Capítulo 12
Lara entró en la habitación del hospital hecha un manojo de nervios después de haber pensado iba a morir a manos de un loco en una carretera secundaria de California. Pero ver a Mario sentado en la cama vestido con su ropa y el brazo en cabestrillo como si estuviera a punto de salir de compras terminó por enfurecerla.
—He solicitado el alta voluntaria, querida. Nos largamos de este sitio. Acércame la silla de ruedas, por favor —demandó él en el mismo tono que si pidiera la sal en una comida fraternal.
—¿Cómo que nos vamos? —Lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—Lara, no discutas, siempre me haces caso y no nos ha ido mal. —Su voz denotaba preocupación. Ella supo que excesiva, lo que la inquietó mucho más—. Tenemos que salir del país hoy mismo.
—Eso mismo me ha advertido ese hombre hace un rato —le confesó, sentándose a su lado, en la cama.
—¿Qué hombre? —Se sobresaltó, palideciendo.
—El mismo tipo que me visitó en el despacho de Gonzalo, pero hoy se ha metido en mi coche, me ha dado un susto de muerte.
—¿Te ha hecho algo?
—No, tranquilo.
Él suspiró.
—¿Te ha dicho algo? —Le temblaba la voz—. Seguro que solo mentiras y más mentiras para asustarte.
Ella estaba acostumbrada a las vacilaciones de sus clientes al confesar, o al mentir; esta era una de esas veces en las que apreciaba temor en las inflexiones al hablar, y supo que Mario ocultaba algo.
Por primera vez, valoró la opción de no confiar en él.
—Dijo que hablara contigo, que tú me explicarías por qué murió Augusto, y que si no salgo del país, alguien más podría morir. Él no es un fiscal de Paltrow, como creíamos, no sé quién es. Lleva la cabeza rapada, sus ojos son…
—Redondos, de estatura alta y cuerpo fornido. Va vestido de negro —agregó él.
—Sí. ¿Lo conoces?
Mario afirmó en silencio y se mordió los labios. La miró fijamente, con el atractivo rostro sudoroso, enmarcado por la melena rubia que le caía por los hombros.
—Prométeme que cuando termine mi relato nos marcharemos sin discutir mi decisión. Si durante estos años he podido cuidar de ti, puedo seguir haciéndolo otro tiempo más.
—Me estás asustando, habla —le urgió, nerviosa.
—¡Promételo! Lara, si te he ocultado todo esto ha sido para protegerte. Ahora, cuando sepas la verdad, tu vida correrá peligro. Y la de Cruz, también.
—¿Qué tiene que ver Cruz, en todo esto?
—Hasta hace unos días, nada. Pero desde que le has hablado de Augusto, y él ha iniciado una investigación con el fiscal Paltrow…
—¿Cómo sabes eso?
—Porque yo sé muchas cosas. Y te aseguro que ha investigado todo sobre ti, y sobre Augusto, y sobre mí.
Ella apretó los labios sin saber qué decir. ¿Cómo se atrevía Gonzalo a indagar en su vida? ¿No creía nada de lo que le había contado?
—Sí, cariño —la miró con la misma ternura que lo hizo años atrás—, ya ves que tu juez solo es ecuánime cuando le interesa.
—Él no es así.
—Es un Cruz, Lara. No lo olvides.
—Bien… dime lo que sea, ya, Mario.
—Es fácil, Lara. Tu juez ha metido las narices donde no debe y ha abierto heridas que ya estaban cerradas. Recordarás que Augusto estuvo trabajando en un caso complicado sobre tráfico de drogas en el que se esperaba la declaración de un testigo, un hombre que colaboraba con los traficantes y del que no se desveló su nombre porque podía echar al traste toda la investigación.
—Sí, recuerdo aquel caso. Se trataba de un asunto bastante turbio.
—Y tan turbio. Augusto hizo copia de toda la información porque temía que atentaran contra su vida, y así fue, poco después tuvo un accidente mortal y toda la documentación sobre el caso había desaparecido.
—Él sabía que lo iban a asesinar y la destruyó para que no localizaran al testigo —adivinó sin mucho esfuerzo.
—Más o menos. Y tú estabas también en el punto de mira, ya que solíais veros a menudo. Ellos no sabían que vuestras citas eran solo laborales. Por eso inventó el rumor de que estabais liados, y él mismo se ocupó de extenderlo, para protegerte. Era mejor que todos pensaran que Augusto había muerto por tu culpa, a que tú sufrieras otro accidente.
—Imaginaba algo… —se cubrió la cara con las manos—, pero no tan horrible.
—Ahora comprendes mi temor, Lara. Cuando te envié aquí, con la excusa de acudir a la fiesta del joven Cruz, fue porque «ellos» comenzaron a ponerse nerviosos de nuevo.
