El deseo nos ata a sus malabarismos

Donde el sonámbulo descubre que el circo fue inventado

como imagen del erotismo en la vida, y el erotismo

como metáfora del circo: pirueta y compromiso,

alto riesgo y belleza extraordinaria

del cuerpo amante y del

cuerpo amado

vueltos

uno

El antiguo Kama Sutra de Vatsyayana, el clásico que todos copian, es una recopilación de varios tratados amorosos anteriores. Es un puerto privilegiado en el río sagrado del erotismo. Como lo es todavía la muy antigua ciudad de Varanasi o Benarés sobre las aguas sagradas del río Ganges, donde se supone que el Kama Sutra fue concebido en el siglo III. En el río del erotismo, de sus misterios y revelaciones, todos de una manera u otra navegamos. No todos tienen conciencia de ello y con frecuencia hay ahogados que no entienden qué les sucedió en la vida: los náufragos del erotismo. Quienes llegan a darse cuenta lo navegan, lo sobreviven, incluso hay quienes franca y sanamente lo gozan. Pero muy pocas veces lo reconocen como un río especialmente sagrado. Y como tal, uno de los componentes fundamentales de la vida. Siguiendo con el paralelo, el ritual de bañarse en el Ganges al amanecer, ¿no será una metáfora de la obligación kamasútrica de bañarse en la divinidad del cuerpo de la persona amada cada día que comienza?

En el mundo donde se escribió y se cultivaron los saberes contenidos en el Kama Sutra hacer el amor formaba parte indispensable de las tres metas de la vida: trabajar y alcanzar bienestar; meditar y alcanzar riqueza espiritual; hacer el amor y alcanzar la felicidad más profunda y por ahí la experiencia de lo divino. Se le consideraba un libro tan sabio, serio e indispensable como un tratado de astronomía, medicina, administración de las cosechas o de teología y moral. En varios de sus capítulos se esmera en dar muy precisos consejos técnicos para que las parejas de miembros sexuales con tamaños desiguales o entusiasmos disparejos puedan ser felices haciendo el amor. Y así comienza su descripción de posiciones que, muchas veces, resultan malabarismos. Como la cultura india es tenaz elaborando clasificaciones exhaustivas, la lista de posiciones es larga y muy curiosa. De ahí que cuando se menciona un Kama Sutra se piensa antes que nada en esa exuberancia de posiciones malabares y pequeñas diferencias técnicas en besos, pellizcos o mordidas. Se le reduce a un compendio de hazañas de imaginación corporal, equilibrio y elasticidad. Se trata en cambio de un arte de la vida.

Incluye una amplia sección pragmática sobre los cuerpos amándose. Pero es un tratado de técnicas para tener una vida cotidiana más rica en todos sentidos y, en última instancia, para alcanzar mejor la experiencia de lo divino. Así el malabarismo es parte de un ritual: es una forma de oración silenciosa y activa. Hacer el amor parados de cabeza o anudados sobre un columpio puede ser una muy efectiva forma de rezar. Y con su repetición ritmada es una técnica para alcanzar un éxtasis que nos haga sentir que entramos en contacto con algo que nos rebasa, que está más allá de nosotros y de lo natural. Tan extraordinaria que se vive como una experiencia sobrenatural.

La antigua cultura hinduista ha marcado a muchas otras culturas orientales y la cultura árabe no es excepción. El Kama Sutra impregna todos los tratados árabes sobre el amor con sus fines espirituales y muchos de sus consejos. Aunque la idea del malabarismo pragmático no sea tan protagónica en ellos. Los tratados árabes son más coreografías poéticas que lista de posiciones. Pero son igualmente un método para llegar a Dios por los caminos del sexo. Porque no hay ningún conflicto entre ambas nociones, salvo en las religiones más intolerantes. Me gusta la idea de que todo lo que se haga, que cada beso, cada sonrisa, cada intromisión entre amantes es una forma ritual que nos acerca a la experiencia del éxtasis divino. Como lo explica claramente Ibn Hazm: «La posición amorosa, por más heroica, interesante e imaginativa que parezca, no es la meta de los enamorados. Es un momento del goce dentro de una ruta de goces ritmados que nos llevan al placer supremo, a la unión con el fuego sagrado del vientre amante que siempre pide más de nosotros, que aún devorándonos no deja de llamarnos más adentro, más unidos, más confundidos, más y más y más».

