7
Pitt encontraba extremadamente difícil olvidar la tragedia de la muerte de Angeles Castelbranco. Cada vez que oía un tintineo de cristales o una risa, se transportaba a la fiesta en la que había ocurrido la tragedia. En su imaginación veía el rostro del embajador, desprovisto de toda expresión, como si estuviera muerto.
Peor era el intenso dolor de su esposa, que le hacía pensar en Charlotte aunque no se pareciera en absoluto a ella. Sin embargo, ambas eran madres, y eso les confería una similitud que era mayor de cuanto pudieran serlo todas las diferencias de apariencia.
Se sentó en su despacho de Lisson Grove que antes había sido el de Narraway. Intentaba concentrarse en los papeles que tenía delante hasta excluir cualquier otro pensamiento, pero fue en balde. Se sintió aliviado cuando llamaron a la puerta. Un instante después, Stoker se asomó.
—¿Sí? —dijo Pitt esperanzado.
No había ni rastro de placer en el rostro huesudo de Stoker.
—El embajador portugués querría verle, señor. Le he dicho que estaba ocupado pero ha contestado que aguardaría el tiempo que fuera necesario. Lo siento, señor.
Pitt apartó los papeles, apilándolos de cualquier manera pero tomando la precaución de poner bocabajo la página de arriba.
—Posponerlo no arreglará nada, hágale pasar —solicitó.
—¿Quiere que los interrumpa dentro de quince o veinte minutos? —preguntó Stoker.
Pitt sonrió sombríamente.
—No, si no se trata de algo real, y ruego al cielo que no lo sea. Las amenazas de violencia y sedición a las que nos enfrentamos son suficientes por el momento, no necesitamos más.
Stoker asintió y se retiró. Dos minutos después volvió a abrirse la puerta y entró Rafael Castelbranco. Parecía enfermo y diez años mayor que unos pocos días antes. Tenía los pómulos hundidos y estaba pálido, como si bajo la piel estuviera exánime. Su vestimenta era pulcra, incluso elegante, pero ahora parecía una pantomima de otros tiempos, como un chiste en un funeral.
Pitt se puso de pie y rodeó el escritorio para darle la mano.
Castelbranco se la estrechó como si ese mero gesto encerrara una promesa de ayuda.
A invitación de Pitt se sentaron en los dos sillones que había entre la chimenea y la ventana. Castelbranco declinó tomar algo de beber con un gesto de la mano. Tenía las manos hermosas, morenas y finas.
—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó Pitt. Carecía de sentido interesarse por su salud o la de su esposa. Era obvio que estaba destrozado por la pena, y ella solo podía estar igual.
Castelbranco carraspeó.
—Sé que tiene hijos —comenzó—. La señora Pitt ha sido muy amable con mi esposa, tanto antes como después de la muerte de mi hija. Usted tal vez se imagine cómo nos sentimos, pero nadie puede saber… puede siquiera pensar en… —Se calló, respiró profundamente varias veces y continuó en un tono más controlado—. Deseo que me ayude a averiguar todo lo que pueda sobre lo que le ocurrió a mi hija y por qué. —Reparó en la expresión de Pitt—. No busco justicia, señor Pitt. Comprendo que eso puede no estar a nuestro alcance.
Cerró los ojos un momento; fue imposible saber si para recobrar el control de su voz o para ocultar sus pensamientos.
Pitt no lo interrumpió. No se le ocurría qué podía decir que no diera a entender cierta impaciencia o, como mínimo, una falta de comprensión.
Castelbranco abrió los ojos de nuevo.
—Deseo acallar los rumores, no solo por mi propio bien y en justicia a mi hija, sino por mi esposa. Mientras no sepamos qué sucedió no podemos refutar ni los peores chismes. Nos vemos impotentes. Es una…
Volvió a callarse. Ni su experiencia ni su habilidad diplomáticas acudieron en su ayuda. Podría haber sido un oficinista o un comerciante; su aflicción era universal.
Aquel asunto no entraba en el área de responsabilidad de la Special Branch salvo porque Castelbranco era el embajador de un país extranjero con el que Gran Bretaña mantenía una larga y preciada relación, y la muerte había tenido lugar en Gran Bretaña. Desde luego quedaba fuera del ámbito de la policía británica o, de hecho, de cualquier otra autoridad.
Ahora bien, aparte de eso, simplemente como ser humano con una hija de edad semejante, Pitt comprendía de forma muy personal su pesar.
—Haré lo que pueda —prometió, preguntándose al decirlo si se estaba precipitando y luego lo lamentaría—. Pero tengo que ser muy discreto, pues de lo contrario corro el riesgo de empeorar los rumores en vez de mejorarlos.
¿Sonaba a excusa? No lo era. Investigar un rumor, o incluso negarlo con demasiada vehemencia, podía tener como resultado el difundirlo todavía más. Para desmentirlo, uno tenía que repetirlo, de ahí que se mantuviera vivo y siguiera extendiéndose.
