6

Vespasia estaba muy atribulada por la terrible muerte de Angeles Castelbranco. No paraba de darle vueltas en la cabeza. Se despertó en plena noche y encendió la luz de su elegante dormitorio. Necesitaba ver sus pertenencias en torno a ella y arraigarse de nuevo a su propia vida, con la belleza y los placeres a los que estaba acostumbrada. Eso traía forzosamente aparejada la profunda y casi reprimida soledad que subyacía a todo ello. Al menos estaba a salvo de todo excepto de la enfermedad y la edad. Tal como los acontecimientos de unas pocas horas antes en Dorchester Terrace le habían recordado tan dolorosamente, nadie se libraba de ellos. La muerte no tenía por qué ser dulce, ni siquiera en tu propia casa. No había más respuestas que el coraje y la fe en una bondad suprema más allá de la limitada visión de la carne.

De poco le servían ahora a Isaura Castelbranco; y Angeles, pobre chiquilla, ya no podía recurrir a ninguna de las dos.

Ahora bien, quien hubiere ocasionado su muerte, incluso indirectamente —y Vespasia estaba convencida de que alguien lo había hecho—, no tenía por qué quedar fuera del alcance de la justicia y, quizá todavía más importante, impedirle que hiciera algo semejante otra vez.

Se había enterado de la muerte de Catherine Quixwood, y ahora se especulaba con que se la había provocado ella misma, cosa que, en cierto sentido, era igual de penoso. Sabía que Victor Narraway se había implicado en el caso y se preguntaba si realmente se percataría del horror que ocultaba un acto tan desesperado. Se dio cuenta de que le daba miedo abordarlo en relación a ello porque le dolería que no pudiera, o no quisiera, captar el alcance de ese sufrimiento.

El miedo tomó la decisión por ella. Si le daba miedo, tenía que afrontarlo. El miedo del que huías te perseguía con una creciente oscuridad que finalmente te consumía. El miedo al que te enfrentabas quizá lastimara todas las esperanzas, pero no te arrebataba la valentía ni la identidad.

Envió una nota a Victor, proponiéndole almorzar juntos en uno de sus restaurantes favoritos y, al llegar, lo encontró aguardándola. Había unas cuantas mesas al aire libre, bien separadas unas de otras, bajo la moteada sombra de los árboles. Estaban puestas con manteles blancos, y la luz trémula arrancaba destellos a las copas de cristal de roca. El aire olía a tierra y a flores, y el murmullo del río cercano facilitaba conversar en privado.

Victor la saludó con evidente placer. Durante los primeros minutos estudiaron la carta y eligieron lo que iban a comer, como si nada feo o sórdido se entrometiera jamás en la belleza de su mundo.

Cuando los hubieron servido y el camarero se retiró, Vespasia por fin abordó el tema que la había llevado a organizar la cita.

—¿Cómo va el caso concerniente a la muerte de Catherine Quixwood?

Procuró que su pregunta sonara como si su interés se debiera a cierta preocupación más que a una angustia.

Victor no contestó de inmediato, sino que le estudió el semblante, buscando lo que había detrás de sus palabras.

Vespasia se sintió tonta. Tendría que haber sabido que, pese a sus muchos años de experiencia en sociedad diciendo una cosa y queriendo decir otra, no lo podía engañar. Victor no era mucho más joven que ella, y había pasado buena parte de su vida en la Special Branch.

—Tengo un motivo para preguntarlo —dijo Vespasia, y acto seguido se dio cuenta de que estaba dando una explicación que no le habían pedido. Sonrió—. ¿Soy transparente?

Victor contestó con una pronta sonrisa.

—Sí, querida, hoy lo eres. Pero ¿acaso tú y yo hemos hablado ociosamente alguna vez, buscando cosas que decir?

Vespasia notó que se sonrojaba, pero era por placer, no por desasosiego.

—Tal vez debería ser franca desde el principio. Me parecía un poco torpe serlo mientras almorzábamos.

