3. Ciencia y paciencia del tacto
Amado dueño mío,
escucha un rato mis cansadas quejas,
pues del viento las fío…
Óyeme con los ojos…
¿Cuándo tu luz hermosa
revestirá de gloria mis sentidos?
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
La doctora Viento, todavía muy lejana entonces del Premio Nobel que la convertiría en «la reina del tacto», como la llamó el New York Times, partía del principio muy puritano de que la piel es una especie de traje protector que los humanos se crean al nacer y que lo van adaptando a lo largo de su existencia para sobrevivir en un mundo lleno de agresiones a su cuerpo. Para ella, hija de misioneros protestantes, no tocarse era lo único de verdad sano. Ser tocado por el mundo era un peligro de infección. La piel era entonces no el órgano extenso que tenemos para entrar en contacto con el mundo y tocarnos unos a los otros sino el órgano que nos salva de ser tocados por todo y por todos. La piel vista como guante antiséptico. Toda la vida de investigación de la doctora Viento y sus logros científicos iban a consistir en cambiar cien por ciento su concepción aislante del mundo. Y, según dan testimonio otros doctores presentes aquel año en el laboratorio del desierto, las pequeñas manos de Zaydún algo tuvieron que ver en aquella transformación: «Se le iban los ojos por tocarlo. Ella, siempre tan distante y disciplinada, tenía por ese niño entre todos una debilidad más que maternal».
Una de sus ayudantes en el laboratorio la descubrió un día con la blusa levantada, un pezón al aire y con el otro amamantándolo. Lo cual era especialmente extraño si consideramos que la doctora Viento no tenía leche en el pecho ni tenía por qué tenerla. Cuando se vio sorprendida dijo hipócritamente a su asistente: «Estoy iniciando una nueva variable de investigación sobre la sensibilidad de sus labios». Pero ante el silencio doblemente sorprendido de la joven, titubeó, cambió de tono, dejó de mirarla a los ojos y con amplio cinismo reconoció llanamente: «Se me antojó y no pude detenerme. Mira la felicidad de sus pequeños labios, de sus manos y sus pupilas, incluso de su sexo. Es mucho más que leche lo que toman los bebés cuando hacen esto. Y el ritmo de sus chupetes marca el ritmo alterado de su sangre. Los niños como éste se alimentan de tacto labial, de textura, de placer ritmado. Se alimentan de la música que ellos mismos crean con la boca y con la sangre. A través de mi pezón toca algo que nosotros no vemos».
El archivo principal sobre ese remoto experimento del tacto estuvo censurado durante mucho tiempo. Tal vez porque contenía relatos de situaciones como la anterior que podrían considerarse equívocas. Pero más que nada porque incluía comentarios de los médicos experimentales al observar lo que algunos de aquellos bebés hicieron años después en su vida de adultos. Finalmente la ley obligó a hacer públicos esos resultados paradójicos y contradictorios, muy cuestionables para algunos defensores actuales de los derechos humanos.
Al abrirlo, uno no puede dejar de pensar en los otros niños. Los «normales». En la crueldad científica de haberlos destinado a una severa falta de afecto y a daños terribles en su percepción del mundo: posibles mutilaciones en esa zona del cerebro que en su investigación los científicos relacionan con los sentimientos, con la percepción de las pequeñas diferencias y la posibilidad de cambiar de opinión.
Aunque viendo en el expediente los nombres de esos niños no todo puede ser pesimismo porque detectamos a varios mexicanos que al final del siglo y al principio del XXI se han destacado particularmente en la economía y en la política de su país. Aunque es cierto que algunos de ellos han sido definidos profesionalmente por su entrega a eso que algunos de sus críticos han llamado «la crueldad del mercado» y por no escuchar opciones distintas a las suyas. A los que parecen haber elegido otro bando ideológico, por cierto mal llamado populista, se les reprocha «la crueldad con la que están dispuestos a sacrificar sin consideraciones a algunos en nombre de supuestos bienes superiores». Unos y otros tienen en común, si las observaciones tanto de sus médicos como de sus críticos y cronistas son ciertas, severos daños en el oído interno y en el tacto inmediato, una predisposición a convertirse en subordinados de líderes carismáticos, de sectas o partidos, o de ideas que consideren idolatrables. Y, sobre todo, una exagerada agudeza del sentido de la crueldad. Niños intactos que, ya de adultos, pocas cosas los logran tocar.
