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Pitt se detuvo en lo alto de la escalinata y contempló el fastuoso salón de baile de la Embajada española, ubicada en el corazón de Londres. La luz de los candelabros centelleaba en collares, pulseras y pendientes. Entre el formal blanco y negro de los hombres, los trajes de las mujeres florecían en todos los colores del incipiente verano: delicados tonos pastel para las jóvenes, dorados y rosas encendidos para las que estaban en el apogeo de su belleza, y granates, morados y lavandas para las de edad más avanzada.

A su lado, apoyando ligeramente la mano en su brazo, Charlotte no tenía diamantes que lucir, pero a Pitt le constaba que hacía mucho tiempo que había dejado de importarle. Corría 1896 y ella tenía cuarenta años. La lozanía de la juventud quedaba atrás, pero la plenitud de la madurez la favorecía aún más. La dicha que resplandecía en su rostro resultaba más encantadora que un cutis perfecto o unos rasgos que pareciesen esculpidos, cosas que eran meros regalos del azar.

Charlotte le apretó un momento el brazo cuando comenzaron a bajar los peldaños. Luego se mezclaron con el gentío, sonriendo, saludando a este y a aquel, procurando recordar nombres. Hacía poco que habían ascendido a Pitt a director de la Britain’s Special Branch,[1] una responsabilidad que pesaba mucho más que cualquiera que hubiese asumido hasta entonces. No tenía un superior a quien confiarse o a quien endosarle una decisión difícil.

Ahora hablaba con ministros, embajadores, personajes mucho más influyentes de lo que sugerían sus risas despreocupadas en aquel salón. Pitt había nacido en el seno de una familia muy modesta y seguía sin sentirse a gusto en aquel tipo de reuniones. Como policía que era, había entrado por la puerta de la cocina como cualquier otro sirviente, pero ahora era bien recibido en sociedad debido al poder que le otorgaba su puesto y porque tenía conocimiento de un sinfín de secretos sobre casi todos los presentes en la estancia.

A su lado, Charlotte se desenvolvía con soltura, y Pitt observó complacido su elegancia. Ella era hija de la buena sociedad y conocía sus debilidades y flaquezas, pero era dada a una franqueza que desentonaba con las convenciones, a la que no ponía freno salvo si era absolutamente necesario, como en aquella ocasión.

Charlotte murmuró un comentario cortés a la mujer que tenía a su lado, tratando de parecer interesada en su respuesta. Luego permitió que le presentaran a Isaura Castelbranco, la esposa del embajador portugués en Gran Bretaña.

—Es un placer conocerla, señora Pitt —respondió Isaura con cordialidad. Era una mujer más baja que Charlotte, apenas de estatura mediana, pero la dignidad de su porte la distinguía de lo común. Sus rasgos eran delicados, casi vulnerables, y sus ojos, tan oscuros que parecían negros contra su pálida piel.

—Confío en que nuestro clima veraniego le resulte agradable —comentó Charlotte, por decir algo. A nadie le interesaba el tema de las conversaciones; lo que importaba era el tono de voz, la sonrisa en la mirada, el hecho de hablar.

—Es muy placentero no pasar demasiado calor —contestó Isaura de inmediato—. Aguardo con ganas la regata. Se celebrará en Henley, ¿verdad?

—En efecto —corroboró Charlotte—. Debo admitir que hace años que no asisto, pero me encantaría volver a hacerlo.

Pitt sabía que aquello no era del todo verdad. Encontraba un poco tediosas la cháchara y la pretenciosidad de los fastuosos actos de la alta sociedad, pero reparó en que a Charlotte le caía bien aquella mujer de actitud sosegada. Conversaron unos minutos más hasta que las convenciones exigieron que dedicaran su atención a los demás invitados, que daban vueltas bajo las lámparas o se dejaban llevar hacia las diversas salas anejas que se abrían a izquierda y derecha, o que bajaban al gran salón principal.

Se despidieron con una sonrisa cuando Pitt entabló conversación con un subsecretario del Foreign Office. Charlotte se las ingenió para captar la atención de su tía abuela, lady Vespasia Cumming-Gould. En realidad era tía abuela de su hermana Emily por razón de matrimonio, pero con los años esa distinción había dejado de ser recordada, y mucho menos tenida en cuenta.

—Parece que te estás divirtiendo —dijo Vespasia en voz baja, con una chispa de humor en sus hermosos ojos grises. En la flor de la vida había tenido fama de ser la mujer más bella de Europa y, sin lugar a dudas, la más ingeniosa. Lo que quizá no todo el mundo sabía era que además había luchado en las barricadas de Roma, durante la turbulenta revolución que barrió Europa en el 48.

—No he olvidado del todo mis modales —contestó Charlotte con su franqueza habitual—. Mucho me temo que ya estoy alcanzando una edad en la que no puedo permitirme el lujo de poner cara de aburrimiento. Es muy poco favorecedor.

Saltaba a la vista que Vespasia lo pasaba bien, y su sonrisa fue afectuosa.

—Tampoco lo es dar la impresión de estar aguardando algo —agregó—. Hace que la gente te compadezca. Las mujeres que están a la expectativa son muy pesadas. ¿A quién has conocido?

—A la esposa del embajador portugués —contestó Charlotte—. Me ha caído bien de inmediato. Tiene un rostro poco común. Lo más probable es que no vuelva a verla.

