12

Narraway aborrecía las prisiones, pero con frecuencia había tenido que visitar a personas que aguardaban a ser juzgadas y en ocasiones incluso una vez condenadas. No obstante, ver a Alban Hythe era más personal y, por consiguiente, resultaba doloroso de una forma bastante diferente al enojo y la traición y la necesidad de información con las que estaba familiarizado en el pasado.

Hythe daba la impresión de estar enfermo. Saltaba a la vista que estaba agotado y parecía indeciso sobre si intentar mostrarse sereno. Saludó a Narraway cortésmente, pero el miedo asomaba a sus ojos.

Narraway procuró apartar de su mente la inmensa piedad que le inspiró. Tenía que pensar con claridad, si quería ser de alguna ayuda. Estaban sentados frente a frente a una mesa de madera. Narraway había tenido que emplear sus influencias para que le franquearan la entrada, y luego para que le permitieran quedarse a solas con Hythe mientras el fornido carcelero permanecía al otro lado de la puerta.

—¡No he visto ese broche y nunca recibí cartas de amor de Catherine! —dijo Hythe con apremio—. No tengo ni idea de dónde ha salido esa, pero no la había visto hasta ahora. —Le temblaba un poco la voz—. Éramos amigos, eso es todo. Nunca hubo algo más entre nosotros. Maris es la única mujer a la que he amado desde que nos conocimos.

—¿Le han mostrado la carta? —preguntó Narraway.

—¡Sí, pero fue la primera vez que la vi!

Hythe apenas mantenía el control de sí mismo, se retorcía las manos y su mirada era desesperada.

—¿Cree que la escribió ella? —presionó Narraway—. Dicen que es su letra, pero ¿es el tipo de lenguaje que ella emplearía?

—¿Sobre el amor? ¡No lo sé! No hablábamos de amor. Solo… —se calló de repente.

—¿Qué? —preguntó Narraway—. ¿Sobre qué hablaban? Y no es el momento de ser modesto o circunspecto, ni siquiera para proteger su memoria. Recuerde que está luchando por su propia vida.

Por un momento, Hythe tembló descontroladamente.

—¡Lo sé! ¡Lo sé!

Narraway se inclinó hacia delante.

—Dígame, ¿sobre qué hablaban? Alguien le hizo eso. Si no fue usted, ¿quién fue?

—¿No entiende que me he devanado los sesos para recordar algo que ella dijera que pudiera ayudarme a saberlo? —dijo Hythe, casi presa del pánico.

Narraway se dio cuenta de que había cometido un error táctico al asustarlo tan pronto con el peor resultado posible. Moderó su tono de voz.

—¿Sabe con qué frecuencia se veían ustedes? ¿Una vez por semana? ¿Dos veces por semana? Sus agendas así lo indican.

Hythe bajó la vista al tablero de la mesa. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—La primera vez nos encontramos por casualidad, en una cena. No recuerdo dónde. Era una reunión de negocios bastante tediosa, por cierto. Luego, al cabo de un tiempo, yo estaba en una galería de arte, matando el rato antes de la cita con un cliente para ir a almorzar. Vi a Catherine y la reconocí. Me pareció natural que conversáramos.

—¿Sobre qué hablaron? —preguntó Narraway.

Hythe sonrió por primera vez, como si un recuerdo agradable le hubiese dado unos momentos de respiro.

—Sobre cuadros prerrafaelitas —contestó—. Se preguntaba en qué pensarían los modelos que permanecían quietas tanto rato mientras el artista los dibujaba en entornos tan imaginativos. Nos preguntamos dónde habían estado en realidad, en un estudio o una habitación cualquiera, y si siquiera conocían las leyendas y sueños en los que aparecían.

»Catherine era muy divertida. Sabía hacerte reír. Su imaginación era… muy distinta a la de cualquier otra persona que haya conocido. Siempre tenía la palabra justa para que uno viera la absurdidad de las cosas, pero con gentileza. Le gustaba la excentricidad y nada le daba miedo. —Su semblante se ensombreció—. Excepto la soledad, el no tener con quien compartir los milagros o los pesares de las cosas bellas del pasado.

—Quixwood, no, está claro —observó Narraway.

—Es un hombre inteligente pero con un alma pedestre —contestó Hythe sin titubeos—. La de ella tenía alas, y detestaba que le hicieran perder el tiempo con los pies en el polvo. —Inclinó la cabeza de repente—. Lo siento, mi juicio es injustificado y cruel. Estaba llena de vida; odio al que le hizo eso. Nos arrebató a una mujer que era encantadora y a una amiga que me importaba. Catherine era… era buena.

Pareció que quisiera añadir algo más pero que no supiera cómo. Fue en ese momento cuando Narraway supo que estaba mintiendo, en esencia si no de palabra.

—¿Solo una amiga? —preguntó con escepticismo.

—¡Sí! —Hythe levantó la cabeza de golpe—. Solo una amiga. Conversábamos, contemplábamos cuadros pintados por grandes maestros, páginas de libros escritos en papiros por los primeros poetas y soñadores del mundo. Íbamos a ver esculturas de una increíble elegancia, realizadas por artistas que murieron antes de que naciera Cristo. Ella huía de su soledad y yo de mi mundo de datos y cifras, intereses de préstamos, aranceles sobre tesoros importados y precios de tierra.

La voz le temblaba.