Los ojos de Narraway eran tan oscuros que parecían negros al estar de espaldas a la luz. De pronto los abrió, revelando cierta sorpresa.

—Inquietante, tal vez, directa, siempre, pero nunca torpe. ¿Es mi implicación lo que temes que sea inapropiado? ¿O se trata de algo en relación con la propia Catherine Quixwood? ¿La conocías?

—No. Que yo sepa, nunca llegamos a vernos —dijo con un extraño matiz de arrepentimiento—. Y no se me hubiese ocurrido que te comportaras de manera distinta a como siempre lo has hecho. Es el tema de… —Se encontró reacia a emplear la palabra y, sin embargo, andarse con eufemismos era una especie de insulto a las víctimas, como si se le restara importancia—. El tema de la violación —dijo con claridad. No estaban lo bastante cerca de los demás comensales para que los oyeran—. Me temo que puede haberse dado otro incidente con un final igualmente trágico, y no estoy segura de qué es lo mejor que puedo hacer.

El semblante de Narraway transmitió una profunda preocupación.

—Cuéntame —dijo sin más.

Sin levantar la voz ni entrar en detalles le refirió lo que había sucedido durante la fiesta en la que Angeles Castelbranco había encontrado la muerte. La sorprendió e incluso avergonzó un poco constatar que le dolía la garganta por el esfuerzo de mantener el dominio de sí misma. No había sido su intención que Narraway se enterara de la profundidad de sus sentimientos. La hacía más vulnerable de lo que deseaba.

—No podías haber hecho nada —dijo Narraway amablemente cuando ella hubo terminado. La compasión de su mirada, su casi ternura, la alcanzó como un filo vivo, despertando otros sentimientos más complejos.

—No lo intenté —dijo Vespasia con severidad.

—¿Intentar qué? —preguntó él—. Por lo que dices, todo ocurrió en un instante. ¿Qué podrías haber hecho?

Vespasia respiró profundamente y bajó la vista al mantel y a la plata y el cristal dispuestos en la mesa, que todavía titilaban a la luz cambiante por la brisa que removía las hojas encima de ellos.

—Sabía que algo iba mal desde hace varios días —contestó Vespasia—. Tendría que haber actuado entonces. No me percaté de lo grave que era la situación. Vacilé, como si hubiera tiempo que perder.

—¿Quieres decir que lo sabías con certeza o que lo veías como algo posible? —dijo Narraway.

—Deja de buscar excusas, Victor. De nada sirve.

—¿Qué es lo que quieres que diga? —preguntó él razonablemente.

A Vespasia se le enardeció el ánimo de una manera nada propia de ella. Quería arremeter contra Narraway por ser tan condescendiente y no atinar en absoluto, pero le constaba que hacerlo sería injusto. Bebió un sorbo de vino y volvió a dejar la copa en la mesa.

—Creo que Angeles pudo ser agredida, posiblemente violada, y que por eso reaccionó tan alterada ante el joven Forsbrook. Estaba aterrorizada, de eso estoy más que convencida. Lo que no sé es qué hacer ahora al respecto.

—¿Pitt está informado? —inquirió Narraway.

—Me figuro que sí; desde luego Charlotte lo está. Pero no es un asunto para la policía, y mucho menos para la Special Branch. Dudo mucho que los Castelbranco presenten una denuncia. Son extranjeros, en muchos sentidos están solos en un país extraño que ha traicionado su confianza de la manera más abominable.

—Vespasia… —comenzó Narraway.

—Ya lo sé —dijo ella enseguida—. No tengo derecho a inmiscuirme, y si lo hago es probable que solo empeore las cosas. Pero al margen de lo que la ley piense, es un agravio monstruoso, y si puedo hacer algo, tengo que hacerlo. No estoy involucrada con la policía, la ley ni el gobierno. Hay vías de investigación que yo puedo explorar y ellos no. Y dispongo del tiempo que haga falta.

