La pasión, realidad de los sueños

Donde el sonámbulo, lleno de deberes urgentes, algunos amorosos,

se deja interrumpir por la vida, pero también se deja ordenar

o desordenar por los sueños y termina entregado

al trabajo de obedecer la secuencia

muy accidentada de sus

obsesiones y

voces

Hoy de nuevo se cumplió mi pesadilla. Suena el teléfono con insistencia. Lo dejo pasar porque trato de concentrarme en lo que estoy escribiendo. Necesito entregarlo esta semana a la revista que edito. Estoy entusiasmado trabajando sobre una especie de Kama Sutra árabe que escribió en el siglo XI un filósofo y poeta que cada vez admiro más, Ibn Hazm, y necesito concentración. Su manual del amor es más rico que un Kama Sutra, entre otras cosas porque es dinámico, es decir, en vez de concentrarse en un repertorio de posiciones hace del acto amoroso una verdadera danza de asombros, una coreografía donde cada movimiento sutil cuenta. Y, además, ayuda a pensar el amor, a reaccionar mejor ante las situaciones imprevistas que nos presenta, ayuda a vivir. Nos deja la impresión de que amarse es hacer un poema con los cuerpos, con las vidas que se entrelazan intensamente. Predica con ejemplos, no da lecciones con el dedo profesoral levantado. Porque casi diría que es un Kama Sutra involuntario. Enseña mostrándonos situaciones vividas, no dándonos una severa lección sobre lo que debemos hacer. Y el erotismo lo alcanza a cada giro de sus palabras llenándonos de emoción cuando lo leemos.

Pero el teléfono suena de nuevo. Estoy tan distraído que por unos segundos confundo su timbre con las chicharras que comienzan siempre a cantar a esta hora alrededor de mi casa. Su canto me gusta, me acompaña como un misterio que no alcanzo a descifrar ni trato de hacerlo. El teléfono vuelve a sonar. Ahora inconfundible. Una, dos, tres veces, lo dejo pasar. Pienso en desconectarlo pero no quiero interrumpir lo que estoy haciendo. La quinta vez me convenzo de que puede tratarse de una urgencia. Finalmente me levanto a responderlo. Me habla una editora de poesía, que no conozco, para invitarme a un nuevo festival de literatura erótica en Myanmar, que ella comienza a organizar y me pide un texto para la antología del festival que ella misma editará.

Una vez más me encuentro tratando de explicar que yo no me dedico a ese tipo de literatura que llaman erótica, que se ha equivocado conmigo, que ni siquiera me gusta. Que incluso me disgusta por su obviedad. Entonces me dice que eso no es posible, que le miento, y me recita párrafos enteros de mis libros. Veo que ha recorrido mis novelas y mis poemas y hasta mis ensayos. Los dice con energía y sin tropiezos. Hasta me apena un poco estarlos oyendo y no me atrevo a colgar. No sé si los lee o los sabe de memoria. Pero de pronto interrumpe para respirar. Me doy cuenta de que está excitada. Muy excitada. Me lo dice y eso la excita más. Grita. Sigue gritando. Se supone que debo sentirme halagado, y en parte, torpemente lo estoy, aunque sepa que todo eso es labor de ella, de su imaginación leyendo mis palabras. Yo nunca podría haber calculado que esta conversación fuera posible. Nunca, y siento que me hundo en una trampa del narcisismo si sigo escuchando. Definitivamente quiero colgar el teléfono. Me pide que no lo haga. Escucho su respiración alterada todavía. Me suplica que espere. Respira hondo dos veces y dos veces más. Retoma su insistencia en invitarme.

Me siento desarmado, incómodo, pero también algo divertido. Casi sin palabras. Trato de explicarle la diferencia entre lo que yo escribo y lo que la gente conoce como literatura erótica. Me dice que lo que quiere incluir en su festival y en su antología es lo que yo hago, llámese como se llame. Que quiere un texto cálido. Más que cálido, caliente. Que despierte en lectores y audiencia del festival ese efecto que ella conoce en carne propia.

¿Un texto caliente? La palabra texto ya tiene todo para enfriar a cualquiera. Y, en la literatura, todo lo que con demasiada intención pretende ser caliente muy pronto se congela.

¿Qué es un texto caliente? Le digo que yo no sé cómo hacerlo. Que su petición parte de un equívoco. «Yo no soy el que usted busca.»

