El jaguar, corazón cambiante del fuego
Donde el sonámbulo trata de averiguar por qué escribe y descubre
por qué ama, así mira al animal que lleva dentro, su nahual,
este alter ego que aflora cuando él menos se lo espera:
cuando las palabras en la boca lo cuentan como
si fuera otro y le dicen a la amada que en su
selva obscura se levanta un ámbito,
la presencia imprevisible y
poderosa del
deseo
•
Escribo la palabra Mogador, o escribo tu nombre, muy lentamente y con los labios llenos de los sabores de las palabras, como quien come tomándose todo el tiempo para hacerlo. Pero también como si algo adentro me fuera comiendo y me llenara de una tensión que sólo escapa luego en palabras, en frases escritas como si cantara. En páginas armadas como composiciones musicales.
Pero también escribo tu nombre y tu belleza como trabajan algunos de esos artesanos mexicanos o marroquíes que pacientemente buscan la mejor forma para su obra y quieren sentirse orgullosos de lo que hicieron. Más orgullosos si ellos sienten que su pieza está cargada con una parte de su alma. Escribo lentamente pero creando un tiempo dentro del tiempo. Un instante pleno, extrañamente detenido. Escribo dándole a cada frase todo el espacio y todo el tiempo. Como si preparara un fuego que prenderá en cualquier momento. ¿A qué se parece esta sensación de llevar algo expansivo dentro, algo que sólo fluye cuando poco a poco lleno una superficie de esas manchas que llamamos palabras? Cuando escribo siento que dejo surgir en mí algo animal.
Hoy por la mañana estuve frente a un jaguar en el zoológico de Chiapas. Caminaba con pasos extrañamente graves y ligeros a la vez, de un lado al otro de la colina cercada que es su encierro. A diferencia de los otros animales, podía sentirse la enorme tensión que animaba al jaguar. Cada paso, cada gesto era como una amenaza. Daba la impresión de estar habitado por obsesiones: pensamientos o sueños que lo desbordaban, que iban a brotarle por la piel. De pronto se me quedó mirando desde los veinte metros que nos separaban y, casi volando, corrió hacia mí. Dio un salto enorme. Sin un rugido y mucho antes de que yo pudiera parpadear asustado, hizo temblar violentamente la malla de alambre que nos separaba. Me mostró sus garras largas y sus colmillos. Luego, como si nada, continuó su paseo explosivo alejándose de mí. Se me había cortado la respiración por un instante que me pareció infinito. Mi corazón latía mucho más rápido. Mi espalda fue recorrida por un escalofrío y luego, al verlo, se me erizaba la piel. En un mundo invisible, pero no fantástico, donde sucede más de lo que se ve, mi corazón alterado era ya su presa. Me tenía latiendo al tiempo por él marcado. Me había cazado.
Tuve conciencia además de que, mucho antes de su ataque sorpresivo, este animal creaba un ámbito a su alrededor: un área invisible pero que podía ser percibida por mi piel, donde su tensión reinaba como bajo una cúpula precisa y cerrada. Como bajo un amplio capelo de cristal. Y ese ámbito era más grande que el espacio de su encierro. Yo había entrado ahí y percibía la extrema tensión de su cuerpo. Y dicen que ese ámbito que se siente es creado por la presencia del jaguar en cualquier rincón de la selva. Que no se debe exclusivamente a su encierro.
Pensé que cuando escribo me siento lleno de algo que me desborda. Como si fuera a explotar. Como uno de estos animales cautivos, que se mueven habitados por la volatilidad de sus sueños y por la tensión de sus deseos. Un escritor es a veces un animal que crea un espacio sensible a su alrededor, que no se ve pero que es perceptible para los iniciados: para los lectores que se dejan atrapar por el reino de lo invisible. Los que permiten que la poesía atrape su corazón y lo acelere al ritmo de las palabras contadas, de los asombros dichos ritualmente en un poema, como el trote y el salto devorador de un jaguar.