—Isaura Castelbranco —dijo Vespasia en tono pensativo—. Apenas sé nada acerca de ella, gracias a Dios. Sé demasiado sobre muchas otras personas. Un poco de misterio da cierto encanto, como un tenue anochecer o el silencio entre las notas de la música.

Charlotte le estaba dando vueltas a ese pensamiento antes de contestar cuando se produjo un repentino alboroto a unos diez metros de donde estaban. Igual que quienes la rodeaban, se volvió para ver qué ocurría. Un joven muy elegante con una mata de pelo rubio dio un paso hacia atrás, levantando las manos a la defensiva, con expresión de incredulidad.

Delante de él había una muchacha con un vestido blanco de encaje y la piel del escote, el cuello y las mejillas colorada. Era muy joven, de poco más de quince años, de rasgos mediterráneos y un físico cuyas curvas ya dejaban entrever a la mujer en que se convertiría.

Cuantos estaban alrededor se callaron, bien por vergüenza, bien por confusión, como si no supieran qué había sucedido.

—La verdad, es usted muy poco razonable —dijo el joven, tratando de quitar hierro al incidente—. Me ha interpretado usted mal.

La muchacha distaba mucho de estar calmada. Se la veía enfadada, un poco asustada incluso.

—No, señor —dijo en inglés con un ligero acento—. Lo he interpretado muy bien. Hay cosas que son idénticas en todos los idiomas.

El joven seguía sin mostrar perturbación alguna, solo una enorme paciencia, como si se encontrase ante alguien que estuviera siendo intencionadamente obtuso.

—Le aseguro que mi única intención era hacerle un cumplido. Seguro que está acostumbrada a recibirlos.

La muchacha tomó aire para responder, pero no encontró las palabras adecuadas.

El joven sonrió, ahora abiertamente divertido, tal vez un poco burlón. Era bien parecido, de una manera inusual. Tenía la nariz prominente y los labios finos, pero unos bonitos ojos oscuros.

—Deberá acostumbrarse a suscitar admiración. —La miró de arriba abajo con una franqueza una pizca excesiva—. Será objeto de mucha, se lo puedo prometer.

La muchacha se puso a temblar. Pese a estar a cierta distancia, Charlotte se dio cuenta de que la muchacha no sabía cómo reaccionar ante tan inapropiada apreciación de su belleza. Era demasiado joven para haber aprendido a mantener la compostura necesaria. Al parecer su madre no estaba lo bastante cerca para haber oído la conversación, y el joven Neville Forsbrook se sentía muy seguro de sí mismo. Su padre era uno de los banqueros más importantes de Londres y la familia poseía riqueza y estatus, con todo el privilegio que eso traía aparejado. No estaba acostumbrado a que le negaran las cosas, y menos una muchacha que ni siquiera era británica.

Charlotte dio un paso al frente y notó la mano de Pitt en el brazo, reteniéndola.

Angeles Castelbranco parecía estar aterrorizada. El color le había abandonado el rostro, dejándoselo ceniciento.

—¡Déjeme en paz! —exclamó con voz chillona—. ¡No me toque!

Neville Forsbrook se rio abiertamente.

—Mi querida damisela, está haciendo el ridículo, dando semejante espectáculo. Estoy convencido de que no es lo que desea —agregó sonriendo, y dio un paso hacia ella, acercándole la mano como si quisiera tranquilizarla.

Angeles le dio un manotazo, apartándole el brazo con brusquedad. Se volvió para escapar, perdió el equilibrio y faltó poco para que cayera contra otra muchacha, que de inmediato chilló y se lanzó a los brazos de un sobresaltado joven que tenía al lado.

Angeles huyó entre sollozos. Neville Forsbrook sonrió, pero enseguida adoptó un aire de perplejidad. Se encogió de hombros y abrió las manos, elegantes y fuertes, sin dejar de sonreír del todo. ¿Era por vergüenza o por un asomo de mofa?

Alguien dio un paso al frente e inició una educada conversación sobre nada en concreto. Los demás se sumaron agradecidos. Instantes después se reanudó el murmullo de voces, el frufrú de faldas, la música distante, el ligero ruido de los pies deslizándose por el reluciente parquet. Fue como si nada hubiese ocurrido.

—Eso ha sido muy feo —dijo Charlotte a Vespasia en cuanto estuvo segura de que no la oirían—. Qué joven tan insensible.

—Ha quedado como un tonto —contestó Vespasia con un toque de compasión.

—¿Qué demonios ha sido todo eso? —preguntó confundida una mujer de cabellos castaños que estaba cerca de ellas.

El anciano que la acompañaba negó con la cabeza.

—Estos latinos tienden a ser muy excitables, querida. Yo no me preocuparía. Seguro que no ha sido más que un malentendido.

—¿Quién es ella, a todas estas? —le preguntó la mujer, mirando también a Charlotte por si podía aclarárselo.

—Una linda jovencita —señaló el anciano, sin dirigirse a alguien en concreto—. Será una mujer muy guapa.

—¡Eso apenas importa, James! —le espetó su esposa—. ¡No sabe comportarse! ¡Imagina que hiciera algo parecido en una cena!

—Bastante fuera de lugar ha estado aquí ya —apostilló otra mujer. El fulgor de los diamantes y el brillo de la suntuosa seda verde de su vestido no lograban disimular la amargura de su expresión.

Charlotte salió en defensa de la chica.

