8
Narraway fue a Lisson Grove a regañadientes. Allí había tenido su despacho, sus dominios, durante tantos años, que regresar en calidad de visitante aumentaba su sensación de estar de más. Ya no pertenecía a aquel lugar. Conservaba el mismo aspecto de entonces, apenas se percibían las nuevas canas y, desde luego, no se lo veía más pesado ni más rígido. Caminaba velozmente, con cierto garbo. Tenía la mente igual de despierta; de hecho, en algunos sentidos, más que antes. Si sentía alguna diferencia, era más bien en la esfera afectiva. Sin duda la amabilidad, la conciencia del prójimo, una mayor humanidad formaban parte de la sabiduría. Disponía de tiempo para hacer lo que deseara, para viajar si le apetecía. Desde luego no había olvidado cómo pasarlo bien. Podría ir a las hermosas ciudades de Europa que solo había visitado apresuradamente. Podría admirar su arquitectura, empaparse de la historia de las culturas, la música, el arte creado a lo largo de los siglos. Podría detenerse a conversar con personas por el mero placer de hacerlo. Podría ignorar u olvidar cualquier cosa que lo aburriera. No habría límites, ninguna responsabilidad.
¿Era eso lo que le preocupaba? ¿Necesitaba límites? ¿Para qué; como excusa? ¿Se sentía insignificante, sin responsabilidades? ¿Significaba que para él apenas existía algo que no fuera el trabajo? Había ingresado en el ejército a los dieciocho, directo desde Eton, donde sus resultados académicos fueron brillantes. La carrera militar había sido idea de su padre, en buena medida contra su propia intención.
Llegó a la India casi coincidiendo con la Rebelión de los Cipayos y conoció de primera mano los horrores de la guerra. Había sido algo brutal y desesperado, una masacre de mujeres y niños además de soldados. Allí fue donde por primera vez cobró conciencia de los innecesarios errores humanos —estupidez no sería una palabra lo bastante fuerte en algunos casos— que causaban semejantes tragedias. Eso despertó su interés por la inteligencia militar y, más aún, por la comprensión de las personas y los acontecimientos, la voluntad política, la percepción de los movimientos sociales que con el tiempo lo emparejaron con sus verdaderas cualidades en la Special Branch. Había dedicado el resto de su vida a esa unidad.
¿Qué era lo que ahora le dolía, la pérdida de un objetivo o la pérdida de poder? ¿Quién era él sin su trabajo? Esa era la pregunta que había evitado hacerse, pero ahora que resonaba en su mente con todas las palabras ya no podía eludirla más. Hasta entonces, nunca había sido cobarde. No podía comenzar a serlo ahora. Todavía quedaban algunas manos que jugar.
Había metido a Pitt en la Special Branch, al principio como favor a Cornwallis cuando Pitt hizo que lo echaran de la Policía Metropolitana porque sabía demasiado acerca de un caso de corrupción. Ahora Pitt era jefe de la Special Branch y Narraway estaba retirado y mataba el rato en la Cámara de los Lores, muy contra su voluntad. Después del desdichado asunto irlandés no había tenido ocasión de conservar el cargo.
Subió la escalera y cruzó la puerta con timidez, consciente de la sorpresa y la incomodidad de los hombres que antaño se cuadraban al verlo y lo llamaban «señor». Ahora no sabían cómo saludarlo. Veía en sus rostros la indecisión en cuanto a qué decir para dejarle claro que allí ya no tenía puesto alguno. Debería tener la gentileza de quitarles ese peso de encima.
—Buenos días —dijo, con una comedida sonrisa que no fue de familiaridad sino solo de buenos modales—. ¿Me haría el favor de informar al comandante Pitt de que estoy aquí y me gustaría hablar con él acerca de un asunto en el que se me ha solicitado consejo? Él ya está enterado.
—Sí, señor… milord —respondió el recepcionista, a todas luces aliviado de que Narraway aparentemente supiera cuál era su lugar—. Si… si tiene la bondad de sentarse, señor, transmitiré su mensaje.
—Gracias.
Narraway se apartó del mostrador y obedeció, sintiéndose ridículo, ligeramente humillado en el que había sido su territorio, pidiendo favores a hombres que solía tener a su mando. ¿Pitt se sentiría obligado a recibirlo, por inoportuno que fuera? ¿Era posible que incluso sintiera una ligera compasión hacia él, un hombre sin rumbo?
Estaba demasiado tenso pera sentarse. ¿Tal vez no tendría que haber ido allí? No era viejo; todavía era más que capaz de hacer el trabajo. Lo habían despedido a causa de un escándalo creado deliberada y rebuscadamente por uno de los complots más peligrosos de la década, quizá del siglo.
Pero se había granjeado enemigos. La misma naturaleza de la Special Branch imposibilitó que Narraway se justificara sin decir la verdad sobre lo que había ocurrido. Y eso nunca lo podría hacer. Reconoció con amarga ironía que el mismo hecho de hablar con el público lo convertiría en una persona no apta para el cargo.
Por otra parte, Pitt era un digno sucesor. Se adaptaría al trabajo. Poseía la inteligencia y el coraje necesarios. Con un poco de suerte duraría lo bastante para adquirir experiencia. La única cualidad en duda era su entereza para tomar decisiones que carecían de una clara respuesta moral, en las que estaba en juego la vida de otros hombres y no había tiempo para sopesar o evaluar posibilidades. Eso requería un tipo concreto de fortaleza, no solo para actuar sino para después asumir las consecuencias. Narraway no podía contar cuántas noches había pasado en blanco cuestionándose a posteriori, arrepintiéndose. No existía soledad equiparable.