—No era amor, era amistad. ¿Nunca ha tenido amigas, lord Narraway? ¿Personas que aprecia enormemente, que enriquecen su mundo y sin las cuales sería más pobre en distintos aspectos, pero de las que no está enamorado?

Narraway pensó de inmediato en Vespasia.

—Sí, por supuesto —dijo francamente, sintiendo afecto por un momento.

—Entonces puede entenderlo.

Hythe parecía aliviado. La sombra de una sonrisa regresó a su pálido rostro.

Narraway sintió una repentina punzada de sorpresa, una pregunta que acudió a su mente. ¿Qué sentía exactamente por Vespasia? Era varios años mayor que él. Lo habían ascendido a la Cámara de los Lores debido a su competencia y tal vez como concesión a su orgullo tras haber sido cesado en su puesto como jefe de la Special Branch. Vespasia había nacido en el seno de una familia aristocrática. Se habían hecho amigos por las circunstancias. Él había comenzado un tanto intimidado por ella, siendo consciente de que nunca la había intimidado a su vez; tal vez nadie lo hiciera.

Pero podía resultar lastimada. Narraway se había dado cuenta hacía poco. Los sentimientos de Vespasia eran mucho más profundos de lo que él había supuesto, y no era invulnerable. ¿Era posible que, en ocasiones, también se sintiera tan sola como Catherine Quixwood? ¿Era ese el verdadero motivo que la hacía sufrir tanto ante la brutalidad del asesinato de Catherine?

Se obligó a apartar esos pensamientos de su mente. Le preocupaba Alban Hythe: si era culpable o no, y sobre qué seguía mintiendo pese a tener la sombra de la soga sobre su cabeza.

—¿Alguna vez le escribió? —preguntó Narraway un tanto bruscamente.

—No —dijo Hythe con apremio—. Nos encontrábamos por casualidad o…

—¿O qué? —inquirió Narraway—. Por el amor de Dios, lo han acusado de violación y la víctima falleció. ¡Si lo hallan culpable lo ahorcarán!

Tuvo la impresión de que Hythe iba a desmayarse. El último rastro de color desapareció de su rostro y por un momento se le desenfocaron los ojos.

Narraway se echó para adelante, lo agarró de las muñecas y lo obligó a mantenerse erguido.

—¡Luche! —le dijo entre dientes—. ¡Plante cara! ¡Maldita sea, deme algo que pueda usar! Si no eran amantes, ¿qué demonios hacía viéndose con una mujer casada en mitad de las galerías de Londres? ¡No tiene margen de tiempo para defender a nadie más!

Hythe se sentó derecho, con la espalda apoyada contra el respaldo duro de la silla contra el que lo había empujado Narraway, respirando despacio, procurando serenarse. Finalmente bajó la vista.

—Nos citábamos —dijo con voz ronca—. Pero no tenía nada que ver con el amor. Ella me gustaba mucho. Era una de las personas más divertidas, sabias y valientes que he conocido, pero amo a Maris.

Narraway se tragó la enojada e incrédula respuesta que tenía en la punta de la lengua.

—Siendo así, ¿por qué quedaba con otra mujer, planeando las citas de modo que parecieran fruto de la casualidad? Y si quiere salir con vida del juicio, no me mienta.

—Le prometí… —comenzó Hythe, y entonces las lágrimas le arrasaron los ojos.

—¡Está muerta! —dijo Narraway despiadadamente—. ¡Tres semanas después de que lo hallen culpable, usted también lo estará! Tal vez tendrá una muerte menos violenta que ella, pero no mucho.

El silencio en la habitación era denso, como si el aire se hubiese vuelto sólido, demasiado pesado para respirarlo.

¿Había ido demasiado lejos Narraway? ¿Era fatalmente torpe y había asustado a Hythe hasta el borde del colapso mental? Pensó rápidamente qué hacer, cualquier cosa para salvar la situación. Había sido irreparablemente estúpido, como si hubiese perdido todo tacto. ¡No era de extrañar que lo hubiesen jubilado!

—¡Hythe! —gritó con voz ahogada.

Hythe abrió los ojos.

—Quería que hiciera algo para ella —comenzó, inhalando una bocanada de aire—. Consejo.

Narraway notó que se ponía a sudar por todo el cuerpo y que lo invadía una grata sensación de alivio. Aspiró entrecortadamente.

—¿Qué tipo de consejo? ¿Financiero?

—Sí. Estaba… estaba preocupada por su futuro —dijo Hythe con abatimiento. Estaba rompiendo su código de honor profesional al hablar de ello, y resultaba obvio lo mucho que le costaba hacerlo.

No obstante, Narraway seguía teniendo la sensación de que aún se servía de evasivas. Había algo incompleto. No tendría que haber roto el secreto profesional, pero no había nada inmoral en que una mujer tuviera miedo de que su marido fuese imprudente con el dinero, incluso un marido por lo general hábil en tales asuntos.

—¿Sí? —apuntó—. Prosiga.

—Su marido participaba en inversiones —dijo Hythe en voz baja—. Ella tenía miedo de que algo que él estaba haciendo acabara en desastre, pero no le hacía caso. Catherine quería disponer de información propia para no depender de lo que él le dijera. Era… muy detallada. Me llevó bastante tiempo recabarla y dársela poco a poco, a medida que hacía progresos. Cada vez que una pieza encajaba en su sitio pedía otra más. Creía que algunas inversiones que valían una fortuna podían quedar en nada, y que otras proporcionarían grandes beneficios.

