El corazón, brasa bajo el poder del viento
Donde el sonámbulo descubre que el camino más corto para llegar a ese
Mogador que llevamos dentro y que tanto deseamos, pasa por
el corazón, centro cambiante de la vida, que late como
tambor y convoca a muertos y a vivos, se esfuerza,
tenaz, por escuchar como ninguno, tanto el
cuerpo de la amada como el suyo e
improvisar con destreza su
salida de sí mismo,
su unión con el
corazón de
la amada
•
Con ansias, en amores inflamada…
SAN JUAN DE LA CRUZ
Tanto en los libros de Ibn Hazm sobre el amor, como en los poemas místicos de Ibn Arabí y hasta en los de san Juan de la Cruz, se habla del corazón como el lugar especial donde sucede la unión extraordinaria de los amantes. En muchos casos se trata de la unión con Dios. Es algo así como el órgano sexual del alma amante. El corazón acoge y toma. Se hace chico y grande, se vuelve un ámbito envolvente y húmedo como un lago o lejano y apetecible como la luna. Es un espejo mágico en algunos poemas. Un espejo donde los amantes se miran a los ojos y se unen en un reflejo que convierte a uno en el otro. Es por eso también una fuente encantada donde se encuentran los amores que parecen imposibles. Es el lugar fuera del mundo ordinario donde los amores prohibidos sí pueden existir. El lugar que inventan los amantes simplemente por existir como amantes. «Nuestro amor tiene un corazón que late a su ritmo y su música se apodera de nosotros», dice un poeta de Mogador que sostiene que el corazón de su amada está escondido entre sus piernas y el de él también en las suyas. Pero cada uno «es medio corazón medio muerto hasta que juntos, sólo muy juntos, baten complementarios latidos y resucitan».
El término árabe para el corazón es qalb, que significa muchas cosas: centro, espíritu, alma, alteración, algo excitable, cambio perpetuo, transformación, metamorfosis. Incluso se usa para describir todo lo que es reversible: que se transforma en una cosa y se vuelve lo que era antes. Como los órganos sexuales.
Pero el qalb es más que eso porque al no dividir el cuerpo del alma considera con enorme importancia a la imaginación deseante. El qalb es cercano a esa noción filosófica contemporánea que pone el énfasis en la disponibilidad del cuerpo a todos los niveles de la existencia. Lo que algunos filósofos del deseo llaman «el cuerpo sin órganos» que se engancha o desengancha a necesidad y no dependiendo de una conexión precisa y unívoca. El corazón como qalb se ilustra con aquella frase de Yourcenar: «Sin saberlo todos entramos en los sueños amorosos de quienes se cruzan con nosotros o nos rodean. Y sucede a pesar de la fealdad, la penuria, la edad o la sordidez de quien desea; y a pesar del pudor o la timidez de quien es codiciado, sin que cuenten sus propios deseos, dirigidos tal vez a otra persona. Así, cada uno de nosotros abre a todos su cuerpo y a todos se lo entrega».
Con una ligera variante en la palabra qalb, qalib es pozo o cisterna y con otra, qalub, se vuelve el centro de la palmera. El palmito. Por eso el corazón es también sinónimo de oasis. Sombra y agua: refugio para saciar la sed de amor en el desierto del mundo.
En la poesía mística sufí el corazón es centro de operaciones de la vida amorosa y es el órgano caprichoso del deseo supremo. Y dirige los movimientos del enamorado «que va y viene al mismo tiempo»: que baila en su «llama de amor viva».
Ibn Hazm describe con asombro la escena de dos libélulas haciendo el amor en el aire. Y dice que esos dos cuerpos frágiles daban en el piso de tierra una sombra densa que latía como un corazón. Y que eso son los amantes que hacen el amor: dos insectos frágiles y casi invisibles que laten delicadamente encajados uno en el otro en algún lugar que no vemos; pero cuya sombra la forman los dos amantes enlazados y formando algo así como un corazón sin cuerpo.
Estaba entusiasmado leyendo en El Kama Sutra involuntario de Ibn Hazm toda esta teoría del corazón amoroso cuando me llegó por la ventana una música que tal vez venía de la casa vecina. Y secuestró mi entusiasmo y mi entendimiento. Eran tambores tropicales que me obligaban a distraer todo mi cuerpo y a levantarme y bailar un par de pasos. De verdad, esa orden rítmica era más fuerte que mi voluntad. Sentí que el corazón me saltaba recordando que con esos mismos tambores y esa misma música estuve bailando con Jassiba la noche en que nuestros cuerpos decidieron que serían inseparables. Bajo esos tambores descubrí que ella era un torbellino amoroso y que en la espiral de viento huracanado que era su cuerpo, su sonrisa envolvente, su olor al verme, su manera de «obedecer los cueros del tambor», yo era ya definitivamente su prisionero.