—Podría ser peligroso —señaló Narraway con urgencia, arrugando el rostro con preocupación—. Pelham Forsbrook es un hombre muy poderoso y tú no dispones de pruebas que demuestren que no fue una simple tragedia. Tú…

Vespasia lo fulminó con la mirada.

Narraway dejó de hablar y sonrió, pero no bajó los ojos.

Ella se dio cuenta con sorpresa de que la mirada con la que podía paralizar a casi todo el mundo no surtía efecto con él, pero tampoco apartó la vista.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Narraway—. Aparte de discreción, que ya la tienes.

—Quiero saber qué hace la ley en los casos de violación, cuando están seguros de que se ha cometido. Qué está haciendo ese policía para descubrir quién violó a Catherine Quixwood —contestó Vespasia.

Vio que el rostro de Narraway se ensombrecía en el acto, como si el recuerdo tocara una herida ya de por sí dolorosa.

—Según parece, quien la agredió era alguien que ella conocía, y lo dejó entrar en su casa sin ningún temor —dijo Narraway simplemente—. La violación fue impetuosa y brutal, pero en realidad no fue lo que la mató. Catherine se las arregló para gatear hasta el armario y servirse una copa de madeira, en la que había mezclado una buena cantidad de láudano. Diríase que es un sitio extraño para guardar láudano, pero al parecer era así. Le gustaba tomarlo con vino, quizá para enmascarar el sabor, o incluso para hacer como que solo bebía alcohol. No lo sé.

Vespasia se quedó pasmada. Era la última respuesta que esperaba oír. Entonces las consecuencias se agolparon en su mente y se sintió aplastada por su inevitabilidad. Culparían a la propia Catherine. Que bebiera láudano se interpretaría como una vergüenza, una admisión de alguna clase de culpa. El hecho de que hubiese abierto la puerta a su agresor se vería como una invitación a la intimidad, no como una muestra de su inocente confianza en ese hombre.

Narraway la observaba. Vio dolor y confusión en sus ojos y se preguntó en qué medida entendía lo que la gente diría y cuál sería la carga adicional para Quixwood: el bochorno de la confusión y el enojo, la conciencia de que su vida también había sido violada.

—Entiendo —dijo Vespasia en apenas un susurro.

—Yo no —contestó Narraway—. En realidad, no lo entiendo. No logro apartarlo de mi mente. La idea de que otro ser humano haya experimentado semejante horror y sufrimiento no me abandona, como si una parte de mí mismo hubiese quedado afectada para siempre.

Vespasia lo miró sorprendida y acto seguido con un inesperado cariño ante esa sensibilidad de la que no se había percatado hasta entonces. Tuvo ganas de alargar el brazo y tocarle la mano, pero era un gesto demasiado íntimo y se contuvo.

—Háblame de ella —dijo en cambio—. ¿Has averiguado algo que pueda ser útil para descubrir quién fue el agresor? Al margen de cómo lo conociera, no hay que perdonarlo.

El camarero vino a retirar los platos del entrante y servirles el plato principal.

En la mesa vecina había una pareja hablando, con las cabezas inclinadas para estar más cerca. Él se rio y movió la mano por el mantel blanco para tocar la de ella. Fue un gesto posesivo. Ella retiró la mano, sonrojándose.

Vespasia se fijó y miró hacia otro lado. Recordaba haber sido igual de joven e insegura. Parecía que hiciera un siglo.

Narraway comenzó despacio, tanteando el terreno.

—Diría que Knox es un hombre competente y que comprende el crimen mejor que muchos otros. Es muy cauto. Al principio deseé que fuese más deprisa. Ahora comienzo a apreciar lo complicado que es.

—¿Y Quixwood? —preguntó Vespasia con delicadeza—. Debe de estar destrozado.

—Sí. Y me temo que, si descubrimos a quien lo hizo, será todavía más duro para él cuando el caso vaya a juicio. Será como si todo ocurriera de nuevo, esta vez en público. Habrá desconocidos diseccionando la intimidad y el horror, desgranando detalles y especulando sobre lo que sucedió. Aunque se haga con compasión, difícilmente resultará menos duro.