Para demostrarme lo contrario recita mi nombre completo y todo lo que sabe de mí: «Aunque firma sus libros simplemente Zaydún se llama Ignacio Labrador Zaydún. Su madre es descendiente lejana del poeta andalusí Ibn Zaydún y usted ha estado coqueteando con recuperar su memoria al usarlo como nombre de pluma».

Ella no sabe, y yo no le explico, que mucho más que recuperar la memoria muy antigua de la familia de mi madre, estoy huyendo de la incomodidad de apellidarme Labrador, como una raza de perros, después de haber sufrido burlas repetidas todos mis años de escuela. Llamarse Labrador es como llamarse Pastor Alemán o French Poodle. Desde niño decidí quitarme ese nombre a la primera oportunidad. Llegó al publicar mis poemas en revistas escolares. Y seguí haciéndolo. Mucho tiempo después averigüé lo del poeta árabe de Córdoba, Zaydún, y me pareció divertido recordarlo. No puedo estar seguro de que sea pariente de mi madre. Él vivió en el siglo XI, como Ibn Hazm. Y tener el mismo nombre no significa necesariamente que lo sea.

Me abstengo de contarle todo eso a la editora myanmaresa. Pero ella continúa demostrando que sí me conoce al recitar el título y la trama detallada de casi todos mis libros, mi trabajo como editor de la más extravagante de las revistas eróticas, El Jardín Perfumado, los artículos que he publicado recientemente en ella y en otras, el nombre completo de cada una de las esposas que he tenido y hasta el nombre de una amante. La única. Me dice que sabe que he tenido cuatro esposas pero que he sido fiel a una sola amante toda la vida. La mujer de la que me enamoré cuando conocí el puerto de Mogador, Jassiba.

Me describe el tiempo que me dediqué a ser contador de historias en la plaza pública de Mogador. El extraño viaje de regreso. La fecha de cada una de mis bodas. Me dice también la fecha exacta de la revista en la que salí desnudo hace algunos años. El libro de tiraje limitado en el que hice lo mismo con una modelo. Me da un escalofrío. Le pregunto que si trabaja para la policía. Me dice que no sea ridículo y no me ponga paranoico. Que todo lo que sabe sobre mí son datos publicados. Que están en cualquier página de Internet. Y tiene razón. Pero eso no significa que yo sea exactamente el escritor erótico que ella imagina.

Tal vez lo sea sin quererlo, me aseguró. Y entonces pronunció por primera vez las dos malditas palabras que me acompañarían en todas las reseñas, las solapas y las presentaciones de mi trabajo: «Erotómano involuntario». Qué horrible etiqueta.

Y remató: «Si no es usted exactamente quien yo pienso, quiero ser sorprendida. Venga a mi festival. El país es maravilloso. Su gobierno es todo lo contrario pero nosotros trabajamos como ONG, independientes y por la gente. Es el último rincón del mundo que ha escapado hasta ahora a la globalización que todo lo iguala. Le voy a enviar unas fotografías de la antigua ciudad de Bagán para que lo seduzca el escenario maravilloso donde leeremos su poesía».

La mención de Bagán me distrajo. En realidad ahí comenzó a interesarme su invitación. Ella no sabía que siempre he querido conocer esa planicie de dos mil templos sorprendentes, he visto cientos de fotografías y leído todo lo que me ha caído en las manos. El viejo Bagán fue la capital del Tantra Yoga en el siglo XI. Uno de esos lugares construidos en el mundo por una pasión desbordada. Y eso es aún evidente en cualquier fotografía: todo el horizonte es una efervescencia de templos como llamaradas. Marco Polo la describe a finales del siglo XIII, poco antes de su declive, como una ciudad de torres de oro y plata que de día compiten en brillo con el sol y en la noche con la luna llena. Y que en lo más intenso de ese resplandor, cegando la vista pero invitando a mirar con los otros sentidos, se llevan a cabo los más notables rituales del amor que él haya conocido en todas sus travesías. Marco Polo afirma, curiosamente, que los baganeses en esa época ya eran tan esmerados amantes como poco guerreros, al grado de que Kublai Khan tomó la ciudad con mil ciento treinta y cuatro bailarinas de su corte, novecientos músicos y ochenta y un malabaristas en vez de soldados.