—Sin duda lleva usted razón —dijo, mirando a la señora a los ojos con atrevimiento—. Seguro que usted sabe mucho más acerca del incidente que nosotros. Lo único que hemos visto ha sido a un joven muy seguro de sí mismo avergonzando claramente a la hija de un embajador extranjero. No sé qué debe haber sucedido antes ni cómo habría podido manejarse el caso con más amabilidad y discreción.

Charlotte notó que la mano de Vespasia le apretaba ligeramente el brazo, pero no le hizo caso. Mantuvo la inquisitiva sonrisa petrificada y no bajó la vista.

La mujer del vestido verde se sonrojó, enojada.

—Me atribuye más crédito de la cuenta, señora… Me temo que no sé su nombre… —Dejó la negativa flotando en el aire, no tanto como una pregunta sino a modo de rechazo—. Aunque, por supuesto, conozco bastante bien a sir Pelham Forsbrook y, por consiguiente, a su hijo Neville, que ha tenido la amabilidad de mostrar un halagüeño interés por mi hija pequeña.

Pitt se unió a ellos lanzando una mirada a Vespasia, pero Charlotte no lo presentó a la mujer, como tampoco se presentó ella.

—Confiemos en que lo manifieste más gentilmente que con la señorita Castelbranco —prosiguió en un tono tan dulce que resultaba empalagoso—. Aunque por descontado usted se encargará de que así sea. No está en un país extranjero, con dudas sobre cómo reaccionar ante los comentarios ambiguos de los jóvenes.

—¡No conozco jóvenes que hagan comentarios ambiguos! —le espetó la mujer, arqueando mucho las cejas.

—Qué benévola —murmuró Charlotte.

El anciano tosió y sacó su pañuelo para taparse la boca, con los ojos haciéndole chiribitas.

Pitt volvió la cabeza hacia otra parte como si hubiese oído un ruido inesperado que atrajera su atención, y arrastró a Charlotte consigo como si lo hiciera sin querer, aunque en realidad ella estaba más que dispuesta a marcharse. Aquel había sido su pistoletazo de salida. A partir de ese momento, las cosas solo podían empeorar. Charlotte dedicó una radiante sonrisa a Vespasia y vio que esta le contestaba con una mirada chispeante.

—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Pitt en cuanto estuvieron fuera del alcance de sus oídos.

—Decirle que es una idiota —contestó Charlotte. Había creído que su intención era obvia.

—¡Eso ya lo sé! —replicó Pitt—. Y ella también. Acabas de ganarte una enemiga.

—Lo siento —se disculpó Charlotte—. Quizá sea una desgracia, pero ser su amiga aún lo habría sido más. Es una trepa de la peor calaña.

—¿Cómo lo sabes? ¿Quién es? —preguntó Pitt.

—Lo sé porque acabo de verla. Y no tengo ni idea de quién es ni me importa. —Le constaba que quizá lamentaría decir aquello, pero en aquel preciso instante estaba demasiado enojada para dominar su temperamento—. Voy a hablar con la senhora Castelbranco para asegurarme de que su hija está bien.

—Charlotte…

Charlotte se zafó, se volvió un momento y dedicó a Pitt la misma sonrisa deslumbrante que había dedicado a Vespasia, antes de dirigirse a través del gentío hacia el lugar donde había visto por última vez a la esposa del embajador portugués.

Tardó diez minutos en localizarla. La senhora Castelbranco estaba junto a una de las puertas, acompañada de su hija. La chica tenía la misma estatura que su madre y, de cerca, era todavía más atractiva de lo que le había parecido a distancia. Sus ojos eran deslumbrantes y su cutis presentaba un ligero tono miel con un leve rubor en las mejillas. Al ver que Charlotte se aproximaba a ellas fue incapaz de disimular su alarma, aunque saltaba a la vista que estaba intentando hacerlo.

Charlotte le sonrió brevemente y acto seguido se volvió hacia su madre.

—Lamento mucho que ese joven haya sido tan grosero. Tuvo que ser dificilísimo para usted intervenir, habida cuenta de su posición diplomática. Realmente, ha sido inexcusable. —Se volvió hacia la chica y entonces se dio cuenta de que no estaba segura de si hablaba inglés con fluidez—. Espero que esté bien —dijo con cierta torpeza—. Ruego que acepte mis disculpas. Tendríamos que habernos asegurado de que no se viera en una situación tan incómoda.

Angeles sonrió, pero los ojos se le arrasaron en lágrimas.

—Oh, estoy muy bien, madame, se lo aseguro. No estoy dolida. Es solo… —tragó saliva—. Es solo que no he sabido cómo contestarle.

Isaura rodeó los hombros de su hija con un ademán protector.

—Está bien, naturalmente. Solo un poco avergonzada. En nuestro propio idioma habría podido… —Se encogió ligeramente de hombros—. En inglés una no siempre está segura de si está siendo divertida o quizás ofensiva. Mejor no hablar que correr el riesgo de decir algo que luego no puedas retirar.

—Por supuesto —respondió Charlotte, aunque se sentía desasosegada por si la chica en realidad estaba más afligida de lo que reconocía—. Cuanto más incómoda es la situación, más difícil resulta encontrar las palabras adecuadas en otro idioma —corroboró—. Por eso ese joven no debería haberse comportado como lo ha hecho. Lo siento mucho.

Isaura correspondió a su sonrisa con una mirada indescifrable.