Seguía mintiendo, al menos en parte. Narraway se daba cuenta, pero no entendía el motivo. ¿Acaso Hythe no era consciente del peligro que corría?

—¿Intentaba salvar las finanzas de su marido? —preguntó—. ¿Tenía dinero propio, o expectativas?

Hythe le devolvió la mirada.

—No lo sé. No me dijo por qué necesitaba saberlo, pero me parece que era más que eso. No lo sé. Nunca me lo dijo, pero cada vez tuve más claro que tenía miedo de que ocurriera una calamidad. Le pregunté, pero rehusó contestar.

—¿Por qué?

—No lo sé. No la presioné.

—¿Cuántas veces se encontraron?

—Una docena, tal vez. —Encogió los hombros en un gesto de impotencia—. La apreciaba, pero nunca la toqué con familiaridad, ¡y desde luego no la violé! ¿Por qué demonios iba a hacerlo? ¡Éramos amigos, y tanto su marido como mi esposa estaban perfectamente enterados!

—¿Está seguro de que Quixwood estaba al corriente? —presionó Narraway.

—¡Claro que sí! Incluso comentamos con él una exposición en la National Geographic Society, fotografías de la Patagonia. Me dijo lo bonitas que le habían parecido a Catherine; grandes extensiones de terreno virgen; todo en pálidos colores desvaídos por el viento, luces y sombras. Era espléndida.

—¿Catherine habló con alguien más sobre esas cuestiones financieras?

Hythe lo pensó un rato y luego miró a Narraway a los ojos.

—Lo dudo. Habida cuenta de lo que me dijo, deduje que yo era la única persona en quien confiaba.

—Recurrió a usted en busca de información financiera, pero ha dicho que era una mujer afectuosa, divertida, encantadora.

—¡Lo era!

—¿Y Quixwood era frío, incapaz de comprenderla? —insistió Narraway.

—Sí.

—De modo que se sentía sola, ¿desesperadamente sola, quizá?

Hythe tragó saliva con una expresión dolorida.

—Sí. —Tenía la voz ronca por la emoción, la culpa y quizá la piedad—. Pero no me aproveché de eso. No abrigaba el menor deseo de hacerlo. La apreciaba… me importaba… pero no la amaba.

Se abstuvo de añadir juramentos o súplicas, y de ahí que sus palabras cobraran más fuerza.

—¡Por Dios, piense, hombre! —Narraway se inclinó hacia delante e imprimió una nota de desesperación a su voz. La oyó y se obligó a hablar con más calma—. Quienquiera que la violara, ¡ella lo dejó entrar! —Tragó saliva con dificultad—. Confiaba en él. No tenía miedo de estar a solas con él. No avisó al mayordomo ni a la doncella, ni siquiera a un lacayo. ¿Qué conclusión saca usted?

—Que lo conocía —dijo Hythe abatido. Negó con la cabeza—. No parece algo propio de Catherine, al menos no de la que yo conocía.

—Puesto que la conocía, ¿cómo lo explica? —inquirió Narraway—. ¿Qué cree que sucedió?

—¿Piensa que no he intentado entenderlo? —dijo Hythe desesperado—. Si dio permiso al servicio para que se retirara significa que no esperaba visitas. Me extraña que Catherine dejara entrar a alguien estando sola. No era propio de ella ser tan descuidada. Sería innecesariamente peligroso. ¿Y si un lacayo iba a comprobar que la puerta estuviera bien cerrada o el mayordomo a preguntarle si deseaba algo más antes de retirarse? ¿No es eso lo que ocurrió?

—Más o menos —confirmó Narraway—. Pero dejó entrar a alguien; esto es lo que realmente ocurrió.

—Tuvo que ser alguien a quien no esperaba —arguyó Hythe.

—¿Por qué lo dejó entrar? —insistió Narraway—. ¿Por qué haría algo así la mujer que usted conocía?

—Debía ser alguien a quien conocía y a quien no temía —contestó Hythe—. A lo mejor le dijo que estaba herido o que tenía algún problema. Se lo creería e intentaría ayudar.

Se calló de golpe. No exteriorizó su dolor, pero lo llevaba tan marcado en el rostro que resultaba inequívoco.

Con un sobresalto a causa de la pérdida, seguido de una aguda sensación de miedo, Narraway se dio cuenta de que al menos en aquello lo creía. Hythe no había violado a Catherine ni la había golpeado. Lo había hecho otro, pero Hythe iba a enfrentarse al juicio. Y no había otro sospechoso.

¿Quién iba a defenderlo ante el tribunal, aunque solo fuera para sembrar una duda razonable? Eso no limpiaría su nombre, pero la culpa lo llevaría a la horca, y encontrar después al verdadero responsable poco importaría. Hythe estaría muerto, y Maris viuda y sola.

—¿Tiene un abogado, un letrado de primera clase? —preguntó Narraway.

Fue como si le hubiese dado un puñetazo. Hythe regresó de golpe al presente.

—Todavía no. No… no conozco a ninguno… —contestó, dejando la frase inconclusa.

—Le encontraré a alguien —prometió Narraway en un arrebato.

—No puedo pagar mucho —comenzó Hythe.