La directora del experimento compara a estos nuevos insensibles de piel impenetrable con los niños que, a consecuencia de un trauma psicológico muy fuerte, dejan de crecer. Cita un famoso experimento con ratas donde descubrieron que las ratas bebés separadas de su madre sufren cambios químicos en sus células e inmediatamente dejan de crecer hasta que son puestas de nuevo al lado de su madre y retoman el ritmo de crecimiento. El mismo médico, Saul Schanberg, estudió luego el enanismo de niños que vivían en hogares emocionalmente destructivos. Incluso las inyecciones de hormonas y otros químicos no les hacían efecto positivo. Pero bastaban las caricias de una enfermera en el hospital para que sus células retomaran el crecimiento.
Aquellos niños «normales», intocables, aspirantes naturales al mundo de la política, serían con el tiempo los más férreos defensores de la «modernidad» económica a ultranza. Una variante del más prolífico fundamentalismo protestante. Sobre todo en sus aspectos más crueles. Una parte importante de su cerebro sufriría daños irreparables. Y por una proyección desmesurada tratarían de amputar de la sociedad las áreas sensibles que ya faltaban en sus cerebros. Niños de tacto cruelmente negado.
Salvado por su primer coqueteo de un similar porvenir intacto, Zaydún fue objeto de otro tipo de crueldad. Porque ser tocado a toda hora y profundamente se convirtió, entre otras cosas, en una adicción terrible de la que nunca se lograría liberar. Y ése fue sólo uno de los efectos negativos que aparecen en su expediente.
Pero regresemos a ese momento en el que un recién nacido prematuro, de destino incierto, pertenece de pronto a un grupo de bebés que son tocados, masajeados, acariciados, excitados incluso de todas las maneras posibles: a soplidos leves, con agua, con la voz, hasta con la sombra de una mano que se cruza entre ellos y el sol.
Una noche de verano, noche de luna llena por cierto, la más grande del año, todos los habitantes del laboratorio en el desierto fueron despertados violentamente por los gritos de los niños hiperestimulados. Todo comenzó con uno que abrió los ojos cuando debería estar durmiendo. Se arrancó las cobijas. Los otros niños sobremasajeados hicieron lo mismo. Los otros, los «normales», no se despertaron en ningún momento. Pero los acariciados sentían de pronto algo que los perturbaba profundamente. Querían llamar la atención de los adultos. Parecían comunicarse entre ellos alarmados y luego juntos emitir sonidos que, obviamente a los médicos resultaron ininteligibles.
Aquel laboratorio se convirtió en un núcleo de misteriosa agitación. Primero trataban de calmarlos, uno por uno, cargándolos, dándoles de comer, cantándoles, poniéndolos juntos, separándolos. Nada resultaba. Había en el aire otra cosa que los ponía en ese estado de enorme excitación y alarma. La doctora Viento trató de comprender lo que se le ocultaba y se puso a percibir en el aire qué podría ser ese estímulo oculto que por lo visto sólo los bebés hiperestimulados podían de pronto percibir. Pensó que su experimento comenzaba a dar frutos si de verdad ellos y sólo ellos estaban captando en la piel algo que nadie más sentía. Los revisó con cuidado desnudándolos y se dio cuenta de que todos tenían los cabellos erizados sobre todo el cuerpo. Y que una especie de oleaje en sus vellosidades se iniciaba de tanto en tanto y al mismo tiempo en todos los niños. No cabía duda, por sus células capilares captaban ese estímulo todos al mismo tiempo. Y ya desnudos lo captaban doblemente. Los niños especialmente velludos recibían las señales más rápidamente: una fracción de segundo tal vez. Su piel se había convertido en un radar muy sensible.
La doctora Viento salió del edificio tratando de descubrir si algo en el aire lanzaba esa señal hacia los niños hipersensibles. Un avión, una tormenta eléctrica, una estrella fugaz. No había nada de eso. Entonces oyó a lo lejos que los coyotes comenzaban a aullar. Había dos posibilidades, o los niños percibieron a los lejanos coyotes y eso los alarmaba o ambos, coyotes y niños, percibían lo mismo. Pero nunca antes se habían asustado por los coyotes.
Y la luna brillaba plenamente. La doctora Viento estaba casi convencida de que se trataba de la luna, que la piel de sus bebés, sin verla, sabía que la luna estaba llena. Sus niños eran de pronto capaces de sentir la misma fuerza de gravedad de una luna que produce las más altas mareas. Pero ningún mes anterior habían reaccionado así.