—Es muy amable de su parte, pero le aseguro que solo ha sido un momento desagradable. Es algo inevitable. A todos nos ocurre alguna que otra vez. La temporada está llena de acontecimientos. Espero que volvamos a vernos.

Fue cortés, pero también fue una despedida, como si desearan estar a solas un rato, quizás incluso marcharse.

—Lo mismo digo —respondió Charlotte, que se excusó antes de alejarse. Su sensación de desasosiego fue, en cualquier caso, mayor.

Mientras regresaba hacia donde había dejado a Pitt, se cruzó con varios grupos de personas que conversaban. En uno de ellos estaba la mujer de verde que, sin lugar a dudas, se había convertido en su enemiga.

—Un temperamento muy excitable —iba diciendo—. Poco fiable, me temo. Pero me figuro que no tenemos más remedio que tratar con ellos.

—No hay elección, según dice mi esposo —le aseguró otra—. Al parecer tenemos un tratado con Portugal desde hace más de quinientos años y, por un motivo u otro, lo consideramos importante.

—Tengo entendido que se trata de una de las grandes potencias coloniales —agregó una tercera mujer, enarcando sus cejas rubias como si tal cosa no fuese digna de crédito—. Creía que solo era un pequeño país bastante agradable situado al oeste de España —concluyó, con una risa cristalina.

Charlotte se irritó excesivamente al darse cuenta de que sabía tan poco sobre la historia colonial portuguesa como la mujer que había hablado.

—Francamente, querida, me parece que ha tomado más vino de la cuenta y que por eso se ha puesto así —dijo la mujer de verde confidencialmente—. Cuando yo tenía su edad, solo bebía limonada.

La segunda mujer se inclinó hacia delante con ademán de conspiradora.

—Y es demasiado joven para estar prometida, ¿no te parece?

—¿Lo está? Santo cielo, claro que sí —respondió con voz categórica—. Debería aguardar un año más, como mínimo. Es demasiado inmadura, como bien acaba de demostrar de manera tan lamentable. ¿Con quién está comprometida?

—Esa es la cuestión —dijo la tercera mujer—. Creo que es un muy buen partido. Tiago de Freitas; una familia excelente. Una fortuna inmensa, me parece que de Brasil. ¿Puede ser de Brasil?

—Bueno, en Brasil hay oro y es territorio portugués —les dijo una cuarta mujer, alisándose la falda de seda—. De modo que podría ser. Y Angola, en el sudoeste de África, también es portuguesa, lo mismo que Mozambique en el sudeste de África, y dicen que allí también hay oro.

—Siendo así, ¿cómo se explica que hayamos permitido que se lo quedaran los portugueses? —preguntó irritada la mujer de verde—. ¡Alguien no estaba prestando la debida atención!

—¿Tal vez se pelearon? —sugirió una de ellas.

—¿Quién? ¿Los portugueses? —inquirió la mujer de verde—. ¿O se refiere a los africanos?

—Me refería a Angeles Castelbranco y Tiago de Freitas —fue la impaciente respuesta—. Eso explicaría que estuviera un poco histérica.

—Eso no disculpa los malos modales —replicó bruscamente la mujer de verde, levantando su pronunciada barbilla, haciendo que los diamantes que llevaba en el cuello destacaran mejor—. Si una está indispuesta, debe decirlo y quedarse en casa.

«De ser así, nunca deberías poner un pie fuera de tu casa —pensó Charlotte con amargura—. Y todos estaríamos mucho más contentos». Pero no podía decirlo en voz alta. Estaba escuchando una conversación ajena, no participando en ella. Siguió adelante deprisa antes de que repararan en que ya llevaba un rato detenida en el mismo lugar, sin otra razón aparente que la de fisgar.

Encontró a Pitt hablando con un grupo de personas a las que no conocía. Por si eran importantes, decidió no interrumpir. En cuanto tuvo ocasión, Pitt se disculpó un momento y fue al encuentro de Charlotte.

—¿Has encontrado a la esposa del embajador? —preguntó, con la frente ligeramente arrugada de preocupación.

—Sí —contestó Charlotte en voz baja—. Thomas, me temo que sigue estando muy disgustada. Es lamentable hacerle algo así a una chica en un país extranjero. En el mejor de los casos, se ha reído públicamente de ella. No tiene más de dieciséis años, solo dos más que Jemima.

Al pronunciar el nombre de su hija sintió una punzada de miedo, sabedora de lo extremadamente vulnerable que era Jemima. Estaba a mitad del camino de niña a mujer, su cuerpo parecía cambiar semana tras semana, dejando atrás el consuelo de la infancia pero sin alcanzar todavía el garbo y la confianza de un adulto.

Pitt se quedó perplejo. Saltaba a la vista que ni siquiera había imaginado a Jemima con un traje de noche y el pelo recogido en lo alto de la cabeza, rodeada de jóvenes que vieran algo más que a la niña que todavía era.

Charlotte le sonrió.

—Tendrías que fijarte más, Thomas. Sigue siendo un poco tímida pero tiene curvas, y más de un joven la ha mirado una segunda y una tercera vez, incluso su profesor de baile y el hijo del rector.

Pitt se puso tenso.

Charlotte apoyó una mano en su brazo con ternura.

