4. El desierto, brasa que abraza

El llamado del desierto ha sido

irresistible para quienes vienen de las

ciudades. No creo que encuentren a Dios

en el desierto sino que oyen más clara-

mente la soledad del verbo vivo que

llevan en ellos desde antes…

eran tal vez como almas secas,

listas para el incendio.

LAWRENCE DE ARABIA

Al principio, durante algunos meses, la madre de Zaydún estuvo viviendo en el laboratorio con él y lo amamantó sin duda. Pero el experimento consistía justamente en algo equivalente a crearle una cantidad exagerada de madres. Una corona afectiva plural y excesiva: un derroche significativo de contacto corporal, un verdadero potlatch de afecto. Alguien tenía que salvar al bebé Zaydún poniendo un alto a la pirotecnia de los sentidos que era su vida.

Al año, Aziza se alegró de cortar la fiesta farmacéutica y recuperar el lugar central que siempre debió tener en el corazón ajetreado de su hijo. Ella y el padre tuvieron miedo en un principio de que el bebé no se adaptara a la vida que ellos podían darle. Pero no existe ninguna huella de problemas o conflictos en su regreso al desierto que lo vio nacer. Si acaso esa tendencia a arrastrarse y rodar para sentir arena en todo el cuerpo. Esa necesidad de exponerse a los vientos de la tarde, sobre todo cuando era notable su violencia. Y esa manera repegada de relacionarse con sus padres sobre todo, pero también con los pilotos y los dos o tres clientes permanentes del restaurante que lo consideraban prácticamente su ahijado. Con la vecina y su hija, que bañaban en el patio trasero y a quien Zaydún espiaba —como él mismo confesaría años después— sintiendo que sus ojos acariciaban su piel desnuda con la misma suavidad brillante que lo hacía el agua recorriendo una y otra vez su cabello, su nuca, su espalda, sus nalgas pronunciadas, sus piernas largas y morenas.

Imágenes dispersas que van y vienen en la memoria de su familia como dunas vivas: la madre, Aziza, diciéndole que dejara por favor de tocarlo todo allá afuera y especialmente que no levantara todas las piedras porque en esa sombra es donde se esconden los alacranes y otros bichos de veneno pronto. La manía de acariciar los cactus espina por espina, como si memorizara un rostro más en esas plantas que únicamente él no consideraba agresivas. Sus escapadas de madrugada para recolectar gotas de rocío que amanecían en esas mismas espinas. Su deseo de sentir el aire viajando a toda velocidad sobre el auto elemental que el padre reconstruía pieza por pieza y que nunca pasó de ser una especie de ancha puerta de madera con ruedas y motor y un volante mal erguido sobre la horizontalidad inquieta. Y una silla de madera para el conductor, y basta.

El restaurante de un lado del desierto con la carretera siempre caliente enfrente, corriendo recta de un lado del horizonte al contrario. Y del otro lado del camino, que era como una frontera, las letrinas con sus asientos de madera y un pozo muy hondo y maloliente que cubrían de cal de cuando en cuando y donde el padre perdió su único reloj un día que inoportunamente se rompió la vieja correa.

Recordaría con especial entusiasmo las salidas de cacería con su padre, guiados por un seguidor de pistas de la tribu Yaqui. Mientras el padre se adelantaba, él iba enseñando al niño las reglas de la inmovilidad del desierto. Para poder observar de cerca a los venados, por ejemplo. «Algunos blancos creen que al quedarte quieto el animal no te ve. Que es una manera de esconderte. Pero los animales del desierto ven de otra manera, perciben y tocan todo en el aire con cada uno de sus pelos. Ellos siempre se dan cuenta de nuestra presencia. Y sólo en la quietud absoluta uno se comunica con ellos. Es la presencia la que habla. Estando quietos nos salen, como palabras a través del cuerpo, las ideas y los sentimientos, nuestra manera de estar en el mundo felices o infelices, agresivos o con el corazón abierto. Ellos, los animales, escuchan a través de nuestro silencio, a través de nuestra piel, a través de nuestros ojos, lo que somos y queremos.» Zaydún evocaría esa lección de su infancia muchos años después, escribiendo sobre la urgente necesidad de los hombres de convertirnos en animales del desierto y aprender a escuchar en las mujeres amadas, a través del silencio incluso, a través de su piel y su presencia, la naturaleza más profunda de sus deseos.

