Nacimiento de Fausto

EL NIÑO CAMPESINO/EL LICEO LISANDRO ALVARADO, EL DESPERTAR REVOLUCIONARIO/ LAS PRIMERAS ACCIONES REVOLUCIONARIAS EN LA UNIVERSIDAD/ EL 23 DE ENERO DE 1958 EN CARACAS/ VIAJE A LA HABANA/ LA DECISIÓN DE IR A LA GUERRILLA

Aquí lo inaccesible se convierte en hecho; aquí se realiza lo inefable.

Goethe14

Su pseudónimo más conocido es Fausto. ¿Cuáles otros utilizó?

Raúl... Diógenes, Demián, Luis, Cruz, y muchos más. En Oriente me conocían como Cruz. En la época de la lucha contra Pérez Jiménez, mi pseudónimo era Mérida.

¿Cuándo llega Fausto?

A finales de los 60.

¿Por qué es el más conocido?

No sé, fue el que más se popularizó. Las delaciones, la policía y la prensa se encargaron de darle cierta publicidad.

¿Cuál es el que prefiere?

Fausto.

¿Por qué?

Era el nombre de un partisano, Fausto Cossu, "el Comandante Fausto" de la Resistencia Italiana, famoso por su participación en la guerra de guerrillas contra Mussolini y las tropas de ocupación nazis instaladas en Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Es también el célebre protagonista del Fausto, de Goethe, lectura apasionada en los días del bachillerato en Barquisimeto. Hoy sigue siéndolo. En broma, cuando me preguntaban por qué había elegido este nombre, le decía a la gente "porque le vendí el alma al diablo" y porque no me preocupaba la muerte en lo absoluto. Lo cual no quiere decir, de ninguna manera que no ame la vida, si por ella es que luchamos. En el trasfondo del Fausto, está un drama de amor, vida y temor a la muerte.

¿Un Fausto en su familia?

No. Los nombres en mi familia corresponden mucho a su origen humilde. Papá, el que me engendró, se llamaba Liborio Rodríguez, era analfabeto; mi madre, Enriqueta Araque, sabía leer, pero no sabía escribir. Ambos trabajaban en la hacienda que manejaba Sixto Angulo, mi tío político que vivía en Ejido, estado Mérida. Luego, cuando su hijo Antonino se graduó en Agronomía y comenzó a trabajar en Rubio, estado Táchira, mis tíos, a quienes siempre vi e identifiqué como mis padres, toda vez que me criaron desde mi primera infancia, compraron una finca allá en una zona paradisíaca conocida como El Japón, y me llevaron con ellos.

Mis tíos —Sixto Angulo y Sofía Rodríguez de Angulo— eran mis padrinos y en esa época los padrinos criaban a los ahijados que no tenían recursos o cuyos padres habían muerto. Fueron dos seres absolutamente excepcionales que siempre se desvivieron porque yo creciera en las mejores condiciones, aunque, por supuesto, también mantuve contacto con mi madre. Papá Liborio era un hombre de un carácter muy fuerte. Nunca lo entendí muy bien, por eso tuvimos agudos conflictos siendo yo un niño, al punto de que, después de un fuerte enfrentamiento que representó mi primera rebelión contra el despotismo, me obligó a huir de su castigo, y pagar así mi primera clandestinidad al verme forzado a salir y entrar secretamente a la casa para evitar el castigo por mi rebeldía frente al autoritarismo que muchas veces lo sacaba de control. Él estuvo trabajando un tiempo no muy largo junto a mis padres de adopción. Mi base de apoyo era mi madre Sofía y una señora que trabajaba en la casa, que encubrían mi entrada y salida por una ventana, oculta a los ojos de mi padre carnal. Ya anciano él, y yo adulto, logramos disfrutar el reencuentro y nuestra compañía haciendo chistes y recordando muchas de sus viejas historias cargadas de multitud de aventuras, como fue su participación por breve tiempo en la invasión de Cipriano Castro. Murió a los 99 años.

Los dos primeros grados de la primaria los cursé en un caserío del campo donde vivíamos. Después, estudié dos grados más en Rubio y, luego, uno más en otro pueblito que se llama Anzoátegui, en el estado Lara, adonde se había trasladado mi familia adoptiva.

Recuerdo que en este pueblo, una tarde, mientras caía una llovizna y yo bromeaba con un señor medio loco que era asiduo visitante de un negocio que había instalado allí mi padre adoptivo, se produjo un sacudimiento de la tierra que me hacía rodar cada vez que quería levantarme. Se trataba de un fuerte terremoto que devastó todas las casas y cubrió la población con una espesa nube gris y rojiza, por la mezcla de polvo, ladrillos y adobe crudo que se levantó.15 El sacudimiento arrasó también con El Tocuyo, la segunda ciudad en importancia de este estado. De allí tuvimos que mudarnos a una especie de asentamiento de inmigrantes rusos y ucranianos, con una de cuyas hijas trabé una amistad que encendió mis primeros estremecimientos de joven preadolescente.

Luego fui a estudiar a Barquisimeto, donde hice el quinto y sexto grado y, por fin, pude tener cierta estabilidad, terminando mi bachillerato en el liceo Lisandro Alvarado, que marcó mi vida para siempre.

¿Dónde queda exactamente el lugar en el que nació e hizo los primeros estudios?

Yo nací en la Maternidad de la ciudad de Mérida, pero aparezco registrado como nacido en Morones, Parroquia Montalbán, de Ejido.16 Algo confuso que quizás obedezca a que el registro civil lo hizo mi papá de crianza, Sixto, que también era analfabeto, o por error de quien hizo el asiento en los libros, no sé, ya que en Ejido no hay lugar con ese nombre. Allí viví hasta los tres años. Mi infancia, a partir de esa edad, cuando mi papá de crianza, Sixto, se mudó al Japón, mejor dicho, entre Japón y Berlín, donde mi infancia transcurrió con entera felicidad.

¿Cómo, al Japón?

Sí, mi casa estaba entre un caserío llamado Japón, pero la vida transcurría principalmente entre este lugar y otro más arriba, nombrado Berlín. Una de mis hijas, siendo niña, bromeaba con sus amiguitas, diciéndoles que su padre había pasado su infancia entre Japón y Berlín. Ellas, entre admiradas y sorprendidas, le preguntaban si su abuelo había sido diplomático o un importante hombre de negocios, como para que su padre se hubiera criado en países y ciudades tan remotas y distantes una de otra. ¡Imagínate!

Surrealismo puro. Aunque usted nació en 1937, dos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial.