Dice Marco Polo que por razones naturales y sobrenaturales, Bagán era la capital cultural del sudeste asiático y que el río Ayayarwady que la acaricia de verdad canta cada mes, cuando lo toca la luz de la luna llena. «Con una voz como de seda deslizada entre las manos, entre las piernas.»

Un viajero inglés del siglo XVIII, Michel Symes, afirmaba que sólo un pueblo que ejerce una práctica meticulosa del amor puede construir con tal sutileza esos miles de edificios cubiertos de texturas detalladas y sensuales que ahora están en ruinas. Viajeros y arqueólogos del siglo XX se imaginaron una ciudad entera donde la práctica del Tantra era la lógica primordial de la convivencia ciudadana. Donde conocerse a fondo era adorar, con todo el cuerpo, lo divino que hay en los otros. El clásico saludo, «nemasté», que normalmente significa «reconozco lo sagrado que hay en ti», en Bagán se refiere exclusivamente a eso sagrado a lo que sólo se llega a través del sexo de la persona a quien se está saludando. Como si dijéramos, «reconozco lo sagrado que esconde y muestra tu sexo».

Quisieron incluso ver en la traza misma de la ciudad un mandala de esas prácticas adoratorias. Y quienes han ido recientemente dicen que sobrevive un tipo de masaje ritual que aún se reclama del Tantra. Un viajero del occidente africano, del Magreb, miembro de la familia de Al Gazali, escribió en el siglo XII que «estar en Bagán es pensar en una ciudad encantada por el deseo, regida por la magia de vivir en esa dimensión de la vida en la que lo visible y lo invisible son sólo uno y los deseantes se comportan como sonámbulos».

Al mencionar Bagán, la insistente myanmaresa debilitó mi oposición con una fuerza que ella no podía sospechar y que por supuesto no le mostré. Por lo tanto, convencida de que no era suficiente lo que hasta ahí me había dicho, continuó con otros argumentos. Me describió con increíble entusiasmo la fascinante y ecléctica ciudad puerto de Yangón, la mágica Mandalay, el lago Inke. No parecía tener fin:

«Y en un valle a seis horas de Bagán verá, como un milagro, una montaña delgada y alta que se levanta como un dedo de la tierra señalando al cielo. Es el Monte Popa. En su punta hay un monasterio, el más bello de Myanmar. Se sube caminando descalzo un par de horas acompañados de miles de monos. Pero alrededor del monte, entre la hierba alta que ocupa cientos de metros cuadrados, miles de chicharras cantan al atardecer. Lo hacen de una manera tan apasionada que conmueven a cualquiera. Se sabe que estos animales cantan así para aparearse sabiendo que será su momento más sublime y también que lo harán por última vez. Atraen a su pareja, siguen cantando mientras se cruzan con una energía tan desbordada que ha sido medida por los científicos, y mueren después.»

Luego regresó a su tema principal: «Será el primer festival literario después de muchos años de censura. Por favor deme para la antología el texto que usted quiera, un texto cálido sobre este equívoco que trata de describir. Si tiene tanto interés en explicar esa supuesta diferencia entre lo que escribe y la literatura erótica, si de verdad puede hacerlo, hágalo con el texto que le pido».

Y ahí, en ese momento, caí en la trampa. Al sentir equívocamente que la situación había girado de sus términos a los míos, como si de verdad yo hubiera sentido antes esa necesidad de explicarme que ella venía de crear, tuve la enorme debilidad de aceptar su reto. Y me vi de pronto comprometido a entregar un texto que yo no había deseado, ni tenía tiempo de hacer, ni sabía por dónde comenzar. Situación típica de mi vida de escritor. Y de amante, añadiría Jassiba si me oyera ahora.

Y además, para cumplir este compromiso recién adquirido tendría que interrumpir de nuevo el final de mi relato-ensayo sobre Ibn Hazm y su Kama Sutra involuntario.

En cuanto colgué el teléfono me sentí un completo idiota. Un malestar incierto me llenó el cuerpo hasta producirme un claro gesto de disgusto en la cara. Y una exclamación de hastío, de asco, de enojo conmigo mismo. Me escuché haciendo un sonido extraño, como un ligero y ridículo gruñido. Un coro inmenso de chicharras enamoradas hizo que me dolieran los oídos. Y entonces desperté.