El desierto era en gran parte ese diamante de misterios, una vida profusa pero discreta, un repertorio de verdades profundas que parecen desolados silencios, la brasa de un fuego enorme que era vivido como atracción y peligro.

Con el tiempo el nomadismo de sus padres, el azar de los empleos y las aventuras y desventuras de la vida familiar, los había llevado temporalmente de nuevo a Álamos, el pueblo minero en el desierto, de donde había salido su familia paterna. Pero también a miles de kilómetros de ahí, en estancias más o menos breves, a la ciudad de México, en la colonia Roma.

De la ciudad recordaba el Parque México, al que se llegaba cruzando una extraña calle redonda que alguna vez fue pista de carreras de caballos. Ahí jugaba con sus primas y alimentaban a los patos de un pequeño lago con el pan duro que sobraba en casa. Una pista enorme de patinaje sobre ruedas estaba rodeada de una baranda cubierta de buganvilias y llamaradas. Y en el centro del parque, una mujer desnuda de trenzas delgadas, desde su inmensa altura, miraba al horizonte. Su cuerpo era de formas más redondas que las comunes en las mujeres de su familia y derramaba agua sobre una fuente desde dos inmensos jarrones de barro que llevaba bajo el brazo. Como quien trepa a un árbol frutal, Zaydún se subió a la fuente para tocarla, comprobando con las manos lo que ya le decían sus ojos, la ruda superficie pedregosa de los pechos y las caderas. De cualquier modo, no dejaba de fascinarle que se trataba de una mujer gigante. Y pensaba escaparse un día muy temprano para sentir el rocío, tal vez hasta un poco de escarcha, dando piel suave por unos instantes a la piedra indiferente.

Entre sus recuerdos más fieles de aquel barrio estaba el ruido que hacían de madrugada las mulas y caballos de carga que justo antes del amanecer pasaban frente a su ventana rumbo al mercado de la calle de Medellín, que estaba a doscientos metros de su casa. Llevaban seguramente, entre tantas otras cosas, bien empacadas o al aire, todas las flores y las frutas y las verduras. Eran los primeros sonidos del día y lo despertaban alegremente y sin sobresaltos: los cascos herrados sobre el pavimento con su musiquita de cabalgata que viene desde el sueño, la madera arrastrada por algunos a modo de carretilla, las voces de los arrieros apurando la caravana.

Un poco más tarde, por la mañana, Zaydún siempre entraba al mercado acompañando a alguna de las mujeres de la casa. Un laberinto de puestos donde todo, pero especialmente las frutas y las verduras, debían ser rigurosamente tocadas antes de comprarse. Y él aprendía a palpar su madurez, su sabor, su origen y hasta su posible valor real para regatear el precio que se anunciaba. Su afán por tocar seguramente llamaba la atención de las vendedoras. Una de ellas le dijo a su madre que eso que hacía el niño en el mercado «no era propio de hombrecitos», que tocaba las verduras como niña. Que «los hombres en la cocina huelen a caca de gallina y comprando en el mercado huelen a caca de pescado». La madre sonrió sin decir nada sabiendo la tontería y desprecio que implicaba el comentario pero enterándose además de la estrechez mental de algunas costumbres locales. La abuela Aisha, en cambio, mostrando un ligero enojo, como ella decía: «para no dejarse», le dijo de golpe, con un tono irónico que se quería hiriente, «sin agraviar a los de su familia, que usted conoce mejor que nadie, le puedo asegurar que un hombre que no aprende a tocar en el mercado nunca hará feliz a su esposa luego».

Zaydún recordaría la escena con extrañeza y no podría dejar de pensar en ella cada día cuando regresaba a comprar, es decir a tocar. Pero también la tendría presente muchos años después, en la adolescencia, cuando acariciaba con enorme deseo demorado a una mujer y pensaba siempre en besarla devorándola como una de esas ciruelas rojas que tanto le gustaban cuando se ponían muy maduras. O como uno de esos higos grandes del árbol de la casa de la abuela que se le deshacían en la boca. Pero antes de morder al higo lo sostenía en la mano tratando de alimentar plenamente sus sentidos: de absorber su forma, su temperatura, su peso, tono y consistencia, la textura única de la piel, el color con el que se abría. Y de la misma manera tuvo por primera vez el pecho breve de alguna amiga amada en la palma de la mano como se adora la fruta más deseable, sencilla y a la vez llena de misterio. La aureola y el pezón marcando su más madura presencia endurecida, como una fruta dentro de la fruta, llamaban a indagaciones más delicadas, a caricias lentas con la sombra de la mano, con su calor aproximado, con el aliento mucho antes de la lengua, con la mirada fija hasta hacer sentir los dedos de los ojos. Besó los párpados de una mujer como se pone en los labios un lichi recién pelado. Aprendió a oler desde lejos las mareas de su sexo como se siente al entrar a un cuarto el olor a plenitud de la guayaba. Y uno se deja invadir por esa presencia absoluta.