El recepcionista regresó. Narraway permaneció donde estaba, aguardando la respuesta sin moverse.
—Si viene conmigo, milord, el comandante Pitt tiene unos minutos libres y estará encantado de verle —dijo el recepcionista.
Narraway le dio las gracias, preguntándose si «unos minutos libres» era una expresión de Pitt o del mensajero. Tenía un ligero matiz de condescendencia nada propio de Pitt.
—Buenos días. —Pitt se puso de pie como si Narraway todavía fuera su superior—. ¿El caso Quixwood? —preguntó mientras Narraway cerraba la puerta.
Narraway se sorprendió un poco.
—Sí —contestó, aceptando el asiento que Pitt le ofreció—. ¿Qué se lo ha hecho suponer? ¿Sabe algo nuevo?
Pitt se sentó en su sillón, sonriendo atribulado.
—La experiencia. Estoy comenzando a darme cuenta de lo complicado, malentendido y horrible crimen que es la violación. Despierta sentimientos que ningún otro suscita, ni siquiera el asesinato.
Por un momento, Narraway se quedó desconcertado.
—No está interesado en el caso Quixwood, ¿verdad? Quiero decir oficialmente.
—No. Que yo sepa, es una tragedia común, sin implicaciones políticas. Estoy pensando en Angeles Castelbranco.
Narraway pestañeó.
—¿La hija del embajador portugués que murió en ese espantoso accidente? ¿O acaso se suicidó, como se está insinuando?
—Creo que seguramente fue un accidente hasta cierto punto —contestó Pitt—. Al menos por parte de ella. O de él, no lo sé.
—¿De él? —Narraway enarcó las cejas—. ¿De qué estamos hablando? Tenía entendido que había ocurrido en un lugar público y muy concurrido.
—Y así fue. —Pitt torció el gesto con desagrado—. Fue una burla en público, un acoso, si lo prefiere, orquestada en buena medida por Neville Forsbrook. Dudo que esa chica tuviera la menor intención de caer por la ventana.
Narraway comenzó a ver un panorama distinto.
—¿Está diciendo que además fue violada? ¿Presuntamente por Neville Forsbrook?
—Eso creo. Pero no tengo manera de demostrarlo. Y peor todavía, si pudiera, seguramente le haría más mal que bien. A Forsbrook le basta con decir que ella consintió y que además no era virgen para arruinar su reputación por partida doble. Pero dígame, ¿en qué puedo ayudarlo en lo que atañe a Catherine Quixwood?
Había una espantosa ironía en el repentino cambio de tema de Pitt, pasando de Angeles a Catherine, un espejo de impotencia. Narraway trató de poner sus pensamientos en orden. Ser sincero requería más introspección de la que le resultaba cómoda.
—Knox es un buen hombre —comenzó—, pero no parece haber ido más allá de establecer el hecho, ahora ya incontestable, de que ella misma dejó entrar al violador. —Observó el rostro de Pitt con detenimiento, intentando descifrar si sus pensamientos eran críticos o abiertos. No percibió cambio alguno en sus ojos—. Me consta que detesta la idea, pero está empezando a creer que tenía un amante —prosiguió.
—¿Y usted qué opina? —preguntó Pitt, en un tono inexpresivo.
Narraway titubeó.
—He investigado a conciencia lo que hizo durante los seis últimos meses aproximadamente.
Midió sus palabras con cuidado. Cuando ocupaba el puesto de Pitt no había permitido que los sentimientos afectaran a su juicio. Bien, al menos no a menudo. Ahora pensaba en Catherine Quixwood como en una mujer: encantadora, interesada en toda suerte de cosas, creativa, probablemente con un agudo sentido del humor, una persona que habría sido de su agrado. ¿Era porque aquella tragedia no guardaba relación alguna con la seguridad nacional, ninguna cuestión de traición o violencia contra el Estado, por lo que se permitía visualizar personas capaces de reír y sufrir? ¿Personas con sueños y vulnerabilidades, igual que él mismo? Antes no habría podido permitírselo. ¿De qué se había visto privado, sin descubrirlo hasta ahora?
—¿Su matrimonio era razonablemente feliz? —preguntó Pitt.
—¿Feliz? —Narraway lo meditó y se quedó desconcertado—. ¿Qué hace feliz a una persona, Pitt? ¿Usted es feliz?
Pitt no vaciló ni un instante.
—Sí.
Por un momento Narraway se sintió abrumado por un sentimiento de pérdida, de algo inefable que no había conocido. Acto seguido, lo apartó de su mente.
—No, no creo que lo fuera —contestó—. Buscaba toda la felicidad que podía, pero la hallaba en la estética y en la apreciación intelectual, no en el corazón.
Se dio cuenta de que buena parte de su propio placer residía exactamente en esas mismas cosas. ¿Por eso le importaba tanto ella, por una sensación de identidad? Porque le importaba: su cuerpo maltrecho y la belleza de su rostro regresaban a su memoria una y otra vez.
—¿Knox ha renunciado a buscar sospechosos? —preguntó Pitt.
—Hay un joven llamado Alban Hythe que cada vez parece más probable —contestó Narraway—. Es inteligente, aprecia las mismas artes y exploraciones que ella y coincidían en muchas recepciones. Admite haberla tratado, aunque habiendo sido vistos juntos en numerosas ocasiones, difícilmente podría negarlo.