Y mientras leía las insaciables opiniones teológico sexuales de Ibn Hazm sobre el amor malabarista comencé a sentir un mareo muy intenso y embriagante. Todo me daba la sensación de estar a punto de caerse en un riesgo creciente y eso me producía una tensión enorme. Después de unos minutos relacioné esa sensación extraña con aquello que sentía al hacer el amor con una asombrosa mujer de la India a la que, como a la diosa, sus padres habían llamado Parvati. Me invadió la mente y el cuerpo entero el recuerdo abrupto de la época en la que estuve perdidamente enamorado de esa trapecista que era mi compañera de clase en la Facultad de Filosofía. Fue hace muchos años, cuando fui estudiante en París, que me enamoré de esa mujer que desde niña había trabajado en un circo. Su familia entera, desde hacía varias generaciones, era reconocida en Europa del Este y en el norte de la India por la sutileza y osadía de sus espectáculos. Claro que cuando la conocí ni siquiera podría haber imaginado todo eso. Y mucho menos hubiera imaginado que ella me haría ver al circo y a través de él apreciar al erotismo en el mundo con otros ojos.

Estábamos juntos en la clase de filosofía de Gilles Deleuze en la Universidad de Vincennes y nos fuimos haciendo amigos sin que yo supiera nada del glorioso pasado circense de su familia. Lo primero que llamó mi atención fueron sus manos. Eran largas y delgadas pero muy fuertes. Las movía con una extraña destreza. Parecían coordinarse perfectamente con sus inmensos ojos negros porque eran de piel obscura que daba a sus uñas una presencia luminosa. Como si tocara con las pupilas y mirara con los dedos. Y luego entraba la boca, que también me miraba y acariciaba el aire cuando decía mi nombre con sus labios anchos y obscuros. Pensé que era una bailarina de la India. O que era, de verdad lo sentí, pausada sacerdotisa de algún rito extraviado al que ya quería adherirme.

Cuando la invité a salir, en vez de ir al cine o al teatro o a cenar me propuso ir al circo. Acepté sonriendo sin imaginar la profundidad del ámbito al que entraba. Sus comentarios durante el espectáculo me hicieron darme cuenta de mil y una dimensiones del circo que yo no habría notado sin ella. Lo más parecido que recuerdo es mi primera corrida de toros en la feria de San Marcos donde un amigo, que le decíamos el Diablo, me inició a todos los códigos secretos de esa fiesta. Tantos y tan sutiles que si no se conocen se pierde una parte fundamental del placer que proporciona la corrida y no se pueden adivinar espontáneamente. El circo es aún más arriesgado y complejo. Parece más inocente y no lo es.

Mi amiga Parvati, la bella cirquera, me hizo percibir primero la dimensión de terrible excitación ante el riesgo. Me fue señalando paso a paso en qué consiste el vértigo de tener todo bajo control, hasta lo que parece imposible que el cuerpo de una persona realice; y de pronto el vértigo acelerado de perder el control por algunos instantes.

Cuando me mostraba cómo se vive desde el público y desde el punto de vista de los cirqueros esa combinación explosiva, me dijo: «Aunque la gente no tenga conciencia, el circo es una metáfora del más bello acto amoroso. La gente viene al circo a tocar, a vivir de otra manera lo mismo que se siente si se tiene suerte y se vive el amor con intensidad. El amor a fondo y en la punta del alfiler de sus sensaciones, eso es el circo: la esencia de hacer el amor. Es la intensidad máxima del erotismo traducida a un espectáculo que demuestra cómo lo imposible es posible».

Claro que cuando me dijo eso yo ya estaba completamente en sus manos elocuentes, deseándola locamente pero también intimidado hasta donde se puede estarlo. No me atreví a decirle mis deseos. Y a partir de ese momento comenzó a armar, simbólicamente, un número increíble con todos mis sentimientos hacia ella. Primero hubo varios días en los que yo era como un trapecista perdido, yendo y viniendo hacia Parvati. Mi camino parecía cruzarse con el suyo y ella me miraba como si fuera inevitable encontrarnos intensamente pero no lo era. Un día estaba a punto de atraparme desde su propio trapecio pero me dejaba pasar o me atrapaba durante un momento para regresarme luego a mis solitarios vaivenes anhelantes.

Fue creciendo en mí la sensación de un abismo entre los dos. Un vacío peligroso en el cual podría caer en cualquier instante. Y por momentos tuve la certeza de que era inevitable desmoronarme al fondo, solo y sin que ella volteara siquiera a mirar mis pedazos.