—¿Ellos?
—Sí. Los mismos tipos que extorsionaban a Augusto para que dejara de investigar. Se habían enterado de que él había dejado copia de algunos documentos muy comprometedores, comenzaron a presionarme para que les dijera dónde estaban escondidos, y lo primero que pensé fue en ponerte a salvo de nuevo, antes de que sus miradas se dirigieran hacia a ti.
Ella trató de digerir tanta información negativa.
—¿Existen de verdad esas copias?
—Supongo que sí, él era muy cauteloso.
—Y ahora suponen que Gonzalo ha reabierto el caso porque está haciendo preguntas —dijo para sí misma.
—¡Está investigando, Lara, no es una suposición! Él y el fiscal han metido la nariz en este asunto y la han jodido —aseveró, furioso—. En cuanto nos vayamos del país y salgas de la casa de tu juez, estoy seguro de que volverán a tranquilizarse.
—¡El no es mi juez!
—Como quieras, pero tienes que alejarte de él. ¿Sabías que vino a amenazarme con romperme la otra pierna?
—¡Por Dios, Mario! ¿Cuándo pensabas contármelo todo? ¿Nunca? —Él se encogió de hombros y guardó silencio—. Te has comportado como un manipulador sin escrúpulos.
Cuando la vio levantarse y dirigirse hacia la puerta la llamó, precipitado.
—No lo hagas, Lara, no vuelvas a esa casa. Tenemos que salir del país.
—¿Cómo? Llevas un brazo y una pierna escayolados. ¡Oh, por favor, esto es una pesadilla! Ni siquiera sé cómo has logrado telefonearme.
—Soborné a una de las enfermeras. —Sonrió, apenas una mueca—. Esto será lo que hagamos. Lo tengo todo planificado. —Le indicó que se sentara de nuevo a su lado y ella obedeció—. Saldremos en tres horas en el avión de un cliente.
—No he traído mi ropa, ni la documentación, no pensé que fuera a ser tan precipitado y…
—Da igual, Lara. No puedes volver a su casa. Él se enterará de todo y no te dejará huir.
—Eso es absurdo —expuso con énfasis, pero cerró los ojos durante un instante, comprendió que no era tan descabellado, Gonzalo no la dejaría irse si estaba en peligro, y finalmente asintió en silencio.
—Venga, cariño, todo se arreglará, ya lo verás. —Trató de animarla, al advertir que todavía podía cambiar de opinión—. Estaremos seguros, y tu juez también. ¿No es eso lo que te preocupa? —Al ver que no respondía, cedió un poco en su exigencia—. Si quieres puedes ir a por tus cosas, te espero en el aeropuerto internacional en una hora. ¿De acuerdo? Pero no debes decirle a nadie adónde vamos.
—¿No regresamos a España?
—Imposible, ahora no podemos. Antes tiene que pasar un tiempo prudencial, hasta que comprueben que el caso sigue cerrado y que no hemos hecho nada contra ellos. Pero no te preocupes, vamos a una fortaleza altamente protegida. Un lugar donde nunca nadie podría entrar, o salir, sin ser visto. Un lugar que sin dejar de ser la prisión más difícil de abandonar, también es el refugio más seguro. Un sitio donde ni siquiera el juez Cruz se atrevería entrar a buscarte.
—Parece que hables de Alcatraz.
—Mucho peor. Vamos al rancho de Samuel Cruz.
Ella tuvo que sujetarse a la cama para no caer al suelo por la impresión.
—¡Estás loco, Mario!
—En absoluto. Es el lugar ideal. Nunca podrán acceder allí, además, ese viaje está justificado. El abogado de Samuel Cruz y yo estuvimos valorando la opción de pactar algunas cláusulas anexas al convenio para favorecer a ambas partes. Sabes que eso es algo que solemos hacer a menudo. Samuel cedería en algunas cosas y nosotros en otras. Se ahorra tiempo y litigios.
—Sí, pero quedarnos en casa de ese hombre…
—¡Tampoco será para tanto! Todo el mundo exagera cuando pone una demanda. Si Samuel Cruz fuera un criminal no estaría libre. He hablado con él y con su abogado, y nos esperan esta noche. Le expliqué la situación, nos envía su jet privado, ya viene de camino. Ese hombre se juega mucho en esto, sabe que podría ir a la cárcel. A él más que a nadie le interesa un buen pacto. El mismo juez Cruz estuvo de acuerdo en pactar las cláusulas anexas hace unas semanas. ¡Confía en mí, Lara!
—Aun así, no creo que escondernos allí sea la mejor opción.
—Es nuestra única opción. ¿Acaso piensas que el accidente del otro día fue una casualidad?
—¿No lo fue? —Lara lo miró como si fuera un fantasma.