—No hay motivo para alarmarse. Estoy atenta. Sigue siendo dos años menor que Angeles Castelbranco, y a esa edad dos años es mucho. Aunque cambia de humor cada dos por tres. De pronto está tan contenta que no puede dejar de cantar, y una hora después está deshecha en llanto o pierde los estribos. Se pelea con el pobre Daniel, que no sabe qué le pasa, y luego le entra tal timidez que no quiere salir de su habitación.

—Ya me he dado cuenta —dijo Pitt con sequedad—. ¿Estás segura de que eso es normal?

—Considérate afortunado —contestó Charlotte, esbozando una mueca—. Mi padre tuvo tres hijas. En cuanto Sarah estuvo bien, comencé yo, y luego, cuando ya volví a estar más o menos cuerda, le tocó el turno a Emily.

—Supongo que debo estar agradecido de que Daniel sea un chico —dijo Pitt atribulado. Charlotte se rio.

—Tendrá sus propios problemas —contestó—. Solo que tú los entenderás mejor que yo.

Pitt la miró con una súbita e intensa ternura.

—¿Estará bien, verdad?

—¿Jemima? Por supuesto —contestó Charlotte, negándose a pensar lo contrario.

Pitt puso una mano sobre la suya y la estrechó.

—¿Y Angeles Castelbranco?

—Eso espero, aunque hace un momento me ha parecido terriblemente frágil. Pero seguro que es más de lo mismo. A los dieciséis años se es muy joven. Me estremezco cuando me recuerdo con esa edad. Creía que sabía mucho, cosa que demuestra lo poquísimo que en realidad sabía.

—No se lo diría a Jemima, si estuviera en tu lugar —aconsejó Pitt.

Charlotte le dirigió una mirada sardónica.

—Ya he pensado en eso, Thomas.

Dos horas más tarde a Pitt le había pasado varias veces por la cabeza que quizás él y Charlotte podrían disculparse y marcharse a casa, satisfechos de haber cumplido con su deber. La vio en la otra punta del salón, conversando con Vespasia. Observándolas, no pudo evitar sonreír. El pelo castaño oscuro de Charlotte no tenía casi ni una cana; el de Vespasia era totalmente plateado. Para él, Charlotte cada vez era más encantadora, y nunca se cansaba de mirarla. Le constaba que no poseía la asombrosa belleza que aún conservaba el rostro de Vespasia —la elegancia de sus huesos, la delicadeza—, pero podía ver buena parte de ella en el porte y la vitalidad de su esposa, y, ahora que estaban juntas, hablaban como si fueran totalmente ajenas al resto de la estancia.

Fue consciente de que había alguien cerca de él y, al volverse, vio a Victor Narraway a escasos metros, mirando en la misma dirección. Su rostro era indescifrable, sus ojos, tan oscuros que parecían negros, su abundante mata de pelo, muy canosa. Menos de un año antes había sido el jefe de Pitt en la Special Branch, un hombre con el poder que confiere conocer gran cantidad de secretos y con la férrea voluntad de utilizarlos según dictaran la necesidad y su conciencia. También poseía una firmeza que Pitt dudaba ser capaz de alcanzar alguna vez.

Una traición dentro del departamento le había costado el cargo a Narraway, y Pitt había ocupado su puesto. Sus enemigos estuvieron seguros de que no tendría la energía y el aplomo necesarios para tener éxito en su cometido. Se habían equivocado, al menos hasta la fecha. Pero a Victor Narraway lo habían apartado del cargo, trasladándolo a la Cámara de los Lores, donde desperdiciaba su capacidad. Siempre había comités e intrigas políticas de una u otra clase, pero nada que ofreciera el inmenso poder que antaño ostentara. Eso en sí mismo quizá no le importara, pero que no se usara su extraordinario talento suponía una pérdida que le costaba soportar.

—¿Aguardando el momento apropiado para irse a casa? —preguntó Narraway apuntando una sonrisa, leyendo los pensamientos de Pitt con tanta facilidad como siempre.

—Falta poco para medianoche. Dudo que realmente tengamos que demorarnos mucho más —confirmó Pitt, correspondiendo a la media sonrisa atribulada—. Seguramente tardaremos media hora en despedirnos de quien corresponda.

—Y Charlotte… Otra media hora después de esa —agregó Narraway, mirando a través del salón hacia Charlotte y Vespasia.

Pitt se encogió de hombros; no era preciso contestar. El comentario había sido afectuoso; o quizás algo más que eso, como bien sabía él.

Antes de que ese hilo de pensamiento le llevara más lejos, se les unió un hombre esbelto, ya entrado en la cuarentena. Su pelo negro tenía canas en las sienes, aunque su rostro poco corriente emanaba la energía propia de la juventud. No era exactamente apuesto, tenía la nariz torcida y los labios demasiado carnosos, pero su vitalidad inspiraba no solo atención sino también un agrado instintivo.

—Buenas noches, señor —dijo a Narraway. Acto seguido, sin el menor titubeo, se volvió hacia Pitt, tendiéndole la mano—. Rawdon Quixwood —se presentó.

—Thomas Pitt —respondió Pitt.

—Sí, lo sé. —Quixwood sonrió más abiertamente—. Quizá no debería, pero viéndole aquí de pie, conversando tan a gusto con lord Narraway, la conclusión era obvia.

—O bien eso, o bien no tiene ni idea de quién soy —dijo Narraway con sequedad—. O de quién era.