El 9 de septiembre de 1937. A partir del segundo grado tenía que ir a la ciudad para poder estudiar, estimo yo que a unos 10 kilómetros de nuestra casa. En realidad nunca pregunté la distancia exacta. Siempre he abrigado el sueño de volver a visitar esas tierras, pero nunca he podido hacerlo por los mil motivos que han rodeado mi vida. De estar en lo cierto, caminaba 20 kilómetros cada día, así que recibí un buen entrenamiento desde niño para largas i marchas, ¿no? Después iba en una bicicleta que compré trabajando en vacaciones, lo que me exigía mi papá Sixto, un hombre muy generoso y muy sabio. El recuerdo que tengo de él y de mi madre Sofía siempre me conmueve.

¿De dónde proviene el apellido Araque? ¿Algún ascendiente árabe?

Probablemente, pero nunca me he ocupado de mi árbol genealógico. La primera vez que fui a Iraq, por cierto, creyeron que hablaba árabe. Iba con un amigo que sí lo hablaba y nos hacían las entrevistas en ese idioma. Estaban convencidos de que mi nombre y mi apellido — mucha gente no me dice Alí Rodríguez Araque, sino Alí Araque — iban acompañados del conocimiento de ese idioma. Nada más lejos de la realidad.

Además de la caminata a la escuela, me imagino que la vida campesina lo ayudó muchísimo en la experiencia guerrillera.

Por supuesto. Recuerdo particularmente una anécdota que tiene que ver con el cambio de la cultura del trabajo en Venezuela. Cuando yo tenía ocho años, tuve el siguiente diálogo con mi viejo Sixto:

Bueno, hijo, este año ha comido bien, ¿verdad?

Sí.

Y ha vestido bien, ¿verdad?

Sí.

¿Y ha tenido zapatos?

No siempre, pero sí.

Pero sí ha ido al cine, ¿verdad?

Sí, sí, sí.

Bien, ahora usted tiene que saber de dónde sale eso. Ahora usted va a trabajar en vacaciones para que sepa de dónde sale lo que se come y con lo que se viste.

De modo que empecé a tener tareas, particularmente una que odiaba mucho, limpiar los excrementos de los becerros. Luego, en la madrugada, tenía que llevar varias muías cargadas con cántaros de leche al pueblo, muerto de miedo pues yo era apenas un niño y en ese tiempo sin televisión ni radio, la única diversión después de la cena, eran las reuniones de vecinos para "echar cuentos de espantos", una diversión mucho más sana e inocente que las actuales y enfermizas películas de terror. Recuerdo nítidamente que una noche echaron cuentos de "La Sayona", un ánima en pena que vagaba y se aparecía en las noches a los andantes solitarios, apoderándose de ellos. A la madrugada siguiente, que era mi estreno como flamante jinete y director de recuas cargadas de leche, iba por el camino bordeado de árboles y de todo tipo de vegetación, temeroso de que se me apareciera la Sayona, con su palidez y su larga y vaporosa vestimenta. Súbitamente oigo una especie de alarido que encabritó ligeramente a las muías y me atrapó como una enorme garra fría, la garganta y la nuca. Solo al terminar el alarido, pude distinguir que se trataba de un burro que iniciaba su rebuzno con su poca educada voz, especie de lamento doloroso y solitario en medio de la noche.

Al regresar tenía que lavar el establo donde dormían los becerros, luego salir a cortar cogollo de caña para dar de comer a los cochinos con una mezcla de cachaza y, al filo de las once de la mañana, llevar "el puntal"17 a los trabajadores, que estaban en el campo, cultivando o cosechando.

En esa misma época aprendí a montar a caballo y a conocer y disfrutar la nobleza extraordinaria de ese animal. Tenía también dos perros, uno muy grande que llamaba Menso que se convirtió en mi cancerbero.

Entre los recuerdos más vividos que tengo de ese paraje, está el del "invierno", como se llama en nuestra tierra al período de lluvias. La casa estaba en una parte alta y tenía un patio muy grande que, a manera de falda, se extendía hasta un río, el Arapo. Cuando este crecía, todo el patio se inundaba formando una gran laguna. Luego, al bajar el nivel de la creciente, quedaba atrapada una gran cantidad de peces, como en una enorme nasa. Ante tan apetitoso plato, llegaban centenares de patos güiriríes para darse un verdadero festín. Entonces se iniciaban los preparativos para otro festín, el de mi casa. Mi papá tomaba posición, oculto en una ceja de monte que no se inundaba y que bordeaba parte de la laguna así formada, para disparar sobre las nutridas manadas de patos. Los disparos de perdigón lograban matar o herir varios patos que terminaban su viaje en grandes ollas de la casa y que, bien sazonados y extendidos sobre largos mesones cubiertos de hojas de plátano a manera de manteles, se mezclaban con cochino frito y carne asada, yuca y plátanos hervidos. Eran grandes comilonas donde participábamos todos los trabajadores, de los cuales formaba parte temporal, con gran disfrute. En esas operaciones de cacería, mi padre Sixto me hizo acompañarlo varias veces, poniéndome a disparar la escopeta de perdigón y avant-carga, que pateaba muy fuerte y dejaba un tatuaje en el hombro de apoyo que duraba varios días. Es decir, que desde temprano aprendí también a utilizar la escopeta y a tirar bien.

¿Por qué hablaba de la pérdida de la cultura del trabajo?

El ejemplo que expuse con las lecciones de mi papá Sixto es indicativo de cómo desde niños, en la Venezuela que todavía guardaba rasgos de la cultura agraria, a los pobladores se les sembraba la conciencia del trabajo. En mi caso, esta se sembró para siempre. Se trataba de la convicción de que nadie tiene derecho a tomar de la sociedad, si no está contribuyendo positivamente con ella. La aparición de la creciente renta petrolera, si bien dio lugar al hecho positivo del surgimiento de una clase obrera, también dio lugar a la formación de un nutrido sector parasitario de la sociedad como consecuencia de los esquemas distributivos que se aplicaron y, con ello, al relajamiento en lo que debe ser el principio rector de una sociedad productiva: el trabajo.

Recuerdo que en aquella época solo se compraba fuera de esa finca, la ropa, los zapatos y la sal. Todo lo demás se producía allí. Y claro, algún capricho que uno tuviera, ¿no? Por ejemplo, la primera bicicleta y el primer reloj que tuve lo compré con los salarios que me pagaba papá en las vacaciones. Las familias, al menos en el campo, establecían como principio de vida, el trabajo. La irrupción de la renta petrolera y su distribución principalmente entre los sectores privilegiados, unida al desplazamiento de las masas campesinas hacia la ciudad, sin que en la mayoría de los casos fueran incorporadas a la actividad productiva, y otros factores que no es del caso comentar, crearon una suerte de cultura de reparto, una cultura rentista, que se expresa en la baja capacidad productiva del país y, básicamente, de su productividad. A este fenómeno se unen políticas que, tan temprano como los años 30, llevaron a la revaluación del bolívar, encareciendo las exportaciones agrícolas del país que terminaron desplazadas por las exportaciones de otros países. De manera que una política monetaria que permitía traer bienes de capital baratos al país, al mismo tiempo se traducía en ruina para la agricultura.