—Entiendo los riesgos —dijo Castelbranco con gravedad—, pero esto es intolerable. ¿Qué podemos perder? —Mal que le pesara, la voz le temblaba—. Angeles estaba prometida en matrimonio con Tiago de Freitas, un muchacho de excelente familia, con un brillante futuro por delante y una reputación intachable. Eran en todos los aspectos una pareja perfecta. —Apretó las manos, aunque sin levantarlas de su regazo—. Ahora la gente insinúa que descubrió algo acerca de Angeles que era tan vergonzoso que no lo podía aceptar y rompió el compromiso.
Pitt sintió que la furia se adueñaba de él para acto seguido dar paso a una intensa piedad por el hombre que tenía enfrente. Su cuerpo estaba tan tenso que todos los músculos debían dolerle, pero ¿cómo iba a descansar? ¿Dormía por la noche? ¿O quizás en sus pesadillas veía a su hija atravesar el cristal, precipitándose en la noche una y otra vez, mientras él observaba sin poder salvarla?
¿O era incluso peor que eso? ¿La veía reír, joven y entusiasmada con todo lo que le deparaba el porvenir? ¿Sentía su mano en la suya, pequeña y suave como la de una niña, y entonces se despertaba y recordaba que estaba muerta, rota por fuera por el cristal y la piedra, rota por dentro por el terror y la humillación? Entonces se levantaría y se enfrentaría al nuevo día, tratando de seguir viviendo, de poner un pie delante del otro, de hacer su trabajo, consolar a su esposa y buscar alguna clase de significado.
—¿Qué ha dicho ese joven exactamente? —preguntó Pitt.
—Que fue Angeles quien rompió el compromiso —contestó Castelbranco—. Pero no ha desmentido el rumor. Sonríe con tristeza y permanece callado. —La voz le temblaba de ira y los colores le subieron a la cara. Tenía blancos los nudillos—. A veces el silencio es más elocuente que las palabras.
Pitt buscó algo que decir que quitara el veneno a lo que se estaba murmurando, pero no lo encontró. Entendía la ira de Castelbranco y también su impotencia. De haber estado en su lugar, Pitt sin duda habría querido arremeter contra De Freitas verbal o físicamente, hacer cualquier cosa para soltar parte de la angustia de su fuero interno.
—Hablaré con él —prometió—. Veré si sabe algo concreto y, si es así, le seguiré la pista. Si no, le advertiré de los peligros de hacer conjeturas a expensas de la reputación de otra persona. No sé qué resultados obtendré. ¿Su negocio está en Gran Bretaña?
Por un momento la expresión de Castelbranco se ablandó.
—Al menos en parte. Sus palabras quizá surtan efecto en él. Gracias. Nadie más puede defender a mi hija. Eso me lleva a preguntarme si De Freitas era tan buena elección para casarse con Angeles como creíamos. ¿Cómo se puede calar a una persona antes del suceso que la traiciona, y entonces es demasiado tarde?
—Si supiera la respuesta, la mitad de mi trabajo sería innecesaria —contestó Pitt—. Si tuviéramos esa habilidad, ningún hombre, ningún país, confiaría imprudentemente.
Castelbranco se puso de pie.
—Tal vez haya sido una pregunta estúpida. Creía que lo conocía. Me centro en el dolor menor de la desilusión para apartar de la mente el mayor de la pérdida, imaginando que así aliviaré mi aflicción. Discúlpeme.
—Yo haría lo mismo —reconoció Pitt, levantándose a su vez y tendiéndole la mano—. Le informaré en cuanto tenga alguna novedad.
Tiago de Freitas recibió a Pitt a regañadientes. Pitt tuvo claro que solo lo hizo porque no podía negarse, habida cuenta de su cargo y de la autoridad que le confería. Se reunieron en un despacho de las oficinas del próspero negocio de importación y exportación de vino del padre de De Freitas, ubicado a un tiro de piedra de Regents Street. El lugar era sombrío, pero, a su manera, elegante. Había profusión de madera noble, en buena medida tallada, muebles de cuero repujado y gruesas alfombras que silenciaban los pasos.
De Freitas era un muchacho bastante bien parecido, con hermosos ojos oscuros y una magnífica mata de pelo negro. Habría resultado todavía más apuesto si hubiese sido unos centímetros más alto. Ahora contemplaba a Pitt con cierta cautela.
—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó. No invitó a Pitt a sentarse, como si no supiera cuánto podía prolongarse la conversación.
Pitt se alegró. Había cierta informalidad en el hecho de sentarse, y quería que la entrevista fuese cordial pero no relajada.
—En primer lugar, señor De Freitas, lamento profundamente la trágica muerte de su prometida, y siento tener que molestarlo en este momento. Procuraré ser tan breve como pueda —contestó Pitt.
De Freitas se puso tenso de manera casi imperceptible, tan solo con un movimiento de los músculos del cuello.
—Gracias —respondió—, pero estoy convencido de que no ha venido aquí para expresar sus condolencias. Su tarjeta dice que es comandante de la Special Branch, la cual me consta que forma parte del Servicio de Inteligencia de este país. Haré lo que esté en mi mano para asistirle, como invitado aquí, pero soy portugués y sin duda comprenderá que los intereses de mi país son lo primero.