No había amargura en su voz, ni siquiera en su mirada, pero a Pitt le constaba que le había dolido el despido y adivinaba cuánto le pesaba su relativamente reciente inactividad. Una broma hecha a la ligera, un toque de burla de sí mismo, no disimuló la herida. Aunque, tal vez, si Pitt hubiese sido tan fácil de engañar, ahora no pertenecería a la directiva de la Special Branch. Haber pasado toda su vida adulta en la policía había hecho que conocer a las personas formase parte de su carácter, como vestirse de una manera determinada o mostrarse discreto y cortés. Ver a través de las máscaras de privacidad que se ponían los amigos era harina de otro costal. Hubiera preferido no hacerlo.

—Si no supiese quién es usted, señor, sería un perfecto desconocido —respondió Quixwood con simpatía—. Y hace media hora lo he visto conversar con lady Vespasia, lo cual excluye tal posibilidad.

—Ella habla con desconocidos —señaló Narraway—. De hecho, he llegado a la conclusión de que a veces los prefiere.

—Demostrando un excelente juicio —prosiguió Quixwood—. Pero ellos no se dirigen a ella. Es un poco intimidadora.

Narraway se rio, y lo hizo con ganas.

Pitt iba a agregar su opinión al respecto cuando un movimiento detrás de Narraway le llamó la atención. Vio que un joven se acercaba a ellos, con el rostro pálido y tenso de preocupación.

—Disculpen —dijo Pitt brevemente, y se alejó de Narraway para ir en pos de aquel hombre.

—Señor… —comenzó el joven con torpeza—. ¿Es… es el señor Quixwood quien estaba hablando con usted? ¿El señor Rawdon Quixwood?

—Sí, en efecto. —Pitt se preguntó qué demonios le pasaba—. ¿Ha ocurrido algo malo? —preguntó para incitar al joven a hablar. Su angustia era palpable.

—Sí, señor. Me llamo Jenner, señor. Policía. ¿Es usted amigo del señor Quixwood?

—No, me temo que no. Acabo de conocerlo. Soy el jefe Pitt de la Special Branch. ¿Qué desea?

Era consciente de que, para entonces, al menos uno de los otros dos habría reparado en la incómoda conversación y en la evidente desdicha de Jenner. Quizá se estuvieran absteniendo de interrumpir por suponer que se trataba de un asunto de la Special Branch. Pero, de ser así, ¿por qué Jenner no conocía a Narraway, aunque solo fuese por su reputación?

Jenner respiró profundamente.

—Lo siento, señor, pero hemos hallado a la esposa del señor Quixwood muerta en su casa. Y todavía peor, señor… —Tragó saliva con dificultad—. Parece bastante claro que ha sido asesinada. Tengo que decírselo al señor Quixwood y llevarlo a su domicilio. Si tiene algún amigo que quiera… acompañarlo para darle su apoyo…

Se calló, sin saber qué más añadir.

Con su larga experiencia en muertes violentas e inesperadas, Pitt debería estar acostumbrado a recibir tales noticias y familiarizado con la aflicción que causaban. Sin embargo, cada vez le resultaba más difícil.

—Aguarde aquí, Jenner. Se lo diré. Es posible que, si lo desea, lord Narraway vaya con él.

—Sí, señor. Gracias, señor.

Jenner estaba claramente aliviado.

Pitt se volvió de nuevo hacia Quixwood y Narraway, que habían seguido conversando, evitando deliberadamente prestarle atención.

—Siempre de servicio, ¿eh? —dijo Quixwood con cierta picardía.

Pitt notó el nudo de compasión que se cerraba en su fuero interno.

—En realidad no me buscaba a mí —dijo enseguida. Tocó el brazo de Narraway como si quisiera transmitirle una advertencia—. Me temo que ha sucedido una tragedia.

Miró de hito en hito a Quixwood, que le sostuvo la mirada con un educado desconcierto en los ojos.

Narraway se puso tenso al percibir cierto temblor en la voz de Pitt. Miró a Pitt, y luego otra vez a Quixwood.

—Lo siento —dijo Pitt con amabilidad—. Es de la policía. Han encontrado el cadáver de su esposa en su casa. Ha venido para llevarle allí, con quien usted quiera que lo acompañe en un momento como este.

Quixwood lo miró fijamente, como si aquellas palabras no tuvieran sentido. Dio la impresión de balancearse un poco antes de hacer un esfuerzo por mantener la compostura.

—¿Catherine? —Se volvió lentamente hacia Narraway, luego de nuevo hacia Pitt—. ¿Y qué pinta la policía, por Dios? Si ni siquiera estaba enferma… ¿Qué ha ocurrido?

Pitt tuvo ganas de agarrarle el brazo para sujetarlo. No obstante, habida cuenta de que apenas lo conocía, semejante gesto resultaría impertinente salvo que realmente estuviera a punto de caer al suelo.

—Lo lamento de veras, pero parece que ha habido cierta violencia.

Quixwood miró a Narraway.

—¿Violencia? ¿Me… me acompañará? —Se pasó la mano por la frente—. ¡Esto es absurdo! ¿Quién haría daño a Catherine?

—Claro que voy con usted —dijo Narraway de inmediato—. Pitt, tenga la bondad de excusarnos. No explique el motivo. Diga tan solo que ha surgido una emergencia.

Tomó el brazo de Quixwood, lo condujo hacia donde los aguardaba Jenner y los tres se marcharon juntos.

El viaje en coche de punto fue uno de los más penosos que Narraway recordaba. Se sentó junto a Quixwood, con el joven policía, Jenner, al otro lado. En varias ocasiones Quixwood tomó aire como para hablar, pero a fin de cuentas no había nada que decir.