En un mito maya muy antiguo, unos guerreros acampaban en la selva y encendieron un fuego inmenso para protegerse. El jaguar que los acechaba decidió atacarlos. Como no conocía el fuego quedó hipnotizado por él y en vez de ir sobre los hombres saltó sobre las llamas. La fuerza de su espíritu lo convirtió en un quetzal. Y voló esquivando el peligro. Pero ya para entonces estaba tan fascinado por eso tan desconocido y atrayente que dejó de ser ave y se convirtió en libélula enamorada. Y regresó al fuego. Dicen que en la unión con la llama, en su último instante, volvió a ser jaguar. Y sus manchas son las que siempre hacen crepitar al fuego. Que ahí está todavía, en el corazón cambiante de la llama. Y que devora ahí a quienes atrae y atrapa.
Escribo como un jaguar prisionero o enamorado o listo para saltar sobre su presa. Comprendí por qué, en los bajorrelieves y las estelas mayas la piel de jaguar simboliza a fuerzas invisibles. Y, además de los poderosos y los guerreros, los únicos que son calificados por la presencia especial de esa piel manchada son los que escriben. En el mundo maya el que escribe participa del universo secreto y la fuerza invisible del jaguar. Una cualidad involuntaria que los escritores contemporáneos difícilmente alcanzamos.
Y como las mil sombras del jaguar en su cuerpo, siento que escribo y reescribo por mil y una razones y sinrazones en movimiento. Buscando siempre esa composición armónica de lo vivo que podemos admirar en esa combinación de zonas claras y obscuras sobre la piel de un jaguar.
Ésta es una lista parcial de las manchas que cubre una parte de mi piel de animal que escribe. Debo decir entonces que escribo obsesivamente: sin disciplina pero sin parar. La obsesión me ayuda a sustituir lo que me falta de disciplina e inscribe mi oficio más cerca del reino del placer que del deber.
Escribo como un artesano terco se concentra en su materia. Un ceramista que ve nacer entre sus manos formas que parecían haber estado esperando durante décadas entre sus dedos. Formas que, ya cuando estén alejadas de mí y sean tocadas por otros, me llevarán a tocar las manos de amigos —o enemigos— que aún no conozco. Escribo también como esos otros alfareros que plasman en los muros cuadros geométricos asombrosos en forma de mandalas, con piezas muy distintas que forman un rompecabezas que es al mismo tiempo proyecto e invención: plan e improvisación rigurosa. Como los artesanos de la orfebrería tengo que forjar mis propios instrumentos a la medida de mis manos. Como las tejedoras, en hilos de colores caprichosos y significativos contaré mis sueños y mis mitos y los de quienes van conmigo en esta vida. Y escribo como el alfarero que entrega al horno el blando objeto de barro que surgió de sus dedos esperando que eso, el fuego, en última instancia incontrolable, lo mejore o por lo menos no lo destruya.
Escribo para conocer, para explorar dimensiones de la realidad que sólo la literatura penetra. Escribo también para recordar. Pero, no menos, escribo para olvidar. Escribo para extender mi cuerpo, mis sentidos. Comprobar día a día la sensualidad del mundo. Escribo por placer. Escribo por deseo. Escribo por rabia. Escribo para señalar la falsificación de los iconos, el abuso de los poderes públicos. Escribo para ser odiado y ser amado: más aún, para ser deseado.
Escribo para proponer nuevos ámbitos en este mundo. Escribo para provocar la aparición ritual de la Poesía. Escribo para bailar. Bailar es la otra escritura mágica del cuerpo. Escribo para dialogar con los muertos. Sobre todo con mis muertos: vivos en su literatura, en su arte, en sus obras. Escribo para escuchar a los vivos. Escribo para ejercer el placer inmenso de comprender.
Escribo para dibujar. Escribo para borrar. Escribo para sonreír con otras bocas en la mía. Escribo para ejercer la vitalidad de la lengua y del sexo. Escribo para seducir a mi amada, de nuevo y siempre otra vez, ganar su paraíso.
Escribo para acercarme al fuego y dejarme tentar por su presencia.
Escribo para viajar. Y mis pasos escriben con mis ojos: y adentro de mi cuerpo lo de afuera va dejando sus letras caprichosas. Las letras del asombro. Escribo para alcanzar eso que me rebasa. Aquello que está más allá y que en su unión me mejora.
Viajo de mil maneras cuando escribo. Y también escribo para no moverme. Escribo para ir hacia adentro. De mí y de mi amada y de los rincones explorables de este mundo. Y para explorar en tu cuerpo, hasta el fondo, sus castillos concéntricos. Y perderme para siempre en ellos.