—Siendo así, ¿qué le inquieta? ¿Su reputación si se supiera que tenía un amante? ¿O le preocupa la vergüenza de Quixwood? No puede hacer nada —agregó con el rostro transido de pena. Encogió ligeramente los hombros—. A mí mismo me está costando enfrentarme a esa realidad.
A Narraway no le pasó por alto el dilema de Pitt, pero prefirió ignorarlo.
—No acabo de creerme que lo hiciera Alban Hythe —alegó—. La violación fue brutal. —Permitió adrede que la imagen de Catherine regresara a su mente—. Quienquiera que lo hiciera la odiaba. No parece obra de un amante inesperadamente rechazado; al menos no uno en su sano juicio. Alban Hythe está asustado porque se da cuenta de que el cerco se estrecha en torno a él, pero eso es totalmente natural.
Pitt negó con la cabeza.
—Si los violadores no parecieran totalmente normales resultaría mucho más fácil atraparlos.
—Eso me costaría menos creerlo de un cachorro arrogante como Neville Forsbrook —contraatacó Narraway, sobresaltado ante su propio enojo.
Pitt lo miró en silencio un rato antes de contestar.
—Si Hythe es inocente, tiene que haber otro culpable —dijo al fin—. Tanto si era su amante como si no, quienquiera que fuese la violó salvajemente y la mató. Eso no admite perdón.
Narraway respiró profundamente.
—Ahí reside en parte el problema —admitió—. Las pruebas médicas dicen que no la mató, salvo quizás indirectamente. En realidad falleció de una sobredosis de láudano que, como bien sabe, es un derivado del opio. Es muy posible que fuera un suicidio. De hecho, no existe un modo razonable de argüir que fuera un asesinato. Nadie lograría convencer a un jurado de que un hombre la violó con brutalidad, dejándola con heridas, la ropa desgarrada y sangre por todas partes, y que luego se quedó junto a ella para obligarla a añadir láudano a su copa de vino y beberla. Ni yo mismo me lo creo. Quienquiera que le hiciera eso, lo hizo en un arrebato de furia descontrolada.
Pitt siguió mirándolo un rato fijamente, con sus ojos grises llenos de dolor.
—Sabemos demasiado poco acerca de ambas violaciones —dijo con ecuanimidad—. Tal vez también sepamos demasiado poco acerca de nosotros. Pero si Alban Hythe no es el culpable tendrá que demostrarlo, pues de lo contrario puede acabar ahorcado por un crimen que no cometió. Por no mencionar el hecho de que quienquiera que lo hizo saldrá indemne y es harto probable que lo haga otra vez. Quizá pueda salvarse en parte la reputación de Catherine, pero quizá no. —Torció los labios en un gesto de amargura—. Ahora la gente insinúa que Angeles Castelbranco estaba embarazada y que por eso se suicidó.
—No creo que quisiera salir por esa ventana —dijo Narraway, un tanto acalorado—. Dudo que pensara en otra cosa que no fuera alejarse de Neville Forsbrook y de los demás jóvenes que la estaban acosando.
—Pienso lo mismo —respondió Pitt—, pero si lo digo, Pelham Forsbrook defenderá a su hijo diciendo que Angeles era una puta y que su hijo solo estaba haciendo lo mismo que un montón de jóvenes. —La tristeza y el enojo surcaban de profundas arrugas su semblante—. ¿Cómo va nadie a demostrar que se equivoca?
Narraway apretó los puños sin apenas darse cuenta hasta que las uñas se le clavaron en las palmas.
—¡Me niego a ser tan impotente!
—Bien. —Pitt sonrió sombríamente—. Cuando encuentre la respuesta, le ruego que me la transmita.
—¿No puede demostrar que Angeles no estaba embarazada? Seguro que habría indicios, ¿no?
—Esa no es la cuestión —contestó Pitt cansinamente—. Si creía estarlo, su reputación queda igualmente arruinada.
Narraway no discutió más. Sintió que el frío lo envolvía pese al calor del día y al sol que entraba a raudales por la ventana. La luminosidad parecía curiosamente lejana, incluso vacía. Debía recordar a qué había venido y preguntárselo a Pitt sin desaprovechar la ocasión.
—Es la primera vez que me enfrento a una violación —dijo—. ¿Qué clase de prueba busca la policía si la víctima está muerta y no puede hablar por sí misma? El violador no mató a Catherine Quixwood. Según parece se suicidó con una sobredosis de láudano.
Pitt reflexionó un rato.
—No estoy seguro de que intentaran demostrar la violación —dijo por fin—. Si recibió una paliza con ensañamiento, quizá baste con eso. Es un delito, y el jurado sabrá interpretarlo, habida cuenta de las circunstancias. La sentencia podría ser tan dura como en un caso de violación. Si puede demostrar que el acusado estaba allí y que nadie más pudo estarlo, debería ser suficiente.
—Entiendo. Me figuro que no será demasiado difícil. —Narraway se puso de pie—. Gracias.
Pitt se relajó un poco.
—Me ha alegrado verle —contestó.
Narraway seguía dándole vueltas al asunto a última hora de la tarde. Estaba sentado con las ventanas abiertas a los colores que se oscurecían mientras el sol bajaba hacia el horizonte. Se sobresaltó cuando su ayuda de cámara llamó discretamente y abrió la puerta para decirle que la señora Hythe había venido y deseaba hablar con él.