Narraway solo era consciente a medias de lo luminosas que se veían las calles con el nuevo alumbrado y de la cálida noche de verano. Se cruzaron con otros carruajes, y uno pasó tan cerca que entrevió los rostros del hombre y la mujer que iban dentro, el breve fulgor de los diamantes en el cuello de ella.

Doblaron una esquina y se vieron obligados a aminorar la marcha. La luz se derramaba por las puertas abiertas y se oían risas y música en los interiores de las casas. La gente comenzaba a retirarse, hablando atropelladamente y gritándose adiós, demasiado distraída para prestar atención al tráfico. El mundo seguía funcionando como si la muerte no existiera y el asesinato fuese algo imposible.

¿Se trataría realmente de un asesinato o Jenner estaba mal informado? Parecía joven y muy alterado.

Narraway no conocía a Quixwood demasiado bien. La suya era una relación social, reduciéndose a mostrarse cordiales en los actos a los que ambos debían asistir, y de vez en cuando tomando una copa en un club de caballeros o en una cena oficial. Narraway había sido jefe de la Special Branch; Quixwood se dedicaba a la banca comercial y manejaba grandes sumas de dinero. Sus caminos nunca se habían cruzado en el ámbito profesional. Narraway ni siquiera recordaba haber conocido a la esposa de Quixwood. Tal vez se equivocaba y simplemente lo había olvidado.

Se alejaban de la Embajada de España sita en Queen’s Gate, Kensington, dirigiéndose al este, camino de Belgravia. Quixwood vivía en Lyall Street, a un tiro de piedra de Eaton Square. Les quedaban menos de doscientos metros que recorrer. Quixwood se inclinó hacia delante, mirando fijamente las fachadas que tan bien conocía mientras aminoraban la marcha hasta detenerse a poca distancia de la casa donde la policía cortaba el paso.

Narraway se apeó de inmediato y pagó al cochero, pidiéndole que no aguardara. Jenner salió por el mismo lado con Quixwood. Narraway los siguió por la acera, subió tras ellos la escalinata hasta la puerta principal con pilares clásicos y entró en el recibidor. La luz estaba encendida en todas las habitaciones y había criados a la espera, con el semblante pálido. Vio a un mayordomo y a un lacayo, y a otro hombre que seguramente sería un ayuda de cámara. No había una sola mujer a la vista.

Un hombre entró en el recibidor y se detuvo. Tendría cuarenta y tantos, el pelo prácticamente gris, cara de cansancio y una expresión afligida. Echó un vistazo a Jenner y luego miró a Narraway y Quixwood.

—¿Quién de ustedes es el señor Quixwood? —preguntó en voz baja y un tanto quebrada, como si tuviera la garganta oprimida.

—Soy yo —contestó Quixwood—. Rawdon Quixwood…

—Inspector Knox, señor —respondió aquel hombre—. Lo lamento mucho.

Quixwood comenzó a decir algo, pero se encontró sin palabras.

Knox miró a Narraway, tratando de deducir quién era y por qué había venido.

—Victor Narraway. Resulta que estaba con el señor Quixwood cuando el agente Jenner lo ha encontrado. Le ayudaré en lo que pueda.

—Gracias, señor Narraway. Muy considerado de su parte, señor. —Knox se volvió de nuevo hacia Quixwood—. Siento tener que importunarlo, señor, pero necesito que eche un vistazo a la señora y confirme que se trata de su esposa. El mayordomo ha dicho que lo es, pero preferiríamos que usted…

—Por supuesto —respondió Quixwood—. ¿Dónde está?

—En el vestíbulo, señor. La hemos cubierto con una sábana. Solo el rostro, si no le importa.

Quixwood asintió y cruzó con paso un tanto vacilante la puerta de dos hojas. Miró a su izquierda y se detuvo, balanceándose un poco, alargando la mano como si quisiera agarrar algo y no lo encontrara.

Narraway dio media docena de pasos hasta él, listo para sujetarlo si fuera a tambalearse.

El cadáver de Catherine Quixwood yacía despatarrado bocarriba sobre el suelo de parquet, toda ella tapada con una sábana excepto el rostro. Su pelo largo y moreno estaba suelto, en parte sobre la frente, pero no ocultaba los cardenales de la mejilla y la mandíbula, como tampoco el labio partido manchado de escarlata por la sangre que le salía de la boca. Pese a todo, resultaba evidente que había sido una mujer guapa, dotada de una belleza muy sutil y personal.

Narraway sintió un nudo de impresión y pesar que no se había esperado. No la había conocido en vida y distaba mucho de ser la primera persona que hubiese visto muerta, brutalmente asesinada. Sin pensarlo, alargó la mano y agarró el brazo de Quixwood, sujetándolo con fuerza. Quixwood no opuso la menor resistencia, como si estuviera paralizado.

Narraway lo empujó con mucho cuidado.

—No tiene por qué quedarse aquí. Dígale a Knox si es ella y luego vaya a la sala de estar o a su estudio.

Quixwood se volvió hacia él. Tenía el rostro ceniciento.

—Sí, sí, claro, tiene razón. Gracias. —Dirigió la mirada hacia Knox—. Es mi esposa. ¿Puedo…? ¿O sea…? ¿Tienen que dejarla así? ¿En el suelo? Por Dios… —Respiró profundamente—. Perdone. Supongo…

Knox tenía la cara transida de pena por él.