—Lo convenceré para que lo defienda gratis —dijo Narraway, dispuesto a pagarlo él mismo si era necesario. Ya tenía a un hombre en mente, y hablaría con él aquella misma tarde.

Se quedó solo un rato más, repasando de nuevo los hechos con todo detalle para tenerlos bien claros. Luego se despidió y fue directamente de la prisión al bufete de Peter Symington en Lincoln’s Inn Field, que quedaba bastante cerca. Si había un hombre que podía aceptar la defensa de Alban Hythe con alguna posibilidad de ganar, era él.

Narraway insistió en ver a Symington de inmediato, valiéndose de más influencia de la que tenía para vencer la renuencia del pasante.

Encontró a Symington de pie en medio de su despacho alfombrado, con un libro encuadernado en piel en la mano. Estaba claro que lo habían interrumpido contra su voluntad. Era un hombre apuesto de cuarenta y pocos años. Sus rasgos más notables eran su abundante pelo rubio, cuyos rizos ni el barbero podía domeñar, y el radiante encanto de su sonrisa.

—¿Milord? —dijo a media voz, con cierta reprobación.

Narraway no se disculpó.

—Se trata de un asunto urgente que no admite demora —explicó mientras el pasante cerraba la puerta a sus espaldas.

—¿Lo han acusado de algo? —preguntó Symington con curiosidad.

Narraway no estaba de humor para frivolidades.

—El inspector Knox ha acusado a un hombre de la violación de Catherine Quixwood y por tanto, moralmente, en la mente del jurado, de su asesinato. Me gustaría que lo defendiera. Creo que es inocente.

Symington pestañeó.

—¿Le gustaría que lo defendiera? ¿Acaso ese hombre significa algo para usted, para el gobierno o para la Special Branch? ¿O se trata tan solo de que usted piensa que es inocente? —Su tono era divertido y curioso a la vez—. Me figuro que él le dijo que lo es. —Dejó el libro sobre el escritorio, cerrado, como si ya no le interesara—. ¿Por qué yo? ¿O soy el único a quien considera lo bastante tonto para aceptar el caso?

Narraway sonrió a su pesar.

—En realidad, por lo segundo —admitió—. Pero usted también es el único que perseveraría el tiempo suficiente para tener una posibilidad de ganar. Creo sinceramente que es inocente y que hay algo muy gordo y muy feo detrás de este asunto; quizá más de una cosa. Sin duda alguien violó y golpeó con tanta saña a la señora Quixwood que la mató. Era una mujer divertida, valiente y guapa. Merece justicia, pero más importante aún es sacar de las calles a quien lo hizo y meterlo donde no pueda hacer daño a nadie más.

—¿Como una tumba? —dijo Symington, enarcando las cejas.

—Eso estaría muy bien —corroboró Narraway—. ¿Aceptará el caso? Quisiera que Hythe creyera que lo hace gratis porque no dispone de medios para satisfacer su minuta. Le pagaré yo mismo, pero él no debe saberlo. Y si duda de que sea capaz de mentir sobre esto, o sobre cualquier otra cosa que juzgue necesaria, es usted tonto.

Symington lució de nuevo su cautivadora sonrisa.

—No soy tonto, milord. Este caso es todo un desafío. Creo que puedo hacerle un hueco en mi escritorio para dedicarle plena atención. Sopesaré la cuestión de mis honorarios y le enviaré la minuta que estime oportuna. Le doy mi palabra de que Hythe creerá que lo hago por amor a la justicia.

—Gracias —dijo Narraway sinceramente—. Muchas gracias.

Titubeó, preguntándose si iba a arriesgar el frágil hilo de confianza que acababa de establecer con Symington, y sin embargo era el único indicio que tenía de cualquier otra explicación que no fuera la culpa de Hythe. Pero también creía que al menos en cierto sentido Hythe estaba mintiendo o, en el mejor de los casos, que ocultaba algo obstinadamente.

Symington aguardaba a que hablara.

—Hythe admitió haberse visto con Catherine Quixwood tantas veces como dan a entender sus agendas, pero dijo que las citas las acordaba ella. Según él, quería que la asesorara en cuestiones financieras.

—¿Y usted se lo creyó? —preguntó Symington—. Si Hythe tiene alguna prueba, ¿por qué no se lo contó a Knox?

—No lo sé —admitió Narraway—. Está mintiendo a propósito de algo pero no sé de qué se trata.

—¿Y aun así piensa que no la mató? —inquirió Symington desconcertado, que no enojado.

—Sí —contestó Narraway, incapaz de explicar por qué—. Creo que sí.

—Lo intentaré —prometió Symington.

—Gracias —dijo Narraway otra vez.

Al atardecer Narraway salió más tarde de lo usual para visitar a una dama a solas, especialmente tratándose de alguien a quien apenas conocía. En la sala de estar de casa de los Hythe le contó a Maris lo que había logrado.

Maris estaba tan pálida que su vestido oscuro, más adecuado para el otoño que para el verano, borraba de su rostro hasta el último resto de vitalidad. No obstante, mantenía su compostura y la espalda erguida, con la cabeza bien alta, delante de él. Solo cabía imaginar el esfuerzo que le costaba.

—¿Y este tal señor Symington defenderá a mi marido a pesar de las pruebas? —preguntó—. ¿Por qué? No puede saber que Alban es inocente. No lo conoce. Y no podemos pagar la suma que un hombre como el que describe pedirá.