—¿Quiere que les sirva un té, milord? —agregó con elaborada inocencia—. ¿O quizás una copa de jerez? No conozco lo suficiente a la señora para atinar.
—¿Y sin embargo la conoce lo suficiente para suponer que voy a recibirla? —dijo Narraway en un tono una pizca mordaz. Estaba cansado, más por la frustración que por la acción, y le habría gustado olvidarse del caso Quixwood durante unas horas.
—No, señor —respondió el criado, bajando un instante la mirada—. Pero le conozco a usted, milord, lo bastante para estar seguro de que no rechazaría a una dama considerablemente angustiada y que cuenta con que usted le brinde su ayuda.
Narraway lo miró y no vio ni una chispa de ironía en la expresión del ayuda de cámara.
—Tendría que haber sido diplomático —dijo con sequedad—. Se le da mucho mejor que a la mayoría de los que conozco.
—Gracias, milord. —Los ojos le brillaron un instante—. ¿Sirvo té o jerez?
—Jerez —contestó Narraway—. Me apetece, tanto si a ella también como si no.
—Sí, milord.
Se retiró silenciosamente y al cabo de nada entró Maris Hythe. Su rostro era tan encantador como siempre, con la misma franqueza y amabilidad, pero no podía disimular que estaba a un tiempo cansada y asustada. Narraway se arrepintió al instante de su ensimismamiento con lo que no era más que un ligero inconveniente.
Se puso de pie y la invitó a sentarse en un sillón de cara a la ventana y al ocaso.
—Mis disculpas por presentarme sin estar invitada —dijo Maris un tanto incómoda—. Normalmente hubiese tenido mejores modales, pero estoy asustada y no se me ocurre otra persona que me pueda ayudar.
Narraway se sentó frente a ella, inclinándose un poco hacia delante como si también él estuviera tenso.
—¿Debo suponer que la situación ha empeorado con respecto a la investigación del señor Knox? No he hablado con él desde hace un par de días. ¿Qué ha sucedido?
Su respuesta se vio frustrada por el regreso del criado con una bandeja de plata en la que traía jerez y dos copas de cristal.
Maris titubeó.
El criado sirvió un poco del intenso líquido dorado en una de las copas y la dejó sobre una mesita a su lado. Sirvió una segunda y se la dio a Narraway.
Una vez que se hubo marchado, Narraway cogió la suya, para que ella pudiera hacer lo mismo, y aguardó atentamente a que hablara.
—Nada de lo que averigüe el señor Knox podrá demostrar que mi marido es culpable porque no lo es —dijo Maris, obligándose a mirarlo a los ojos—. Pero cada nuevo dato empeora las cosas para él.
—Nunca ha negado que era amigo de la señora Quixwood —señaló Narraway—. ¿Qué novedad ha surgido?
Maris Hythe mantuvo la compostura con dificultad, tomando un sorbo de jerez, seguramente más para ocultar su mirada un momento que porque deseara saborearlo.
Narraway aguardó.
—Pequeños regalos que le hacía —contestó Maris en voz muy baja—. Yo no lo sabía. Creo que la compadecía. Ella… estaba muy sola. El señor Quixwood se ha mostrado a la vez sincero y contrito al respecto, como si se culpara por poner tanto empeño en su trabajo que no la acompañaba a los lugares a los que ella deseaba ir.
—Es natural sentirse culpable cuando es demasiado tarde para retroceder y hacer las cosas mejor —dijo con una punzada de remordimiento por sus propios pecados por omisión.
Maris esbozó una sonrisa.
—Creo que es el tipo de hombre que no sabía ver lo que ella sentía verdaderamente. Y tal vez ella no se lo dijera. Una no hace esas cosas. Hacerlo suena demasiado a queja, y cuando tienes comodidades, posición, ninguna preocupación por lo que la gente suele necesitar… y también el respeto de un hombre honorable, pedir más es… codicioso, ¿no le parece?
Miró a Narraway como si deseara sinceramente oír su respuesta.
—No lo sé —admitió él. Trató de pensar en las mujeres que conocía. Charlotte sin duda desearía más. Sacrificaría la seguridad económica o la posición social a cambio de amor, eso ya lo había demostrado. Quizás ella incluiría en la definición de amor el compartir un propósito y unos intereses en común. Sobre todo exigiría ser necesitada, no un adorno sino parte del tejido de la vida.
Su hermana Emily tenía una fortuna considerable y posición social, y sin embargo envidiaba a Charlotte su determinación, su entusiasmo, el peligro y la variedad. Narraway lo había percibido en sus ojos, lo había oído en el tono afilado de su voz en un poco frecuente momento de descuido.
¿Y Vespasia? Esa era una cuestión que tal vez prefiriese no considerar. Debido a su título y extraordinaria belleza había vivido en un escaparate desde que era adulta, pero seguía siendo una persona sumamente reservada en cuanto a sus sentimientos. Nunca había pensado que Vespasia fuese vulnerable, capaz de debilidades como la duda o la soledad.
—Milord… —interrumpió Maris con cierta inquietud.
Narraway volvió a prestarle atención, ligeramente avergonzado por haber sido descortés.
—Perdón. Estaba reflexionando sobre lo que me ha dicho acerca de Catherine Quixwood. —En cierto modo, era verdad—. Ha sido usted muy perspicaz al contemplar la posibilidad de que se sintiera sola.
Una expresión que no supo descifrar cruzó el semblante de Maris. Lo único que Narraway reconoció con certeza fue miedo.