Fue entonces cuando Parvati decidió rescatarme de mi vuelo en picada y llevarme hasta la pista iluminada de su cuerpo. Y ahí comenzó de nuevo, de otra manera, el número de los trapecios. Mi deseo en sus manos y ella yendo y viniendo hacia mí sin dejarme saber cuándo. Y todos los números clásicos del circo: desde el desfile de elefantes hasta la escaramuza de los payasos pasando por el mago, el lanzamiento de cuchillos, los trapecios, los tigres luciendo su feroz belleza, servirían para describir a nuestros cuerpos amándose. Y, a ratos, éramos circo de tres pistas con varios espectáculos simultáneos entre su piel y la mía.

¿A quién se le ocurre pensar en el amor pobremente en términos de penetraciones y de orgasmos, incluso múltiples, si se tiene al circo entero para describir lo que se hace y a lo que se tiende? Me sentía viviendo ya para siempre bajo las reglas del asombro, como los personajes de aquella bellísima película de Alexander Kluge: Los artistas del circo bajo la cúpula perplejos. Y a ratos, en los peores momentos, sentí el miedo y la desolación herida del protagonista de otra película asombrosa, Freaks: yo era un pedazo de hombre mal arropado y tirado en el lodo entre las ruedas de una carreta mientras una tormenta de relámpagos llenaba el cielo.

Claro que cuando pienso en Parvati me viene a la cabeza la música de Nino Rota escrita para la película de Fellini Los payasos. O las tonadas de bandas gitanas a lo Kusturica. Y más aún, esa épica musical gitana que comienza en la India y termina en Andalucía que se llama Latcho Drom. La música de su cuerpo siempre me grita al fondo de esas tonaditas. Y, algunas noches, todavía después de tantos años, sus gritos de intenso placer saliendo nítidos de mi memoria me despiertan en sueños.

Mis amigos sabían que mi novia era cirquera y se imaginaban actos de amor donde sus habilidades de contorsionista aseguraban el placer a través de mil malabarismos. Nada más simplificador, aunque no completamente alejado de la realidad. Pero no era su habilidad para doblarse, para hacer de su sexo un órgano transformable y además llevarme en sus piruetas, lo que hacía crecer la intensidad de nuestras sensaciones. Era su manejo total de la emoción ante lo imposible. Y toda ella, como amante, era un circo complejo y creciente, nunca contorsión simplona.

Claro que recuerdo claramente, por otra parte, cómo le gustaba hacer el amor tan sólo en el filo de la cama y que yo la empujara desde dentro de su vientre con mi pene, sin usar las manos, hasta que más de la mitad de su cuerpo colgaba de la cama y su cara se llenara de sangre y enrojeciera mientras gritaba y se dejaba caer en catarata llevándome con ella en un grito y un orgasmo que parecía infinito. Como si en cada etapa de esa caída de la cama el tiempo dentro del tiempo se extendiera y daba incluso para que yo girara y, en vez de caer sobre ella, me convirtiera en su red, en su pista suave. Y ella entonces, al caer, me comenzaba a cabalgar. Entusiasmada recorría la pista mental que vivíamos, sin terminar y sin comenzar nunca nuestro circo amoroso lleno de riesgo, de drama, de proeza, de animalidad inminente, de humor y de magia, todo ello esencial al erotismo y al circo.

Pero lo que ella amaba explorar poco a poco en cada malabarismo era otra caída más profunda que sucedía dentro de nosotros. Ya en el extremo de las sensaciones provocadas y compartidas, me empujaba a sentir con el cuerpo de ella, con todos sus sentidos. Me hacía aumentar la sensación certera de ver adentro de ella con mis manos y mi sexo y de ahí sentir la forma de lo que sólo sus manos tocaban, de lo que sólo su lengua acariciaba o probaba. Y luego ella sentía con mi cuerpo, con todo mi cuerpo, mi manera de estar en el mundo, de caminarlo, de respirar. Pero era justamente cuando estábamos dentro uno del otro y en pleno malabarismo que habíamos aprendido a vivirnos como un solo cuerpo de cuatro brazos y cuatro piernas y dos lenguas enloquecidas. Y en ese momento entendí una dimensión de la escultura de la India, con sus dioses de múltiples brazos por los múltiples atributos y poderes que tenían. Como si fueran varias personas en un solo cuerpo. Así estábamos Parvati y yo multiplicados en nosotros mismos.