—No, no lo será —contestó Vespasia simplemente—. Tal vez por eso las personas que hacen tales cosas no tienen miedo. Saben que la mayoría de nosotros no hará nada al respecto. Preferiremos sufrir en silencio, incluso mentir para proteger a la víctima y su entorno, antes que revivirlo todo de nuevo delante de los demás. Salvo que ella está muerta y no puede hacer nada por sí misma. —Vio que Narraway se estremecía—. Lo siento.

—Llevas razón. —Narraway hizo un leve ademán negativo con la cabeza—. He investigado un aspecto más profundo de su vida. Según parece era inteligente, sensible, muy imaginativa e interesada en toda clase de belleza, descubrimiento o invento que se pueda explorar. Y solitaria. No tenía nada que hacer que importara… —Se calló de golpe, como si se estuviera poniendo en evidencia, y prosiguió atropelladamente—. Hay un joven llamado Alban Hythe a quien la señora Quixwood parece haber visto con más frecuencia de lo que sería fortuito.

—¿Una aventura? —preguntó Vespasia.

—No lo sé. Parece muy posible.

—Qué pena tan grande.

Vespasia permaneció callada un momento, imaginando la llegada de un amante, el anhelado entusiasmo, la emoción, la vulnerabilidad y entonces, de repente, la violencia. ¿Se habrían peleado? ¿Qué pudo ocurrir para que el humor pasara del amor a una furia incontrolada en cuestión de minutos? ¿Hasta qué punto conocemos a las personas que creemos conocer?

Narraway aguardaba, observándola. Ella no pudo descifrar su expresión.

—¿Piensas que fue ese hombre? —le preguntó Vespasia.

—La razón dice que es probable —respondió Narraway—. El instinto dice que no. Pero eso quizá solo sea lo que yo quiero creer. Quiero pensar que no tuvo intención de quitarse la vida, que solo… calculó mal la dosis. Pero el médico forense dijo que era varias veces la cantidad adecuada.

—Tal vez quiso hacerlo, Victor —dijo Vespasia con delicadeza. Sin duda no ser sincera sería condescendiente—. No sé cómo me sentiría si algo semejante me ocurriera mí. Me parece que soy incapaz de imaginarlo. Las personas son muy crueles cuando están asustadas. El miedo saca lo peor de nuestro ser, una crueldad de la que normalmente no habríamos sido capaces.

Narraway frunció el ceño.

—¿Te refieres a las mujeres? Seguro que…

—Claro que me refiero a las mujeres —dijo Vespasia interrumpiendo—. Tenemos más excusa que nadie para estar asustadas. Tenemos mucho que perder. —Le vaciló la voz, áspera de emoción—. Podemos encontrarnos con que nos culpen de ser víctimas, no solo los hombres que amamos y que ya no nos desean porque no pueden mirarnos sin recordar lo ocurrido, sino también otras mujeres.

Vespasia reparó en la confusión de Narraway, en su incredulidad.

—No es tan difícil de comprender —prosiguió con urgencia, inclinándose sobre la elegante mesa—. Si en cierto modo la violación es culpa de la propia víctima porque dijo o hizo algo, llevaba ropa llamativa o se comportó de una determinada manera, si no hacemos lo que hizo ella, nunca nos ocurrirá a nosotras. No es una actitud compasiva ni realista, pero sí comprensible.

La ira encendió los ojos de Narraway.

—Me resulta monstruoso, insensible y cruel. Raya en el consentimiento por omisión de defensa. Es deleznable, la traición definitiva.

—Se debe a que admitir que puede ocurrirles a mujeres decentes y completamente inocentes es aceptar que podría ocurrirles a ellas —señaló Vespasia—. Eso es insoportable. Derriba la última defensa. Y, por supuesto, no falta quien odia a la mujer en cuestión por despertar una pasión incontrolable que ellas nunca han despertado. No entienden que es un crimen movido por el odio o por el poder, no por la pasión. —De pronto tuvo una idea—. O quizá sí lo entiendan y la odien precisamente por haber despertado a ese animal que hay dentro del hombre. Quieren fingir que ya no existe.