Entonces se reveló violentamente la verdadera causa de su alarma: las lámparas se columpiaron, las cortinas y los espejos golpeaban contra los muros, los edificios comenzaron a agitarse, los cactus a moverse como colas de perro alegre, la arena alrededor del laboratorio caía en grietas nuevas que cruzaban el desierto. Estaba temblando muy fuerte. Y los bebés de la doctora Viento, los hijos del tacto, lo habían percibido como lo hacen ciertos animales varios minutos antes de que su efecto oscilatorio llegara directamente a donde estaban. Algo especial se había desarrollado en ellos.
A lo largo de las semanas los científicos reportan que los prematuros hiperestimulados crecen cincuenta por ciento más rápidamente que los otros. Aprenden cien por ciento más cosas y en menos tiempo. Pero muestran una inmensa fragilidad emocional. Su ánimo es como un oleaje que una y otra vez sube y baja y se estrella contra la realidad. Mientras los otros niños se encuentran prácticamente hibernando.
Los niños hipertocados desarrollaron con el tiempo tal dependencia del contacto sobre su piel que la directora de la investigación llegó a referirse a esa dependencia como una estructura ósea externa. «Su piel es tan importante para ellos como una columna vertebral. En eso son similares a algunos organismos animales como los mal llamados cangrejos herradura o como los camarones. Y estos niños, como aquellos animales, para crecer tienen que mudar varias veces en la vida su piel endurecida y comenzar de nuevo a experimentar sus sensaciones. Esta doble estructura, interna y externa, les da forma, los convierte en seres afectivamente mutantes. Como las víboras de esta región, mudarán de piel cada año lunar.»
Porque Zaydún había sido salvado ahí tan dramáticamente, su padre dio al laboratorio permisos amplios para que pudieran experimentar con él aún más que con los otros niños estimulados. Su piel fue cubierta todos los días de cremas que aumentaban su sensibilidad o supuestamente la inhibían. Ingirió todo tipo de drogas experimentales hechas para potenciar los efectos del tacto o localizarlo en ciertas zonas del cuerpo. Fue expuesto rutinariamente al hielo y al fuego, al silencio y al caos. Las dos capas de su piel fueron reducidas y engrosadas. Los poros explorados sin descanso, el sudor provocado o inhibido sin cesar. Sobre su piel más sana fueron sembrados hongos, infecciones y parásitos como se siembra un huerto. Fueron removidos y vueltos a sembrar en diferentes partes del breve cuerpo.
Como otro efecto negativo grave de aquel experimento y que se mostraría varios años después, Zaydún desarrolló desde muy joven una tendencia al melanoma: tuvo innumerables brotes de cáncer de piel sobre su cara, cuello y espalda que una y otra vez tuvieron que serle quemados antes de que se convirtieran en tumores nefastos.
Si la piel de cada persona tiene una cuota de sol que puede tomar y ésta varía dependiendo de su pigmentación y de su carga genética, la cuota total de Zaydún se agotó muy pronto. Y muy probablemente por los experimentos de que fue objeto. Por esa tendencia al cáncer de piel, el sol se convirtió en su enemigo y todo exceso de exposición solar un tremendo peligro. Se aficionó a los sombreros. Cultivó todas las variantes de la sombra. Sus valores de belleza cambiaron. Las morenas le fascinaban pero las rubias que lucían la piel intencionalmente bronceada empezaron a parecerle repugnantes. Le recordaban a aquellas novias de una tribu que conoció en África y que ajustaban su tocado de fiesta untándose en el pelo excremento de elefante. Nunca pudo hacer el amor con una pálida de piel bronceada.
Otro efecto extraño sobre Zaydún fue la sensibilidad extrema de la parte exterior de su piel, compensada por una dureza inusitada en los receptores nerviosos internos. Así, Zaydún no soportaba la intensidad del dolor que extrañamente lo volvía loco cuando le aplicaban superficiales agujas de acupuntura. A cambio, podía soportar fácilmente sin anestesia que le hicieran una agitada endodoncia: abrir la encía y extraer el nervio. Por la misma razón era débil ante el mínimo frío pero soportaba notablemente bien el calor extremo: las células que perciben el frío son más externas en la piel que las encargadas de percibir el calor.
