20
Pitt se negó a aceptar la derrota. Resultaba intolerable. Ahora estaba seguro más allá de toda duda razonable de que Alban Hythe no había violado ni matado a Catherine Quixwood y, sin embargo, había estado en el tribunal viendo cómo el juez le ponía una capucha negra y lo sentenciaba a muerte. Como siempre, se concedían tres domingos a modo de período de gracia, un compás de espera en el que difícilmente podía montarse una apelación, aun suponiendo que encontraran nuevas pruebas.
Necesitaban más tiempo. La única manera de conseguirlo sería que el secretario de Estado del Home Office concediera un aplazamiento, pero no había fundamentos para solicitarlo. Pitt se había quedado en su despacho porque quería estar solo, pasar un rato alejado de quienes le eran más próximos. Sus pesares lo distraían y necesitaba estar totalmente concentrado. No le quedaban ánimos para consolar a los demás.
Iba de un lado a otro del despacho con la espalda encorvada, los músculos agarrotados. Daba vueltas y más vueltas al caso, pero no había nada que sustentara una apelación. Symington, destrozado y abatido, ya se lo había dicho.
Estaba convencido de que la respuesta que habían encontrado, y en parte inventado con retazos de pruebas, era la verdad. El jurado, pedestre y falto de imaginación, no los había creído. ¿Por qué no? ¿Qué habían pasado por alto? ¿Qué habían hecho mal? ¿Todo era fruto de la ira y el miedo que Bower les había infundido hasta el punto de ser incapaces de pensar? ¿Se trataba simplemente de que no creían que Catherine pudiese haber sido tan inteligente o tan valiente como ellos la habían pintado? ¿Tan intensamente necesitaban castigar a alguien que no podían aguardar a dar con el verdadero culpable?
¿No habían seguido la lógica de los argumentos? Seguro que Symington había despertado su compasión y su enojo con el empeño de Hythe de sacrificar su propia vida para salvar a Maris. ¿Tan crédulos eran que se habían tragado la aflicción fingida de Quixwood?
De repente se irguió. El motivo poco importaba. Necesitaba un aplazamiento del secretario de Estado del Home Office, una suspensión del cumplimiento de la sentencia lo bastante prolongada para buscar fundamentos que justificaran una apelación. No debían tirar la toalla. Demostrar la inocencia de Hythe cuando ya hubiera muerto de nada serviría y, además, una vez que la ejecución tuviera lugar sería mucho más difícil convencer a alguien de que se había cometido una equivocación irreparable al ajusticiar a un hombre absolutamente inocente. ¿Quién estaría dispuesto a enfrentarse a semejante verdad y llevar esa carga sobre los hombros el resto de su vida? ¿Quién sería capaz de admitir que el sistema judicial en el que confiaba era tan terriblemente imperfecto? Si lo era, nadie estaba a salvo.
¿Qué argumento tenía para presentárselo al secretario de Estado del Home Office? Estaba ahí, en las sombras de lo más recóndito de su mente, un conocimiento oculto en la oscuridad. Ese era el poder de su cargo.
Cogió el sombrero del perchero que había junto a la puerta, se lo caló hasta las orejas y salió al pasillo.
En la calle paró un coche de punto y dio al conductor la dirección particular del secretario de Estado del Home Office. Detestaba hacer aquello, pero no había otro modo de salvar la vida de Alban Hythe.
Se arrellanó en el asiento, ajeno al tráfico circundante, mientras el carruaje traqueteaba sobre el adoquinado.
A su mente acudieron informaciones muy interesantes y absolutamente confidenciales. Como jefe de la Special Branch conocía secretos potencialmente peligrosos sobre muchos personajes que ocupaban puestos de poder. Su deber era protegerlos del chantaje o de cualquier otro tipo de presión ilícita. El secretario de Estado del Home Office era un hombre decente, aunque un poco pomposo en ocasiones. A Pitt no le caía demasiado bien. Sus orígenes, experiencia y valores culturales eran diferentes. No existía una simpatía natural entre ellos, a diferencia de lo que había ocurrido en el pasado entre Pitt y muchos de los hombres para los que había trabajado. Todos ellos habían sido de buena cuna, en muchos casos exoficiales del ejército o de la marina, como Narraway, pero no políticos, y no estaban acostumbrados a buscar el favor de otros, persiguiendo siempre el arte de lo posible unido a la confianza de la mayoría.
En su juventud el secretario de Estado del Home Office estudió en Oxford y destacó como alumno aventajado, siendo un joven muy apreciado por sus amigos. Un amigo en concreto era un tipo encantador y ambicioso pero una pizca ambiguo en sus decisiones morales. No era contrario a hacer trampas cuando necesitaba aprobar un examen que sabía que iba a suspender.
Había suplicado al secretario de Estado del Home Office que lo encubriera, exigiéndole que mintiera. Por lealtad a su amigo, lo había hecho. Después se enteró, para su pesar, de que lo había utilizado y había hecho el ridículo. Había pagado amargamente por ello con arrepentimiento y nunca volvió a hacer algo semejante.
Al amigo le fueron bien las cosas y prosperó económicamente. El aprobado de aquel examen fue la piedra angular de su carrera. Había trepado muy alto en su ámbito, utilizando a los demás para ascender cada peldaño. El secretario de Estado del Home Office nunca lo había traicionado, como tampoco había vuelto a hablar con él excepto en la medida en que era necesario para no despertar sospechas. Que Pitt supiera, muy pocas personas llegaron a enterarse del incidente y en su mayoría hacía tiempo que habían fallecido.