—¿Tan frágiles somos? —preguntó Narraway apenado.

—Algunos, sí. —Vespasia se quedó pensativa un instante—. Y, por descontado, quizá también teman por los hombres que las aman; su ira, la necesidad de venganza, aunque solo sea para demostrarse a sí mismos que pese a todo tienen el control —agregó—. Quizás eso no los lleve a consolar a la víctima, a sostenerla en sus brazos y asegurarle que sigue siendo la misma, que la siguen amando, y en cambio se vayan a darle una paliza, incluso a matar, al hombre que tanto ha arrebatado a su mujer. Y, cegados por la ira, incluso es posible que se equivoquen de hombre.

—Empiezo a comprender por qué Angeles Castelbranco no se lo dijo a nadie, si llevas razón en que la violaron —dijo Narraway en voz muy baja—. Y por qué Catherine Quixwood, en la desesperación del momento, decidió quitarse la vida antes que pasar por el suplicio que inevitablemente vendría después.

—De todos modos, ¿qué posibilidades de éxito tiene una acción judicial? —Vespasia le escrutó el semblante, buscando una respuesta—. Incluso si Knox descubre al culpable, ¿el veredicto valdrá el precio que costará?

—No lo sé —admitió Narraway—. Pero ¿qué pasa con la propia ley si no lo intentamos?

—¿Qué quiere Quixwood? —preguntó Vespasia en vez de contestar.

Narraway habló despacio.

—Por ahora quiere saber la verdad, pero es harto probable que prefiera no haberla sabido, si resulta que Catherine tenía una aventura con Alban Hythe. No lo sé. Justicia, tal vez, o venganza. O hacer lo posible a fin de limpiar el nombre de Catherine y demostrar que era inocente. Quizá lo único que realmente desea es estar haciendo algo en lugar de nada. Tener la sensación de luchar con la realidad en vez de someterse a ella sin más. Eso puedo entenderlo… creo.

—Cuánta sinceridad —observó Vespasia.

—¿No hemos dejado atrás el fingimiento? —preguntó Narraway—. Puedo volver a él, si lo deseas, pero preferiría no hacerlo. Me gustaría tener a alguien con quien no tener que fingir. He vivido con secretos desde que tengo memoria. Algunos merecía la pena guardarlos; probablemente, la mayoría no. Tener demasiado cuidado se ha convertido en un hábito.

—No es un mal hábito —respondió Vespasia, sonriendo de nuevo—. La mayoría de nosotros decimos más de la cuenta a los demás y luego, cuando volvemos a verlos, pasamos vergüenza tratando de recordar qué les contamos exactamente, y entonces nos lo repetimos una y otra vez para convencernos de que fue menos indiscreto, menos revelador de lo que parecía.

—No te imagino siendo indiscreta —comentó Narraway.

—Déjate de cortesías —dijo Vespasia de manera cortante—. No me conoces tan bien como quizá creas. Desde luego, a veces he sido, como mínimo, hipócrita.

—No sabes cuánto me alivia —dijo Narraway con fervor—. Unas cuantas imperfecciones y algún momento de vulnerabilidad resultan muy atractivos en una mujer. Permiten que un hombre, de vez en cuando, se crea una pizca superior. En tu caso, por supuesto, no es así, pero es una ilusión necesaria si queremos sentirnos cómodos.

—Me gustaría que te sintieras cómodo —respondió Vespasia, disimulando una sonrisa y volviéndose hacia el camarero, que se había acercado a preguntar qué les apetecía de postre. Ni siquiera estuvo segura de si había visto un leve rubor en las mejillas de Narraway.