Se inclinó un poco hacia delante para asegurarle que le prestaba atención a pesar de su lapsus de momentos antes.
—¿Qué le gustaría que hiciera, señora Hythe?
—El señor Knox sigue trabajando en el caso —contestó Maris—. La verdad es que dudo que se dé por vencido hasta que sus superiores le digan que debe hacerlo. A mí me parece un buen hombre, amable a pesar de las cosas terribles a las que tiene que enfrentarse a diario. —Un asomo de sonrisa le iluminó la mirada un instante—. De vez en cuando, estando en mi casa, habla de su familia. Admiró una tetera que tengo y me dijo que a su esposa le encantaría. Según parece, colecciona teteras. Me pregunté por qué. ¿Seguramente dos o tres bastan? Pero me dijo que a ella le gusta ponerles flores, de modo que lo probé con margaritas. Quedó de maravilla. Ahora, cada vez que veo esa tetera me acuerdo de él y de Catherine.
Narraway no supo cómo contestarle. ¿Cómo lidiaba Pitt con la realidad de las personas, los detalles sobre sus vidas que permanecían en tu mente? Pensó en Catherine tendida en el suelo y en los adornos de la estancia. Ella los había elegido. ¿Los había puesto allí porque la complacían o porque le recordaban a alguien por quien sentía cariño?
—Todavía no me ha dicho qué espera de mí, señora Hythe —dijo Narraway, reconduciendo la conversación hacia lo práctico.
—Cada detalle que encuentra el señor Knox deja más claro que Catherine estaba encariñada con mi marido —contestó Maris—. Y que ambos se caían bien, se tenían confianza y se veían… a menudo. —Tragó saliva, tensando la garganta de un modo que parecía doloroso—. El señor Knox piensa que ella dejó entrar a su agresor y que la única explicación es que lo conocía…
—Lo sé —la interrumpió Narraway—. Nadie forzó la entrada, y Catherine había dicho a los criados que podían retirarse, cosa que difícilmente hubiera hecho si se tratara de alguien a quien no conociera muy bien.
Maris bajó la vista.
—Eso también lo sé. Todo lo que averigua lo hace más evidente. Yo solo sé que mi marido es un buen hombre; no perfecto, por supuesto, pero sí decente y amable. Se compadecía de ella y la apreciaba, nada más. —Levantó la mirada hacia Narraway con extrema seriedad—. Si estaban teniendo una aventura, tal vez yo la habría odiado por ello y, de estar lo bastante loca, le habría deseado todos los males. Pero no la habría podido violar.
Tuvo un ligero estremecimiento.
—Mi marido pudo hacerlo, pero creo que estaba en una fiesta cuando agredieron a Catherine, de modo que no puede ser el autor del delito. El señor Knox tiene mucho interés en detener a alguien. Yo también. Me parece que cabría decir lo mismo de cualquier mujer. Es una manera horrible de morir. —Respiró profundamente y continuó—. Pero a pesar de sus atenciones con ella, los pequeños regalos que ella le hizo, las ocasiones en que se encontraron en una exposición u otra, mi marido no era su amante. Y aunque lo hubiese sido, no la habría matado.
Narraway fue despiadado para acabar con aquello. Quedaría sin decir, si lo dejaba en el tintero.
—¿Y si él la encontraba fascinante, halagadora para su vanidad, una hermosa mujer mayor sofisticada e inteligente, y ella de pronto lo rechazó? —preguntó—. ¿Cómo reaccionaría ante eso? ¿Está segura de que no lo haría con ira?
Maris se puso muy colorada pero le sostuvo la mirada.
—Se nota que no conoce a Alban, pues de lo contrario no lo preguntaría. Me consta que piensa que estoy siendo idealista e ingenua. No lo soy. Conozco muy bien a Alban. Tiene sus defectos, igual que yo, pero perder los estribos no es uno de ellos. A veces desearía que lo hiciera más a menudo. Durante algún tiempo, y me avergüenza decirlo, lo consideré un poco cobarde de tan gentil como era. —Hizo una mueca de dolor—. Ahora me arriesgo a verlo ahorcado por un crimen que nunca imaginaría siquiera. Compadecía a Catherine, lord Narraway, y la apreciaba. Pienso que quizá la ayudó en algo que la preocupaba, aunque no sé en qué. Él nunca lo ha mencionado. No permita que acaben con él por eso.
Narraway la miró fijamente, tratando de evaluar si realmente creía en lo que decía o si, incluso más que convencerlo, estaba intentando convencerse a sí misma.
—¿No sabe de qué se trataba? —preguntó Narraway. Aquella era una idea nueva y tal vez mereciera la pena investigarla.
Maris se miró las manos un momento, sopesando su respuesta antes de hablar.
—Alban es banquero. Sé que es muy joven, pero es muy ducho en negocios, sobre todo en inversiones. Le ruego que no me presione porque no tengo razones que darle, pero creo que podría guardar relación con África, los bóers y Leander Jameson. Me consta que Alban leyó mucho acerca de la incursión y sobre cómo afectaría a la opinión pública que el doctor Jameson fuese hallado culpable. Escuchó al señor Churchill y sus charlas sobre la posibilidad de una guerra.