Procuraba mantener el dominio de su voz y faltó poco para que no lo lograra. Se calló antes de quedar mal, al menos en su propia autoestima.

—Entonces no lo he descrito muy bien —se disculpó Narraway—. A Symington le importa mucho más el caso que el dinero.

Maris estudió el semblante de Narraway un momento, escrutando sus ojos para decidir si le estaba mintiendo o si estaba recurriendo a evasivas. Finalmente llegó a la conclusión de que no. A su entender, era la verdad, y no conocía tan bien a Narraway como para ver a través de su sutileza o su experiencia. Nadie lo hacía excepto quizá Vespasia, y abrigaba la sospecha de que ella le leía el pensamiento más a menudo de lo que le permitía saber.

La respuesta de Maris se vio interrumpida por una doncella que abrió la puerta para decirle que el señor Rawdon Quixwood había llegado y deseaba hablar con ella.

Narraway se sobresaltó, pero al volverse hacia la doncella vio que su rostro era totalmente inexpresivo. Era evidente que no estaba sorprendida.

Maris se mostró complacida.

—Gracias. Hágalo pasar, por favor —ordenó.

La doncella se retiró obedientemente y Maris se volvió hacia Narraway.

—Ha sido muy atento. A pesar de su propia aflicción, ha encontrado tiempo para visitarme y garantizarme su ayuda. —Bajó los ojos—. A veces temo que considera que Alban es culpable, pero su amabilidad conmigo ha sido constante. —Esbozó una sonrisa atribulada—. Tal vez sienta que somos compañeros en la desgracia, y me falta valor para decirle que no es así dado que parece que Catherine tenía un trato más familiar con alguien de lo que debería haber sido. Preferiría con mucho pensar que no es verdad, pero no tengo argumentos lógicos.

No tuvo tiempo de añadir algo más antes de que Rawdon Quixwood entrara. Su semblante estaba menos apagado, tal vez debido a que por fin habían arrestado a alguien por el crimen, aunque sin duda su pérdida debía seguir siendo igual de amarga.

—Maris, querida… —comenzó, y de súbito se dio cuenta de que Narraway también estaba en la sala. Se refrenó enseguida, pero su semblante no estaba en absoluto ensombrecido—. ¡Lord Narraway! Qué alegría verle. Me pregunto si hemos venido con la misma misión. Me temo que puedo ofrecer poco consuelo. ¿Quizás usted tiene mejores noticias?

Narraway miró a Quixwood a los ojos pero no supo descifrar sus pensamientos. Se le ocurrió la idea de que el esfuerzo por ocultar su dolor quizá fuese la única manera en que Quixwood pudiera apartarlo de su mente.

Aun así, Narraway se sintió renuente a confiar en él o a arriesgarse a herirlo más profundamente con la posibilidad de que en realidad no hubiesen atrapado al violador de su esposa y, moralmente, su asesino.

—Todavía estoy investigando —contestó con serenidad—. Sin demasiado éxito por ahora, pese a toda la información que he encontrado. Oigo historias contradictorias acerca de la señora Quixwood.

Quixwood encogió ligeramente los hombros, con un gesto lleno de gracia.

—Me figuro que muestran la consabida piedad para con los muertos que ya no pueden defenderse por sí mismos. Es de agradecer. A las mujeres que son… agredidas… a menudo se les echa la culpa en la misma medida que a los hombres que las agreden. Los eufemismos y los silencios ocasionales son un detalle.

—Pero no muy útiles —señaló Narraway—. Hay que saber la verdad si queremos que se haga justicia para todas las personas implicadas.

Maris indicó a los dos hombres que tomaran asiento. En cuanto se hubieron acomodado, Quixwood prosiguió.

—Justicia. —Dio vueltas a la palabra en su mente—. Al principio deseaba justicia para Catherine con las mismas ansias que un hombre hambriento desea comida. Ahora estoy menos seguro de que sea lo que realmente deseo. El silencio quizá sea más compasivo. Al fin y al cabo, ya no puede hablar por sí misma.

Maris bajó la vista a las manos que tenía entrelazadas en su regazo, con los nudillos blancos.

—Rawdon, usted ha sido el colmo de la amabilidad conmigo —dijo gentilmente—. Pese a que sea mi marido a quien la policía ha detenido por el daño irreparable infligido a su esposa. Pero Alban no es culpable y también necesita que se le haga justicia. Aparte de eso, ¿no desea que atrapen al verdadero monstruo antes de que le haga algo parecido a otra mujer?

El rostro de Quixwood reflejó un conflicto interior tan profundo, tan intenso, que apenas podía estarse quieto. Retorcía las manos en el regazo con más fuerza que Maris. En ese instante Narraway supo sin el menor asomo de duda que Quixwood estaba convencido de que Hythe era culpable, y que estaba allí para hacer lo que pudiera por ayudar a Maris a enfrentarse a ese hecho. Era un gesto de una generosidad asombrosa. ¿Qué sabía él que Narraway y Maris ignoraban?

Quixwood seguía buscando las palabras adecuadas con la vista puesta en el rostro de Maris, trasluciendo preocupación y casi ternura.