Pitt iba a negar que su asunto tuviera algo que ver con el interés nacional, pero se dio cuenta de que hacerlo le restaría el poder que necesitaba.
—Nunca lo pondría en semejante compromiso —dijo Pitt con mucha labia—. Acaba de hablar de la señorita Castelbranco como si siguiera comprometida con usted. Me han informado de que ese compromiso se rompió. ¿Es un dato incorrecto?
De Freitas enarcó sus cejas negras. Su voz no fue abiertamente defensiva pero sí recelosa.
—¿Acaso es de su incumbencia, señor Pitt?
Pitt contestó con una ligera sonrisa.
—Guarda relación con otro asunto sobre el que no puedo hablar. ¿Se trata de un secreto? Si es así, me veo obligado a suponer que los rumores que me han llegado quizá sean correctos. Confío en que no lo sean y que, por el bien de las fluidas relaciones que han existido entre Gran Bretaña y Portugal durante medio milenio, pueda enterrarlos.
Dejó la invitación flotando en el aire para que De Freitas la pillara al vuelo o se pusiera en evidencia al evitarla.
De Freitas titubeó, atrapado en la incertidumbre. Un leve rubor de irritación le coloreó las mejillas.
—Hubiese preferido no hablar de ello, por el bien de su familia, pero no me deja otra salida. —Se encogió ligeramente de hombros, quizá no con tanta discreción como se había propuesto—. El compromiso había concluido.
—¿Cuánto tiempo antes de su muerte se terminó, señor De Freitas?
—Realmente no veo que esto pueda atañer al Servicio Secreto Británico —contestó sobresaltado, con un matiz de enojo en la voz—. Es un asunto muy personal.
—El anuncio de un compromiso matrimonial es un acto muy público —señaló Pitt—. No es posible poner fin al compromiso en secreto, por más personal que pueda ser la causa para hacerlo.
De Freitas se debatía entre la ira y la capitulación. Los segundos pasaban mientras tomaba una decisión.
—Intento sofocar rumores que solo pueden perjudicar al embajador portugués en Gran Bretaña, señor De Freitas —presionó Pitt—. Es una pequeña cortesía que podemos concederle en el momento de una pérdida tan espantosa. La señorita Castelbranco era su única hija, como sin duda usted sabe de sobra.
De Freitas asintió.
—Sí, claro, por supuesto. —Soltó un leve suspiro—. Rompimos nuestro compromiso un par de días antes de que muriera, y lo lamento muchísimo, como es natural.
Pitt se fijó en cuán elegantemente De Freitas había eludido la cuestión de quién había dado el primer paso para poner fin a la relación. Había logrado que pareciera un inevitable acuerdo mutuo.
—¿Estaba muy alterada la señorita Castelbranco? —preguntó, determinado a sonsacarle una respuesta al joven.
De Freitas levantó la vista de golpe y sus facciones reflejaron un súbito enojo.
—Si está insinuando que su muerte fue… fue resultado de que yo rompiera nuestro compromiso, está completamente equivocado. —Levantó un poco la barbilla—. Fue ella quien lo rompió.
—¿En serio? ¿Qué motivo le dio? No es algo que se haga a la ligera. Sus padres se quedarían sumamente consternados. Y me figuro que los suyos también.
De Freitas no contestó de inmediato y, tras un breve compás de espera, sonrió con los labios prietos.
—Me ha puesto en desventaja, señor Pitt. Había confiado en darle una respuesta vaga y en que usted la aceptaría caballerosamente. Me temo que no puedo decir más sin deshonrar a una chica a quien había pensado convertir en mi esposa. Por supuesto comprendo su deseo de proteger su reputación y de dar a la familia todo el consuelo posible, y lo respeto por ello. De hecho, lo admiro. No obstante, para asistirle en este asunto debo declinar decir algo más. Lo siento.
—Fue usted quien rompió el compromiso —concluyó Pitt.
De Freitas se encogió de hombros.
—Ya se lo he dicho, señor. No puedo decir más. Déjela descansar en paz… por el bien de todos.
Pitt vio que no iba a sonsacarle nada más y le dio las gracias por esta vez. Se despidió y recorrió los silenciosos pasillos revestidos de paneles de madera como si estuviera saliendo de una especie de iglesia.
—¿Me estás diciendo que ha dado a entender que era él quien había roto, y que estaba mintiendo para protegerla? —preguntó Charlotte incrédula aquella noche, una vez que Pitt hubo regresado a casa y habían terminado de cenar y recoger los platos. Estaban en la sala de estar con las ventanas entornadas. Una brisa ligera traía consigo el susurro de las hojas y olor a tierra y hierba segada. La puerta del pasillo estaba cerrada. Daniel y Jemima estaban en sus respectivos dormitorios, leyendo o haciendo deberes.
—Más o menos —admitió Pitt. No se había sentado. Estaba demasiado inquieto para permitirse tanta comodidad, tal vez porque Charlotte estaba tan enojada que tampoco ella podía sentarse.
Charlotte parecía acongojada.