Como se puede apreciar de todos esos comentarios sueltos, en Venezuela se han configurado realidades verdaderamente atípicas, si se le comparan con las de otros países que han vivido procesos típicamente capitalistas. Nuestro capitalismo, por su propia naturaleza, puede considerarse una anomalía histórica.

¿Cuántos hermanos tiene?

Nosotros éramos siete hermanos: Guillermo, Marcelo, Miguel Ángel, Francisca, después vengo yo, luego Imelda y Argenis. Quedamos vivos cuatro. El mayor murió cuando yo aún no había nacido; el segundo, con quien todos tuvimos una relación muy estrecha, murió hace unos años para mucha tristeza nuestra. Miguel Ángel murió intoxicado en un páramo de Mérida, cuando viajaba a Caracas. Iba con su novia en el asiento trasero de un automóvil. Parece que había un escape de monóxido de carbono. Cuando los compañeros que iban en la parte delantera del vehículo se detuvieron para desayunar, pensaron que los novios, que se habían cubierto con una manta para soportar el frío de la montaña, se habían quedado dormidos. Trataron de hacer algunas bromas y descubrirlos, para encontrarse con mi hermano y su novia, abrazados y muertos ahí. Mi hermano tenía diecisiete años. Ya estaba trabajando en Caracas para ayudar a mi madre. Su muerte fue un trance sumamente doloroso.

¿Su familia es cristiana?

Muy cristiana, practicante. Yo también lo fui y creo que en cierto sentido lo sigo siendo por el altruismo, la honestidad y humildad que se nos inculcaba. Algo muy distinto de esa historia tenebrosa que ha caracterizado con demasiada frecuencia a la Iglesia católica, cargada de corrupción, crímenes, enriquecimiento y asociación con los poderosos. Contraste irritante con su grey, conformada en su gran mayoría por gente pobre, que solo ve su posibilidad de redención después de la muerte, haciéndose perdonar lo que se les infunde como pecados. Generalmente, un simple mecanismo de sumisión ante explotadores y opresores. Detesto y desprecio con profunda repugnancia la hipocresía de esos sectores privilegiados de la Iglesia. No tienen el valor de despojarse de su sotana y salir al debate de los grandes problemas del ser humano, de carne y hueso. De los seres humildes verdaderos y no de ese falso discurso de humildad con que tratan de ocultar su arrogancia y perversidad tras sus vestiduras. Por esa misma razón, siento un profundo respeto por los curas honestos del pueblo y, más aún, por las monjitas que hacen su ejercicio espiritual junto a los pobres, compartiendo muchas veces sus privaciones, practicando lo que predican.

Con todo, recuerdo la infancia como una época paradisíaca. Muy, muy grata.

Adelantó algo antes, pero quiero que se ofrezca detalles de su primera experiencia política en Barquisimeto.

Fue en el cuarto año de bachillerato, en Barquisimeto. En Caracas se habían producido algunas manifestaciones contra Pérez Jiménez. Un pequeño grupo conformado por el hoy psiquiatra Rafael Cordero, José María Cadenas, Ramón Querales, Leonel Rojas Cordero y yo, consideramos necesario realizar un gesto de solidaridad con los compañeros de Caracas, promoviendo una protesta contra la dictadura en nuestro liceo Lisandro Alvarado. Teníamos entonces apenas unos dieciséis años. Esta fue una pequeña protesta que no tuvo mayores efectos. Lo interesante del caso es que ya se manifestaba una inquietud política, además de las puramente intelectuales, entre un grupo importante de jóvenes estudiantes del liceo. Pero además también nos relacionamos con compañeros de la Escuela de Bellas Artes de Barquisimeto. Buena parte de sus integrantes eran jóvenes pintores, entre quienes recuerdo a Sócrates Escalona, Jorge Arteaga, José Dávila, bajo la dirección del maestro Requena. Participábamos en círculos de discusión con todos los que nos íbamos relacionando. En nuestro grupo, donde también participaba Orlando Gravina, había una gran comunión de ideas. Compartíamos y discutíamos sobre las mismas lecturas, desarrollamos una gran pasión por la música, la pintura y la danza pues, en esta última disciplina, había una suerte de símbolo regional, representado por Taormina Guevara, hija de una veterana militante comunista, María Teresa Álvarez.

En ese liceo se acunaba también una rica actividad musical, vinculada al orfeón que dirigía el maestro Napoleón Sánchez Duque, director de la Escuela de Música del estado Lara, en una región caracterizada por una nutrida variedad de compositores e intérpretes.

Por lo tanto, no es casualidad que allí iniciara su formación musical un hombre como el maestro de maestros José Antonio Abreu. Algo similar podría decirse de Alirio Díaz, extraordinario ejecutante de guitarra clásica, famoso mundialmente. Tampoco lo es que allí comenzara su actividad creadora quien, en mi opinión es, junto a Ramos Sucre, el más grande poeta venezolano, Rafael Cadenas. Y, en el campo de la danza, Taormina despuntaba como una bailarina de proyección internacional, cuando una afección frenó su promisoria carrera, hecho que la condujo a fundar una academia y dedicarse a la docencia. De allí provienen también los muy destacados escritores Julio y Salvador Garmendia. Había, pues, un ambiente de intensa actividad cultural, que propiciaba la búsqueda en el ámbito intelectual y más específicamente político.

En lo que correspondió a nuestra generación, nos planteábamos muchos interrogantes sobre la situación del país bajo el régimen dictatorial. En varias de las veladas que organizamos, tuvimos como invitados especiales, hombres como Aquiles Nazoa, poeta comunista, como lo era también Rafael Cadenas. En todo esto contábamos con una especie de mecenas, la inolvidable Casta J. Riera, directora de una Escuela de Comercio, enemiga de la dictadura. Fue así como terminamos organizando una huelga de protesta contra la dictadura que fue reprimida, aunque solamente con bombas lacrimógenas y algunos golpes sin mayores consecuencias, quizás por nuestra extrema juventud. En esas embrionarias actividades políticas, influían algunos profesores entre quienes recuerdo mucho a Virgilio Torrealba Silva, quien dictaba la cátedra de Sociología. También a Francisco Cañizales Verde, en la cátedra de Historia de Venezuela y Antonio del Reguero, un español republicano con quien tuvimos mucha cercanía y que nos dictaba la cátedra de Filosofía. Durante esas clases se generaban escenarios para la discusión que vinculaban, tanto la visión sociológica como la histórica y filosófica, con los problemas de la situación característica de aquellos tiempos.