—Señor Narraway, quizá tendría la bondad de llevar al señor Quixwood a su estudio… —Indicó la dirección con una mano—. Pediré al mayordomo que les sirva coñac.

—Por supuesto.

Narraway no se molestó en corregirlo en cuanto a su título. Nada podía ser menos importante en aquel momento. Guio a Quixwood hacia la puerta que Knox le había indicado.

En cualquier otro momento la habitación habría sido agradable y cómoda. Puesto que estaban a principios de verano, el fuego no estaba encendido en la gran chimenea y las cortinas estaban descorridas, abiertas al jardín. Las lámparas ya estaban encendidas. Seguramente Knox y sus hombres habían registrado la casa. Quixwood se dejó caer en uno de los grandes sillones tapizados de cuero y hundió la cara entre las manos.

Casi de inmediato apareció un criado con una licorera de coñac y dos copas balón en una bandeja de plata. Narraway le dio las gracias. Sirvió una y se la dio a Quixwood, que la tomó y bebió un trago haciendo una mueca, como si le quemara la garganta.

Narraway no bebió. Contemplaba a Quixwood, que estaba prácticamente desplomado en el sillón.

—¿Quiere que pregunte a este tal Knox qué ha ocurrido, suponiendo que lo sepa? —propuso.

—¿Lo haría? —preguntó Quixwood con una chispa de gratitud—. Yo… No creo que pueda soportarlo. Quiero decir… Verla… de esa manera.

—Por supuesto. —Narraway se dirigió a la puerta—. Regresaré en cuanto pueda. ¿Le gustaría que avisara a alguien? ¿Un pariente? ¿Un amigo?

—No —contestó Quixwood con un aire ausente—. Todavía no. No tengo familia inmediata y Catherine… —Suspiró entrecortadamente—. La hermana de Catherine vive en la India. Tendré que escribirle.

Narraway asintió con la cabeza y salió al vestíbulo, cerrando la puerta a sus espaldas sin hacer ruido.

Knox estaba al otro lado del cadáver que yacía en el suelo, más cerca de las puertas exteriores. Se volvió al percatarse de la presencia de Narraway. Rodeó el cadáver hacia él.

—¿Señor? —dijo educadamente—. Si no le importa, creo que sería conveniente que mantuviera al señor Quixwood ahí dentro, con la puerta cerrada, durante la próxima media hora, más o menos. El médico forense está de camino. —Echó un vistazo al cadáver, ahora completamente tapado con la sábana—. El señor Quixwood no tendría que ver esto, ¿entiende?

—¿Tiene alguna idea de lo que ha ocurrido? —preguntó Narraway.

—La verdad es que no —contestó Knox, cuya cortesía lo distanciaba de Narraway como amigo del marido de la víctima, alguien que no podía ser de utilidad alguna, aparte de consolar al viudo.

—Quizá pueda ayudar —dijo Narraway simplemente—. Y soy lord Narraway, por cierto. Hasta hace muy poco fui jefe de la Special Branch. Estoy familiarizado con la violencia y, lamentablemente, con el asesinato.

Knox pestañeó.

—Lo siento, señor. No era mi intención…

Narraway le quitó hierro con un ademán. Él mismo todavía no se había acostumbrado al título.

—Quizá pueda serle de ayuda. ¿Sorprendió a un ladrón? ¿Quién la ha encontrado? ¿Dónde estaban los demás criados para no oír nada? ¿No es un poco temprano para que alguien entre a robar? Correría un gran riesgo.

—Me temo que no es tan simple, señor —dijo Knox apesadumbrado—. Estoy aguardando al doctor Brinsley. Tardará un poco porque he tenido que enviar a un agente a buscarlo. No quería que viniera cualquiera.

Narraway sintió una punzada de inquietud, como si lo tocara una mano fría.

—¿Debido a la posición de Quixwood? —preguntó, sabiendo que no se trataba de eso.

—No, señor —contestó Knox, dando un paso hacia el cadáver. Tras situarse de modo que no resultara visible a través de la puerta del estudio, levantó la sábana.

Catherine Quixwood yacía bocarriba pero medio acurrucada, con un brazo extendido y el otro debajo de ella. Llevaba una falda ligera de verano de seda floreada y una blusa de muselina, o lo que quedaba de la prenda; la habían desgarrado por delante, destapándole el busto. Tenía profundas laceraciones en la piel, como si alguien la hubiese arañado, rasgándola. Manaba sangre de los arañazos. La falda estaba tan rota y levantada por encima de sus caderas que resultaba imposible determinar su forma original. Los muslos desnudos estaban magullados y, a juzgar por la sangre y otros fluidos, era dolorosamente obvio que la habían violado y golpeado.

—¡Dios Todopoderoso! —dijo Narraway entre dientes. Levantó la vista hacia Knox y vio la piedad de su semblante, tal vez menos disimulada de lo que hubiese sido correcto.

—Necesito que el doctor me diga qué fue lo que la mató, señor. Tengo que manejar este caso con toda exactitud, pero también con toda la discreción posible, por el bien de la pobre señora. —Volvió a mirar hacia la puerta del estudio—. Y por el suyo también, naturalmente.

—Vuelva a cubrirla —solicitó Narraway en voz baja, sintiéndose un poco mareado—. Sí… con la máxima discreción posible… por favor.