Narraway tomó aire para interrumpirla. Sin duda estaba siendo imaginativa en su desespero por decir o hacer cualquier cosa para defender a su marido, y todo aquello era ridículo. Aunque Quixwood también se dedicaba a las altas finanzas. Bien pudo haber hecho una inversión que su esposa temiera que fuese arriesgada, incluso potencialmente ruinosa. ¿Era concebible que hubiese buscado consejo a sus espaldas, recurriendo a una fuente independiente?
Él consideraría una traición, una rotunda carencia de lealtad, el que no confiara en su juicio.
¡Pero también estaba en juego el futuro de Catherine!
Le parecía sumamente insólito que una mujer como Catherine, guapa, dependiente, sin conocimiento alguno sobre asuntos internacionales y mucho menos sobre finanzas, se hubiese empeñado en aprender tales cosas, y encima de la mano de un joven como Alban Hythe.
Narraway deseaba que Catherine fuese inocente, igual que Maris Hythe, aunque por motivos diferentes. ¿No estaban ambos yendo demasiado lejos, aferrándose a explicaciones imposibles y negándose a aceptar lo inevitable?
Maris lo miró, tomando aire como si fuera a hacerle otra pregunta. Entonces cambió de parecer y parte del brillo de sus ojos se desvaneció.
Narraway zanjó el asunto en un arrebato, sabiendo que se arrepentiría de lo que iba a decir.
—Haré todo lo que esté en mi mano, señora Hythe. Veré a Knox enseguida.
Ella pestañeó emocionada y sonrió.
—Gracias, lord Narraway. Es usted muy amable.
No se sentía amable mientras al día siguiente aguardaba a Knox en la comisaría; en realidad, más bien se sentía particularmente idiota. Cuando Knox por fin llegó, acalorado y cansado, con las botas cubiertas de polvo, su semblante se tensó al ver a Narraway.
—No sé nada nuevo, milord. —Tenía ojeras de cansancio y cuando se quitó el sombrero, el pelo, pegajoso, se le quedó de punta—. Puedo decirle media docena de sitios en los que se vio con Alban Hythe, pero no puedo decirle con certeza si fue fortuito o si habían quedado. —Colgó el sombrero en el perchero—. Coincidieron en un montón de eventos. Vamos, que cuesta creer que fuera por casualidad. Eran cosas en las que ella estaba interesada, pero, hasta donde yo sé, él no lo estuvo hasta que la conoció.
Se sentó pesadamente enfrente de Narraway, pero no se sentía lo bastante a gusto para cruzar las piernas.
—¿Realmente piensa que tenía una aventura tan apasionada como para violarla y golpearla de esa manera, si de pronto ella se enfrió? —preguntó Narraway, permitiendo que su expresión pusiera de manifiesto sus dudas al respecto.
—No —contestó Knox con franqueza—, pero alguien la violó. No cabe interpretar las pruebas de ningún otro modo. Y ella está muerta, pobre mujer, así que no podemos preguntarle. Los indicios apuntan a Alban Hythe, y nada demuestra que no lo hiciera él, excepto mi sensación de que es un joven decente. ¿Usted nunca se ha equivocado?
—Sí —admitió Narraway—. A veces gravemente. Supongo que habrá investigado sus antecedentes. ¿Cómo demonios tenía tiempo libre para deambular por galerías de arte y almuerzos de la National Geographic y exposiciones de artesanía de Dios sabe dónde? ¡Yo no lo tengo!
—Yo tampoco —dijo Knox atribulado—, pero yo no soy un banquero que se dedica a inversiones comerciales de riesgo, con clientes de altos vuelos a los que complacer. Y según lo que he podido averiguar, es muy bueno en su trabajo.
Narraway se sobresaltó.
—¿Eso es lo que él dice que hacía?
Knox sonrió con amargura.
—En la medida en que se pueda determinar, pero me proporcionó de bastante buen grado los nombres de algunos de los clientes en cuestión, y me puso en contacto con ellos. Por descontado, no comentaron sus negocios, pero afirmaron que tenían tratos con él y que con bastante frecuencia se cerraban acuerdos en reuniones sociales; por lo general, durante almuerzos o cenas puñeteramente buenos. Según parece, en tales sitios se hacen presentaciones. Mencionó una exposición de arte francés, en concreto, en la que ciertos inversores británicos se reunieron con viticultores franceses, todo muy informal. Bromearon un rato y después cerraron tratos por grandes sumas de dinero.
—Eso difícilmente implicaría a Catherine Quixwood —señaló Narraway—. Podría explicar uno o dos encuentros, no más.
—Tres o cuatro —corrigió Knox—. El propio Quixwood es uno de los inversores. Parece ser que conoce a Hythe en el ámbito profesional, no solo en el personal.
Narraway se quedó desconcertado. No veía cómo se justificaba lo que a todas luces parecía una amistad muy personal con Catherine. A no ser, por supuesto, que la extraordinaria idea de Maris Hythe tuviera algo de verdad.
Ahondó en ella con Knox porque deseaba mucho hallar una explicación que exonerase a Catherine. Reconoció para sí que además estaba tan enojado, tan herido, que deseaba demostrar que alguien había hecho algo malo. Quería que alguien fuese castigado por el dolor y la humillación que ella había sufrido. Solo podía adivinar a ciegas el alcance de la aflicción de Quixwood.
—¿Qué dice Quixwood acerca de él? —preguntó en voz alta.
—Que es un muchacho simpático y bueno en su trabajo, de hecho, dotado para él —contestó Knox con tristeza—. Se mostró muy afligido ante la idea de que Hythe pudiera ser culpable. —Suspiró—. Sería una traición de carácter muy personal, tanto para Quixwood como para la señora Hythe. Aunque toda violación lo es, cuando las personas se conocen. A veces me pregunto qué es peor, ser agredido tan íntimamente por un completo desconocido o por alguien en quien confiabas.
