escapar un leve quejido al tratar de incorporarse y Gonzalo le ayudó, aunque posiblemente con demasiada brusquedad.
—Usted no sabe nada. ¡Nada! Así que no remueva la mierda —replicó una vez había quedado sentado.
—Eso ya lo hiciste tú, estrellarte borracho en aquella curva, igual que entonces le ocurrió al magistrado.
—¡Olvídelo! Augusto bebió demasiado, tuvo un accidente y… ya está. ¿A quién le importa ahora qué y por qué ocurrió? ¿A usted, juez?
—A ella. —Fue su mortífera respuesta.
—¿Es que no comprende que lo único que he hecho todo este tiempo ha sido protegerla?
—¿De quién, malnacido, de quién la proteges? —Lo agarró por el cuello del pijama y lo alzó en el aire.
La mirada oscura clavada en la suya, la boca tensa y los dientes apretados.
Mario gritó de dolor.
—De los tipos como usted, juez Cruz. —Lloriqueó la respuesta, al caer de nuevo sobre la cama.
En ese momento entró una enfermera, alarmada por los alaridos. Le pidió que dejara solo al paciente, si no quería que avisara a seguridad, y él aceptó, aunque todavía no había terminado.
—Regresaré a por la verdad, Sánchez, y la próxima vez puede que no corra tanta suerte.
—¿Qué… qué quiere decir? —Mario tragó saliva con esfuerzo. Lo miraba sin parpadear, con los ojos tan abiertos que parecía que fueran a salírsele.
—Que todavía le quedan un brazo y una pierna sin escayolar.
—Está celoso porque ella regresará conmigo a España, en lugar de quedársela para usted.
—No sabe lo que dice.
—¿Usted cree? ¿Piensa que porque se haya quedado en su casa, le pertenece? Ella no es Annie.
—Maldito… —Dio un paso impetuoso hacia él.
—Márchese, por favor —intercedió la mujer al ver que la cosa pintaba mal.
Él decidió que sí, que sería lo mejor.
Estaba seguro de que Sánchez ocultaba algo, pensó mientras abandonaba el hospital. Lo que no sabía era si lo hacía para proteger a Lara o por puro egoísmo. Había demasiadas coincidencias absurdas que la involucraban directamente con Augusto Fernández; así mismo también lo eran que aquella noche Lara y él discutieran ante tantas personas, decenas de influyentes y honorables testigos, y que después muriera. ¿Y su esposa? Si estaba en ese congreso, ¿por qué no lo acompañaba en el coche?
Sí, había demasiadas incógnitas sin respuesta.
Al llegar al aparcamiento tuvo la sensación de que alguien le observaba en la distancia. Miró a su espalda, pero la zona estaba desierta, excepto un par de ancianos que subían a una furgoneta. Sin embargo, su instinto le indicaba que unos ojos lo vigilaban, conocía muy bien la sensación de alerta que despertaba aquel tipo de corazonada. Subió al coche, dio al contacto y decidió dar un largo rodeo antes de regresar a casa. Además, no podía encontrarse con ella en aquel estado rabioso y malhumorado. Antes debía pensar en lo que Sánchez le había dicho, «Lara regresaría con él a España».
Joder, si no lo impedía, estaba seguro de que sería así.
A Lara le extrañó que Mario le pidiera con tanta urgencia que recogiera sus cosas y acudiera al hospital. Su voz sonaba al teléfono agitada, parecía muy nervioso, y no paraba de gritarle que corría peligro en la mansión del juez.
Por más que ella repitió que aquello era una barbaridad, él la instó a que lo escuchara para poder juzgar su urgencia. «Sal de esa casa enseguida, Lara, no debes contarle nada al juez, y ven inmediatamente. Estamos en peligro», fueron sus últimas palabras antes de colgar.
Hizo las maletas con rapidez, preguntándose qué excusa daría para abandonar la hospitalidad de los Cruz como si fuera una ladrona. Sin embargo, decidió ir al hospital sin llevarlas con ella, no quería alarmar a Eleonora ni a Laura antes de saber qué le había ocurrido a Mario para requerirla con tanta premura. Afortunadamente, fue una buena decisión, porque se encontró con las dos mujeres y el niño en el vestíbulo, iban de compras a la ciudad y la invitaron a acompañarlos. Ella buscó una excusa cualquiera, sabiendo que no las había engañado, y salió de la mansión con rapidez ante la interrogante mirada de las dos.
Estacionó cerca de la puerta principal, en el aparcamiento exterior y, cuando iba a salir del coche, alguien abrió la puerta trasera y se coló dentro, sujetándola por el cuello y obligándola a mirar al frente. Ahogó un grito y se pegó al asiento al sentir la presión de un brazo alrededor de la garganta. No podía ver a su asaltante, aunque lo intentó mirando el espejo retrovisor.
—No llevo dinero —dijo con un hilo de voz y asustada.
—No busco dinero. No grites, y todo irá bien. Sal despacio del aparcamiento, sin llamar la atención —le ordenó una voz que conocía.
«¿Qué hacía uno de los fiscales de Paltrow asaltándola en el coche?».