Como entre algunos de nosotros se despertó una especie de voracidad por la lectura, esa pasión comenzaba a expresarse en algunas preguntas y la búsqueda de respuestas, todavía algo difusas, tanto en lo que se refiere a nuestras inquietudes intelectuales en general como a las específicamente políticas. Esto nos conducía a asumir ya, muy tempranamente, cierta posición de izquierda, aunque no del todo consciente y mucho menos organizada. Yo, además, era muy aficionado a la filosofía por lo cual trataba de lograr cierta comprensión sobre "la complejidad del ser y la actitud ante la vida". Las lecciones de filosofía griega, donde Demócrito, Heráclito, Sócrates, Platón y Aristóteles se cruzaban muy frecuentemente con referencia a Ortega y Gasset, impartidas en las interesantísimas clases de Antonio del Reguero, animaban mucho a esos pichones de intelectuales, entre otros, que éramos Rubén Monasterios, Ramón Querales Montes y yo. En esos tiempos yo lidiaba con entender mis lecturas dispersas de algunos textos de Martín Heidegger, como Ser y tiempo, y Sóren Kierkergaard con un libro encarnizado Enfermedad mortal, que nos llevaba al encuentro con Kafka y otros. Por si faltara un condimento, estuvo la presencia atormentada y pasional del Juan Cristóbal de Romain Roland acompañado del infaltable Beethoven, que tanto se le parece que no hay forma de pensar que inspiró el personaje de Roland. También Knut Hamsun, Joyce y pare de contar. Como ves, era una búsqueda desordenada. Quizás lo que se acercó algo más a lo que sería después nuestro rumbo, fue Sartre con su Ser y la nada, leído apenas en parte. Muchas otras lecturas desordenadas acompañaron nuestra búsqueda de esos años.

Luego, a finales de 1956, habiendo comenzado estudios de Derecho en la Universidad de los Andes, conocí a dos compañeros, Arnaldo Esté Salas y Julián Silva Beja, quienes eran ya militantes activos de la Juventud Comunista de Venezuela. Con el primero, también con muchas inquietudes intelectuales, trabé rápidamente relación, lo que generó la confianza suficiente para que me propusiera el ingreso a la Juventud Comunista, que acepté en el acto. En aquellos días leíamos un libro de Jorge Amado por el cual sigo guardando un gran cariño, Los capitanes de la arena en uno de cuyos capítulos, como lo recuerdo borrosamente, se realiza el acto de juramentación de jóvenes brasileños que se incorporan a las filas comunistas. Con Leonel Rojas, con quien me unió una amistad inseparable hasta su muerte, como verdaderos hermanos, juramos leyendo ese libro. También, otro gran amigo de infancia, el poeta Ramón Querales, se incorporó a la Juventud Comunista en compañía de Elbita Molina, su novia en ese entonces.

¿Aquí comienza su iniciación en los estudios del marxismo?

Comenzó con un texto dedicado a las lecciones de filosofía de Georges Politzer, base para nuestros círculos de estudio que realizábamos muy puntualmente, a veces en alguna habitación de la residencia estudiantil donde nos alojábamos o, la mayoría de las veces, al aire libre, en paseos a diversos lugares. Recuerdo que, en algunas ocasiones realizamos dichos círculos en el Cementerio de Mérida, bajo la dirección de José Chagín Buaiz Gracia. Seguramente algunos deudos que visitaban a sus seres allí sepultados, nos veían como jóvenes que orábamos por el eterno descanso de nuestros propios muertos. En realidad, ya orábamos por una revolución. Pero, además de Politzer, al cual se juntó después el soviético Konstantinov, ocasionalmente caía en nuestras manos alguna literatura soviética o china que leíamos con avidez, espoleados en buena medida por el estricto control y la represión que se practicaba contra cualquier escrito de esa naturaleza.

En esos mismos días nos visitó en Mérida Alfredo Maneiro, quien ya formaba parte de la Dirección Nacional de la Juventud Comunista y con quien sostuvimos una larga reunión. Allí acordamos emprender un movimiento huelguista en las universidades para apoyar el trabajo que se venía realizando en los sectores laborales de las principales ciudades del país y fortalecer el movimiento contra la dictadura. Alfredo despertó en mí, de inmediato, una viva admiración y una gran simpatía por la propiedad y la gracia con que exponía sus ideas, además de la incisiva ironía con que acompañaba muchas de sus expresiones. Era un ser sencillamente brillante y con quien, años después, compartiéramos momentos difíciles, por eso mismo, imborrables, que forjaron entre nosotros una cálida amistad.

¿Mantiene contacto todavía con miembros de ese grupo?

El más cercano amigo de la infancia, un verdadero hermano, Leonel Rojas, murió. Otros están en Barquisimeto, entre ellos un excelente poeta y desde hace años cronista de la ciudad, Ramón Querales. Rubén Monasterios, quien además de haber trabajado como profesor universitario, dedicó mucho tiempo a la crítica teatral y de la danza; ha tenido también, por un buen tiempo, un programa de radio en Caracas muy ameno. Ha sido un verdadero hermano que me acompañó en los días muy peligrosos de la persecución durante la dictadura de Pérez Jiménez. Con él compartí correrías, picardías, pasión por la lectura, aventuras de muchachos y por bastante tiempo, inquietudes e identidades políticas y estéticas. He leído artículos suyos que nada tienen que ver con aquel joven iconoclasta y rebelde con quien viví momentos tan intensos de búsqueda de rumbos; se ha unido a intelectuales que ven como negativos los esfuerzos titánicos que representa la Revolución Bolivariana bajo el liderazgo de Hugo Chávez, para sacar a Venezuela del sumidero en que la estaba sepultando la llamada Cuarta República que ya más parecía una república de cuarta. Esto no es un fenómeno aislado. Ocurrió con muchos intelectuales después de la derrota de los años sesenta.

El maestro José Antonio Abreu no formó parte activa de nuestro grupo, pues ya se encontraba muy dedicado a sus estudios musicales. Su sólida formación, su vocación y su gran sensibilidad frente al problema social, lo llevó a dedicar su vida a la creación de un impresionante movimiento musical de niños y jóvenes provenientes de los sectores más pobres de la población. Con él mantengo una amistad surgida desde la infancia en el liceo Lisandro Alvarado. Todos ellos, y muchos otros, por la profundidad de sus convicciones y sus sueños, me han enseñado el más alto sentido de la amistad, algo así como la prefiguración de lo que debe ser y será algún día, un nuevo sistema de relaciones humanas.

Usted me habló antes de su participación en la Huelga de 1957. ¿Qué recuerda de esos momentos?