Aunque a regañadientes, sería fácil convencer al secretario de Estado del Home Office para que dictara un aplazamiento de la ejecución de Alban Hythe. Pitt podía hacer que la alternativa fuese demasiado dolorosa para rehusar. Pitt jugaba con ventaja.
Era un abuso de poder, exactamente igual que una violación. Si hacía aquello, ¿en qué punto dejaría de usar el poder mientras lo ostentara? Un poco más de presión, un poco de fuerza, una vuelta de tuerca al miedo. ¿Cuál era la diferencia en esencia?
Tenía que haber otra solución.
Se inclinó hacia delante y dio unos golpes en la mampara para atraer la atención del cochero.
—He cambiado de parecer —dijo, y le dio la dirección de Townley.
—Sí, señor —respondió el cochero cansado, añadiendo algo menos cortés entre dientes.
Pitt se acomodó de nuevo. Tenía la piel bañada en sudor y sin embargo tiritaba de frío. ¿Tan fácil era abusar del poder y dejar que abusara de ti?
El lacayo de Townley solo le permitió entrar después de mucho insistir.
—Lo siento —dijo Pitt al criado—. El tiempo apremia y estoy luchando por la vida de un hombre, de no ser así no los molestaría a estas horas de la tarde. Es preciso que hable con el señor Townley y muy posiblemente con el resto de la familia. Por favor, hágaselo saber.
Townley salió de la sala de estar para recibir a Pitt en el vestíbulo donde estaba aguardando. Tenía el semblante adusto y el enojo estaba tan cerca de la superficie como los buenos modales y cierto grado de miedo lo permitían. No se molestó en saludar a Pitt.
Pitt estaba incómodo, era terriblemente consciente de lo cerca que había estado de ejercer el poder que poseía de una manera que luego lamentaría.
—Lamento molestarlo, señor Townley —dijo a media voz—. Necesito su ayuda…
—No puedo brindársela, señor —lo interrumpió Townley—. Sé quién es usted y tengo una idea bastante aproximada de lo que quiere de mí. Mi respuesta sigue siendo la misma. No entiendo qué le ha podido llevar a imaginar que pudiera ser otra.
—La condena de Alban Hythe por un crimen que no cometió —dijo Pitt simplemente—. Dentro de tres semanas lo ahorcarán y entonces cualquier prueba de su inocencia de poco le servirá, como tampoco ayudará a su joven viuda. Seguiré investigando, con el tiempo quizá demuestre nuestro terrible error y, al hacerlo, sacudiré la fe en nuestro sistema judicial y diría que arruinaré la carrera a más de un hombre. Después a lo mejor atrapo al verdadero responsable, pero no antes de que este haya violado a otras muchachas, arruinándoles la vida también, quizás incluso segándosela. Estoy convencido de que usted entiende por qué preferiría corregirlo mientras todavía estoy a tiempo, en lugar de intentar mitigar el desastre a posteriori.
—No puedo ayudarlo —repitió Townley—. Neville Forsbrook violó a mi hija y nada puedo hacer al respecto, excepto protegerla del escándalo público. Ahora le ruego que tenga la amabilidad de irse de mi casa y que deje que mi familia tenga la poca paz que le queda.
Pitt apretó los puños en los costados, procurando dominar su voz.
—¿Vendrá a ver la ejecución? —preguntó con compostura a pesar de estar temblando—. ¿Intentará enfrentarse a la viuda después? No es mucho mayor que su hija. ¿Cómo la consolará en los años venideros, cuando se despierte en plena noche sabiendo que era posible que ella hubiese…?
—¡Salga de mi casa si no quiere que lo eche a patadas, señor! —dijo Townley entre dientes—. Me importa un bledo quién sea usted y el cargo que dice ocupar.
La puerta de la sala de estar se abrió y salió la señora Townley con el semblante tenso, los ojos bien abiertos.
Townley dio media vuelta.
—¡Mary! Vuelve al salón. El comandante Pitt ya se va.
La señora Townley miró más allá de su marido, cruzando sus ojos con los de Pitt.
—Me parece que no, Robert —dijo con toda calma—. Creo que se quedará aquí hasta que le contemos lo que sabemos, porque nos interponemos en el camino de la justicia y yo no quiero hacer eso.
—Mary… —comenzó Townley—. ¡Por Dios, piensa en Alice!
—Es lo que estoy haciendo —dijo su esposa con renovada confianza—. Me parece que preferirá hablar con el señor Pitt y obtener alguna clase de justicia que creer que su experiencia la ha lastimado hasta el punto de dejar que ahorquen a un hombre inocente en lugar de decir la verdad.
—No tienes derecho a tomar esa decisión por ella, Mary —dijo Townley en voz baja, procurando ser tan amable como pretendía.
—Tampoco tú, querido —señaló ella. Se volvió hacia Pitt—. Si tiene la bondad de aguardar, señor, preguntaré a mi hija si quiere contarle algo más o no.
—Gracias, señora —respondió Pitt, con una repentina sensación de alivio que le invadió el cuerpo entero.
Cinco minutos después Pitt estaba en la sala de estar delante de Alice Townley, que estaba pálida, claramente muy aprensiva, pero aguardando con las manos en el regazo, los nudillos blancos.