Supo lo que era detenerse en la calle perturbando de pies a cabeza su programa, como según el cubano Piñeira se detienen las aves migrantes al pasar por encima de los sembradíos de piñas y de pronto olerlas. Y cuando tuvo una novia chilena muy amante del buen vino, con versos de Neruda trató de recordarle sus besos: «Yo soy el que en los labios guarda sabor de uvas. Racimos refregados. Mordeduras bermejas».

Se imaginaba siempre sus labios en los del sexo deseado como si se acercaran a un mamey abierto, a un chicozapote que ya suelta jugo o una papaya pequeña y brillante. No por nada Nicolás Guillén decía que la papaya era un animal vegetal. Y más tarde, cuando Zaydún se enamoró de una prima mulata cuyo padre venía de Guinea, se obstinaba en probar una y otra vez su sudor en el cuello y la espalda, que describía con sabor a zapote negro y jugo de naranja. Uno de sus postres favoritos, a partir de entonces.

La experiencia de las frutas en sus labios, en sus manos, venía sin duda de esa ciudad y su mercado donde él sentía que confluyen campos lejanos y diversos. Campos trotando de madrugada al pie de su ventana, como esos árboles frutales emigrantes transformados en mulas durante el sueño.

En el desierto no había conocido esa profusión precisa de sabores y texturas. Pero una vez probadas sus delicias, las llevaría por dentro a cualquier parte del mundo. Al desierto mismo. Porque la fruta que uno ha tenido en la mano nunca se va del todo. La memoria puede también ser definida como la permanencia de la fruta en las manos, en los labios, en el más obstinado apetito. Y lo mismo puede decirse de la fabulosa permanencia de un cuerpo amado en las manos que por su cuenta recuerdan. Incluso mientras uno duerme.

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Algunas veces la familia vivía separada. El padre se adelantaba a trabajar en alguna otra población de ese desierto mientras la madre se quedaba en casa de la abuela en la ciudad de México, reponiendo fuerzas y ahorros. Instruido por su madre mucho antes de ir a la escuela, Zaydún aprendió a leer para descifrar con sus ojos las cartas de su padre, su voz, su afecto. Y aprendió luego a escribir para responderlas dejando la huella inconfundible del temblor de su mano en el papel viajero. En muchas de esas cartas se hablaba del desierto. El niño sabía que una nueva carta del padre había llegado porque ese día su madre se la pasaba cantando. Y en la comida, con la respiración alterada, le contaba que el cartero había llegado temprano. Se daba cuenta de que, desde muy lejos, con palabras y papel, su padre tocaba el cuerpo de su madre y le robaba el aliento.

Huellas y letras, piel y papel, lejos y cerca, asombro y reconocimiento, respiración y canto, los puntos cardinales de la poesía le estaban siendo revelados. La poesía que se lee en el mundo mucho antes de leerse en palabras.

Después de las cartas paternas sus ojos corrieron sobre libros infantiles ilustrados por su padre en otro de sus oficios, el de ilustrador esmerado. Y en ellos, siempre recordaría línea a línea el primer poema que tocaron sus ojos y sus labios, uno de los favoritos de la madre. Que para Zaydún fue una revelación. La entrada a otra dimensión de la vida donde las cosas eran mucho más maravillosas de lo que parecen y así pueden ser vividas y descritas. Hablaba de la lluvia llamándola de varias maneras. Le servía para iniciar al hijo en el desciframiento del lenguaje poético, de sus enigmas como adivinanzas y sus revelaciones:

La lluvia, pie danzante y largo pelo,

el tobillo mordido por el rayo,

desciende acompañada de tambores:

abre los ojos el maíz y crece.

La madre lo introdujo poco después a otro poema, también de Octavio Paz, del que sólo recordaba dos líneas sobre la textura de las paredes, que siempre hipnotizaban al niño Zaydún cuando lo llevaba de la mano por las calles de la ciudad.