—No bebí tanto como para no controlar el coche, sabes que he conducido mucho más borracho y nunca ha pasado nada.
—Eso no es un argumento que nos consuele, Mario.
—Bien, pues pronto lo sabremos. —Agitó la cabeza con impaciencia—. Pedí a la policía científica que analizaran los restos del vehículo.
—¿Y por qué no se investigaron los del coche de Augusto?
—Se incendió. Trata de recordar, Lara, ¿cuántas veces viste a Augusto con una copa en la mano?
Ella vaciló.
—No lo sé… no me fijé.
—Nunca. Hacía años que sufría una dolencia hepática y sólo bebía refrescos, aunque casi nadie estaba al tanto.
—Sin embargo, aquella noche él parecía que hubiera bebido demasiado —recordó con dolor.
Saber que su amigo podía haber sido drogado y asesinado no aliviaba la culpa que siempre había sentido por su muerte.
—Mañana puedes ser tú, o yo… O tu juez. Debemos irnos ya, Lara, Samuel nos espera.
Apenas fue de consciente de la media hora que condujo hasta llegar a la lujosa urbanización. El vigilante la saludó desde la garita y abrió la barrera para que se dirigiera hacia la mansión de los Cruz. Ya estaba anocheciendo y no sabía qué excusa podría dar para volver a salir sin que Gonzalo insistiera en saber la verdad.
Afortunadamente, cuando entró en el vestíbulo, la primera persona que encontró fue a Eleonora. Le mostró su preocupación al haberse demorado tanto en su salida y la puso al corriente de dónde estaban todos los miembros de la familia, como si fuera su deber informarla. Le dijo que la señora Laura y el niño estaban en el dormitorio infantil, que Gonzalo se encontraba en el despacho reunido con el fiscal del distrito y que David todavía no había llegado.
Lara sintió que se le atascaba el aire en los pulmones al saber que Gonzalo se encontraba solo a unos metros, tras la gruesa puerta de madera, al otro lado del vestíbulo. Se llevó una mano al pecho y cuando la mujer hizo el gesto de ir a avisarlo, ella se lo impidió, sujetándola por un brazo.
—No lo moleste, Eleonora, es mejor que suba a ver a Laura mientras el juez termina su reunión.
La mujer no estuvo muy de acuerdo, dejando claro que las indicaciones del señor habían sido otras, pero algo en su rostro preocupado la hizo encogerse de hombros antes de alejarse hacia la cocina.
Nada más saberse a solas de nuevo, corrió escalera arriba, entró en su cuarto y agarró la maleta que ya tenía dispuesta y el maletín con el portátil. Estaba a punto de dar media vuelta para salir huyendo de la casa cuando se topó de bruces con Laura, que acababa de entrar en el dormitorio con Toni de la mano.
—¿Vas a algún sitio? —La miró sin comprender, sobre todo fijándose en el equipaje.
—Sí… no. Quiero decir…
Laura pidió al niño que ayudara a Eleonora en la cocina, y cuando quedaron a solas, cerró la puerta y le indicó la cama.
—Sentémonos, solo te robaré un segundo de tu tiempo, después dejaré que sigas tu camino.
—No es lo que crees —le aseguró ella, obedeciendo.
La joven señora Cruz se sentó a su lado.
Cuando Gonzalo despidió a John en el jardín, regresó al interior, escuchó el silencio que imperaba en toda la casa y miró alrededor con la sospecha de que algo no andaba bien.
No había ni rastro de Laura, ni del niño, que a esas horas siempre estaba correteando por los pasillos, ni de Eleonora disponiendo la cena; ni siquiera sabía nada de David, que ya debería de haber llegado hacía horas. Y por supuesto no había vuelto a ver a Lara desde que la dejó en el palacio de justicia.
Después de haber hablado con John, necesitaba estrecharla entre sus brazos, saber que estaba a salvo con él y demostrárselo a ella misma. Jamás imaginó que volvería a enamorarse, y sobre todo, que lo haría con la misma fuerza de un ciclón. Su anhelo por Lara arrasaba cualquier otra necesidad imaginable. El amor era un sentimiento desterrado de su corazón desde hacía muchos años, pero ella lo había renovado. Se sentía de nuevo como aquel muchacho que vivió en el rancho. Entonces tuvo que enfrentarse a su misma sangre por una mujer, su mujer. Ahora era diferente. Lara estaba allí, con él, y después de las últimas noticias del fiscal tenía que protegerla con su vida.
Acababa de ver un informe pericial que había encargado Mario Sánchez de su propio accidente donde se aseguraba que los frenos y la dirección del vehículo habían sido manipulados. «Los abogados españoles están en peligro», le había advertido John antes de anunciarle que hacía una hora que Sánchez había pedido el alta voluntaria en el hospital.