—Siento tener que interrogarla otra vez —comenzó Pitt, sentándose frente a ella—, pero los acontecimientos no han salido como me hubiese gustado que lo hicieran. El señor Alban Hythe ha sido condenado por haber violado y maltratado a la señora Quixwood, provocando que ella se suicidara. —No se abstuvo de emplear las palabras apropiadas, sin eufemismos—. Creo que no es culpable, y solo dispongo de tres semanas para demostrarlo…
—Mamá me lo ha dicho —interrumpió Alice—. ¿Cree que lo hizo el señor Forsbrook? No fue tan… violento conmigo. No me golpeó ni me hizo algo que me empujara a querer suicidarme. Aunque… aunque me sentí fatal. —Levantó la mano del regazo y la dejó caer de nuevo—. Fue repugnante. Hizo cosas que yo no sabía que la gente hiciera. —Se puso roja como un tomate—. No era en absoluto como el amor.
—La violencia nunca lo es —dijo Pitt con amabilidad—. ¿Puede decirme otra vez qué hizo exactamente?
Alice miró al suelo.
—¿Quizá preferiría contárselo a su madre para que luego ella me lo cuente a mí? —propuso Pitt.
La joven asintió sin levantar la vista.
Pitt se levantó y salió de la habitación con Townley, todavía enojado, pisándole los talones.
Aguardaron en silencio en la sala de día, gélida al no estar encendida la chimenea en aquella época del año. Al cabo de un cuarto de hora entró Mary Townley.
Pitt se puso de pie por cortesía.
—Creo que sería buena idea que fueras a hacerle compañía —dijo la señora Townley a su marido—. Estoy segura de que tu presencia la reconfortará. No quiere tener la impresión de que desapruebas su decisión, como si te hubiese desafiado. Hace lo que considera correcto y está siendo muy valiente, Robert.
—Claro… Por supuesto.
Se levantó y se fue sin dirigir ni una mirada a Pitt.
Mary Townley se sentó, invitando a Pitt a hacer lo mismo. Estaba muy pálida y saltaba a la vista que aquel asunto le resultaba embarazoso. Titubeando, con una voz tan controlada que casi era inexpresiva, le contó qué había ocurrido exactamente, con las palabras de Alice, incluyendo que Forsbrook le había mordido el pecho izquierdo, haciéndole bastante daño.
Ahí estaba la conexión con Catherine Quixwood y con Pamela O’Keefe, tal vez con Angeles Castelbranco también, aunque eso ya no lo sabrían nunca, salvo si Isaura lo sabía y estuviera dispuesta a declarar. Quizá también demostraría a la Iglesia que Angeles era una víctima, no una pecadora. Pitt no descansaría hasta conseguirlo.
Regresó al presente.
—Gracias, señora Townley. Por favor, dígale a Alice que su valentía quizás haya salvado la vida de un hombre. ¿Usted ha visto la marca del mordisco?
—Sí —contestó, llevándose la mano a su pecho izquierdo.
—Si fuese necesario, ¿daría su testimonio? Lo pregunto porque a la señora Quixwood la mordieron exactamente en el mismo sitio, igual que otra chica que murió. Ahora pienso que quizá la mató accidentalmente, cuando perdió los estribos y fue más violento con ella de lo que pretendía. A lo mejor opuso resistencia, tal como lo hizo la señora Quixwood. Parece ser que eso lo enfurece sobremanera.
—¿Se encargará de que lo metan en la cárcel? —preguntó con miedo en la voz.
—Como poco —contestó Pitt—. Como muy poco.
Estaba haciendo una promesa precipitada y lo sabía, pero en aquel tranquilo y modesto hogar parecía la única respuesta posible. Haber dicho otra cosa hubiese sido denigrar a las personas que vivían allí y a un sinfín de otras como ellas; su propia familia, sin ir más lejos.
Le dio las gracias de nuevo y salió a la calle silenciosa. Había llegado el momento de ir a ver al secretario de Estado del Home Office y pedir, respetuosamente, un aplazamiento.
Al día siguiente, Narraway estaba sentado a la mesa del comedor de casa de Pitt. Además de Pitt y Charlotte estaban Vespasia y también Stoker, un tanto incómodo. El secretario de Estado del Home Office había concedido un aplazamiento de la ejecución de Hythe, pero eso era todo. Symington estaba trabajando en la apelación. Se había negado a aceptar dinero de Narraway cuando este se ofreció a pagar su minuta. Había dicho que la victoria sería suficiente recompensa. Estaría a disposición de Narraway si en el futuro requería de sus servicios.
Ahora los cinco estaban sentados en torno a la mesa, tomando un almuerzo sencillo pero delicioso por el que Minnie Maude había recibido los elogios de rigor.
Por descontado, como Neville Forsbrook seguía en libertad, para los Castelbranco no había modo de aliviar el pesar ni la conciencia de la injusticia, salvo que ahora esperaban la gracia de la Iglesia. Más grave todavía era tener la certeza de que hasta que lo detuvieran, Forsbrook violaría y quizá mataría otra vez.
—No podemos dejarlo correr —insistió Charlotte cuando se hubo servido el postre tras retirar el último plato principal—. Quizá lo arresten dentro de un mes o dos, o quizá se entere y vuelva a abandonar el país. —Miró a Narraway—. ¿Estás seguro de que el propio Quixwood mató a Catherine? —preguntó preocupada, amargamente consciente de que el caso distaba de estar resuelto.