«El muro al sol respira, vibra, ondula, trozo de sol vivo y tatuado…»

Palabras que lo ayudaron a darse cuenta de que los muros, todos los muros, por su textura siempre están vivos y respiran. Y a encontrar la manera de nombrar esa sensación llena de misterio.

Otros autores y personajes le dieron también palabras para nombrar su mundo: las narraciones de la literatura cruel e imaginativa que llamamos infantil, tan adecuada para quienes comienzan a conocer la vida pero ya llevan dentro algunos abismos de la naturaleza humana.

Entre sus favoritos, pobló su imaginación el equívoco Barón de Münchhausen o Barón de la Castaña, que viajaba por los aires en una bala de cañón y lograba reparar a su caballo partido en dos. Después de encontrar a la parte trasera distraída y feliz correteando entre yeguas en celo. Era una especie de Quijote y Gulliver de la literatura romántica, viajera y guerrera del siglo XVIII. Caballero andante que se aventuraba un poco más allá de lo posible y hasta de lo verosímil. Otro favorito: el detective forense de Mark Twain, Cabezahueca Wilson, que sabía cómo encontrar huellas digitales de todos en todas partes, demostrando que el tacto es omnipresente parlanchín y casi nada puede ocultarlo o reprimirlo. El tacto es la escritura de nuestro paso por la tierra y hasta borrarla es una forma de dejar una huella.

Pronto, en su círculo afectivo surgieron un hermano y una hermana gemelos: Antar y Nesma. Y como sucede siempre en la percepción de los hermanos mayores si no son dominados por los celos cuando nacen los menores, se vive la impresión de que los pequeños siempre estuvieron ahí. El mundo se vuelve impensable sin ellos.

Con frecuencia Zaydún cuidaba a sus hermanos menores sosteniéndolos con las dos manos y guiando sus dedos por las texturas del mundo, mostrándoles las mil y una cosas que había tocado en su elemental jardín de piedras, arena y cactus.

Los viajes siguieron y se aceleraron al ritmo de la obstinación familiar por hacerse un lugar en el desierto, y en la vida. Hasta que dos tragedias consistentes tocaron a los niños y la familia se volvió sedentaria.

Primero a la hermana, que la madre, Aziza, había querido llamar Nesma como a una de sus primas africanas. Tal vez recordando también aquellos días en los que Aziza se consideró amante del viento y hacía el amor con la cola del torbellino. Nesma significa aliento vital, brisa fresca, aire que cura. La imagen que Zaydún guardaría de la niña es como su nombre, una presencia que alegra y da alivio. Claro, más la nostalgia de haberla perdido.

Sabemos lo esencial del accidente por un cuaderno verde donde el padre llevaba cuentas y fechas, anotaba deudas propias y ajenas, los entierros de parientes, los nacimientos de sus hijos y sus primeros pasos. Pero también por lo poco que me contó Zaydún hace tiempo. Una vez, en su biblioteca, le pregunté por una fotografía vieja entre los estantes. Era una niña triste saltando la cuerda. Llevaba un vestido blanco plisado que se sostenía con las manos para saltar mejor. Me respondió que era su hermana Nesma y que no estaba triste. «Seguro está planeando alguna travesura», aseguró. Ella coleccionaba insectos vivos y gozaba dejándolos en la cama de su hermano gemelo o en la cocina. Un día descubrió que podía tener un jardín de mariposas si las cuidaba bien y les daba una situación ideal para reproducirse. El padre les ayudó a hacerlo en un invernadero. Su orgullo era una gran mariposa azul brillante llamada Morpho que alguien le llevó en capullo desde los bosques lluviosos de Costa Rica.

Los niños tenían otra afición: los alacranes. Abundaban en aquel pueblo del desierto. Los atrapaban atándoles la cola con un nudo corredizo y los acarreaban colgando, aparentemente indefensos. Luego los ponían a pelear unos contra otros en un círculo de tierra que habían trazado con el dedo sobre el piso arenoso.

Cuando Nesma se interesó en los alacranes comenzaron los problemas. Quiso tener un jardín de alacranes como lo tenía de mariposas y cuando se dieron cuenta caminaba rodeada de cientos de ellos que la cuidaban y la seguían a todas partes en todo momento. Cuando algún adulto pasaba cerca, los alacranes se escondían detrás de los muebles o en lo más obscuro de las sombras. Pero cuando algún niño amenazaba a Nesma los alacranes salían a su defensa amenazando al agresor con sus colas levantadas. Algunos parientes de los otros niños se quejaron pero los padres de Nesma consideraron que se trataba únicamente de un fantasioso rumor infantil, no les creyeron.