—¿Así pues, sea lo que sea lo que diga la gente, o bien se lo cree o le trae sin cuidado porque de todos modos quería librarse de ella?
—Rompieron el compromiso antes de que ella muriera —señaló Pitt, negando con la cabeza.
—¡Exacto! —replicó Charlotte—. ¡Escuchó lo que se decía, se lo creyó y por eso la abandonó!
Estaba sonrojada y le brillaban los ojos, pronta a defender al vulnerable. Era un rasgo de ella que Pitt amaba y que nunca habría cambiado, aun cuando hubiese sido mucho más sensato sopesar el asunto primero. Charlotte se había equivocado antes, y peligrosamente, pero eso no iba a detenerla ahora.
—Sé lo que estás pensando —acusó a Pitt—. Claro que podría estar equivocada. ¿También lo sopesarías cuidadosamente si fuese Jemima?
—No es Jemima —dijo Pitt razonablemente.
—¡No lo es esta vez! ¿Qué pasará cuando lo sea? —inquirió Charlotte.
Pitt respiró profundamente y se volvió hacia ella.
—Probablemente estaría tan furioso como tú ahora, igual de herido e igual de impetuoso —admitió—. Y probablemente tampoco serviría de nada. Amar a alguien hace que te preocupes apasionadamente. Te convierte en una persona decente, afectuosa, vulnerable, generosa y valiente. No hace que tengas la razón y, desde luego, no te hace infalible a la hora de descubrir la verdad.
—Creo que la violaron —dijo Charlotte en voz baja, con los ojos repentinamente arrasados en lágrimas—. La verdad de poco servirá.
—Nadie puede culparla de eso —respondió Pitt razonablemente.
—¡Oh, Thomas! ¡Cómo puedes estar tan ciego! —dijo Charlotte desesperadamente—. No tiene nada que ver con la razón. Claro que pueden culparla. ¡Tienen que hacerlo! Si dicen que puede ocurrirle a mujeres inocentes, significa que puede ocurrirle a cualquiera, a ellas o a sus hijas. Es como una enfermedad. Procuras mantenerte alejado de quienes están infectados por si acaso su enfermedad es contagiosa, no vaya a ser que de pronto tú también la contraigas.
Negó con la cabeza, haciendo obvia la tensión de los músculos de los hombros y del cuello.
—Si no, eres la clase de persona que tiene que quedarse mirando, investigando dónde duele más, y darte importancia porque sabes cosas que los demás ignoran. —El desprecio le crispaba la voz—. Entonces puedes ser el centro de atención mientras se lo cuentas al resto del mundo, inventando detalles que resulta que no sabes.
Pitt dio un paso hacia ella y la tomó por los hombros con delicadeza. Sus dedos notaron la dureza de sus brazos. Fuera, el viento sacudía con más fuerza los árboles y entró por la ventana con el primer tamborileo de lluvia y el intenso y agradable olor a tierra mojada.
—¿No estás siendo un poco dura con ellas? —preguntó.
—¿Quieres decir que estoy exagerando? —Abrió los ojos—. ¿Un poco histérica, tal vez, porque temo que un día pueda sucederle a Jemima? Si realmente era inocente, podría ocurrir, ¿no crees?
—No —contestó Pitt con firmeza—. Las violaciones son muy poco comunes, gracias a Dios, y no permitiremos que Jemima salga con un chico a quien no conozcamos, o a cuya familia no conozcamos.
—¡Por el amor de Dios, Thomas! —dijo Charlotte entre dientes—. ¿Cómo diantre vas a saber cuántas violaciones se producen? ¿Quién habla de ello? ¿Quién lo denuncia a la policía? ¿Crees que solo les ocurre a chicas que a nadie importan? ¿O a mujeres fáciles que invitan a ello comportándose como fulanas? Y ya puestos, ¿que nunca son chicos a los que conocemos quienes hacen esas cosas?
Pitt sintió una gélida punzada de miedo e impotencia. Las ideas se agolpaban en su imaginación.
Charlotte lo vio en sus ojos e inclinó la cabeza hacia delante para apoyar la frente en su cuello. El viento que entraba por la cristalera le alborotaba la falda y de pronto una de las hojas de la ventana se abrió por completo, golpeando la pared.
—Hablas como una experta en el tema. ¿Acaso de joven viviste de cerca algún caso de violación?
—¡No, qué va! —dijo Catherine, poniendo mucho énfasis—. Y, que yo sepa, Emily tampoco. Pero es un crimen oculto y no tengo la más remota idea de qué podemos hacer al respecto. Excepto cantarle las cuarenta a cualquiera que hable a la ligera o maliciosamente sobre Angeles Castelbranco. Y no me digas que no debería hacerlo. Me trae sin cuidado que no sea apropiado ni conveniente, ni siquiera si es verdad. Lo que me importa es proteger a su madre y, a la larga, a mi propia hija.
Pitt deslizó sus brazos en torno a ella y la estrechó con fuerza. Intentaba pensar en algo que la consolara sin faltar a la verdad, pero no se le ocurrió nada en absoluto.