—Lo estoy —contestó Pitt con gravedad. Todos sabían que estaba pensando en la solución que Symington había planteado ante el tribunal.
—¿Es la verdad? —Charlotte pasó la mirada de Pitt a Narraway—. ¿Eso fue lo que ocurrió? ¿Todo comenzó con la aventura que tuvieron Eleanor Forsbrook y Rawdon Quixwood? ¿Hay algo que verdaderamente lo ancle a la realidad? La duda razonable es una herramienta maravillosa para liberar a Alban Hythe, y Dios sabe que debemos hacerlo, pero ¿condenará a otro?
Miró a Narraway.
—¿Rawdon Quixwood es tan malo como dijo Symington? —preguntó Charlotte—. ¿Creó deliberadamente toda esta terrible tragedia y protege a Neville Forsbrook, a sabiendas de lo que ha hecho?
—Sí —contestó Narraway con cierto embarazo—. En mi vida había juzgado tan mal a un hombre.
Charlotte le sonrió.
—Quizá te respetaríamos, pero no te apreciaríamos tanto si hubieses ocultado tu compasión hasta saber si era culpable o inocente. No siempre puedes ir por la vida evitando las cosas más espantosas que se te ocurren. Serías desgraciado y, peor aún, te apartarías de las cosas buenas que existen.
Narraway bajó la mirada a su plato.
—No fue un ligero error. Me equivoqué de pleno.
—Fue un error magnífico —respondió Charlotte, mirando a Vespasia y viendo que sonreía—. Detesto la falta de entusiasmo —agregó.
Narraway sonrió a su pesar.
Fue Pitt quien los devolvió al asunto que llevaban entre manos.
—La aventura entre Eleanor y Quixwood es un hecho demostrable. Tenemos testigos. Y el médico que examinó el cuerpo después del accidente dijo que muchas de las magulladuras eran anteriores a su muerte, de modo que Pelham la pegaba. Narraway ha encontrado otros datos hoy. Elmo Crask también ha añadido el relato sobre Neville Forsbrook y la prostituta a la que golpeó. Según parece, lo de morder es su debilidad. Esa historia probablemente también es cierta, e incluso más fea de lo que supusimos al principio. Neville Forsbrook es un joven muy violento con una incontrolable y creciente propensión a violar mujeres. Tarde o temprano matará a alguna otra, si no lo ha hecho ya. Todo indica que Pamela O’Keefe también fue víctima de él.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Vespasia, mirándolos uno por uno, sin olvidarse de Stoker, que había permanecido callado buena parte del tiempo.
—He estado pensando —dijo Pitt, sin dirigirse a alguien en concreto—. Tenemos constancia de la aventura de Eleanor y podemos demostrarla más allá de toda duda razonable. También que Quixwood aconsejó a Pelham Forsbrook que invirtiera en la British South Africa Company, sabiendo casi con certeza que la incursión de Jameson sería un fracaso y que habría que pagar unas reparaciones enormes. Merecía la pena correr el riesgo porque lo peor que podía ocurrirle era que la incursión tuviera éxito y Forsbrook ganara dinero. Siempre podría intentar otra cosa en el futuro.
—¿Quixwood estaba al corriente de las violaciones de Neville Forsbrook? —preguntó Narraway.
Stoker se cuadró.
—Sí, señor. En aquel entonces era amigo de sir Pelham Forsbrook, y lo ayudó a resolver el asunto con la prostituta y a sacar a Neville del país. Todavía no sabemos exactamente dónde estuvo, pero comenzó por irse a Lisboa, donde se embarcó.
Narraway se sorprendió.
—¿Lisboa? ¿No París?
—Eso parece. París quizás habría sido el primer lugar donde alguien lo hubiera buscado. Fue un asunto bastante desagradable —contestó Stoker—. Y Quixwood tenía contactos en Lisboa.
Narraway asintió ligeramente.
—Interesante. Por consiguiente no cabe duda de que Quixwood conocía el carácter de Neville Forsbrook y su brutalidad. ¿Tenemos manera de ahorcar a Quixwood? —preguntó, mirando a Pitt.
—Solo si logramos demostrar que envenenó a su esposa intencionadamente —respondió Pitt—. Preferiría ahorcar a Forsbrook por haberla violado.
—¿Por qué? —inquirió Stoker—. Quixwood la asesinó.
—Porque hay que pararle los pies a Forsbrook —contestó Pitt—. Supongo que lo deseo no solo por Catherine, sino también por Angeles Castelbranco y por Alice Townley.
—No puedes detenerlo por lo de Angeles —terció Charlotte con abatimiento—. Quixwood jura que estaba con él y que por tanto fue imposible. Si es culpable, ¿por qué lo haría? —Vaciló solo un instante y enseguida se le iluminó el semblante—. ¡Ah, claro! Ambos se protegen mutuamente.
—¡Exacto! —dijo Pitt, irguiéndose de súbito.
—Eso ya lo sé —respondió Narraway, cansado.