Vespasia decidió lo que iba a hacer con respecto a Angeles Castelbranco. Para empezar debía recabar tanta información como fuera posible. Cuanto más tiempo se guardaba un secreto menos probable era que su recuerdo fuese exacto. Si en efecto habían violado a Angeles, tenía que haber sido muy recientemente. No debería ser difícil averiguar a qué recepciones había asistido durante el último mes. Había un número considerable de ellas, pero por lo general asistían las mismas personas. Los círculos diplomáticos no eran muy amplios, y las ocasiones apropiadas para una chica de dieciséis años eran limitadas.

Un poco de inventiva, mucho tacto y media docena de preguntas a otras tantas amigas le proporcionaron una lista de tales fiestas a lo largo de las cuatro o cinco semanas anteriores.

Fue preciso todo el día siguiente, y más evasivas de las que podían ser de su agrado, para que Vespasia tuviera un borrador aproximado de las listas de invitados. Hubiera sido más simple haber preguntado a Isaura Castelbranco a cuáles había asistido Angeles. Sin embargo, para eso tendría que haber dado una razón, y todas habrían sido dolorosas mientras que ninguna justificaría en modo alguno que se lo tomara como una preocupación propia. No podía imaginar cómo se sentía Isaura. La familia de Vespasia le había causado muchos sentimientos a lo largo de los años, algunos agradables, pero más de uno se había traducido en alguna clase de ansiedad o aflicción. Amar era ser vulnerable, sobre todo en lo que a los hijos atañía. Una temía por su seguridad, su felicidad, su buena salud; se sentía culpable de su infelicidad y de sus fracasos. Una se quejaba de su dependencia y se aterrorizaba ante su valentía. Una olvidaba los propios errores, riesgos y sueños absurdos y solo quería protegerlos para que no sufrieran.

Luego crecían, se casaban y, demasiado a menudo, pasaban a ser casi desconocidos. Les era imposible imaginar que tú también tuvieras miedo, que fueras falible, pudieras soñar e incluso enamorarte.

Tal vez ya estaba bien que las cosas fueran así. Una necesitaba intimidad, sobre todo en su propia familia.

De modo que escribió y reescribió listas de invitados e hizo preguntas con muchos rodeos. Dos días después de almorzar con Victor Narraway creyó haber descubierto el evento en que habían violado a Angeles Castelbranco. Conseguir detalles fue más difícil. Reflexionó cierto tiempo a quién podía pedirle que le diera una explicación de la velada, alguien que estuviera dispuesto y fuese suficientemente observador. Además, ¿qué motivo podía aducir para hacer semejante solicitud?

¿Y quién sería lo bastante discreto después para guardar en secreto su consulta y no contársela a nadie en absoluto? ¿Cómo iba a sugerirle a quien fuera que el asunto era estrictamente confidencial? Para la mayoría de la gente, el propio hecho de tratarse de un secreto sería un acicate para el chismorreo, al menos con los amigos más íntimos que luego, por descontado, lo referirían a sus íntimos, y así sucesivamente. Y cada nueva versión se transformaría y exageraría.

Estudió con más detenimiento la lista de quienes habían estado presentes en aquella recepción. Tuvo la impresión de que había asistido un número considerable de jóvenes. Fue al observar cuántos eran cuando le vino a la mente la respuesta.

Era mucho más fácil hacer esas indagaciones cara a cara que por teléfono. Por consiguiente, quedó en almorzar con lady Tattersall. El día siguiente estaban chismorreando placenteramente mientras tomaban un postre de tarta de manzana con mucha más nata de la que les convenía a las dos. Vespasia introdujo el nombre de una amiga ficticia.

—Se enteró de que fue todo un éxito y le gustaría que su fiesta fuese igual de deliciosa —dijo Vespasia, abordando por fin el tema—. No conoce a nadie que asistiera y le pudiera contar los pormenores, de modo que le prometí que se lo preguntaría a usted.

—Por supuesto —dijo lady Tattersall encantada—. ¿Qué le gustaría saber?

Vespasia sonrió.