Pitt no podía dedicar su tiempo a hacer averiguaciones discretas sobre el carácter y la reputación de Angeles Castelbranco, y enviar a otro quizá suscitaría más especulaciones de las que aclararía. ¿Por qué iba a preguntar tales cosas un hombre sin relación con ella salvo que hubiera motivos para sospechar de su virtud? Inevitablemente parecería que se estuviera haciendo no para proteger a Angeles, sino para escudar a quienquiera que acusaran sus afligidos padres, que eran incapaces de enfrentarse a la verdad del desmoronamiento moral de su hija y buscaban a alguien a quien culpar.
Todavía estaba sopesando las distintas posibilidades que tenía delante y descartándolas una tras otra cuando, dos días después, Castelbranco se personó de nuevo en su despacho, con el rostro aún más demacrado que la vez anterior. Apenas parecía capaz de sostenerse de pie y entrelazó las manos con fuerza cuando se sentó en la butaca que le ofreció Pitt, como si lo hiciera para impedir que le temblaran. Dos veces comenzó a hablar y dos veces se calló.
—Visité a De Freitas —le dijo Pitt en voz baja—. Fue ambiguo. Primero dijo que había sido Angeles quien había roto el compromiso, luego admitió que fue él. He estado considerando cómo demostrarlo sin suscitar más especulaciones maliciosas.
—Demasiado tarde —dijo Castelbranco, negando con la cabeza—. No sé qué ocurrió ni quién está detrás. No se me ocurre quién diría tales cosas ni por qué. Temo que se trate de un enemigo mío que se está vengando de mí de la manera más cruel que quepa imaginar.
—Si es así, quizá podamos hacer algo —comenzó Pitt, pero acto seguido se dio cuenta de que podía estar ofreciendo falsas esperanzas—. ¿Qué le hace pensarlo?
—Alguien ha dicho que su muerte no fue un terrible accidente, sino un suicidio deliberado —dijo Castelbranco esforzándose para que no le temblara la voz—. Y el suicidio es un pecado mortal —susurró—. La Iglesia no la enterrará con arreglo al rito cristiano… mi… mi hija…
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y bajó la cabeza.
Pitt se inclinó hacia delante y agarró la muñeca de Castelbranco, apretándosela con fuerza.
—No se rinda —dijo con firmeza—. Esa decisión es precipitada y puede ser fruto de una información incorrecta.
Procuró que su voz no dejara traslucir el desprecio que le merecían los hombres capaces de tomar semejante decisión —hombres sin hijos, piedad ni comprensión—, pero se dio cuenta de que no lo conseguía. No había querido añadir ese disgusto a la insoportable carga que pesaba sobre los hombros de Castelbranco. Ahora más que nunca, necesitaba su fe. Era lo único que le quedaba.
—Tal vez esto debería ser objeto de una investigación en toda regla, después de todo —dijo Pitt con más amabilidad—. Si se está diciendo eso, la discreción que he procurado mantener quizá carezca de sentido.
—Así es —dijo Castelbranco con voz ronca. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Estaba demasiado atormentado para que le importara—. Se ha insinuado que estaba embarazada y que la vergüenza la empujó a segar ambas vidas. Eso es un crimen doble, el suicidio y el asesinato de su inocente bebé. No entiendo cómo puede soportarlo mi esposa. Se está muriendo por dentro.
Sus ojos escrutaron el semblante de Pitt como si buscara alguna esperanza que no se le hubiese ocurrido imaginar. Se estaba tambaleando al borde de un abismo de desesperación.
—Tengo que saber la verdad —susurró—. Sea cual sea, no será peor que esto. Amaba a mi hija, señor Pitt. Era mi única descendiente, la quería más que a mí mismo. Hubiese hecho cualquier cosa con tal de hacerla feliz… y ni siquiera pude salvarle la vida. Y ahora no puedo salvar su reputación de la maledicencia ni salvar su alma en el cielo. ¡Era una niña! Recuerdo…
Perdió el dominio de su voz, balbució algo más y se calló.
Pitt le apretó más la muñeca.
—Lo entiendo. Yo también tengo una hija. Es caprichosa, imprevisible, irascible en un momento dado y tierna minutos después.
Veía a Jemima en su mente. Recordaba sostenerla en brazos cuando era un bebé, con las manitas perfectas aferradas a su pulgar. La recordaba descubriendo el mundo, con sus maravillas y sus pesares, su inocencia, su confianza en que él podía hacerlo todo mejor, y su risa. No había conocido a Charlotte de niña, pero a veces era como si pudiera verla en su hija.
—A veces es tan sensata que me maravilla —prosiguió Pitt—. Un instante después vuelve a ser una niña que no sabe nada del mundo. Es un bebé y una mujer al mismo tiempo. Se parece mucho a mi esposa y, no obstante, cuando la miro a los ojos, son los míos los que me devuelven la mirada. Me imagino tan bien lo que usted está sufriendo, que me consta que no tengo la menor idea de cómo es en realidad.
Castelbranco inclinó la cabeza y se tapó la cara con las manos.
Pitt le soltó la muñeca y se apoyó contra el respaldo de su asiento, permaneciendo callado un momento.