—¡No! —dijo Pitt con apremio, volviéndose un poco hacia él—. ¡Así es como los atraparemos! Es peligroso, y mucho, pero a lo mejor da resultado. —Siguió hablando sin que lo incitaran, inclinándose un poco hacia delante—. En realidad Quixwood ya no necesita a Neville. ¿Y si logramos convencer a Neville de eso, y agregamos que Quixwood se está preparando para entregarlo, ahora que la condena de Hythe ya no es segura del todo y que nosotros seguimos buscando a otro culpable para demostrar su inocencia? Si tuviéramos pillado a Neville por la violación de Angeles y supiéramos que también violó a Catherine, no estaríamos buscando a otro. Neville podría protestar cuanto quisiera que Quixwood lo había empujado a ello, pero de poco le serviría. No hay pruebas, y él lo sabe de sobra.
Narraway lo miraba fijamente.
—¿Y qué? ¿Neville iría a por Quixwood para silenciarlo?
—¿Usted no lo haría? —dijo Pitt—. Hay que convencer a Neville de que ahora Quixwood necesita protegerse y que solo puede hacerlo entregando a Neville.
—Es peligroso —advirtió Narraway, aunque los ojos volvían a brillarle—. Muy peligroso. —No miró a Charlotte ni a Vespasia, como tampoco a Stoker—. ¿Cómo lo haremos? Si se lo dice usted, enseguida sospechará que es una trampa.
La mente de Pitt funcionaba a toda máquina.
—Crask —contestó—. Elmo Crask. Neville le creería. Ha estado husmeando en este asunto durante días. Nos proporcionó las primeras informaciones acerca de Quixwood y Eleanor. ¿Se le ocurre una manera mejor de hacerlo o alguna otra alternativa, ya puestos?
—No, en absoluto —admitió Narraway—. Pero debemos planear esto con sumo cuidado. No podemos permitirnos que Neville consiga matar a Quixwood.
—O todo lo contrario —dijo Pitt torciendo el gesto—. Si Quixwood matara a Neville y alegara defensa propia, en el sentido legal y moral, y se saliera con la suya, pasaría a ser intocable y nada podríamos contra él.
—Su reputación difícilmente quedaría incólume, después de los argumentos que ayer se presentaron en el juicio —señaló Vespasia.
—En ningún momento lo nombraron —dijo Narraway, con el rostro tenso por el enojo—. Y cualquiera que lo hiciera podría ser demandado por difamación, y me figuro que Quixwood ganaría. Todavía contaría con las simpatías de la mayor parte del público. Nosotros sabemos que es uno de los hombres más malvados que existen, pero no lo podemos demostrar.
—Si esto lo hacemos bien, los atraparemos a los dos —contestó Pitt.
—¡Si esto lo hacemos bien, habremos tenido mucha suerte! —replicó Narraway—. Pero intentémoslo.
—¿Estás seguro? —dijo Vespasia con cautela a Narraway—. Si perdemos será un desastre.
—Claro que lo será —respondió Narraway—. Si no lo probamos, es un desastre con toda certeza, pero lo será por culpa de la cobardía, por haberse rendido en lugar de correr un riesgo.
Vespasia esbozó una levísima sonrisa.
—Me figuraba que dirías eso.
La tarde siguiente Pitt y Narraway estaban juntos en Bryanston Square, aguardando a que Neville Forsbrook apareciera. Stoker estaba en los Mews por si salía de la casa por allí. Elmo Crask ya se había ido. Tres hombres deberían ser suficientes para seguir a Forsbrook, sobre todo habida cuenta de que no sabía que sospechaban de él. Tanto Narraway como Pitt habrían preferido contar con más agentes, pero no se atrevían a confiar en nadie, como tampoco querían involucrarlos en algo que moralmente era, como poco, cuestionable.
Estaban dentro de un coche de punto, agachados para no ser vistos desde la calle. El cochero era de la Special Branch, pero no sabía cuál era el propósito de la misión. Hacía ver que aguardaba a alguien que estaba de visita en la casa más cercana.
Crask había salido de casa de Forsbrook hacía casi media hora, pero parecía que hubiese transcurrido mucho más tiempo.
Pitt se estaba preguntando si Neville habría salido por detrás hacia los Mews para tomar el carruaje de su padre sin que Stoker lo viera, o si este no había podido hacerles llegar un mensaje a la puerta principal. Estaba a punto de proponer ir a ver qué ocurría cuando la puerta principal se abrió y Neville Forsbrook salió a la escalinata, titubeó un momento y finalmente se echó a caminar por la acera.
Narraway se incorporó en el acto.
—Traiga a Stoker —ordenó—. Me reuniré con ustedes a la vuelta de la esquina.
Pitt estuvo en la calle en un santiamén, avanzando deprisa en dirección opuesta a Neville, manteniendo el coche de punto entre ellos tanto rato como pudo para que Forsbrook no lo viera si volvía la vista atrás.
En cuanto Pitt llegó a la esquina cruzó la calle y comenzó a correr por George Street hasta Bryanston Mews.
Stoker miraba a un lado y otro y lo vio de inmediato. Tenía que regresar otra vez a Upper George Street. Un vistazo bastó para ver que el coche de punto había dado media vuelta y que Neville se había perdido de vista. Hicieron un sprint por la acera y subieron al coche mientras este arrancaba y el caballo se lanzaba al trote.
Dieron alcance a Neville en Great Cumberland Place justo después de que parase un coche de punto y subiera a él. Ya habían supuesto que se dirigiría a casa de Quixwood en Lyall Street, de modo que no se sorprendieron cuando cruzó Oxford Street y prosiguió hacia el sur por Park Lane. Contaban con que torciera a la derecha en Picadilly y que luego enfilara Grosvenor Place, y luego a la derecha de nuevo en cualquiera de las varias bocacalles que daban a Eaton Square.