Un día, comencé a sentir algo extraño o distinto. Parvati se empeñaba en mi goce y en empujarme al precipicio del orgasmo que siempre evitábamos y prolongábamos multiplicándolo. Esta vez quería hacerme sentir otra cosa. Primero me hizo eyacular explosivamente y algunos minutos después me hizo sentir el más intenso y prolongado orgasmo de mi vida. No eran orgasmos múltiples sino aislados pero en pareja. Parvati me explicaba, «todo viene doble y por fortuna en tiempos distintos cuando somos uno sólo. Tal vez el primer orgasmo era el tuyo y el segundo el mío o viceversa». Y después ya nos encaminábamos, como era más común, a la variedad del éxtasis múltiple.

En otras ocasiones alcanzábamos un estado de plenitud tranquila. Nada de montañas, un valle de placer que nos unía casi sin movernos hundiéndonos cada vez más uno en el otro por la propia inercia del tiempo detenido. Era una de nuestras porciones de eternidad.

Una noche me mostró un libro ilustrado sobre la diosa Parvati y sus representaciones. Aparecía en una plenitud muy parecida a la de ella, luciendo la redondez misteriosa de su pecho, la contorsión sorpresiva de sus caderas. Y sus manos hablantinas y poderosas. Recuerdo perfectamente esas manos sobre el libro. Las mismas que tantas veces me habían acariciado y había visto empujándose contra el muro o el piso para apoyar su hundimiento en mí o el mío en ella.

Esas manos me señalaban delicadamente a su diosa Parvati al lado del dios Shiva y me explicaba que al ser adorada por Shiva, Parvati lograba en ambos la iluminación de verse a sí mismos como nunca antes, en plenitud de su ser.

Y entonces me mostraba otra imagen en la que el lado izquierdo de la figura tenía un pecho abultado y el derecho musculoso, el derecho un arete femenino y el izquierdo nada, el derecho también con las cejas depiladas y los ojos pintados y el izquierdo con cejas anchas y mirada muy entornada. La pierna derecha era musculosa y la izquierda firme pero suave. Era una mezcla armónica de ambos dioses y ambos cuerpos. Y en uno de sus cuatro brazos, un espejo.

«Con eso pueden mirarse por dentro. Es la mirada que han ganado compenetrándose, dándose mutua plenitud. Logrando el malabarismo de caer totalmente uno en el otro.» Y esa noche, más que nunca, sentí que su pecho abultado y firme, que yo tanto adoraba, era completamente mío y ella sentía suyos mis latidos en las venas de mi sexo. Al borde de caernos, en uno de tantos malabarismos indescriptibles desde adentro, nos fundíamos poco a poco en la suma de las sensaciones compartidas. Y en el mismo delirio iluminado llegué a ver, muy claramente, por un instante que me pareció eterno, que nuestros cuerpos eran de verdad uno solo. Y en ese momento estaba seguro que ésa era la realidad única de nuestros cuerpos. Y vi cómo nuestras cuatro manos eran llamas poderosas recorriéndonos. Vibraciones extendidas del fuego en el que ardíamos y que aseguraban la vida de la única llama columpiándose que ya éramos. Y en medio de ese ardor que era placer al mismo tiempo nos vimos a los ojos. Cuatro espejos con una sola imagen que iba y venía.

Debo confesar que fui iluso y me faltó conciencia de que ni siquiera la intensa eternidad de los amantes dura para siempre. Que es necesario, cada día, en cada momento, volverse a ganar el paraíso y hacer de nuevo el ritual de malabarismos esenciales que nos hacen caer uno dentro del otro en el aire amplio de la vida. Y, tal vez, nunca supe dónde o cuándo, descuidé mi vuelo hacia ella.

Parece que otra parte esencial del circo es su nomadismo. Y es bien conocido que el deseo se multiplica dando giros asombrosos en la ausencia de quien se ama. Parvati se fue de la ciudad, tal vez para siempre. No sin dejarme sembrada muy adentro la posibilidad y el deseo de que algún día vuelva a hacer pista en mí, conmigo. Mientras tanto, voy al circo como quien se enfrenta sin lucidez ni calma a una rica síntesis metafórica de lo erótico.

Inevitablemente, todos los leones hambrientos, los tragafuegos que cantan con lenguas como llamas y los saltimbanquis piramidales que pretenden tocar el cielo me cortan el aliento. Y me recuerdan los movimientos más sensuales de su boca y de sus manos. Todo en el circo me lleva a sentirla cerca aunque no lo esté y a desearla luego con cierta desesperación.