—Tengo cierto margen de criterio en cuanto a lo que puedo investigar —dijo al fin—. Puesto que usted es el embajador de un país con el que tenemos un tratado estable y duradero, podría ser de interés nacional que no permitamos que los victimicen de esta manera mientras usted y su familia estén en Londres. Le prometo que averiguaré cuanto pueda sobre lo que realmente ocurrió y quién está detrás de esos rumores tan maliciosos. No actuaré contra ellos sin informarle a usted antes. Eso puedo hacerlo, como cortesía para con usted como representante de su país.
Castelbranco se puso de pie con torpeza, balanceándose un poco hasta que recobró el equilibrio.
—Gracias, señor. No podría haberme ofrecido más. Agradezco su comprensión.
Hizo una reverencia y dio media vuelta lentamente antes de dirigirse bien erguido pero con paso un tanto inseguro hasta la puerta. Una vez fuera, la cerró a sus espaldas sin hacer ruido.
Pitt permaneció inmóvil en su silla. Había hablado en serio: no podía captar la enormidad del sufrimiento de aquel hombre, su impotencia ante el hecho de que su hija hubiese sido destruida tanto en la tierra como, según sus creencias, también en el cielo; y había sido incapaz de hacer algo para impedirlo.
Pitt no estaba demasiado seguro sobre qué creía acerca del cielo. Nunca le había dedicado una reflexión seria. Ahora tenía claro que no veneraba a un Dios que condenase a una niña —y Angeles Castelbranco era poco más que eso— por un pecado, mucho menos por un pecado no demostrado y por el que ya había pagado un precio espantoso.
Si Jemima hubiese cometido semejante desliz, se habría puesto furioso, quizá le habría gritado, le habría manifestado su decepción con amargura, pero nunca habría dejado de amarla. ¿Era posible que Dios fuese menos compasivo que Thomas Pitt? ¿Acaso la valía de un hombre no se medía por su coraje y su compasión, por su capacidad de amar generosamente, de tender la mano a los necesitados, de ayudar? ¿Siempre ayudar?
Castelbranco tenía que equivocarse en cuanto a la naturaleza de Dios. Semejante juicio obedecía a una ley de los hombres, que flexionaban sus músculos para dominar, para mantener a los desobedientes bajo control, para asustar a los testarudos y someterlos. Dios tenía que ser mejor que todo eso, pues, de lo contrario, ¿qué finalidad tenía la clemencia de Jesucristo? ¿Qué sentido tenían la humanidad, la belleza, el mismísimo significado de la vida y el amor?
Pero ese era un debate para otra ocasión. Nada traería de vuelta a Angeles. La verdad quizá restablecería al menos su buen nombre y tal vez sirviera para esquivar la implacable condena de la Iglesia. Era la represalia de unos hombres que, debido precisamente a su vocación, no tenían hijos ni entendían la infinita ternura que siente un padre por más cansado, frustrado o momentáneamente enojado que pueda estar.
¿Existía alguna mujer capaz de negar el perdón a su hijo? Pitt no se imaginaba a Charlotte haciéndolo pese a su impetuosidad, sus elevadas esperanzas y a veces sus juicios precipitados, sus momentos de ira, su impaciencia, su lengua indómita. Defendería a quienes amaba hasta el último suspiro de su propia vida, instintivamente, apasionadamente. Hacer menos sería inconcebible para ella.
Sonrió al pensar en su esposa. Era exasperante, a veces incluso una carga profesional debido a sus ideas radicales y, en el pasado, por su incesante inmiscuirse en los casos de Pitt. Pero jamás era cobarde. De haberlo sido, quizás hubiese resultado menos problemático y más seguro para ambos. Aunque debía reconocer que también lo habría ayudado mucho menos. Y, sin lugar a dudas, nunca la habría amado como la amaba.
Dios lo asistiera, ¿Jemima iba a ser igual que ella? Con tres años menos, Daniel ya era más equilibrado. Pero era Jemima quien saltaba en su defensa, llevara o no razón.
Un día era maternal como Charlotte: primero proteger y después reprender. Castigar, pero perdonar. Y tras haber perdonado, nunca mencionar de nuevo la falta. Había enviado a Daniel a su cuarto sin cenar por guardar rencor una vez zanjada una cuestión.
Al menos ahora Pitt sabía por dónde empezaría. Se puso de pie e hizo llamar a Stoker. Cuando acudió, Pitt le asignó un asunto de la agenda del día que reclamaba su atención. Luego se marchó solo a ver a Isaura Castelbranco. Temía aquella visita y casi esperó que no lo recibiera. No había manera de tratar semejante aflicción: las palabras no la aliviarían, pero la torpeza aún sería peor. Lo mismo que ignorarla, sabiendo que existía una remota posibilidad de hallar alguna explicación a lo que había precipitado la tragedia.
Tomó un coche de punto y recorrió demasiado deprisa las calles ajetreadas hasta la residencia del embajador. Tal vez Castelbranco la había prevenido puesto que Isaura lo recibió sin buscar excusas ni evasivas. Le pidieron que aguardara en el estudio privado donde los espejos estaban de cara a la pared, los cuadros tapados con telas negras y las cortinas de las ventanas corridas casi del todo.