La luz menguaba y el tráfico era cada vez más denso. Tuvieron que seguirlo más de cerca. Había carruajes y carromatos entre los coches más ligeros y rápidos. Pitt se dio cuenta de que iba inclinado hacia delante. Carecía por completo de sentido, pero era algo instintivo, como si así pudiera meter prisa al caballo.
Al llegar a Picadilly encontraron un atasco porque faltó poco para que dos carruajes de dos ejes chocaran. En cuestión de segundos todo el mundo se había parado, pero veinte metros delante de ellos el coche de Forsbrook había evitado el embotellamiento y se dirigía veloz hacia Hyde Park Corner. Sin duda torcería en Grosvenor Place, pero ¿y si no lo hacía?
Pitt apretaba los puños y no paraba quieto en el asiento. ¿Cuánto tardaría Forsbrook en enfrentarse a Quixwood y agredirlo, matarlo si tal era su intención? ¿Y si toda la tragedia sucedía antes de que ellos llegaran allí? Sería un desastre y ellos, los culpables. No, la culpa sería suya, no de Narraway. Narraway era un civil. La responsabilidad recaía por entero sobre Pitt.
¿Qué podía hacer? Estaba demasiado lejos para correr… ¿O no? Echó un vistazo a la calle, considerando la posibilidad. ¿Tal vez debería ir a pie, y que Narraway lo siguiera? Si lo alcanzaba, podría recogerlo más adelante.
Iba a proponerlo cuando de pronto todos los carruajes se liberaron a la vez y reanudaron la marcha, cobrando velocidad, zigzagueando peligrosamente. El alivio hizo que se pusiera a sudar. Quixwood no merecía el rescate, pensó. Era una idea totalmente irresponsable. Pero ya era demasiado tarde para desdecirse.
Pasaron otros diez minutos enteros hasta que se detuvieron delante de la casa de Quixwood, cercana a Eaton Square. No había ningún coche fuera, y en la calle solo un cabriolé que venía hacia ellos con un hombre y una mujer cuyas siluetas se recortaban sin color en la luz del ocaso.
Narraway dijo una palabrota y saltó a la acera. Pitt iba justo detrás de él. Estaban en pleno verano y el aire todavía era cálido. El sudor le pegaba la ropa al cuerpo.
Narraway tiró de la campanilla de la puerta. Segundos después, le dio otro tirón.
Silencio. Otro coche de punto pasó traqueteando por la calle.
La puerta se abrió y apareció un lacayo con expresión paciente, casi inexpresiva.
—Buenas tardes, señor. ¿Qué se le ofrece?
—Soy lord Narraway. Tengo que ver al señor Quixwood de inmediato —dijo.
—Lo siento, señor, pero no va a ser posible —contestó el lacayo con toda calma.
—No se lo estoy pidiendo —le espetó Narraway—. Se lo estoy diciendo. Se trata de un asunto de Estado.
—Milord, el señor Quixwood no está en casa —dijo el lacayo—. Hará unos cinco minutos que se ha marchado.
—¿Solo? —inquirió Narraway.
—No, señor, con un tal señor Forsbrook…
—¿Dónde han ido? —interrumpió Narraway—. ¡Vamos, hombre! ¡Deprisa!
El lacayo estaba temblando. Era el mismo hombre que había estado presente la noche que habían asesinado a Catherine Quixwood.
Narraway hizo un esfuerzo por dominarse y siguió hablando con más amabilidad.
—Tengo que encontrarlos a los dos de inmediato. La vida del señor Quixwood corre peligro.
El lacayo tragó saliva.
—Me pidió que le dijera, milord, que había ido a casa de lady Vespasia Cumming-Gould. Dijo que usted sabía la dirección.
Narraway se quedó inmóvil, como si un viento gélido lo hubiese congelado.
—¿Y Forsbrook? —preguntó Pitt, temiendo la respuesta.
—Con él, señor.
Narraway dio media vuelta, dejando que Pitt lo siguiera escalinata abajo y hasta el coche de punto, gritándole la dirección de Vespasia al cochero. Aún no se habían sentado cuando el coche arrancó de sopetón. Cayeron pesadamente sobre el asiento y luego fueron a dar contra un costado al doblar la esquina a toda velocidad.
Ni uno ni otro dijeron palabra mientras pasaban volando por las calles que ahora ya iluminaban las farolas. Las pezuñas del caballo sonaban fuerte sobre los adoquines, las ruedas traqueteaban. En un momento dado iban al galope, acto seguido tomaban un viraje en una esquina y derrapaban hasta enderezar el coche y acelerar otra vez.
La mente de Pitt creaba toda suerte de imágenes de lo que podía estar ocurriendo y qué situación iba a encontrar. Más de una vez llegó a preguntarse si el lacayo les había mentido, obedeciendo órdenes de Quixwood, y no habían ido ni por asomo a casa de Vespasia. ¿Y si en realidad estaban en casa de Pitt y era a Charlotte, o incluso a Daniel o a Jemima, a quien habían tomado como rehén? ¿Era posible que en aquel mismo momento Neville Forsbrook estuviera violando a Jemima? La idea resultaba insoportable.
Llevado por el instinto, se inclinó hacia delante y gritó al cochero, pero su voz se perdió entre el siseo y el chacoloteo de su avance.