Nesma siguió cultivando alacranes a su alrededor durante algunos meses. Todo mundo se alejaba de ella, naturalmente. Pero no parecía importarle. Cuando iba por la calle, aunque fuera mediodía y el sol cayera vertical como plomo, se veía una sombra larga de mil patas siguiendo sus pasos como si fueran las seis de la tarde.

Su jardín ambulante de alacranes creció a pesar de que, de vez en cuando, algunos se comían entre sí. Una mañana la descubrieron en su cama cubierta completamente de piquetes, sin una gota de sangre en su cuerpo pálido. Su «jardín móvil», como llamaba a su sombra de alacranes, se había vuelto sobre ella devorándola, como si Nesma hubiera sido más bien la huerta de la cual finalmente se nutrieron. El médico descubrió que algunos piquetes eran anteriores. Y parecían hechos por ella misma. Por lo que se dedujo que Nesma alimentaba a sus animales con su propia sangre desde hacía algún tiempo. En un principio los alacranes la cultivaban. Ella era su jardín y no al revés.

Al pensar con distancia en esa relación de Nesma con los alacranes es pertinente recordar la vieja fábula del alacrán que atraviesa el lago montado sobre el lomo de una rana que lo lleva con la condición de que no la pique porque además ambos se ahogarían. El alacrán promete no hacerlo y justo en medio del lago la pica. Sorprendida, un segundo antes de ahogarse la rana le reprocha su incumplimiento y su tontería: ambos morirán. El alacrán le dice que se da cuenta, que lo pensó antes de picarla, pero que su instinto es más fuerte que su inteligencia. Cada brazada de la rana estimulaba en su cuerpo a las células que normalmente lo conducen a levantar la cola y lanzarla con fuerza en contra de lo que se agita bajo sus patas. Es un instinto de defensa. Y no pudo retenerse más. Tenía que usar el aguijón de su cola en contra de la rana aunque, paradójicamente, su vida quedara también liquidada.

El instinto de los alacranes de Nesma no nos sorprende. Pero sí el instinto de ella, jugando al peligro con cierta conciencia de hacerlo. No hay completa inocencia en su voluntariosa actitud alacranera. Un amor instintivo por la cuerda floja que tal vez es similar al de sus padres decidiendo mudarse al desierto cuando Aziza estaba embarazada. Y justo en la cola del huracán. Un instinto similar al de Zaydún que más de una vez en su breve biografía pondría su vida en peligro como producto indirecto, siempre implícito, de alguna seducción. ¿No había ya en acto, desde que sedujo a la extraña doctora Viento, un poderoso instinto de vivir peligrosamente? Desde que era bebé entonces su poder de seducción sería su cola de alacrán.

Enterraron a su hermana en el viejo cementerio de Álamos, al lado de un árbol de granadas. Donde aún ahora, sin conocer la historia de Nesma, como uno de esos reflejos que las generaciones heredan sin saberlo, los niños abren cada granada antes de comérsela buscando que no haya alacranes entre su explosión de semillas coloradas.

En su libreta verde el padre de Zaydún hizo una nota breve sobre la muerte de su hija. «La llevé al hospital de las minas. El médico que la atendió de urgencia, dándome a entender que era tarde, me dijo: “Aquí hasta los niños juegan con la muerte todos los días. Hablan con sus muñecas y les responde la muerte. Saltan la cuerda y la muerte la sostiene con los dientes mientras ellos saltan”. La enterramos dos días después. Vinieron todos los niños de Álamos a despedirla y algunos amigos nuestros. Le trajeron tantas flores blancas que cubrieron completamente su tumba. Todas sus mariposas abandonaron la huerta cuando ella ya no estuvo ahí para atenderlas. Durante la semana siguiente matamos tres mil trescientos cuatro alacranes en el pueblo. Varios de ellos llenos de crías. Esa duna animal había crecido más de lo que pensamos. Quemamos los cadáveres en la plaza, para asegurarnos de que ninguna cría sobreviviera. Y aún del fuego saltaron algunos que nos habían parecido muertos y que corrieron a refugiarse en la iglesia. Todavía hay varios que no hemos encontrado. Me preocupa especialmente Ignacio, que tiene esta manía de tocarlo todo, de levantar con las manos hasta las sombras.»

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