—No creo que sea probable —dijo al fin—. Es mucho mejor que no sepa los pormenores, pero le aseguro que no fue un maníaco que escogía sus víctimas al azar. Fue algo muy personal. Por favor, deje de pensar en ello. Tiene que preocuparse de su propio bienestar. Si puedo hacer algo para ayudarla, lo haré. —Esbozó una sonrisa irónica y autodenigrante—. Me haría un favor. Así tendría a alguien en quien pensar aparte de mí.

La gratitud demudó el semblante de Maris, y también una muy sincera admiración. Narraway vio que Quixwood reparaba en ello y pensó que sin duda le había proporcionado una pizca de consuelo.

Al día siguiente, Narraway se personó temprano en el club donde aún seguía viviendo Quixwood. Tuvo que aguardar a que se levantara y entrara en el comedor para desayunar. Lo acompañó sin pedir permiso porque no estaba dispuesto a aceptar una negativa.

Quixwood se sorprendió, pero no puso ninguna objeción. Contempló a Narraway con cierta curiosidad.

Narraway sonrió mientras terminaba de pedir arenques ahumados y una tostada al camarero. En cuanto este se marchó, contestó a la pregunta tácita de Quixwood.

—Me cuentan relatos diferentes acerca de Catherine —dijo, observando los ojos de Quixwood—. Doy por hecho que usted la amaba, pero también la conocía mejor que nadie. Nada tiene por qué salir a colación ante el tribunal y mucho menos en los periódicos, pero creo que ya va siendo hora de que hablemos de ella sin el centelleante velo de compasión que habitualmente envuelve a los fallecidos.

Quixwood suspiró, pero no aparentó oponer resistencia. Se echó un poco hacia atrás y sus ojos negros buscaron los de Narraway.

—¿Piensa que no fue Alan Hythe quien la mató? —preguntó con inquietud—. Maris sufrirá una amarga decepción, si lo es. Todavía cree en él.

Narraway no contestó a la pregunta directamente.

—Si Catherine y Alban Hythe eran amantes, ¿por qué demonios iba a volverse contra ella de esa manera? —dijo en cambio. Era una pregunta razonable.

—¿Acaso importa ahora? —contestó Quixwood. Arrugó la cara como si estuviera contemplando deliberadamente la idea, obligándose a verla para luego suplicar que fuese ignorada.

—Si vamos a condenar a ese hombre y a ahorcarlo, debe tener sentido —dijo Narraway crudamente.

Quixwood hizo una mueca de dolor.

—Sí, por supuesto, tiene razón —concedió. Comenzó a hablar en voz muy baja. Mantenía los ojos bajos, como si lo avergonzara verse obligado a aceptar semejante argumento.

»Catherine era una mujer muy sentimental y muy guapa. Usted nunca la vio viva, de lo contrario lo entendería. Detestaba asistir al tipo de recepciones en las que usted y yo sería fácil que coincidiéramos. Y, si quiere que le diga la verdad, nunca la presionaba para que lo hiciera. No solo por amabilidad sino porque era tan encantadora, tan vivaz, que atraía la atención sin darse cuenta y sin saber cómo reaccionar.

Narraway estaba perplejo, pero no lo interrumpió.

—Le encantaba captar la atención —prosiguió Quixwood, cuyo rostro reflejó afecto por primera vez desde la noche en que murió Catherine—. Reaccionaba a ella como una flor reacciona al sol. Pero también se aburría con facilidad. Cuando una persona no estaba a la altura de las expectativas que ella ponía en su sapiencia, o si carecía del imaginativo entusiasmo que la caracterizaba, dejaba de tratarla. Podía causar, en el mejor de los casos, cierto grado de embarazo.

Por fin levantó la vista y miró a Narraway a los ojos.

—La amaba, pero también aprendí a no tomarme demasiado en serio sus repentinas pasiones, pasaba buena parte de su vida en un mundo de su propia creación: volátil, entretenido, pero bastante irreal. —Se encogió de hombros—. Me temo que el joven Alban Hythe no tenía ni idea de que fuera tan voluble, tan… inconstante.

Hizo un gesto de rechazo con sus manos fuertes y huesudas.

—Catherine no era cruel, pero tampoco tenía noción de hasta qué punto un joven idealista y más bien ingenuo podía enamorarse de ella y, al ser rechazado por ella, sentirse profundamente traicionado.

Pestañeó y miró hacia otro lado.

—Si eran amantes o él creía que ella le había insinuado que lo serían y luego, inopinadamente, Catherine tuvo la sensación de que no estaba a la altura de lo que había esperado de él, Hythe se sentiría engañado. Quizás había lastimado irreparablemente a una esposa que lo adoraba en favor de una mujer que era incapaz de ser leal, que había construido un castillo de naipes con sus sueños para después destruirlo delante de él. ¿Ve lo que quiero decir?

Narraway lo veía. Era una imagen convincente, espantosamente creíble. Y, sin embargo, no estaba seguro de creérsela. ¿Tal vez el cuerpo adorable y maltratado de Catherine también lo había engañado a él, incluso después de la muerte?

—¿Y luego tomó láudano para acabar con su propia vida? —preguntó, con más aspereza de la que pretendía.

—A lo mejor se dio cuenta de lo que había hecho —dijo Quixwood, apuntando un gesto de impotencia con las manos sin apenas moverlas—. Era apasionada, pero no fuerte. Si lo hubiese sido, habría vivido en el mundo real…

Dejó el resto de la frase y sus implicaciones en suspenso.