¿Y si Forsbrook había matado a Quixwood y lo había dejado en su casa y ahora huía quién sabía adónde? ¿Quizás al mismo lugar de después de haber dado la paliza a la prostituta, y ya estaba de camino?
Se detuvieron tras dar un viraje delante de casa de Vespasia. Faltó poco para que Pitt se cayera a la acera. Allí tampoco había un solo vehículo a la vista, aunque ahora ya había oscurecido del todo. Debía faltar cosa de una hora para la medianoche.
Narraway iba a su lado mientras se dirigían silenciosamente hacia la puerta principal. Allí no había ningún criado para dejarlos entrar. ¿Y si nadie abría? Las criadas podían estar encerradas en la cocina. Eso era lo que Pitt haría, si estuviera en el lugar de Quixwood o de Forsbrook.
¿Quién estaba al mando, además? ¿Forsbrook era rehén de Quixwood o a la inversa? ¿O eran aliados?
¿O aquello era una misión absurda y ellos no estaban allí?
Pitt fue consciente de que la histeria se estaba adueñando de él, un pánico absoluto al imaginar que perdía todo lo que amaba en una sola noche aciaga.
Narraway le agarró el brazo, clavándole los dedos.
—Atrás —susurró—. La puerta del jardín.
Sin decir palabra, Pitt dio media vuelta y pasó delante. Tuvieron que trepar la tapia de manera nada digna y luego atravesaron de puntillas el jardín, seguramente pisoteando todo tipo de flores.
La luz bañaba el césped desde las cristaleras de la sala de estar. Las cortinas estaban, como poco, medio descorridas, pero no parecía que hubiera alguien en la habitación. De pronto Pitt vio una sombra que se movía detrás de las cortinas, y luego otra. Se quedó inmóvil. Miró a Narraway y vio que él también se había percatado.
¿Podían ser simplemente Vespasia y su doncella? Hizo una seña a Narraway para que se mantuviera en un lado y él mismo se apartó de donde podía ser visto desde los ventanales. Avanzó a tientas, paso a paso, hasta que estuvo junto al cristal, a cosa de un metro. Poco a poco se inclinó hacia delante.
Dentro, Vespasia estaba de pie, pálida e inmóvil, delante de Neville Forsbrook. Al otro lado de ella, interponiéndose entre ella y la puerta, estaba Rawdon Quixwood de cara a ellos. Empuñaba un revólver, agarrándolo con firmeza. Apuntaba hacia abajo, pero en cualquier momento podía levantarlo, disparar a Vespasia y, cuando ella cayera, a Forsbrook.
Pitt retrocedió lentamente e hizo señas a Narraway. Cuando estuvieron a un par de metros del ventanal, habló.
—Quixwood tiene un arma. Forsbrook creo que va desarmado. Tienen a Vespasia. Están hablando, pero no oigo lo que dicen a través del cristal.
—Está ganando tiempo hasta que lleguemos nosotros —dijo Narraway en voz baja—. Luego matará a Forsbrook y alegará defensa propia, cosa que para entonces tal vez sea la verdad.
—¿Por qué aquí? —preguntó Pitt—. ¿Por qué no en su propia casa?
—Porque necesita un testigo imparcial —contestó Narraway con amargura—. Y diría que uno o dos de nosotros también seremos muertes accidentales, de las que se acusará a Forsbrook.
—Nunca lo conseguirá —respondió Pitt—. Vespasia… —De pronto se calló, dándose cuenta de que Vespasia también formaría parte de la tragedia. Su cerebro pareció incapaz de seguir pensando.
—Entraré desde la cocina —susurró Narraway—. Deme tiempo y luego usted entre por aquí. No podrá contra los dos a la vez.
—¿Y Forsbrook?
—¡Al infierno con él! —siseó Narraway—. Tenemos que sacar a Vespasia de ahí dentro. Voy a rodear la casa hasta la otra entrada.
Pitt lo agarró del brazo, sujetándolo con todas sus fuerzas, pero Narraway era más fuerte de lo que había esperado.
—¡Basta! —dijo Pitt ferozmente—. Si se precipita los alertaremos y ambos moriremos como ladrones. Yo iré por la cocina. Conozco el camino y sé cómo forzar la entrada sin hacer un solo ruido. ¡Aguárdeme, y luego venga desde aquí!
Narraway tomó aire para discutir.
—¡Haga lo que le ordeno, puñeta! —dijo Pitt entre dientes—. Soy jefe de la Special Branch. Usted es un civil. ¡Quédese aquí!
Y sin aguardar respuesta soltó a Narraway y cruzó sigilosamente un parterre en dirección a la parte trasera de la casa.
Encontró la ventana de la antecocina y, tras rebuscar en los bolsillos, encontró un trozo de papel pegajoso y una cuchilla muy pequeña para cortar vidrios. Puso el papel en la ventana, cerca de donde estaba el pestillo, y con un diestro movimiento rápido cortó un redondel de vidrio, sosteniéndolo con el papel pegajoso. Retiró el trozo de vidrio sin hacer ruido y metió la mano por el agujero.
Momentos después tenía la ventana abierta y él estaba dentro. La antecocina estaba a oscuras y tenía que moverse con mucho cuidado. Si tropezaba con algo, golpeaba una pila de cajas o chocaba contra un montón de verduras alarmaría a la casa entera.
Paso a paso cruzó la cocina y salió al vestíbulo. Se detuvo delante de la puerta de la sala de estar. Oía las voces de dentro.