Su hipersensibilidad al dolor externo lo convirtió en eso que los hombres llaman sensiblero, fácil de convencer y conmover, lágrima rápida. Incluso al rasurarse cada día, cuando eso finalmente se hizo necesario, su cara no soportaba la navaja como él veía que otros hombres podían hacerlo. La piel de su rostro era notablemente más frágil.
Pero en contraste, su alta resistencia al dolor interno hizo que se le clasificara como alguien que tiene eso otro que llaman «un umbral de dolor muy alto». Algo que normalmente también se considera femenino puesto que las mujeres, preparadas naturalmente para esa prueba radical que es el parto, soportan el dolor de fondo mucho más que los hombres.
Ese umbral de dolor tan alto le trajo muchos problemas en la vida. Recuerdo uno de ellos: una tarde, cargando dos maletas con libros, decidió tomar el metro y entró a una estación bajando por una escalera eléctrica. A mitad de la escalera consideró que el día estaba tan claro y fresco que era una tontería no caminar unas calles más. Por lo menos hasta la próxima estación. Se le hizo fácil subir la escalera que bajaba y antes de dar el último paso sintió que un perro le mordía la pantorrilla. Pero no había tal perro. Siguió caminando y haciendo su vida sin dejar de sentir una pequeña molestia insignificante. Casi un mes después fue al médico porque la molestia crecía y el traumatólogo lo miró asustado, le preguntó si no había estado en cama gritando de dolor. Y ante la respuesta de Zaydún le diagnosticó: «Es usted un monstruo. Nadie soporta un músculo roto así. Casi veinte centímetros de desgarre a lo largo y casi diez de ancho. Voy a tener que operarlo para coser esta catástrofe. Pero antes voy a tener que inmovilizarlo para que se desinflame».
Regresó a las tres semanas indicadas por el cirujano, en muletas, con análisis recién hechos, radiografías y resonancias magnéticas. Todo lo que se necesitaba para programar su intervención. Pero el doctor lo miró más incrédulo que antes y le dijo: «Reitero que es usted un monstruo. En toda mi carrera no había visto algo así. No sólo soportó un dolor indescriptible sino que además ya ha sanado. No tengo que coserlo. Es un monstruo. ¿Hizo algo fuera de lo normal? ¿Tomó algo además de los antiinflamatorios que le receté?». Zaydún reconoció que, en contra de las órdenes del médico, sintió la urgencia de masajear suavemente la herida. Todos los días un poco y siguiendo las líneas del desgarre. Con un masaje autoaplicado con precisión, como él sabía hacerlo, su cuerpo había reaccionado de manera urgente curando con tenacidad al músculo averiado. Ése era el tipo de secuelas que su historia como conejillo de Indias de la experimentación sobre el tacto le había dejado. Y siempre que un accidente le ocurría, desconfiaba de su falta de dolor como si le faltara alguno de los sentidos o lo tuviera seriamente mermado.
Sabía que el contacto intenso y continuo con el mundo, el incesante masaje total al que estaba condenado como un vicio absoluto, hacía que su cuerpo produjera una cantidad tremenda de eso que los médicos llaman endorfinas y que inhiben el sufrimiento.
Como en ningún otro de los niños prematuros del laboratorio, se probó en su cuerpo la extensión de esa siempre sorprendente colaboración de los sentidos entre sí que llaman sinestesia. Zaydún aprendió a tocar con los ojos, pero también a oír y oler con ellos. Miraba con los oídos y la nariz, distinguía lo salado de lo dulce oyendo la consistencia de los alimentos. Hasta con los ojos vendados lograba ver la obscuridad y la forma de la luna, tal vez incluso los colores que eran puestos frente a él. Olía y escuchaba lo que otros no podían ni siquiera suponer que existiera. Y todos, todos los sentidos sin excepción funcionaban a través de su piel. Ésa sería, muchos años después, una de sus paradójicas facilidades como amante.
«En el pequeño Ignacio L. Z. el tacto ya no tiene un órgano exclusivo y localizado: todo su cuerpo es tacto y confluyen todos sus sentidos», afirma la doctora Viento. Y concluye: «Eso le da, de nuevo, una enorme ventaja y al mismo tiempo una gran fragilidad: puede más pero está también más expuesto. Y es una pena que sea tan pequeño y no pueda decirnos ahora tantas cosas que quisiéramos saber. Por ejemplo, cómo ha sido afectado y tal vez potenciado por nuestro experimento ese sexto sentido que sin duda colabora con los otros pero que no podemos medir de la misma manera: su imaginación. Aunque algunos días sus ojos se agitan en la habitación como si mirara fantasmas. Los señala, parece comunicarse con ellos. Esto es obviamente una simple lucubración. Pero es algo que los otros bebés no hacen».