Isaura entró silenciosamente. El único ruido que Pitt oyó fue el chasquido del pestillo al cerrarse la puerta. Iba muy erguida, pero le pareció más menuda de lo que recordaba y su rostro estaba desprovisto de todo color salvo por el ligero tono oliváceo de su cutis. No había ni un asomo de rosa bajo la piel.
—Ha sido muy amable al venir, señor Pitt —dijo Isaura con una leve ronquera, como si no hubiese usado la voz después de mucho silencio y mucho llorar.
Ante su dignidad, hubiera resultado insultante no demostrar franqueza.
—El embajador me pidió que investigara los acontecimientos que condujeron a la muerte de la señorita Castelbranco y que averiguara cuantos datos pudiera —explicó—. Espero que usted pueda contarme algunas cosas que desconozco y que preferiría no tener que preguntar a terceros. Soy muy consciente de que debemos mantener la máxima discreción.
Un asomo de sonrisa afloró a sus labios, casi imperceptible.
—Mi marido está profundamente apenado. Amaba mucho a su hija, igual que yo. Creo que tal vez yo sea un poco más realista en cuanto a lo que se pueda hacer. —Bajó la vista un instante y volvió a levantarla, mirándolo a los ojos—. Por descontado, una parte de mí desea venganza. Es natural. Pero también es fútil. El enojo es una reacción bastante comprensible ante una pérdida. Y él ha perdido a su única hija. Usted no la conocía, señor Pitt, pero era encantadora, rebosante de vida y sueños, afectuosa…
Se calló, incapaz por un momento de mantener su valiente conducta. Miró hacia un lado, ocultándole el rostro a Pitt.
—Tengo una hija, señora Castelbranco —dijo Pitt—. Tiene catorce años y ya es casi una mujer. En ocasiones es muy adulta, sabe cosas que yo apenas capto, y se parece mucho a su madre. Momentos después vuelve a ser una niña completamente inocente. Puedo imaginar al menos en parte cómo se siente. Supongo que por eso me importa tanto este caso. Podría encontrarme fácilmente en su lugar.
—Dios quiera que no sea así. —Se volvió de nuevo hacia él lentamente. Sus palabras le habían devuelto al menos una cierta apariencia de serenidad—. Si lo estuviera, quizá sentiría la misma furia que siente mi marido y el deseo de limpiar el nombre de nuestra hija de las calumnias que se están difundiendo. Pero su esposa le diría, como yo le digo al embajador, que no podemos presentar cargos. Solo serviría para prolongar el chismorreo y las habladurías. No pondría remedio a nada.
Pitt se quedó atónito. Isaura estaba tan devastada por la pena como su esposo y, sin embargo, parecía bastante serena en su rechazo a llevar el asunto más lejos. No era una derrota. Mirándola a los ojos tuvo claro que no estaba paralizada por la impresión. Hablaba desde la determinación, no desde el vacío.
—¿No quiere saber qué ocurrió? —preguntó Pitt—. ¿Aunque solo sea por su tranquilidad, por el futuro, tal vez?
Isaura apretó los labios un instante. No fue tanto una sonrisa, sino más bien una mueca.
—Lo sé, señor Pitt. Quizá tendría que habérselo dicho a mi marido, pero no lo hice. Me constaba que… —respiró profundamente— le haría daño inútilmente. No podemos hacer nada.
Pitt estaba sorprendido y confuso. Sabía por Vespasia no solo qué había ocurrido sino dónde y cuándo, y casi con toda certeza quién era el responsable. Aquello no parecía la reacción de una madre que ha perdido a su única hija de una manera tan terrible.
—No puedo actuar sin su consentimiento, senhora, pero por el bien de la preciada relación existente entre Inglaterra y Portugal, debo averiguar qué ocurrió —dijo amablemente.
Isaura pestañeó.
—¿Qué ocurrió? Un joven de alma retorcida violó a mi hija y luego se lo tomó a la ligera, como si no tuviera importancia. Buscó ocasiones para burlarse de ella en público con fingida gentileza, y, cuando se alejó de él, se mofó todavía más hasta que, presa de la histeria, siguió retrocediendo y se cayó por una ventana. Yo estaba allí y fui incapaz de salvarla. Eso es lo que sucedió.
Lo miró de hito en hito, casi desafiante.
—¿Forsbrook? —susurró Pitt. Lo sabía por Vespasia y Charlotte, que habían presenciado los últimos momentos de Angeles, pero seguía encontrándolo monstruoso.
—Sí —dijo Isaura simplemente.
—¿Neville Forsbrook? —repitió Pitt para asegurarse—. ¿Usted estaba enterada? ¿Sabía cuándo y dónde ocurrió?
—Sí, Neville Forsbrook, el hijo de su famoso banquero que es responsable de tantas inversiones de sus paisanos —contestó Isaura—. Lo sabía porque me lo había contado mi hija. Ocurrió en una fiesta a la que asistió. Forsbrook estaba allí, entre muchos otros jóvenes. Encontró a Angeles sola en uno de los apartamentos para la familia. La violó y la dejó allí, aterrorizada y sangrando. Una vez de vuelta aquí, en casa, una de las criadas la encontró llorando en su habitación y me avisó.