—¿Crees que Pitt vendrá? —preguntó Forsbrook con voz ronca y más aguda de lo habitual a causa del miedo—. No lo hará. ¿Por qué iba a venir?
—¡Porque te está siguiendo, idiota! —le espetó Quixwood—. Te dijo que te traicionaría para que vinieras a atacarme.
—Podrías traicionarme —dijo Forsbrook en voz más alta pero vacilante—. Soltarán a Hythe e irán a por ti. Saben que envenenaste el vino. ¿Por qué ibas a hacerlo si no hubieses sabido que la violarían? ¡Lo saben todo!
El pánico se estaba adueñando de él, estaba a punto de perder el control.
—¡Eso es lo que quieren que pienses, idiota! —dijo Quixwood con desdén—. ¡Contrólate! Vendrán aquí. Ordené al lacayo que dijera a Narraway adónde me había ido.
—¿Por qué va a importarle lo que me ocurra a mí? —inquirió Forsbrook, prácticamente gritando—. Pitt quiere que me ahorquen por lo de esa chica portuguesa. Sabe que fui yo, solo que no puede demostrarlo.
—No, no puede —respondió Quixwood—. Como tampoco lo de ninguna otra.
—¡No saben nada de las otras! —chilló Forsbrook—. ¡Y tú puedes demostrarlo! Si les dices que violé a Catherine les diré que me pagaste.
—No, no lo harás —dijo Quixwood sin alterarse.
—Si disparas, darás a lady Vespasia. —La voz de Forsbrook ya era un falsete—. ¿Cómo vas a explicarlo? La bala seguirá hasta darme a mí. ¡No podrás decir que fue culpa mía! —agregó alardeando con estridencia; de pronto tenía la victoria a la vista.
Pitt eligió ese instante para abrir la puerta, empujándola con fuerza y entrando derecho.
Quixwood se había movido un par de metros de donde estaba cuando Pitt lo había visto a través de la cristalera. Ahora estaba más cerca de Vespasia. Oyó a Pitt y dio media vuelta para ponerse de cara a él, revólver en mano. Sonrió.
—¡Por fin! Pero afloje, comandante. Aquí tiene a su violador. O quizá debería decir a «mi violador». Es quien violó y golpeó a la pobre Catherine. Aunque me figuro que ya lo sabe. Lo admito, no esperaba que lo averiguara.
Forsbrook fue a decir algo, pero cambió de parecer. Agarró a Vespasia y la sujetó con firmeza delante de él.
—No, no lo hice —dijo—. Quixwood está loco. Me secuestró y ahora quiere matarme. No sé quién asesinó a su esposa. Debía tener otro amante, si realmente no era Hythe.
—Sí que lo hiciste —intervino Vespasia, hablando por primera vez—. Como también violaste a Angeles Castelbranco. Quixwood mintió para encubrirte, seguramente era el precio por violar a Catherine.
Quixwood levantó el revólver. La pasión distorsionaba su rostro moreno. El odio y el sufrimiento lo estaban desgarrando. Quizá recordaba a Eleanor y la paliza que le habían dado.
Narraway entró rompiendo la cristalera y se abalanzó contra Forsbrook justo cuando Quixwood disparó el revólver. Vespasia cayó hacia un lado y se quedó a gatas. Neville Forsbrook, con el pecho manchado de sangre escarlata, se lanzó sobre Vespasia.
Quixwood reaccionó al instante. Corrió junto a Vespasia y con la mano libre la puso de pie de un tirón, descoyuntándole el hombro y rompiéndole el vestido. Todavía empuñaba el arma con la otra mano. Tenía los ojos desorbitados. Retrocedió hacia la puerta, llevándose a Vespasia consigo.
Forsbrook yacía inmóvil en el suelo, en medio de un charco de sangre que se iba extendiendo. No se le movía el pecho, no respiraba.
La puerta estaba entreabierta. Quixwood la buscó a tientas con una mano, mientras con la otra empuñaba el revólver y sujetaba a Vespasia.
Narraway aprovechó la que sería su única oportunidad. Cogió el abrecartas del escritorio y cargó contra Quixwood. No apuntó al brazo del arma ni a su corazón, ni siquiera a su garganta.
Quixwood apartó de sí a Vespasia de un empujón y levantó el arma, pero fue demasiado lento. El abrecartas atravesó el ojo hasta el cerebro, a Quixwood le flaquearon las rodillas y se desplomó, con Narraway encima de él. El revólver rugió inútilmente; la bala dio contra el techo tras pasar a pocos centímetros de la cabeza de Narraway.
Vespasia se puso de rodillas y miró de hito en hito a Narraway. Tenía la tez cenicienta, el pelo revuelto. Abría los ojos como platos y todo el cuerpo le temblaba de terror.
—¡Victor, eres un idiota! —dijo, sollozando para recobrar el aliento—. ¡Podría haberte matado!
Narraway se sentó muy despacio, dejando el abrecartas donde estaba, hundido en la cabeza de Quixwood. Al volverse vio las lágrimas que surcaban el rostro de Vespasia.
—Ha merecido la pena —dijo con una lenta y radiante sonrisa—. ¿Estás bien, querida?
Pitt permaneció callado. Él también sentía demasiado alivio para siquiera intentar buscar palabras. Observó a Vespasia acercarse a Narraway y echarle los brazos al cuello.
—Estoy la mar de bien —le dijo.