—Gracias —contestó Narraway enseguida, justo cuando el camarero llegaba con sus arenques ahumados y panceta, huevos, salchicha y riñones en salsa picante para Quixwood. Ambos volvieron su atención, con poco entusiasmo, hacia la comida y otros temas de conversación, más triviales, mientras el comedor se iba llenando.

Al salir del club Narraway decidió que todavía no sabía suficiente acerca de Catherine Quixwood. La mujer que su marido había descrito era muy diferente de la que Alban Hythe había visto y creído conocer, y que tanto le había gustado. Y ambas eran diferentes de la que Narraway había visto muerta.

¿Quién lo habría sabido todo sobre ella, juntando las piezas dispares en un todo, por complejo que fuera? Nadie deseaba hablar mal de los muertos, y menos aún si habían fallecido de una manera tan horrible.

Y luego, por supuesto, estaba la cuestión de culparla en cierta medida, de modo que la tragedia fuese exclusivamente suya y no pudiera afectar a nadie más. La seguridad siempre se anteponía incluso a la compasión por los muertos. El miedo a la violación penetraba hasta la médula de los huesos.

¿Tendría algún sentido pedir ayuda a Knox? Probablemente no. Había arrestado a Alban Hythe, lo cual significaba que se había formado una imagen de Catherine que ahora no podía permitirse modificar.

Tal vez la persona que mejor conoce a una mujer sea su doncella. Pero ¿Flaxley hablaría con franqueza? En todos los años de trabajo en casa de los Quixwood había sido leal, tal como casi invariablemente lo eran las doncellas. El caso contrario, si se diera a conocer, la descalificaría para encontrar otro puesto en el futuro. Aun así, seguía siendo la mejor persona a quien preguntar.

Narraway bajó a la calzada, paró un coche de punto y dio la dirección de casa de los Quixwood al conductor.

Entonces se le ocurrió el evidente camino opuesto como si de súbito se hiciera de día. Si había alguien capaz de convencer a una criada leal para que comentara con detalle el carácter de su señora, esa era Vespasia.

Se inclinó hacia delante y llamó con los nudillos al conductor, a quien pidió que lo llevara a casa de Vespasia.

—La verdad, Victor —dijo Vespasia un tanto sorprendida cuando Narraway le contó lo que quería que hiciera—. ¿Y qué puedo decirle a esa pobre mujer como motivo para que yo considere que el carácter de su señora es asunto mío?

Estaban sentados en la sala de día, toda colores frescos y llamativos marcos blancos en las ventanas. Había un jarrón de rosas blancas tempranas sobre la mesa baja, y el sol que entraba por las cristaleras era cálido y brillante. Pese a la razón de su visita, Narraway fue consciente de su propio relajo. Se estaba extraordinariamente a gusto allí, como si las proporciones y la elegancia de la habitación le resultaran familiares debido a un recuerdo medio escondido.

—Perdona —dijo. Se encontró contándole no solo lo que Alban Hythe había dicho sobre Catherine y luego lo que había dicho el propio Quixwood, sino también sus propias impresiones y la profundidad del sentimiento que despertaban en él la atrocidad y la pérdida de algo mucho más amplio que el asesinato de una mujer.

Vespasia lo estuvo observando muy seria todo el rato, sin interrumpir.

—Entiendo —dijo cuando estuvo segura de que Narraway no tenía más que añadir—. No es posible que ambas opiniones sean completamente ciertas, y tal vez ninguna lo sea. Es curioso verte como te ven los demás, y me imagino que rara vez resulta cómodo. —Sonrió muy levemente—. Me alegra mucho saber que no estaré presente en mi funeral, no tener que escuchar elogios que me hagan parecer bastante irreal ni sentir el desagrado que no sabía que ciertas personas sentían por mí tras la máscara de los buenos modales.

Un frío glacial se apoderó de Narraway. Nunca había imaginado que Vespasia pudiera morir. La idea le resultó tan dolorosa que se quedó impresionado.

—Querido, no te pongas trágico —dijo Vespasia con un ligero movimiento de la cabeza—. Entiendo muy bien la necesidad de que alguien hable con ella y tu argumento de que debería ser yo es perfectamente razonable. Descuida, que lo haré.

—Gracias —dijo Narraway con cierta torpeza, temeroso de que Vespasia entendiera qué era lo que realmente le había afectado tanto.

Narraway cenó con Vespasia la noche siguiente. Decidió que debía ser una cita formal, una cena en el mejor restaurante que conocía. Por su propio placer, deseó comportarse como si fuese una celebración en lugar de la investigación del último acto de una tragedia.

Vespasia lo halagó vistiéndose con todo el glamour que había asociado a ella desde el día en que se conocieron. Lucía gruesa seda marfil con encaje de guipur en el cuello y sobre el canesú, y, como tantas veces, la complementó con sartas de perlas. El personal del restaurante lo conocía y lo trataron con respeto, pero se dio cuenta de que otros comensales, en concreto varios caballeros y parlamentarios, lo miraban con envidia.

Vespasia se comportaba con la despreocupación que cabía esperar de ella, pero Narraway también reparó en un leve rubor de placer en sus mejillas. Tuvo ganas de preguntarle si había logrado enterarse de algo, pero habría resultado impropio hacerlo tan pronto.