Todavía éramos jóvenes sin ninguna experiencia política, carencia que se expresó, tanto en el plan, si es que puede llamarse así, como en su ejecución. Recuerdo que el "Manifiesto" que llamaba la huelga contra la dictadura, lo redactamos Ramón Querales y yo, en una larga noche. No contábamos ni siquiera con un mimeógrafo por lo que lo reprodujimos en una máquina de escribir Olivetti, utilizando papel carbón para obtener varias copias, no más de cinco en cada pasada, pues una mayor cantidad de hojas no cabían en el rodillo de la máquina o simplemente salían ilegibles. Algo similar habíamos hecho, siendo casi niños, Rafael Cordero, José María Cadenas, Leonel Rojas y yo, cuando planeábamos aquel intento de huelga en el liceo Lisandro Alvarado que ya mencioné anteriormente. Así, junto a Ramón Querales, gran compañero y excelente poeta, quien también se había estrenado, junto con Leonel y conmigo en la militancia formal como novel comunista, amanecimos varias noches para reproducir unas pocas resmas de papel.

El día acordado irrumpimos en la Escuela de Odontología conducidos por nuestro dirigente de entonces, Arnaldo Esté, quien con mucho vigor y valentía, llamaba con verbo encendido a la huelga contra la dictadura. Las pobres muchachas que, en su gran mayoría, formaban el aula donde irrumpimos, sorprendidas y muy asustadas, solo tenían como respuesta un rostro y unos ojos húmedos con mezcla de asombro y pavor. No habíamos hecho ninguna preparación previa. Así que el aula quedó vacía en segundos, pero no para seguirnos a nosotros, sino para emprender una verdadera estampida. Igual suerte corrí yo en mi intento de movilizar las facultades de Medicina e Ingeniería junto con un compañero, Jacinto Muñoz, a quien cariñosamente llamábamos El Indio. En ambas facultades hicimos discursos donde llamamos a la huelga y, aunque no se reprodujo la reacción nerviosa de Odontología y, aún cuando en algunos casos hubo gestos de apoyo a nuestro llamamiento, tampoco tuvimos mayor éxito. Otro resultado no podía ser.

Ni siquiera habíamos hecho labor alguna de agitación o propaganda para dar un indicio de movimiento contra una dictadura que se había impuesto sobre la base de aterrorizar y reprimir, estableciendo la tortura como un hecho común con aquellos que eran detenidos bajo sospecha de abrigar algún pensamiento opositor.

El resultado final de nuestro intento de levantar la universidad fue un completo fracaso y desató una represión que, entre otros efectos, condujo a la prisión de casi todos los militantes de la Juventud Comunista en la Universidad de los Andes. Apenas nos escapamos unos pocos. Exactamente, tres. Ramón Querales que, luego de ser detenido, era llevado a pie por un esbirro de la Seguridad Nacional, sujetado por una chaqueta de cuero que era su gran orgullo. Súbitamente, hizo un movimiento de contorsionista y dejó al policía con la chaqueta en la mano, emprendiendo tan rauda carrera que no había velocista en el mundo que pudiera alcanzarlo. Así llegó hasta el Aula Magna de la Universidad, donde se ocultó detrás de unas gruesas y pesadas cortinas. Allí permaneció inmóvil cerca de día y medio hasta que, por casualidad, oyó la voz de su novia Elbita, quien, en contra de todas las leyendas de caballería, lo rescató y lo puso a salvo refugiándose en los parajes de su tierra natal, Matatere, estado Lara, hasta la caída de la dictadura.

¿Adónde fue usted?

Yo fui a parar a Caracas, después de varios episodios donde no fueron pocas las angustias dada mi todavía nula experiencia en los avatares de la clandestinidad. En efecto, luego del intento fallido de levantar las facultades de Medicina e Ingeniería, Jacinto y yo salimos con la idea de reagruparnos con Arnaldo Esté y el resto, pues ya antes habíamos elucubrado, más que elaborado, un "Plan B", como era retirarnos y tratar de tomar un puesto aislado de policía y desplazarnos hacia los llanos con la difusa idea de organizamos en guerrilla. Pero, aún cuando no lo sabíamos, ya habían detenido a Arnaldo. En el momento en que comenzamos a retirarnos, vino hacia nosotros un camarada cuya misión era levantar la Escuela de Bioanálisis y nos advirtió, muy nervioso, que venía hacia nosotros una patrulla de la Seguridad Nacional. Jacinto y yo emprendimos veloz carrera y nos lanzamos por unos desfiladeros que dan hacia el río Chama, con una corriente muy fuerte que bordea buena parte de la ciudad de Mérida. Era una vía que ya conocíamos pues, en anteriores y menos urgentes oportunidades, habíamos realizado paseos muy agradables por sus riberas. Como había que cuidarse de las peligrosas caídas en tan accidentado terreno, bajar nos llevaba más de una hora. Pero en esta oportunidad, bajamos en unos minutos. La policía de seguridad ni siquiera pudo percibir que habíamos escapado. Ya en el río, trazamos el plan de retirarnos hacia Ejido, el pueblo de toda mi familia, para tratar de lograr apoyo. Allá vivía mi madre Enriqueta con mi hermanita menor, Imelda.

Tras una tortuosa marcha por lo abrupto del terreno a lo largo del río Chama, salimos al poblado cuando ya había anochecido. Allí, mientras Jacinto se quedaba de guardia en una esquina, me dirigí a la casa de mi madre. Cuando apenas me acercaba, salió Imelda, muy alarmada, para decirme que la policía de seguridad había allanado la casa. En ese mismo instante Jacinto emprendía una nueva y veloz carrera, a la cual me uní, hacia unos cañamelares que bordeaban en aquellos tiempos nuestro pueblo. La protección de las cañas era bastante precaria, porque apenas nos daban por la cintura. Como al parecer habíamos sido detectados, según el brevísimo "parte" que me dio Jacinto, una patrulla de la seguridad se movía por una carretera en construcción precisamente en nuestra vía de retirada. No nos quedó más remedio que tendernos en el piso, cubrirnos con hojas de caña, y esperar. Con un nuevo inconveniente. Por las noches soltaban el riego del cañamelar. Nos empapamos casi completamente.

Luego de una espera prudencial, avanzamos en paralelo al pueblo, buscando la salida por la única calle que permitía avanzar hacia una localidad conocida como Pozo Hondo, donde trabajaba en un trapiche mi tío Ponciano, hermano de mi madre. El mayor inconveniente radicaba en que para avanzar por esa vía, era paso obligado el costado de un pequeño edificio que ocupaba la policía. Así que esperamos hasta la madrugada, calculando que los guardias estuvieran dormidos. Así lo hicimos, bajo la voz de Leo Marini que se dejaba escuchar en la radio de algún policía de guardia, entonando esa canción que se me quedó grabada para siempre: "...llanto de luna, en la noche sin besos, de mi decepción, sombra de pena, silencio de olvido que tiene mi hoy...", muy a propósito como melodía de fondo para el drama que vivíamos.