Pero también evocan su idea de filósofa cirquera y obsesiva: «El circo es erotismo porque el circo es la más portentosa y ritual afirmación de la vida».

El ritual que se hace en el mundo para que mi diosa Parvati aparezca y yo pueda ser de nuevo devorado por ella en su llama.

uando el barro entra al horno termina su posibilidad de ser maleable. De ahí en adelante la forma irá quedando fija. El barro se casará con ella, tal vez para siempre. La dureza se irá apoderando de la pieza. El barro crudo se vuelve barro cocido. Pero el peligro de que antes estalle es inmenso. El primer fuego erradica toda la humedad pero debe hacerlo de manera constante y homogénea. «Como un amante delicado que no descuida detalles ni cambia el ritmo con el que prodiga sus afectos, sus caricias, sus besos.»

Pero no es sino hasta el segundo fuego, cuando al horno se le sube un poco más la temperatura, que la pieza se vuelve sonora. «Como una amante que suspira, solloza, jadea y finalmente grita.»

Al tercer fuego, con más temperatura pero todavía no la más intensa, lo llaman fueguito o fuego menor y es el que termina de separar el agua de la tierra. No sólo el agua que añadió el ceramista para modelar su pieza sino también el agua integrada a la tierra desde las eras geológicas más lejanas. Si la evaporación del agua se acelera, la pieza estalla. Fuego menor es cruel con quienes se mostraron torpes o indecisos. Él exhibe, mucho más que los fuegos anteriores, los errores del alfarero en el modelado, mezcla y secado. Aquí brotan sus huellas de manera abrupta sobre la felicidad formal de la pieza. Este fuego lo juzga y lo absuelve o lo condena. «Como lo hace “el horno del sexo” de una amante que no ha sido suficientemente acariciada antes de entrar en ella o lo ha sido con torpeza.»

Con frecuencia los ceramistas no sólo encomiendan su horneada a algún dios o algún santo sino que además ruegan a los demonios de la cerámica, aliados del fueguito, que se apiaden por favor de su trabajo. Los demonios o genios, dyins malvados que comen barro se llaman: Carbón, Ollarrota, Huellachueca, Malamezcla, Fisura, Estampida, Desigual. Aparecen en cuentos populares y en anécdotas familiares y es claro que se divierten rompiendo y mordisqueando las piezas que van al horno. Hay quienes, según las huellas del daño sobre el barro, identifican al dyin perverso que lo hizo. Y todo ceramista sabe que estos demonios sólo atacan hincando el diente en la debilidad más notoria del artesano. Por eso es muy importante identificarlos, el perfeccionamiento del ceramista en su oficio es impensable si no escucha el juicio del fuego menor y sus genios malos.

Según la catástrofe amorosa que le toca vivir o que le cuentan, Tarik sabe qué demonio que come carne enamorada se ocupó de la pareja. Algunos de ellos se llaman Brusco, Seco, Apresurado, Blando, Distraído, Sucio y, sobre todo, Egoísta, que es uno de los peores y más activos.

El ceramista se preocupa especialmente de la circulación del aire entre las piezas, dentro del horno. Se dice que respiran bien o mal. Que se ahogan o incluso que se hiperventilan. Si les falta oxígeno, el fuego lo toma del que tengan en su composición química los elementos que forman el barro. Y entonces su color cambia. El ceramista puede ahogarlas un poco si quiere que obtengan un color distinto.

Y piensa Tarik que el buen amante está siempre muy atento a la respiración de la amada. Y a la suya. Del ritmo de su aire dependerá la duración del placer, su disminución o crecimiento, sus vuelos o abismos, su felicidad. El amante cuida el aire de su amada tanto como la humedad de su sexo. Nunca más, nunca menos.

Amar en «punto de aire», piensa Tarik, es difícil y no hay reglas escritas para lograrlo. Cuánto enseña el horno del alfarero al amante empeñado en mejorar su vida amorosa. Nos obliga antes que nada a pensar en un ámbito, a controlar los cambios de atmósfera, la presión, la velocidad, las regiones sensibles. Y, algo importantísimo que olvidan más los amantes comunes que los alfareros: controlar el enfriamiento.