Y, sin embargo, entre las mediciones exhaustivas que aparecen en su expediente, gráficas, diagramas, números y más números, muchos que no logramos descifrar, se incluye un extenso capítulo titulado «Fantasmas».
Y muy a su pesar, tarde o temprano la doctora Viento tendría que entregar el bebé a sus padres. Y eso sucedió al cumplir su primer año de vida. Cuando los investigadores planearon convenios y permisos, un año les pareció suficiente. Al cumplirse, ya se había vuelto poco tiempo. Trataron de renovar acuerdos, hicieron ofertas de dinero que, lo sabían muy bien, los padres necesitaban con urgencia puesto que el restaurante en el desierto era un sueño que nunca acababa de hacerse realidad. Pero tanto Aziza como su marido tuvieron miedo de enclaustrar a su hijo entre las miradas escrutadoras de los científicos farmacéuticos que, era evidente, pensaban más en sus reputaciones y logros económicos que en los niños estudiados.
Concedamos sin embargo que hubo un vínculo afectivo real y muy intenso entre la directora de la investigación del tacto y el bebé hiperestimulado. Muchos años después se encontrarían de nuevo. Zaydún haría esa noche algunas anotaciones desconcertadas en sus cuadernos. Hablarían de cosas que él, es evidente, no podría recordar. Ella le haría preguntas interminables, algunas muy íntimas. Otras que él no sabría responder. Ella sería casi una anciana y él un hombre maduro. Ella no dejaría de tomar notas en su presencia y mirarlo como se observa a un objeto largo tiempo perdido que cuando se encuentra no tiene ya la importancia que se le daba cuando se extravió. Él, en cambio, de cierta manera la descubría y descubría una parte de lo que ella, su cara, sus gestos, habían dejado en él. No separaba su vista de ella, como se contempla al horizonte un atardecer de invierno en la costa atlántica de Mogador, donde el sol se oculta tan lentamente que crea la sensación anhelante de que no va a regresar.
Por otra parte, al verla así crecía en su piel una trama insospechada de sensaciones. La tela cruzaba sus nudos y en ese tejido alcanzaba a tener unas cuantas ideas claras: antes que nada se daba cuenta de que en todas las mujeres que había amado había algo de la sonrisa, las manos, los ojos o la boca de aquella mujer que durante el primer año de su vida fue su horizonte sensorial.
Después, como una verdad que le caía de sorpresa y no sabía completamente cómo asimilar, se daba cuenta de que la manera de ser de esa mujer, su carácter, su combinación de afecto y autoridad, habían dejado en él una marca que, sin saber por qué, relacionaba con lo divino, lo inconmensurable, lo deseable y lleno de bondad.
Recordó aquella afirmación de Jung sobre la manera en que los padres definen en cada uno de nosotros la idea de Dios que tendrá. Un padre cruel provocará que crezca una imagen divina de gran crueldad. Así pensó de golpe que incluso su idea de Dios, en los pocos años en que sería un niño creyente, había sido configurada por lo que era esa mujer.
Al unir esas dos sensaciones, no le quedaba sino llegar a esta otra conclusión que le explicaba finalmente tantas reacciones que había tenido anteriormente ante las mujeres que había amado: «Ella no sólo me hizo desearla en otras mujeres, buscarla en ellas, sino creer en cada una y en todas como deidades, como presencias absolutas. En aquel laboratorio del tacto, estando yo literalmente en sus manos, ella se me convirtió en algo que podríamos llamar “religión”. Ahí aprendí a adorar religiosamente a cada cuerpo que amo, a cada órgano sexual que ritualmente me llama, a cada persona que me entrega su misterio».
La antigua sensación de Aziza entregando su hijo al viento, al espíritu y dios del viento, se complicó y enriqueció en el cuerpo frágil de Zaydún que encontraba una manera de llegar a lo invisible a través no sólo de lo que veía sino sobre todo de lo que tocaba. Tal vez todo eso, que parece importante para entender su extraña travesía amorosa y profesional, fue paradójica consecuencia de este frío estudio sobre el tacto. Frío en sus métodos y decisiones pero ardiente en los efectos sobre su cuerpo, como un fuego transformador de su vida.
Pero su vida apenas comenzaba y ese fuego no sería el único. Ni el más violento, sin duda.