Muy atentos a cualquier movimiento avanzamos hasta llegar, amaneciendo, adonde mi tío. Él, que desconocía las actividades en las cuales se movía su sobrino, no vaciló en brindarnos su protección bastante limitada pues, como toda mi familia, era muy pobre. Nos ocultó en una plantación de caña hasta que, días después, Antonino, mi hermano de crianza que vivía en Barquisimeto, informado de la situación, vino a rescatarnos.

Había conseguido dos vehículos, uno para transportar a los perseguidos y otro que iría adelante como vanguardia para advertir cualquier peligro en el camino. Escogimos la vía menos transitada, particularmente de noche, entre Mérida y la población de La Azulita. Ese trayecto, en sí mismo, era una paradoja pues lo que nos brindaba como seguridad por la poca vigilancia que normalmente tenía, nos lo quitaba el hecho de ser una vía muy angosta y bordeada de profundos desfiladeros. Cualquier pequeña falla significaba salir disparados hacia el vacío. Eso estuvo a punto de ocurrir con nuestro vehículo que, en medio de la oscuridad, tuvo una falla total que interrumpió el sistema de luces. El frenazo nos colocó literalmente al borde de la muerte, en la orilla de uno de esos grandes farallones. De manera que tuvimos que desplazarnos alumbrados por el vehículo delantero, forzado ahora a acortar la distancia con nosotros.

Finalmente, ya a media mañana, logramos salir a la carretera panamericana y llegar hasta El Cenizo en el estado Trujillo, donde un amigo de mi hermano Antonino, organizador de la marcha, tenía una finca. Allí nos quedamos a la espera de mi hermano, que salió a Barquisimeto para buscar una casa de seguridad, una "concha", como le decíamos en Venezuela en la jerga de los perseguidos políticos.

Transcurrió casi una semana, hecho que puso muy inquieto al amigo, quien finalmente nos comunicó que era muy peligroso mantenernos por más tiempo y decidió trasladarnos a un lugar conocido como Llanos de Monay. Allí nos dejó con algo de dinero para poder llegar hasta Barquisimeto. En el trayecto, nuevamente estuvimos a punto de ser detenidos en un retén de la Guardia Nacional, pero felizmente logramos pasar y llegar a Barquisimeto. Decidimos entonces localizar a mi hermano. Procedimos con la prudencia del caso y nos encontramos con que las fuerzas policiales habían allanado nuestra casa, según lo que me comunicó una familia amiga adonde acudí en breve visita de exploración. Tal situación obligó a ocultarse a mi hermano de crianza, Antonino, para evitar correr la misma suerte de mi hermano Marcelo. Tratamos de encontrar apoyo en casa de algunos camaradas, pero todos sus hogares habían sido igualmente allanados. Precisamente en esos mismos días, los camaradas de la Juventud Comunista de Barquisimeto también habían organizado movimientos de protesta con la consecuente represión.

Por esas extraordinarias casualidades de la vida, un médico del cual solo recuerdo su apellido, Colmenares Oropeza, que en los días del liceo nos facilitaba alguna literatura clandestina, pasó en su vehículo frente a nosotros, que cavilábamos sentados en una acera, cómo salir de aquella situación. Con la presteza del caso lo abordé, y sin mucha esperanza de que nos ayudara, le planteé la crítica situación en que estábamos. Pero la poca esperanza se trocó en entusiasmo pues, sin siquiera pestañear y muy dispuesto, nos pidió esperar mientras buscaba a su esposa para darle apariencia familiar a nuestro traslado. Pronto, cualquier duda que pudiéramos albergar Jacinto y yo, fue despejada pues nuestro benefactor llegó acompañado de su esposa. Acto seguido nos condujo hasta la población de Yaritagua, desde donde podíamos trasladarnos hacia Maracay. Pero, antes de despedirnos, nos encomendó una misión que expresaba su decidida voluntad de derrocar a Marcos Pérez Jiménez. Nos entregó quinientos bolívares y una orden: "Vayan y vuelen las torres de Centro Simón Bolívar". Estas representaban unas de las obras emblemáticas de la dictadura que habían sido inauguradas no hacía mucho tiempo. Nosotros, desde luego, aceptamos la instrucción sin mucha convicción de poder hacerlo, pero no por eso menos decididos. Bastante después comprendería que para cumplir una misión de esa naturaleza, serían necesarios algo más que dos muchachos sin ninguna experiencia, además de los explosivos apropiados y el análisis que debe preceder a toda acción.

Mientras tanto, en Maracay podíamos buscar apoyo con una hermana de mi compañero de luchas y de huidas, casada con un oficial de la Fuerza Aérea. Logramos llegar allí durante la noche para encontrar refugio muy temporal, pues el oficial ese día estaba de guardia. Nos duchamos y vestimos con ropa limpia del oficial, con la agravante de que, en mi caso, los pantalones me quedaban bastante cortos. Al llegar a Caracas, algunos bromistas, ignorantes de mi situación, me hacían objeto de sus irónicas alusiones preguntándome si iba de pesca. Ya en la capital, Jacinto siguió rumbo al oriente del país, donde contaba con mejor apoyo logístico. Por mi parte, me las arreglé para entrar en contacto inicial con el poeta y viejo amigo Edmundo Aray, quien entonces estudiaba Economía y vivía en uno de los barrios de la zona de El Cementerio. Luego me brindaría apoyo mi amigo de la infancia, Rubén Monasterios, alojado en una pensión de unos italianos sumamente flexibles en materia de cobros, pues nuestros recursos eran extremadamente precarios para cumplir regularmente con el pago. Lo más extraordinario es que el propietario, Antonio Marrama, excelente persona, nunca se preocupó mucho por mi identificación. Eso me permitió estar allí hasta la misma caída de Pérez Jiménez.

En verdad que esto ha sido una especie de constante en mi vida. Siempre, en los momentos de mayor dificultad, he tenido el privilegio de encontrar apoyo y solidaridad de gente nunca antes conocida. Podría atribuirlo a "la buena suerte", pero yo tengo la convicción de que se trata de la calidad de nuestra gente y, en general, del ser humano. Lo que explica el porqué de convicciones que cada día se han hecho más profundas, no importa las dificultades que haya que enfrentar.