—¿Cree que Hythe es culpable? —preguntó Narraway a bocajarro.
Knox volvió a levantar la vista y miró a Narraway de hito en hito.
—¿Alguna vez se quedó realmente sorprendido al descubrir a un traidor o a un anarquista, lord Narraway? ¿Poseía usted ese sexto sentido para juzgar a las personas, sin tener en cuenta las pruebas o lo que alguien le dijera?
Narraway reflexionó un momento.
—Ocasionalmente —contestó—. Desde luego, no la mayor parte del tiempo. Pero la violación es…
—¿Brutal? —dijo Knox por él. En sus ojos había una chispa de humor sombrío que podía significar cualquier cosa.
Narraway iba a contestar, pero al mirar más rato a Knox vio su inteligencia, la percepción y experiencia de cosas que Narraway había pasado por alto, sin detenerse a considerarlas.
—Depende de a quién creas, ¿no es así, señor? —contestó Knox a su propia pregunta—. Me atrevería a decir que si preguntara a unas cuantas damas a las que ha amado y abandonado si le guardan algún rencor, contarían una historia que usted no reconocería como la verdad… milord.
Permaneció inmóvil, como si medio esperase que Narraway fuese a enojarse por su impertinencia, pero sin asomo de vergüenza en su semblante.
Narraway no contestó de inmediato. Los recuerdos se agolpaban en su mente: mujeres que lo habían atraído inmensamente y en ocasiones mujeres a las que había utilizado porque se sentían atraídas por él. Desde luego, no estaba orgulloso de eso y le habría costado explicárselo a un tercero si alguna de ellas lo hubiese acusado de violación. Nada semejante se había insinuado jamás, aunque en Irlanda se había granjeado el odio eterno de un hombre por seducir a su esposa. Al rememorarlo se ponía colorado de vergüenza, incluso ahora. Había ocurrido años atrás y todos estaban muertos, pero eso no atenuaba lo que había hecho.
¿Si hubiese sido reciente y alguien lo hubiese acusado, cómo podría explicarlo sin mancillar su honor? ¿Qué palabras encontraría para decirle a un tribunal por qué había actuado como lo había hecho, con todos los pormenores, las mentiras, los engaños cuidadosamente concebidos, por qué había sentido que era lo único que podía hacer… en su momento? La idea de que Vespasia llegara a oír algo semejante lo escaldó. ¿Supondría el final definitivo de su amistad, su confianza, su respeto? ¡No era de extrañar que la gente mintiera!
Y por supuesto había habido otras mujeres durante su larga vida. A algunas las había amado, brevemente, sabiendo que no durarían. Nunca había seducido a una mujer soltera ni había hecho una promesa que luego no cumpliera. Le gustaría pensar que nunca había mentido intencionadamente.
¡Menuda excusa falaz! ¿Alguien más lo vería así? Incluso el acto más nimio cabía interpretarlo de mil maneras. La mente era capaz de crear docenas de interpretaciones de una palabra, un gesto, un encuentro, un regalo. La gente creía lo que quería creer o lo que temía; veía lo que esperaba ver.
—¿Podría defenderse si tuviera que hacerlo, milord? —dijo Knox en voz baja—. Ha habido ocasiones en las que yo no hubiese podido hacerlo.
Nadie había acusado a Narraway de nada y, sin embargo, sentía el miedo tan próximo como si le hubiese tocado la piel. Por descontado, en su vida había incidentes que preferiría que nadie supiera. Le sorprendió constatar lo mucho que le importaba lo que sus amigos pensaran de él: Charlotte, Pitt, otras personas que había conocido y con quienes había trabajado y, sobre todo, Vespasia.
Se enfrentó de nuevo a Knox.
—No hay malentendido alguno en cuanto a lo que le ocurrió a Catherine Quixwood —dijo con gravedad—. Tanto si fue un amante como si no, tanto si ella le mintió, lo traicionó o lo que fuera, él la golpeó y la violó y ahora está muerta por causas no naturales. Él fue quien se lo hizo, directa o indirectamente, y es el responsable.
—Indirectamente —dijo Knox, con la mirada otra vez triste, sin rastro de brillo—. La causa real de su muerte fue un envenenamiento con opiáceos. Pero estoy de acuerdo con usted en que fue el responsable y si puedo, créame, me encargaré de que pague por ello.
Narraway no dijo nada, pero notó que el rostro se le relajaba, dibujando una especie de sonrisa. No fue tanto por placer como por estar a gusto en compañía de Knox. Aquel hombre le infundía un respeto que solo había sentido por Thomas Pitt.
En conformidad con su promesa a Maris Hythe, Narraway buscó a Rawdon Quixwood, que todavía pasaba buena parte del tiempo en su club. Lo aguardó con impaciencia en el salón, bien entrada la tarde. Casi todo el rato intentó concentrarse en los periódicos y sus comentarios sobre el inminente juicio de Leander Starr Jameson por la incursión armada que había efectuado en África, patrióticamente inspirado pero desastrosamente equivocado.
De vez en cuando la inquietud le impedía permanecer sentado y caminaba de un lado a otro de la estancia prácticamente desierta. En un momento dado, un hombre mayor, casi oculto tras las orejas del enorme sillón donde estaba sentado, tosió repetidamente y lo fulminó con la mirada por encima de las gafas. Narraway se dio cuenta de que estaba siendo desconsiderado y regresó a su asiento.