•••

El gesto de disgusto seguía en mi cara. Me levanté para ir al baño y me vi en el espejo haciendo la mueca que había soñado.

Me dio un poco de risa mi rostro contraído por un sueño, mi angustia, mi incomodidad. Y sentí alivio por no tener entre mis urgencias del día ese extraño encargo de escribir sobre los efectos de un texto caliente. Luego volví a pensar en la ciudad antigua de Bagán y sentí algo de tristeza y añoranza porque no iba a conocerla pronto.

Obviamente había metido en mi sueño mi deseo de estar en Bagán, de buscar las huellas del deseo de otras personas convertido en un inmenso jardín de miles de templos, monasterios y estupas tántricas. Me reí de la obvia proyección de mis obsesiones. Y sentí algo de nostalgia por esa parte de la realidad que había soñado. Mientras me lavaba los dientes, con la boca llena de espuma, sentí la tentación de repetir el rugido ridículo que había hecho en el sueño. Lo hice casi idéntico. ¿Y las chicharras?

Entonces sonó el teléfono. Me alegré de no poder contestar de inmediato, con la boca llena de pasta de dientes. Y lo dejé sonar una y otra vez. Insistieron. Por un momento estuve seguro de que era la mujer de Myanmar, la típica editora de poesía metida a organizar festivales. Y la curiosidad casi me obligaba a contestar el teléfono. Por un momento no sabía si quería o no quería hablar con ella. Un instante de duda me hizo desear que fuera ella. Pero era imposible, esa mujer sólo existía en mi sueño.

Y justamente cuando recuperé conciencia y certeza de su inexistencia, fue cuando de verdad tuve el deseo más intenso de que sí existiera. Podía imaginarla toda si quería. Comencé a pensar en ella como la mujer más bella de Myanmar que pronto conocería. Inventé su cara a partir de su voz, sus movimientos a partir de sus vocales, su pubis a partir de sus silencios. Sus ojos a partir de su respiración agitada. Me di cuenta de que no tenía remedio: estaba completamente enredado en la voz de la mujer de mi sueño. El deseo me había tendido de nuevo una de sus trampas.

Pero, esta vez, no contesté el teléfono. Aunque es cierto que no fue por voluntad o disciplina sino por estar precisamente sumido muy hondo en mis anhelos laberínticos.

Poco después, cuando estaba ya sentado en mi mesa trabajando de nuevo, sonó el teléfono y sin una pizca de duda me levanté a desconectarlo.

Pero cuando más concentración en mi relato necesitaba, una y otra vez surgía en mi memoria la voz de mi imposible anfitriona haciéndome su encargo desde el lejano sudeste asiático. Ella ya no necesitaba teléfono para interrumpirme, para perturbarme profundamente. Yo llevaba su voz adentro.

Y de nuevo me preocupó sinceramente la pregunta que me había hecho entonces. ¿Qué es para mí un texto caliente? ¿Dónde reside la temperatura de las palabras y comienza la dimensión sensorial de lo que se escribe? Como siempre he sido alguien que se deja guiar más por obsesiones que por disciplina, la pregunta se convirtió en ave que regresa, en zancadilla repetida, en la lluvia tropical de mis tardes.

Y así fue como, instalado en la naturaleza más absurda de mi oficio, me encontré tratando de responder a un encargo y a una pregunta que me habían hecho en sueños. Era el colmo. Y, además, sin nadie que lo pague ni lo publique. Y así comencé a tejer este testimonio sobre la pasión como fuego vital que también puede ponernos al borde de la muerte. Más una reflexión nómada sobre mi camino a partir de experiencias erráticas que la invocación poética con la que otras veces emprendí esta búsqueda. Me doy cuenta de que decepcionaré a quienes sólo esperen la magia de otros días. ¿Por qué me obsesionan ahora estas torpes preguntas que me brotan hasta de los sueños? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿De qué equívoco estoy hecho? ¿De qué naturaleza torpe y cambiante es mi deseo? ¿Puedo de verdad hablar con ironía de mí, de mis búsquedas más torpemente sinceras? ¿Puedo pensar que he sido un disparate enamorado camino a su final, camino al fuego? ¿Soy esta evidente dispersión de intensidades cuya razón obedece a un sueño? Soy Ignacio Labrador Zaydún y soy otro a cada instante.