Ya estaban tomando el postre, una exquisita tarta francesa de manzana, cuando fue ella quien sacó el tema.

—Hablé un buen rato con la doncella de Catherine —dijo, dejando el tenedor en el plato—. Al principio, como es natural, fue renuente a decir cualquier cosa que no fueran las respetuosas alabanzas que le dictaba la lealtad. Me temo que me tomé la libertad de decir que si no enjuiciábamos al verdadero culpable, quienquiera que este fuera pasaría desapercibido y muy probablemente cometería un crimen similar contra otra mujer. No tengo la certeza de que sea verdad, pero estoy casi convencida de que la propia Catherine no desearía tal cosa.

—Siento decir que probablemente sea verdad —contestó Narraway con gravedad—. ¿Qué te contó? ¿Quixwood tiene razón en cuanto a Catherine?

—No —contestó Vespasia categóricamente—. Aunque, por supuesto, no puedo decir si él cree que la tiene. Está bastante claro que Catherine no encontró en él el amor ni la amistad que deseaba. La defensa de Quixwood contra eso quizás haya sido considerarla la causa del problema en lugar de achacárselo a sí mismo, o simplemente consideraba que eran incompatibles.

—¿Estás segura de que la doncella solo estaba siendo leal? —presionó Narraway.

Vespasia sonrió.

—Sí, Victor, estoy bastante segura. He tenido doncellas toda mi vida. Puedo leer entre líneas en lo que dicen o dejan de decir.

Los ojos le brillaban divertidos y sin el menor atisbo de impaciencia, ninguna condescendencia. Narraway tuvo la inequívoca sensación de que estaba complacida de que le hubiese pedido ayuda.

—¿Te apetece un Armagnac, tal vez? —dijo impulsivamente.

—El champán es suficiente para mí —contestó Vespasia sonriendo.

Narraway titubeó.

Ella miró al trasluz el vino espumoso de su copa y enarcó sus delicadas cejas.

—¿Acaso no es champán? —preguntó.

Por un momento, Narraway no supo si era un cumplido. Acto seguido, al mirarla a los ojos, lo entendió y se encontró sonrojándose de placer, no sin cierta timidez. Alzó su copa hacia ella sin contestar.

Por la mañana Narraway fue en busca de Knox otra vez. Comenzó por la comisaría, donde le dijeron que había habido una reyerta en los muelles y que Knox estaba allí.

Narraway consiguió la ubicación concreta, dio las gracias al agente y salió en busca de un coche de punto que lo llevara al río. No era un trayecto largo pero llevó su tiempo, zigzagueando entre el tráfico, denso a esas horas del día, con las calles atestadas de carros fuertes, carromatos y hombres y mujeres que iban a pie, atareados con sus mandados matutinos. Se cruzó con gabarreros, estibadores, gruistas, jefes de caravanas y barqueros ya metidos en faena. Las gaviotas volaban en círculos y se lanzaban en picado, gritando en su lucha por los peces. Río arriba y abajo, Narraway vio hileras de barcazas dejándose llevar por la marea, mientras en la tierra de la otra orilla oía los gritos de los hombres y el retumbo de ruedas sobre el adoquinado desigual.

Encontró a Knox en la grada de piedra donde había tenido lugar la pelea, con el cuello de la chaqueta levantado hasta las orejas y el viento azotándole el pelo.

Afortunadamente nadie había muerto en la reyerta, aunque en el suelo todavía había sangre de una herida de arma blanca.

—Me consta que no quería que Hythe fuese culpable —comentó Knox después de saludarlo—. Yo tampoco. A veces no entiendo en absoluto a la gente. Hubiese jurado que no había sido él, pero, con esa carta, es indiscutible. —Metió las manos en los bolsillos del abrigo—. Y no me venga con que no es su letra, porque lo es. Lo primero que hice fue que lo comprobaran expertos en falsificaciones. Aunque no sé por qué me molesté en hacerlo. Tampoco es que tengamos otros sospechosos.

Narraway se sintió aplastado por la lógica del argumento.

—Entonces hemos pasado algo por alto en este caso —contestó testarudo, aunque no se le ocurría el qué.

Knox lo miró perplejo, con el ceño fruncido.

—¿Nunca se ha encontrado con que un traidor o un dinamitero era quien menos esperaba, milord? ¿Nunca ha descubierto que un anarquista que quería hundir el orden social establecido era en realidad un tipo la mar de simpático si lo conocía en un pub?

—Sí, por supuesto —contestó Narraway irritado—. Pero Hythe realmente la apreciaba y la comprendía mejor que su marido.

Knox encorvó los hombros y se arrebujó con el abrigo como si tuviera frío aunque el viento que soplaba desde el río era templado.

El agua chapaleteó ruidosamente contra la piedra cuando la estela de una hilera de gabarras llegó al muelle.

—Milord, ambos sabemos lo que le hicieron a la señora Quixwood. Piense lo que quiera acerca de Hythe, pero si es el culpable, y ahora mismo es el único acusado, no hay aprecio ni comprensión que valgan entre él y Catherine Quixwood.

Narraway no respondió. Se quedó contemplando el agua bajo el sol. La marea creciente limpiaría las manchas de sangre que había junto a sus pies, pero, recordando las heridas que le describió el doctor Brinsley, pensó que nada lo libraría de las imágenes ni de la tristeza que embargaba su ánimo.