Por eso tal vez, entre todos los sentidos que podemos dar al corazón, entre todas sus metáforas, yo me quedo con la de tambor. No por nada el ritmo de nuestra sangre es «la música del cuerpo», como dice el poeta. Pero no se trata de cualquier tambor. Es el tambor ritual que nos hace entrar en el ritmo que lleva al éxtasis. Tambor de trance. Tambor para salir de uno mismo y entrar en contacto con la otredad divina o con el ser extremadamente amado.
En la plaza del puerto atlántico de Mogador Essaouira, que estaba descubriendo en mi primer viaje al norte de África, una tarde de otoño, escuché a unos músicos que tocaban tamborines cuadrados con piel restirada por los dos lados. Así que lo arrojaban contra el dedo pulgar y luego contra el cordial. De un dedo al otro tocaban una fuga que, según me contaron luego, aunque ya se sentía en el cuerpo, es música ritual, destinada a hacer entrar en éxtasis a los oyentes. Se trataba de un grupo de músicos gnawa. Oficiantes de un sincretismo entre las religiones animistas de África negra y el islamismo. Producto entonces de creencias que perciben y le rezan al alma que hay en todas las cosas: en el viento, en el sonido de un tambor, en la piel restirada de la cabra que lo forma. Desde entonces relaciono siempre al corazón con los tambores de «la Ciudad del Deseo», como llaman en Marruecos a Mogador. Y hasta cuando bailo siento que llevo a Mogador adentro.
Literalmente adjudico a ese instrumento que llevamos en el pecho una buena parte de lo que me hace bailar más deprisa o más despacio y tejer complicidades profundas con los tambores de quien baila conmigo.
Cuando tengo una mujer en mis brazos yo no me preocupo en lo más mínimo por seguir tal o cual paso, sino por escuchar su tamborcito diciéndome cosas más allá de las palabras. Sus percusiones están presentes en todo su cuerpo pero mientras bailamos yo las percibo en su mano derecha que yo sostengo en mi izquierda, y en la espalda, muy cerca de la columna, donde la cintura comienza a tomar su emocionante curva hacia afuera, porque una vena ahí es muy expresiva. Su tambor de pronto le puede hablar al mío.
Al bailar yo trato de no repegarme porque la tensión entre los dos cuerpos un poquito separados, dejando crecer el deseo en esa mínima distancia, puede ser mucho más erótica.
La firmeza de los brazos y las manos combinados con cierta suavidad y atención al otro cuerpo aumentan esa emocionante tensión del deseo. Pero eso sucede sobre todo, creo yo, porque las manos escuchan. Porque los cuerpos, bailando, se hablan de otras maneras, y eso despierta en nosotros la agudeza de los sentidos y la imaginación deseante y contenida. En todo eso el tambor bajo la piel es nuestro guía. En algunos casos la vena más saltada del cuello delata visualmente su música.
Si finalmente bailando tengo todo el cuerpo de quien baila conmigo pegado al mío, su corazón es lo primero que me toca, que me acaricia, me canta al oído. Mucho antes de que sus piernas rocen mi sexo o una de las mías explore sus humedades, y antes de que su pecho se unte al mío mostrándome la dureza de sus pezones, su corazón me toca por todas partes como si la parte más vibrante de un tamborcito pegara su piel a mi propia piel de percusiones. Y si el coro de tambores se alebresta aislándonos de cualquier otra música las repercusiones pueden ser muchas y nos llevan a otra parte.
Dicen que el jaguar, animal de poderes nocturnos, tiene una respiración tan controlada que cuando el corazón excitado parece que va a reventarle en el pecho, sus pulmones amplios y ritmados a contratiempo del corazón se vuelven como un estuche y a la vez una caja de resonancias. De su cuerpo emana una vibración tan sutil y poderosa que se siente a distancia aunque no se escucha.
Los amantes somos como jaguares o podemos tratar de serlo. Con respiraciones amplias y ritmadas, acompasadas conteniendo al corazón desbocado uno crea un ámbito que, sin tocarla más que con esa vibración de jaguar, envuelve a la amada, la acaricia, se mete en ella, hasta su corazón cambiante.