El horno que se apaga de golpe condena como un destino a las piezas. Al hacerse definitivamente sólido, el barro adquiere su nueva y definitiva personalidad. Todo se gana o se pierde cuando el horno se está enfriando. El amante que no se preocupa por hacer que el enfriamiento de su amada sea muy paulatino y mesurado, está descuidándola. El amante debe menguar la caída de intensidades amorosas como la red cuida a los trapecistas en el circo. Y en cuanto más largo y suave es el descenso más fácilmente resucita el deseo en la amada. Su círculo se cierra al renacer, se vuelve anillo. Si hay fortuna se vuelve incluso espiral. El círculo del deseo que parece interminable es el único anillo verdadero que une a los amantes.

Y mucho antes de que Tarik pudiera abrir el horno y mirar el resultado sólido de sus sueños, llegó a visitarlo Iliana, la hábil vendedora de cerámica en la ciudad vecina de Mazagán. Su cliente de muchos años y su cómplice en el amor por la alfarería. Sus dos manos estaban llenas de anillos y dos dedos del pie también. Sus pulseras hacían que cada uno de sus movimientos pareciera fiesta de castañuelas de metal. Como las que usan los músicos gnawa en su ritual para convocar a los espíritus en su noche de noches: su Laila.

Antes de que la conversación avanzara hasta llegar al tema del horno y su incertidumbre, estaban haciendo el amor. No era la primera vez pero en cada encuentro se renovaba la fascinación que los había envuelto desde el principio. En esta ocasión, Iliana llevaba algo distinto. Sobre el vientre, al lado izquierdo del pubis, casi sobre la ingle, se había hecho un tatuaje que pretendía ser un mensaje secreto para Tarik: una caligrafía muy estilizada. Era como una llama que decía: nosotros somos el jardín.

Era un guiño, una declaración de complicidad profunda y un condimento a la belleza del cuerpo de Iliana. Tarik la acariciaba como si escribiera de nuevo la frase. La repetía luego por todo el cuerpo y cada uno de sus movimientos era escribir de nuevo la promesa de paraíso compartido: nosotros somos el jardín.

Tarik reconoció el origen de la caligrafía. Venía de un libro de su amigo Zaydún donde él describe ese mismo tatuaje sobre el vientre de Jassiba. Zaydún siempre había tenido la curiosidad de tocar, con los dedos y la lengua y los ojos, ese tatuaje sobre Jassiba. Pero no estaba seguro de que en verdad existiera y no se había sentido en situación de preguntarle. Ahora su Iliana se lo traía a los ojos y dedicado a él. No podía haber mejor encarnación de un sueño: las formas deseadas fuera toman vida en su amada.

Por un instante Tarik se preguntó si Iliana conocía a Zaydún, si habría algo entre ellos. Más tarde en la conversación fue comprobando que Iliana no conocía a Jassiba ni a Zaydún. La caligrafía venía directamente del libro, regalado por una amiga que lo adoraba, su calígrafo era el conocido artista Massoudy y un tatuador la había copiado con maestría.

«Eso sí —le aclaró Iliana—, el tatuador que me lo hizo presumía de haber sido él quien lo grabó sobre la piel del personaje de la novela. Y me dijo que ya llevaba unos doce en diferentes mujeres en lo que va del año. Le pregunté si los maridos de todas ellas se habían puesto tan celosos como el mío.»

Porque en Mazagán esa mañana, el marido de Iliana, que no sabía nada de Tarik y de su larga relación, se había alterado muchísimo al ver el tatuaje. «Fue como si su necesidad de dominio sobre mí hubiera sido severamente violentada.»

No volvieron a pensar en el tema porque sus manos y sus brazos estaban ya enredados en otros temas.

Todas las teorías alfareras de Tarik sobre el amor fueron olvidadas en un instante. Todos los paralelos entre el oficio de alfarero y el oficio de amante se quedaron en divagaciones. Ni una palabra de ellas estaba presente en su mente mientras besaba a Iliana. Aunque, tal vez, todo eso y más está en sus manos. Y brota en silencio de ellas cuando menos se lo espere. La memoria de las manos lleva los gestos espontáneos de la destreza natural y adquirida pero también la memoria de cientos de humanos que usan sus dedos de forma similar, rezan, aman, comen, crean. La memoria de las manos es siempre un enigma ritual renovado.

Mientras acariciaba la espalda de Iliana con los diez dedos extendidos volvió a verlos como alas de un insecto, como libélulas acercándose hipnotizadas al sexo cálido de su amada. A su horno lleno de esperanzas y deseos. Recordó con un ligero escalofrío que las libélulas anuncian muerte. Pero lo olvidó al instante con una leve sonrisa mientras hundía muy lentamente sus ojos dactilares en ella.