Cogió el periódico de nuevo y optó por leer las variopintas cartas al director.
Todavía estaba leyendo cuando el camarero le informó de que el señor Quixwood había regresado e inquirió si le apetecería tomar un té o quizá whisky.
—Pregunte al señor Quixwood si me acompañará —contestó Narraway— y sirva lo que él elija.
El camarero inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y se retiró.
Un cuarto de hora después Narraway estaba sentado frente a Quixwood en la zona más tranquila del salón. Estudió su semblante mientras ambos bebían sorbos de whisky en silencio. Narraway hubiese preferido tomar té, pero no estaba allí por placer.
Quixwood parecía estar exhausto. Tenía la piel pálida salvo por las ojeras, pero su mano sostenía el vaso con absoluta firmeza. Narraway admiró su autodisciplina. Debía sentir a la vez la aflicción de perder a su esposa repentina y violentamente y la soledad, pero además cargaba con la tortura adicional de imaginarla en sus últimos momentos, a lo que aún había que sumar las especulaciones de la prensa que, sin lugar a dudas, todo su círculo de conocidos leía. No era solo cuestión de quién la había violado, sino de si había sido su amante. Ahora se escribía sobre ello a diario en los periódicos para que toda la gente de la calle pensara, hablara e incluso hiciera chistes sobre ello.
Hasta que se resolviera, no tendría final.
—¿Trae alguna novedad? —preguntó Quixwood. Habló tan bajo que Narraway tuvo que concentrarse para oírlo.
—Me figuro que Knox le habrá dicho que sospecha de Alban Hythe —contestó Narraway—. O al menos que las pruebas sugieren que él y la señora Quixwood se conocían inusualmente bien.
Quixwood hizo un amago de negar con la cabeza.
—Sí, pero me cuesta mucho creerlo. —Esbozó una sonrisa, y lo hizo con esfuerzo—. Aunque me imagino que a un hombre siempre le cuesta creer que su esposa tuviera una aventura con otro.
Un día antes Narraway habría estado de acuerdo con él. Tras su experiencia con Knox, reaccionó de otra manera.
—Resulta muy perturbador darse cuenta de la facilidad con la que vivimos haciendo suposiciones —dijo, observando el rostro de Quixwood—. Las personas cambian despacio, tan infinitesimalmente que día a día ni lo vemos. Igual que los glaciares: tantos metros al año; o quizá sean centímetros.
Quixwood bajó la mirada a su vaso y a la luz que se reflejaba en sus profundidades ambarinas.
—Creía que la conocía. Poco a poco me voy enfrentando al hecho de que quizá no fuese así. —Levantó la vista de golpe—. ¿Sabe qué es lo peor? Ni siquiera estoy tan seguro como estaba de que en verdad quiera saber qué ocurrió exactamente. No… no quiero que todas mis ilusiones se hagan pedazos. Confiaba en mi esposa y creía que me amaba, e incluso que, en nuestros momentos más fríos o difíciles, nunca me habría traicionado.
Una sonrisa titiló un instante y se desvaneció.
—Pensaba que Hythe era amigo mío, y ahora que conozco a su esposa un poco mejor, sé que ella también confiaba en él. Todavía es incapaz de aceptar siquiera la posibilidad de que sea culpable de esto. Supongo que mi deseo de consolarla forma parte de mi propio pesar.
Narraway no contestó, no porque no le importara sino porque nada podía decir que aportara algo a lo que ya se había dicho.
Quixwood bebió otro sorbo de whisky.
—¿Soy un cobarde por no querer saber?
Narraway lo meditó un rato antes de contestar; aquel hombre merecía una respuesta sincera, no una automática.
—Creo que quizá sea poco sensato —dijo al fin—. No me cuesta entender que prefiera que los últimas días de su esposa, y sobre todo sus últimos momentos, permanezcan ignotos. En los mejores momentos no pensará en ello en absoluto. En los peores lo visualizará crudamente, de todas las maneras que más le duelan. En ocasiones quizás incluso encuentre una explicación soportable.
Quixwood lo observaba, aguardando a que terminara.
—Pero no se trata solo de usted —prosiguió Narraway—. Es posible que Maris Hythe no pueda vivir con esa incertidumbre. Si Hythe es inocente, sin duda merece que se demuestre su inocencia. Si no la demuestra, ¿cómo va a soportar esas insinuaciones hasta el fin de su vida?
—¿Y si es culpable? —preguntó Quixwood.
—Entonces merece un castigo —dijo Narraway sin titubeos—. Y aparte de hacerle justicia, ¿qué pasa con el resto de la sociedad?
Quixwood pestañeó.
—¿Desea vivir en un país donde crímenes tan atroces queden impunes? —preguntó Narraway—. ¿Donde somos tan indiferentes al horror que preferimos no inquirir demasiado por si acaso la respuesta no nos gusta? ¿Qué pasa con las esposas o las hijas de los demás hombres? ¿Qué pasa con la próxima mujer violada?
Quixwood cerró los ojos. Sus manos apretaron tanto el vaso que de no haber sido de grueso cristal tallado se habría roto. No había respuesta alguna, y Narraway no lo presionó.
Hablaron de otras cosas brevemente y al cabo de un rato Narraway se marchó, deseando que hubiera algo más que pudiera hacer pero sabiendo que no era así.