Después de algunos intentos por comunicarme con la Dirección Nacional de la Juventud Comunista, logré el contacto a través de José María Cadenas, viejo camarada y amigo desde los tiempos del liceo Lisandro Alvarado. Así pude reincorporarme a las jornadas de intensas protestas organizadas por el Partido, la Juventud y los aliados de la Junta Patriótica. Cuando en la Universidad Central se inició el movimiento huelguista, la policía rodeó y allanó la Ciudad Universitaria, arrestando a cientos de estudiantes. Otra vez estuve a punto de ser capturado pero, por fortuna, logré escapar junto con otros compañeros con quienes me había refugiado en el Hospital Universitario.

¿Lo estaban buscando a usted personalmente?

En ese momento no me buscaban a mí específicamente, pero como había estado entre los protagonistas de la huelga que intentamos en Mérida, me habían expulsado de la Universidad de los Andes. Así que la Seguridad Nacional, la policía represiva de Pérez Jiménez, andaba detrás de mí al igual que de los pocos que logramos escapar. Como no me pudieron capturar, decidieron llevarse a mi hermano Marcelo, quien trabajaba como operador de maquinaria en movimiento de tierras, que así le decían, en la construcción de lo que es hoy la autopista que une a la ciudad de Ejido con La Parroquia y Mérida. Así actuaba la dictadura. Por lo cual mi hermano estuvo preso en la cárcel de Mérida, junto a los estudiantes, hasta la caída de la dictadura.

En Caracas, rehíce los contactos y me reincorporé de nuevo a la Juventud Comunista, luego de una reunión que sostuve con Alfredo Maneiro y con Héctor Rodríguez Bauza, quien era el secretario general de la Juventud Comunista. Allí les informé sobre los resultados de la situación en Mérida y ellos me comunicaron las orientaciones de la dirección del Partido.

A partir de ese momento me incorporé a las actividades de agitación y movilización, que era lo que más hacíamos en esos días, buscando crear las condiciones para derrocar a Pérez Jiménez. Hasta el 23 de enero estuve en la clandestinidad, pero salíamos con los jóvenes comunistas y de Acción Democrática a los barrios y a las puertas de algunas fábricas para hacer agitación. Fueron días muy, muy intensos. Se dormía y se descansaba poco.

¿Cómo logró en esas circunstancias terminar la carrera?

Cuando cayó Pérez Jiménez, regresé a Mérida para continuar en la universidad. Allí, dado el auge del movimiento estudiantil y el prestigio alcanzado por quienes nos rebelamos, no hubo ningún inconveniente en que nos dejaran presentar un buen número de exámenes pendientes. Cuando aprobé las materias, me desplacé a Caracas. En la capital, terminé el cuarto y quinto año de Derecho en 1961, en la Universidad Central de Venezuela.

¿Tenía vocación por el Derecho?

No, jamás en mi vida pensé estudiar Derecho.

¿Qué quería estudiar usted?

Tenía vocaciones muy disímiles. Por ejemplo, me gustaba mucho la Bioquímica, la Filosofía, la Economía. Pedí una beca para irme a estudiar Filosofía en Heidelberg, Alemania, y apenas conseguí 300 bolívares. Por supuesto, con ese dinero no pude ir a ningún lado, sino a Mérida donde, como por ley de gravedad, caí en Derecho. La mayoría de quienes militábamos en la Juventud Comunista de la Universidad de los Andes, terminamos estudiando lo mismo y nos agrupamos de inmediato.

Poco después de la caída de Pérez Jiménez, se produce la derrota de Batista en Cuba. Usted es de los primeros en viajar a la isla.

El triunfo de la Revolución Cubana se produce un año después de la caída de Pérez Jiménez. Nosotros habíamos participado muy activamente en el movimiento de solidaridad con el Ejército Rebelde, de modo que todos estábamos ávidos por conocer de cerca lo que había ocurrido allá. Fui a la isla poco después del triunfo de la Revolución, en 1959, y luego en 1960. Después pasé casi 20 años sin volver a Cuba.

¿Conoció al Che?

Lo conocí en una madrugada de 1960. Me dedicó el libro La Guerra de Guerrillas,18 que había publicado muy recientemente, por cierto que en medio de esta vida azarosa, no sé adonde fue a parar. Ese año viajé con un grupo bastante numeroso que había participado en el movimiento La Marcha de Bolívar a la Sierra Maestra, que tuvo mucho apoyo en nuestras universidades y liceos donde la Juventud Comunista y la izquierda de Acción Democrática teníamos mucha influencia, al punto de controlar la dirección del movimiento estudiantil casi totalmente.

Usted ha afirmado que el movimiento guerrillero en Venezuela sufrió una derrota casi desde su nacimiento. ¿Por qué?

Partamos de un hecho. Una decisión de tal monta, es esencialmente política, y resalto esta palabra, política. Entonces, lo que se puede decir es que la decisión de ir a las armas se tomó tardíamente, cuando ya había transcurrido un tiempo del gran auge que vivimos en 1958. Más aún, la primera gran derrota, lo repito, ocurrió el mismo 23 de enero de 1958. Esa derrota condicionó mucho el desarrollo ulterior de la lucha. En ese momento crucial para la organización del nuevo poder, la Junta Patriótica fue echada de lado. No olvidemos que sobre ella descansó todo el peso político, organizativo y de movilización que condujo al derrocamiento de la dictadura. Sin embargo, fue la oligarquía quien organizó la primera Junta de Gobierno.

En todo el proceso que siguió, se careció de una estrategia. Y, mucho menos, de una verdadera mentalidad y voluntad de poder. Nada de eso tuvimos. Todo fue improvisación. Pero, además, la característica principal de la lucha armada en Venezuela fue la defensiva, a contracorriente de una ley elemental en este tipo de movimiento: si no puedes desplegar una ofensiva general, mantén, al menos, una defensa activa. Al no poder tomar la iniciativa política y militar, se va camino a la derrota. Y eso fue lo que finalmente ocurrió.

Si uno compara la experiencia cubana con la venezolana, el contraste es evidente. Fidel y los rebeldes, a pesar de encontrarse en franca desventaja numérica frente al Ejército de Batista, siempre estuvieron a la ofensiva. Basta recordar el desastre de Alegría de Pío. La fuerza expedicionaria queda diezmada, pero apenas se reencuentra, pasa al ataque. Es lo que se llama en el pensamiento militar, una defensa activa para crear las condiciones y pasar a la ofensiva.

Usted comentaba en este sentido la experiencia del alzamiento de Puerto Cabello y Carúpano.19 ¿Cuál fue su participación?