—Creo que un sencillo relato de cómo fue sería excelente, tal vez con cierto detalle, en particular sobre cómo reaccionaron los jóvenes a la velada. Eso sería muy útil, y muy amable de su parte.

Lady Tattersall disfrutó contando todo lo que recordaba. Vespasia había tenido la prudencia de hacer que su amiga ficticia viviera bien lejos, en Northumberland, de modo que la no celebración de su supuesta fiesta pasara desapercibida. Se enteró de muchas cosas: un vívido relato de primera mano de un acto social muy concurrido y en apariencia exitoso. La única persona que no fue del todo feliz había sido Angeles Castelbranco, pero su aflicción se atribuyó a su juventud y a su sangre extranjera.

Vespasia se marchó convencida de que Neville Forsbrook había violado a Angeles allí, exactamente como ella y Charlotte habían temido. Ahora la cuestión era qué hacer con esa información, aparte de dársela a Thomas Pitt.

A última hora de la mañana del día siguiente a su almuerzo con lady Tattersall, Vespasia se quedó bastante sorprendida cuando su doncella anunció que el señor Rawdon Quixwood había llegado y preguntado si podía dedicarle unos minutos de su tiempo. Había un asunto de bastante importancia que deseaba tratar con ella.

Dio permiso a la doncella para que lo hiciera pasar. Un instante después Quixwood entró en la tranquila sala de estar, con sus vistas al jardín. Estaba en plena floración veraniega, ardientes rosas de colores encendidos sobre un fondo azul frío de espuelas caballeras.

Quixwood era un marcado contraste a la profusión de colorido de detrás de las ventanas. Iba vestido muy elegante, pero de negro riguroso salvo por el blanco de la camisa. Llevaba bien peinado el pelo abundante y su afeitado era impecable, pero su semblante era el de un hombre angustiado por el dolor. Estaba pálido y las arrugas en torno a sus labios eran profundas.

Vespasia intentó que se le ocurriera algo que decir que no resultara banal. ¿Qué podía decirle a un hombre que había sufrido tan atrozmente?

—Bueno días, señor Quixwood —comenzó—. ¿Puedo ofrecerle un té o, si lo prefiere, algo más consistente?

—Muy amable de su parte, lady Vespasia, pero me esperan en el club para almorzar. Actualmente resido allí. Todavía… todavía no me veo con ánimos de regresar a mi casa.

—No me sorprende —dijo Vespasia enseguida—. No me costaría entender que no lo hiciera nunca. Estoy convencida de que hay otras propiedades que serían igualmente agradables, y quizá más convenientes para usted.

Quixwood esbozó una sonrisa.

—No le falta razón. Perdone que me haya presentado sin previo aviso. Si el asunto en cuestión no fuera urgente y de cierta importancia moral, no lo habría hecho.

Vespasia le indicó una butaca enfrentada a la de ella y, mientras él se sentaba, ella hizo lo propio en la suya.

—¿En qué puedo servirle, señor Quixwood?

Quixwood bajó la vista, con una expresión entre irónica y triste.

—He sabido por un amigo mío que ha estado haciendo ciertas averiguaciones acerca del hijo de Pelham Forsbrook, Neville, tras la tragedia en la que la joven Angeles Castelbranco encontró la muerte. —Hizo una mueca de dolor—. Es… es un poderoso recordatorio de la muerte de mi propia esposa.

Hablaba con voz ronca, y saltaba a la vista que le resultaba casi imposible dominar sus sentimientos.

Vespasia procuró pensar en algo que aliviara su embarazo, pero no tenía la menor idea de lo que él le quería decir, de modo que no se le ocurrió nada apropiado.

Quixwood levantó la vista hacia ella.

—No sé cómo decir esto gentilmente. —Se mordió el labio—. Me consta que el joven Neville se comportó de una manera que solo cabe describir como burda cuando tomó el pelo a la pobre chica. Si antes le había ocurrido algo… terrible que la hiciera tan vulnerable, él no estaba enterado. Si fuese mi hijo, confío en que lo habría educado para que fuera más sensible, más consciente de los sentimientos de los demás por más vino que pudiera haber tomado. Su conducta fue vergonzosa. Eso no admite discusión. Me figuro que se arrepentirá el resto de su vida.