Lara obedeció, dio el contacto y condujo hacia la autopista. Le temblaban las manos, también el pie sobre el acelerador, y que el hombre respirara con fuerza sobre su nuca no le ayudaba. Sentía su aliento caliente, olía a alcohol y a tabaco.
—Sal de la autopista en la próxima y continúa hasta que te indique lo contrario.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué hace esto?
Al hablarle, buscaba sus ojos redondos en el espejo. No tenía duda de que era el mismo español desagradable que la había acosado en el despacho de Gonzalo.
Él no contestó y cerró más su brazo.
—No puedo respirar —replicó, tratando de apartarlo con la mano.
—¡No respires!
Lara optó por guardar silencio. No era buena idea enfadarlo más.
Intentó recordar las amenazas que le había hecho en el Palacio de Justicia. No se le ocurría ningún motivo para que la retuviera contra su voluntad, que no fuera seguir advirtiéndola sobre su relación con el juez Cruz.
Una cosa estaba clara: algo le había molestado mucho, pero no sabía qué era. Aquel hombre se había referido a su pasado como si lo conociera a la perfección, pero ella no recordaba haberlo visto nunca. Su mente trabajaba a marchas forzadas, sobre todo, porque cada vez estaban más lejos de la ciudad, más lejos de poder pedir ayuda.
«Piensa, piensa», se dijo.
—Ahora desvíate por esa carretera —le ordenó él.
Obedeció y disminuyó la velocidad al salir de la autopista. Su teléfono móvil comenzó a sonar.
—No lo cojas.
—Pero… —clamó sin resultado.
La melodía continuó durante unos minutos, después paró. Así hasta tres veces.
—Te advertí, Larita que no siguieras con este juego. Eres una chica muy desobediente.
—No sé a qué se refiere. —El volante osciló en sus manos y el coche se zarandeó de izquierda a derecha.
—¡Ten cuidado, maldita sea! ¿Quieres que nos matemos los dos, como el magistrado Fernández?
—¿Qué dice?
—¿Te sorprende? Esa es la forma habitual de la abogada Martí de deshacerse de la gente, ¿verdad?
—El otro día también me culpó de la muerte de Augusto. No sé qué tiene que ver usted en todo esto. Explíquese, por favor.
—No sé si eres tonta de verdad o una gran actriz. Si finges, lo haces a la perfección. ¿En serio quieres que crea que ignoras lo que ocurre, Lara? ¿Que no sabes por qué murió Augusto? ¿Que no sabes por qué estoy aquí?
Ella negó con la cabeza, estaba a punto de llorar, pero no le daría el placer de verla. Él aflojó la presión de su brazo.
—Dígame al menos qué tiene que ver Cruz con mi pasado y el de Augusto. Y también qué quiere de mí, uno de los fiscales de John Paltrow.
—Yo no soy uno de los chicos de Paltrow. Aparca ahí, bajo esos árboles, y quita el contacto —le ordenó en el mismo tono cortante.
Ella hizo lo que le exigía. Observó otro coche oculto tras unos arbustos mientras el hombre salía del vehículo, lo rodeó por la parte trasera y montó a su lado sin decir ni pío. Lara observó su rostro pálido, su cráneo afeitado y sus ojos redondos, que no paraban de moverse, alerta.
—¿Y bien?
—¿Qué quiere? —replicó ella—. ¿Usted es el bueno o el malo de esta historia?
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque dice que no es un fiscal de Paltrow, sin embargo, el otro día visitó al juez con él.
—Sí, debes de ser buena actriz. —Decidió el hombre por fin.
—¿Y sabe lo que pienso? Que ni siquiera usted está seguro de sus acusaciones. —Lara comenzaba a recuperar la valentía que la caracterizaba—. Piensa que tal vez haya metido la pata ¿verdad? Que esta abogada es tan tonta, de verdad, que no sabe nada.
Él la miró arrugando el entrecejo y después chasqueó la lengua.
—Sí, y además de tonta, resultas bastante ambigua. ¿Ya no te doy miedo?
Lara ignoró la ironía de su comentario.
—Dígame qué es lo que quiere de mí. Al parecer, usted sabe de esta historia más que yo.
El hombre la miró durante unos segundos interminables, como si sopesara diversas opciones. Después cabeceó antes de abrir la puerta del coche para salir.
—Abandona el país antes de veinticuatro horas, abogada. Si de verdad eres tan tonta como aseguras, no permitas que nadie más muera por tu culpa. Habla con Sánchez.
—Espere —lo retuvo por la manga cuando se disponía a irse—, ¿por qué dice eso?
—Te daré un consejo: sal de la vida de Gonzalo Cruz. De momento, has dado con los buenos, pero puedes cruzarte con los malos, y esos no escuchan. Recuerda lo que le ocurrió al magistrado.
—Todo fue un accidente —indicó ella.
—No estés tan segura. ¡Ah, por cierto! —sonrió como si de verdad olvidara decirle algo más—, a los Cruz no les gusta que les quiten a sus mujeres, de modo que a ver cómo lo haces para deshacerte de él, porque el juez ya está en el punto de mira. ¿Ok? —Le guiñó un ojo.
Salió del coche y se alejó con paso rápido hacia el otro vehículo que permanecía oculto.