Formé parte de las fuerzas de apoyo del alzamiento en Puerto Cabello. Fui testigo de que la rebelión carecía de una estrategia clara. Por eso abortó, no tengo ninguna duda. Puerto Cabello tenía perfectas posibilidades para una retirada hacia las montañas, que están ahí mismo, y se pudo haber hecho incluso con una fuerza relativamente numerosa. En Puerto Cabello había guerrilleros presos, que fueron liberados en medio del levantamiento militar. Fueron quienes más duramente combatieron, junto a unidades de infantería naval, y resistieron la contraofensiva que ordenó Rómulo Betancourt, decidido a terminar a sangre y fuego la rebelión. Y así lo hizo. El saldo de la llamada batalla de La Alcantarilla, fue de 400 muertos y más de setecientos heridos. Se combatió con mucho valor. Los guerrilleros, junto con el resto de las fuerzas, se replegaron y no hubo ninguna maniobra dirigida a evitar el cerco militar y la aniquilación de la fuerza. Tan solo uno que otro guerrillero con experiencia en la montaña, logró escapar de la arremetida de una fuerza infinitamente superior en tropas y poder de fuego.

En ese momento usted no estaba en la clandestinidad.

No, en ese momento trabajaba como abogado de algunos sindicatos en Carabobo. Ejercí allí, pero ya teníamos un grupo clandestino que apenas comenzaba a armarse.

¿Cómo se enteró de la rebelión?

Había estado en Puerto Cabello, sabía que se estaba gestando la acción. En la madrugada de ese día20 me mandaron de regreso a Valencia y allí me encontró el alzamiento, sin medios para apoyarlo. Además, hubo traiciones internas, porque un sector de la Guardia Nacional que estaba comprometida, en lugar de incorporarse, sirvió de apoyo al desplazamiento de las fuerzas del gobierno contra los alzados en Puerto Cabello.

Fueron situaciones muy dramáticas y, sin embargo, se hubiera podido tener éxito, en el mediano plazo, si tanto en Carúpano como en Puerto Cabello, se hubiera tenido un plan ordenado de retirada y de movimientos. Lo correcto habría sido retirar fuerzas organizadas hacia las zonas montañosas y campesinas, donde con toda seguridad habrían podido obtener importante apoyo. Por otro lado, los dos alzamientos debieron ocurrir simultáneamente, y se produjeron como hechos aislados. No había una estrategia bien concebida, como en el asalto al Cuartel Moneada, que previo tomar las armas e irse a las montañas en una táctica de defensa activa: combatir y retirarse, para luego seguir combatiendo. Se combatió como si hubiéramos estado en una guerra de posiciones, que le daba todas las ventajas al adversario. Aquí lo que se produjo fue la aniquilación de las fuerzas propias.

Fue la prueba de que un importante sector dentro de la Fuerza Armada apoyaba al movimiento revolucionario.

Por supuesto, este tipo de rebeliones no eran casuales. Sin embargo, los errores tácticos no solo conducen al fracaso de estos heroicos intentos de la oficialidad, sino que virtualmente desarticula la considerable fuerza que se disponía dentro del ejército nacional.

Recuerdo que, en mayo de 1963, me preparaba, junto a otros compañeros, para un viaje en misión del Partido Comunista a la Unión Soviética. Allí seguiríamos cursos de preparación militar. Antes de la partida, el máximo dirigente del Partido Comunista, Pompeyo Márquez, me convocó a una reunión. Esta se realizó en los estacionamientos de la Universidad Central de Venezuela. Hecho que no pasó inadvertido para mí. En el informe que me encomendó llevar, incluyó datos excesivamente optimistas no solo en lo relativo a los alzamientos de Carúpano y Puerto Cabello, sino también en cuanto a la afirmación de que el Partido aún contaba con 300 oficiales con mando de fuerza, listos para emprender nuevos alzamientos militares.

Toda esa fuerza fue progresivamente destruida o disuelta, por lo que algunos de ellos terminaron incorporándose a las guerrillas. Otros que permanecieron en la Fuerza Armada Nacional fueron dispersados o los retiraron. Así se destruyó y neutralizó el enorme potencial que existía en el seno de la FAN. Esas situaciones fueron debilitando, poco a poco, el movimiento. A finales de los 70, las distintas organizaciones comprometidas todavía en la lucha armada, tomaron la decisión de ir a la actividad legal que le convenía al sistema.

Si la derrota de la vía armada ya era un hecho consumado en 1963, ¿por qué usted se incorporó en 1964 a la guerrilla?

En el año 1964, poco después de que regresara del viaje a la Unión Soviética, se produjo un crimen horrible en Caracas. Un asesinato que planificó, por cierto, un señor que venía de Acción Democrática. Él mató a su esposa de una manera brutal. Le regaló una virgen, que llevaba por dentro un explosivo. Este tipo de dispositivo se conoce como "trampa cazabobos", y cuando ella abrió el envoltorio, le explotó en las manos.

La policía sabía que yo estaba en Caracas, porque me habían delatado en el oriente del país. Se había producido una acción muy grave donde murieron varios compañeros y comenzaron a sacar en la prensa grandes fotografías de los responsables de la lucha armada en Venezuela, entre ellos yo. Me imputaban crímenes dentro de los cuales incluían el vil asesinato de esa señora. Posteriormente se supo que el asesino era el marido, quien era experto en explosivos, pero entonces no se hablaba de otra cosa que de la muerte de Hilda María Rangel —que así se llamaba la joven señora, por cierto, una mujer muy bella. Por esos días ocurrió otro crimen pasional, que también lo atribuyeron a la guerrilla. Se trataba de crear la mayor animadversión contra los revolucionarios atribuyéndoles estos crímenes horrendos.

¿Usted conocía a esa mujer?

No, en lo absoluto, ni me imaginaba que existiera. Bastante después se divulgarían los detalles del hecho y, entre ellos, que el uxoricida había sido especialista en explosivos de Acción Democrática. Se había montado una pequeña réplica tropical del incendio del Reichstag.

A esto se añadía la enorme represión contra el movimiento revolucionario, con más de diez mil presos, no pocas bajas y casi todos los focos guerrilleros desmantelados. En un intento por revertir la situación, en febrero de 1963 se reagrupan las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) con la participación de los grupos rebeldes y militantes del PCV y del MIR.

En ese contexto se tomó la decisión de que me fuera a Zulia y, tiempo después, a la montaña, prolongándose esta experiencia desde entonces hasta 1979. Por supuesto, a veces pasaba un tiempo trabajando en la cuestión organizativa y operaciones en la ciudad, otras veces me fui al exterior. En una oportunidad por problemas de salud y en todas las demás, cumpliendo distintas misiones, particularmente en El Salvador y Guatemala. Era una época muy dura por la brutal represión que no conocía límite alguno en su ferocidad. Al compañero que capturaban, lo mataban, después de torturas verdaderamente bárbaras, y lo desaparecían. Así actuaban los grandes predicadores de la democracia y los derechos humanos que siguen cacareando por allí.

Antes de que se me olvide
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