Sus ojos buscaron los de Vespasia.

—Pero también me consta que no la agredió —prosiguió Quixwood—, ni en serio ni trivialmente, en la fiesta de la señora Westerley. Yo mismo estaba presente cuando la joven Angeles apareció un tanto despeinada y con el rostro surcado de lágrimas. En su momento supuse que había tenido alguna riña propia de jóvenes, tal vez incluso un rechazo inesperado. Me temo que no pensé más en ello, y posiblemente me equivoqué de plano. —Ahora su semblante reflejaba aflicción—. Desde que yo… desde…

Titubeó y se quedó callado. Vespasia sintió una compasión infinita por él. Debía sentirse doblemente culpable por no haber sido capaz de proteger a su mujer y ahora por no haberse dado cuenta de la terrible aflicción de Angeles, oculta por la necesidad de disimularla que tenía la chica, dando por sentado que las lágrimas juveniles iban y venían fácilmente.

Vespasia se inclinó una pizca hacia delante.

—Señor Quixwood —dijo con suma amabilidad—, ninguna persona sensata habría supuesto otra cosa en esas circunstancias. Por supuesto que las chicas de su edad ríen y lloran por cosas que apenas recuerdan al día siguiente. Usted no podía ni debía hacer algo al respecto. —Vaciló un instante antes de proseguir—. Cuando ha sucedido una desgracia es natural que revivamos lo que la precedió, preguntándonos cómo podríamos haberla evitado. En la mayoría de los casos no podía hacerse nada en absoluto, pero nos atormentamos igualmente. Deseamos haber ayudado. Sobre todo deseamos deshacer el pasado y vivirlo de nuevo con más sensatez, más amabilidad, pero mientras el dolor se va mitigando, sabemos que no podemos. Solo el futuro puede cambiarse.

Quiso consolarlo respecto a Catherine, pero no había consuelo que dar. Intentarlo solo dejaría claro que Vespasia no se había hecho cargo de la realidad y que quizá carecía incluso del coraje para reconocerla.

Ahora Quixwood sonrió atribulado.

Lady Vespasia, estoy comenzando a darme cuenta de que aún disto bastante de aceptar lo ocurrido. Lo que he venido a decirle, y eso es lo que importa y lo que me ha llevado a tomarme la libertad de molestarla, es que le pasara lo que le pasase a Angeles Castelbranco, me consta que no fue Neville Forsbrook quien lo provocó. Yo estaba con él cuando ella salió a mirar los cuadros de la galería. Y no fue con Neville, aunque admito que no sé con quién fue. Tal vez a ella nuestros nombres todavía le resultaran difíciles. Reconozco que algunos nombres portugueses se me escapan.

Vespasia tomó aire para preguntarle si estaba seguro, pero entonces se dio cuenta de que sería en vano y una pizca ofensivo. Por supuesto que estaba seguro. Había salido de su aflicción y de su capullo de protección para decirlo.

—Gracias, señor Quixwood —dijo muy seria—. Sería monstruoso culpar a la persona equivocada, aunque solo fuera por un día. Los rumores no son fáciles de acallar. Me ha contado esto antes de que tuviera ocasión de hablar con alguien, y tal vez me haya salvado de cometer un craso error. Le estoy agradecida.

Quixwood se puso de pie, moviéndose con rigidez, como si algo le doliera por dentro.

—Gracias por recibirme, lady Vespasia. Gracias por su sentido común. Con el tiempo me servirá de consuelo.

Hizo una reverencia, un mero gesto con la cabeza, y se dirigió a la puerta.

Vespasia se quedó sentada varios minutos sin moverse, pensando, en la silenciosa sala iluminada por el sol, en lo terriblemente frágiles que podían ser las ilusiones de seguridad.