Con un extraño presentimiento, subió la escalera con grandes zancadas. Nada más llegar al dormitorio de Lara, abrió la puerta sin llamar, pero allí tampoco la encontró.
Solo estaba su cuñada, sentada en la cama, con el rostro serio, preocupado, esperándolo.
—Se ha marchado —anunció en voz baja.
—¿Cómo que se ha marchado? —Registró con la mirada el cuarto, los armarios abiertos, vacíos, con las perchas desnudas que daban fe de sus palabras.
Reacio a rendirse a la evidencia, salió al pasillo y fue abriendo todas las puertas de los dormitorios hasta llegar al suyo. No podía haberse ido así, como una ladrona, sin siquiera decirle adiós. Se paró en el centro de la estancia, con la mirada fija en los ventanales y los labios apretados.
—Gonzalo, por favor —suplicó Laura desde la puerta, al ver que sacaba el móvil y comenzaba a teclear un número—. No debes buscarla.
Él entrecerró los ojos y estudió su rostro con frialdad.
—Tú le has ayudado a marcharse —la acusó sin tener que adivinar mucho. —¿Por qué lo has hecho?
—Ella me lo pidió. Necesitaba salir de aquí… Yo sé lo que significa estar prisionera. —Se retorcía las manos nerviosa.
—Pero ella no es ninguna prisionera. —Procuró que su tono de voz no delatara lo rabioso que estaba—. Yo no soy Samuel Cruz, no puedes compararnos. Esto es absurdo.
—¿Absurdo? Mírate, Gonzalo —sollozó—, si no se sentía cautiva, ¿por qué me pidió ayuda para marcharse? ¿Y por qué estás tan furioso conmigo?
—¡No estoy furioso! —Intentó apaciguar su cólera.
—Si ella te hubiera dicho que necesitaba irse esta misma noche, ¿la hubieras llevado a la ciudad? —Alzó la cara para mirarlo y nada más ver su expresión hermética obtuvo la respuesta—. No lo hubieras hecho.
—Tú sabes dónde ha ido. —Fue todo lo que dijo.
—No, no lo sé. Y aunque lo supiera, no podría decírtelo.
—¿Qué pasa? —David se asomó al dormitorio. Si le impactó verlos discutiendo, y a su esposa llorando, no lo demostró, aunque no pudo evitar que su voz se endureciera al preguntar de nuevo—. ¿Qué diablos está ocurriendo, Gonzalo?
En ese momento sonó el móvil que había dejado sobre la cama.
Él miró el visor y contestó con voz grave.
Hacía muchos años que David no veía en los ojos de su hermano una ráfaga de autentico odio como la que cruzaba en ese instante al escuchar a su interlocutor. Intentó calmar a su esposa, que sollozaba abrazada a él, mientras comprendía que algo muy grave había ocurrido para que la ira y la frustración batallaran delante de él; hacía tanto tiempo que no veía aquella mirada asesina en los ojos de Gonzalo que, por un instante, creyó ver los de otro Cruz, al que intentaba olvidar por todos los medios.
Cuando terminó de escuchar lo que le comunicaban, Gonzalo colgó y, sin decir palabra, abandonó la habitación.
—Lara se ha ido de la casa —le explicó su esposa, al quedar a solas—. Y Gonzalo nunca me perdonará.
—¿Qué tiene que perdonarte?
—Yo le ayudé a escapar.
Él la abrazó, la besó en el pelo y la acunó entre sus brazos mientras le hablaba con suavidad.
—Pero cariño, Lara podía irse cuando quisiera. Ni Gonzalo es Samuel, ni ella estaba prisionera. —Aunque su férrea mirada lo hubiera confundido por un instante.
—Lo sé, pero ella estaba tan asustada, me pidió que la ayudara a salir de la propiedad, y ahora Gonzalo está enfadado conmigo.
—Se le pasará —le aseguró él, dándole otro beso—. De todas formas, es mejor que ellos arreglen sus asuntos.
—Es tan evidente que ambos luchan por no enamorarse que terminarán por hacerse daño. Sobre todo ella, que no quiere quedarse a su lado. Es tan comprensible.
—¿Por qué? ¿Porque es un Cruz? —Esta vez el tono de David fue más brusco.
—Por supuesto. No es nada fácil aprender a conoceros, enamorarse de un Cruz implica correr ciertos riesgos, y puede que ella no esté dispuesta. ¿De verdad crees que Gonzalo la hubiera llevado a un hotel si ella se lo hubiera pedido? —David negó con la cabeza. Sabía que su esposa tenía razón—. Por eso la ayudé.
—Y él la buscará, como yo te busqué a ti. —La besó en los labios—. Los Cruz nunca renunciamos a lo que consideramos que es nuestro.
—Pero ella no le pertenece.
—Según la ley del corazón, Lara es suya.