—¿Dijo que la habían violado y quién lo había hecho? —preguntó Pitt. Detestaba tener que presionarla. Le parecía innecesariamente cruel y, sin embargo, si no lo hacía, tendría que regresar en otro momento para hacerlo.
—Estaba sangrando —respondió Isaura—. Tenía la ropa desgarrada y moratones. Soy una mujer casada, señor Pitt. Sé perfectamente qué ocurre entre un hombre y una mujer. Si en algo se asemeja al amor, o incluso a un momento de ardorosa pasión, no deja moratones como los que tenía Angeles. —Levantó la barbilla—. ¿Me consta que fue Neville Forsbrook? Sí, pero no puedo demostrarlo. Y aunque pudiera, ¿de qué serviría?
Encogió un poco los hombros con un ademán de impotencia.
—Angeles está muerta. Él diría que ella consintió, que en el fondo era una puta aunque pareciera respetable. Y su padre pondría la buena voluntad de las personas que conoce en contra nuestra. Cerrarían filas y nos veríamos marginados por haber armado un escándalo, por haber expuesto al escarnio lo que debería haberse mantenido como un pecado íntimo.
Pitt no discutió. Se devanó los sesos buscando una refutación, pero no había ninguna. Política, social y diplomáticamente sería un desastre. Lo peor que podría ocurrirle a Neville Forsbrook sería que tuviera que aceptar un matrimonio menos afortunado que de lo contrario. Ni siquiera eso era seguro. Podría seguir haciendo creer a la gente que todo aquello eran imaginaciones de una joven extranjera histérica que había perdido la honra, que quizás estuviera embarazada y que le echaba la culpa él. No habría manera de demostrar que era un mentiroso.
Ni siquiera se consideraría imparcial el testimonio de la criada. La humillación de Angeles se describiría con todo detalle y todavía quedaría más encasillada en el recuerdo de lo que estaba ahora. Isaura llevaba razón: eran impotentes. Cualquier cosa que hicieran solo empeoraría la situación.
Forsbrook nunca permitiría que culparan a su hijo, y tenía el poder suficiente para protegerlo. Lo utilizaría. Quizá la tarea de Pitt fuese ocuparse de que no llegara tan lejos.
¿Qué le diría a Castelbranco? ¿Que Inglaterra era impotente para proteger a su hija o para llevar ante la justicia al joven que la había violado, provocando su muerte? ¿No solo eso, sino que consideraban mejor no intentar que se hiciera justicia porque sería incómodo, suscitaría temores y preguntas que preferían evitar?
Y si entonces Castelbranco pensara que eran unos bárbaros, ¿se equivocaría?
—¿Y la madre? —dijo Pitt en voz alta, tratando de encontrar alguna otra vía—. ¿Usted cree…?
Isaura negó con la cabeza.
—Eleanor Forsbrook falleció hace unos años, según me han contado. Sufrió un terrible accidente de carruaje en Bryanston Mews, justo al lado de la calle donde viven. La gente habla muy bien de ella. Era guapa y generosa. A lo mejor si siguiera viva esto no habría ocurrido.
—Seguramente no —concedió Pitt—. Pero la pérdida de una madre no es excusa para esto. Tarde o temprano, la mayoría perdemos a personas que amamos.
Pensó en su padre, del que lo despojaron cuando él era niño, injustamente acusado de robo y deportado a Australia. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Ahora ya no deportaban a nadie. Había sido uno de los últimos. Pitt ni siquiera sabía si había sobrevivido al viaje ni qué había sido de él, en caso de que sí. Aún podría estar vivo, pero sería viejo, casi octogenario. Tampoco estaba seguro de querer saber si su padre todavía vivía. Nunca había regresado ni se había puesto en contacto. Era una antigua pérdida que más valía no remover.
—La mayoría tenemos heridas de uno u otro tipo —dijo en voz baja.
—Por supuesto —respondió Isaura—, pero usted nada puede hacer. Le agradezco la amabilidad que ha tenido al venir a verme en persona en lugar de enviar una carta.
Pitt estaba demasiado enojado para aceptar su rechazo. Era intolerable.
—Aun así me gustaría hablar con su criada, senhora —dijo con gravedad—. Seré discreto, le doy mi palabra, pero quiero saber por mí mismo cuanto pueda. La Special Branch tiene una memoria muy larga.
Los ojos de Isaura chispearon un instante. ¿Era esperanza? Lo único que les quedaba era alguna clase de justicia. ¿Realmente serviría de algo?
—Por supuesto —accedió con una leve inclinación de la cabeza—. Le pediré que venga.
Dio media vuelta y se marchó, saliendo por la puerta con la cabeza bien alta y la espalda tiesa.
Pitt se preguntó cuán precipitada había sido su promesa, y cuándo le diría la verdad a su marido Isaura Castelbranco. Probablemente cuando estuviera segura de que no se fuese a vengar. Bastante pena tenía ya.