Escribo sabiendo que hacerlo es una metáfora de amarte. Que haciéndolo te convoco, eres aparición ritual, no sólo recuerdo. Escribo en ti y contigo en la punta de la lengua.
Escribo para desnudarme. Escribo para disfrazarme. Escribo para inventar un carnaval. Escribo cantando.
Escribo hasta cuando no escribo. Y aún así busco, o sin buscar presencio, la aparición ritual de esa súbita existencia: la excepción que podemos o no llamar poesía. Escribo como amo, como te amo, como te escribo.
arik se da cuenta de que finalmente
su pieza está lista para entrar al horno, para ser entregada al
fuego, ese otro ceramista imprevisible que siempre tiene la última
palabra.
A nadie le ha dicho que cuando aceptó el reto y encargo de Jassiba, este ceramista pensó inmediatamente que necesitaba conseguir verdadera ceniza de un par de muertos. La compró clandestinamente y no podía revelarlo. Él mismo no sabe de quién es esa ceniza. Como no sabe qué resultará finalmente con ese barro mortuorio después del horno.
La clave y gran misterio es siempre cómo se comportarán los diferentes ingredientes químicos del barro al llegar a su punto de fusión. Hay materiales más lentos, otros intempestivos. El punto de fusión es ese momento primordial y obscuro que naturalmente obsesiona al ceramista.
Haciendo el amor sucede lo mismo, ha pensado Tarik: hay un momento en el que todo lo que pongamos en juego al hacer el amor se funde de maneras distintas y, si tenemos mucha suerte, muy buena química y un poco de destreza, de la fusión absoluta de los amantes resultará una obra llena de esplendor y belleza.
Pero, todo ceramista lo sabe, incluso usando los mismos ingredientes el resultado nunca es igual. El color de una pieza esmaltada, por ejemplo, no depende de una fórmula fija sino de una sucesión de acontecimientos dentro del horno que determinan su apariencia final. El fuego precipita una especie de composición musical de fenómenos distintos para cada materia, no una matemática precisa. El otro día lo pudo comprobar cuando estuvo trabajando con un amiga alfarera en el mismo taller: dos ceramistas distintos, con los mismos ingredientes y siguiendo los mismos pasos logran colores tan distantes como amarillo o negro con puntitos blancos.
Por eso a Tarik, aun siendo un amante obsesivo de la perfección y eficacia de sus movimientos, siempre le han resultado extraños e inocentes, y sobre todo imprecisos, los manuales del amor. «Incluso la misma pieza de barro hecha por el mismo artesano, puesta en el horno vecino, resultaría muy distinta. Ningún amante puede decir que domina el arte de los enamorados. Y como decía aquel filósofo del cuerpo y sus poderes: el mismo sol que solidifica el barro funde la cera.»
Para Tarik, hay tanto arte en su trabajo con el torno como en dejar secar, pero hay más arte aún en la manera de meter las piezas al horno. Al hacerlo crea una especie de escultura efímera que establece las mejores condiciones para que cada una de las piezas obtenga su esplendor. Tarik cuida el espacio de cada vasija, el aire que circula entre ellas, la posibilidad de que algunas salgan dañadas si su pieza vecina explota dentro del horno. Piensa en ese sonido sordo que lo obliga a apagar el fuego, enfriar y limpiar cada una de las piezas que fueron agredidas en sus superficies esmaltadas por las partículas volantes de la que explotó. Todas y cada una de las vasijas, aun si están juntas, deben ser cuidadas y atendidas desde que entran al horno. «La horneada entera es un cuerpo —piensa Tarik—, pero cada pieza es una parte del cuerpo que pide atención, que exige que todo el esfuerzo físico y mental del alfarero se concentre en darle lo que necesita, en complacerla.»
Con la misma actitud se enfrenta Tarik al cuerpo de su amada. Piensa en cada mano y pie, en cada dedo y en cada hueso como algo que requiere su atención por separado. Tarik hace el amor, pero no con la voluntad de su amante sino con los miembros individualizados del cuerpo amado. Cada uno le responde distinto. El cuerpo que se ama es Legión. Y no siempre las voluntades de esa multitud voluble e instintiva obedecen al mismo deseo.
«El alfarero, como el amante —piensa Tarik—, somos artesanos del fuego y por lo tanto, en verdad, somos amantes de la bella incertidumbre.»