Haciendo el amor yo trato de escuchar esa música del cuerpo de la amada que me dice con involuntaria certeza el efecto que van teniendo mis besos o mis caricias. El efecto que crean en su piel hambrienta. Todo lo que haga, si es movimiento afortunado, acelera el corazón. Luego hay que tener la paciencia de que el cuerpo amado se recupere y establezca su ritmo y su respiración, pero no retrocediendo sino estableciendo su paso en esa alegría ganada. Para comenzar de nuevo a acelerar la música de la amada. Con cuidado e intuición, haciendo el amor somos tambores de trance, tambores rituales hacia un éxtasis que no necesariamente es lo que se conoce como orgasmo. Un pico, la punta de una montaña, sino que puede ser también un valle de intensidades sucesivas. Un estado de elevación especial que puede durar, tal vez, creando la ilusión de estar fuera del tiempo.
El camino de los tambores, en el amor, es infinito y multiforme, como puede serlo el goce. Pero quien no se dé cuenta de que es una ruta donde son los tambores de la otra tribu los que nos guían puede perderse en el camino aturdido por sus propias percusiones.
Cuando mi cuerpo recorre el cuerpo desnudo de una mujer llenándola de besos y caricias busco sobre todo que el ritmo de su corazón y el mío viajen paralelos. Y siento que vamos juntos hacia Mogador. El lugar donde nuestros deseos se unen formando puerto y fortaleza, donde «nosotros somos el jardín».
Toda la mitología del orgasmo simultáneo me parece muy burda y aburrida. Que los tambores de nuestros cuerpos puedan adelantarse o atrasarse, tocar, bailar, cantar juntos es mucho más interesante. Puede llegar a ser más intenso y puede durar mucho más tiempo. Como en esas improvisaciones extremas que en el jazz llaman «descargas», dos tambores acoplándose en sus despegues y sus «descargas» hacen que cualquier experiencia musical de nuestros cuerpos, de nuestros corazones, sea única, irrepetible y, siempre, una maravillosa aventura.
Uno de los atractivos más fuertes de una vagina es su suave cualidad de caja de resonancias donde el corazón se escucha grave. Siempre me ha parecido interesante que los dedos, cuando entran suavemente en esa cámara secreta, me dan la sensación de ver cómo es aquello por dentro. Siempre busco y obtengo imágenes muy precisas de la caverna prodigiosa y son las que me dan los ojos del tacto. Pero los dedos también escuchan y sus oídos perciben sobre todo al corazón retumbando allá adentro con más fuerza y profundidad sin duda. Y los dedos también palpitan.
El sexo masculino está muy lleno de sangre confundida para escuchar con calma pero puede hacerlo. Tenemos que educarlo hacia la paciencia y a sentir y escuchar mucho más que sus propios latidos. Tiene tanta sangre alebrestada que es como otro corazón, otro tambor de descargas. Las amantes hábiles leen sus venas y saben cómo controlar sus flujos, sus cantos o sus gritos.
Cuando ese otro falso corazón logra desplegar su música y doblegar su terquedad rítmica hasta convertirse en un corazón que escucha todo lo que sucede en ese ámbito de músicas sorpresivas y ecos que es la caverna de los prodigios, el concierto de la vida de verdad merece llamarse concierto.
Y el concierto absoluto para quienes se consideran sonámbulos tiene un símbolo geográfico y un centro cambiante; una ciudad amurallada a la que tendemos y en la cual comenzamos a estar ya desde que la deseamos: Mogador, la ciudad que es imagen de la amada, la Ciudad del Deseo. La que nos pone al corazón bajo el poder del viento.
Pero ¿de verdad se puede decir que entrar a Mogador es como conocer el sexo de una mujer por dentro: visitar amorosamente a «la inaccesible», a la que nadie nunca puede poseer? Es tan cierto que eso nos explica por qué muchos historiadores de Mogador ven sus libros clasificados, tanto en bibliotecas como en librerías, en la sección de literatura erótica. La cual, como se sabe, siempre existe y se lee como un extraño y muchas veces ridículo malentendido. Eso se me volvió evidente cuando, con otros escritores, fuimos invitados a un congreso peculiar para reflexionar y compartir nuestros libros eróticos favoritos. ¿Hasta dónde es posible una crónica del fuego? ¿Hasta dónde podemos acercarnos a su poesía?
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