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—¿Special Branch, señor? —preguntó Knox para tranquilizarse.

—Ahora ya no —contestó Narraway—. Ya no ocupo un cargo, pero eso significa que tampoco tengo obligaciones. Si puedo ayudar, y al mismo tiempo mantener este caso en la máxima discreción, estaré encantado. ¿Tiene alguna idea sobre cómo ha ocurrido?

—Todavía no, señor —dijo Knox con tristeza—. No hemos encontrado indicios de por dónde entraron, pero seguimos buscando. Lo extraño es que los criados dicen que no le han abierto la puerta a nadie. Al menos, ni el mayordomo ni el lacayo. Todavía no hemos hablado con todas las sirvientas, pero no me imagino a una sirvienta abriendo la puerta a estas horas de la noche.

—Si una sirvienta hubiese dejado entrar a ese hombre, seguramente también la habría atacado —observó Narraway—. O al menos se habría dado cuenta de que ocurría algo raro. ¿Es posible…?

Se calló, reparando en que era una idea desagradable e injustificada. Knox lo estaba mirando con curiosidad.

—¿Se refiere a que lo esperaban? —dijo, expresando en voz alta lo que había pensado Narraway—. ¿Algún conocido de la señora Quixwood?

Narraway lo miró de hito en hito.

—¿Quién haría algo semejante a una mujer que conociera? ¡Es una salvajada!

El rostro de Knox se puso tenso, las arrugas en torno a su boca se hicieron más profundas.

—Los violadores no siempre son desconocidos, señor. Sabe Dios lo que ocurrió aquí. Pero juro en Su nombre que voy a descubrirlo. Si usted me brinda su ayuda, la aceptaré de buen grado, siempre y cuando mantenga la máxima discreción. No puedo aceptar a cualquier aficionado que se crea capaz de hacer de policía. Pero este no es su caso. —Suspiró—. Tendremos que explicar lo sucedido al señor Quixwood, pero no tiene por qué volver a verla. Mejor que no lo haga, si se me permite el consejo. No querría que la recordara así. —Se pasó la mano por la frente, apartándose el pelo—. Si fuese mi esposa o una de mis hijas, no sé si lograría mantener la cordura.

Narraway asintió. Aunque era la primera vez que veía a Catherine Quixwood, no iba a borrar de su mente aquella imagen con facilidad.

Los interrumpió la llegada de Brinsley, el médico forense. A primera vista era un hombre de aspecto corriente, con los hombros caídos y cara de cansancio, cosa nada sorprendente después de medianoche tras lo que probablemente había sido una larga jornada de trabajo antes de acudir allí.

—Lo siento —se disculpó con Knox—. He recibido otro aviso. Un hombre muerto en un callejón. Según parece, por causas naturales, pero no puedes certificarlo sin verlo. —Se volvió hacia la sábana del suelo—. ¿Qué tenemos aquí?

Sin aguardar una respuesta se agachó y, con una delicadeza sorprendente, la apartó. Hizo una mueca y la tristeza alteró sus facciones. Murmuró algo, pero entre dientes, y Narraway no lo captó.

Por si Quixwood entraba en el vestíbulo, quizá preguntándose qué estaba ocurriendo o buscándolo a él, Narraway se disculpó y regresó al estudio, cerrando la puerta a sus espaldas.

Quixwood estaba sentado en el gran sillón, en la misma postura de antes. Al notar movimiento o quizás al oír que la puerta se cerraba, levantó la vista. Hizo ademán de ir a hablar pero permaneció callado.

Narraway se sentó delante de él.

—Knox parece un hombre honrado y competente —dijo.

—¿No le ayudará, entonces…?

Quixwood dejó la petición a medio decir flotando en el aire, como si no supiera cómo terminarla.

—Sí, claro que lo haré —contestó Narraway, sorprendiéndose de su propia vehemencia. El rostro de la mujer tendida en el suelo a pocos metros de ellos lo había conmovido más de lo que hubiese imaginado. Había algo desesperadamente vulnerable en ella, como si le hubiesen arrebatado algo más que la vida.

—Gracias —dijo Quixwood en voz baja.

Narraway tenía ganas de hablarle, de distraer su atención de lo que estaba sucediendo en el recibidor y, sobre todo, de asegurarse de que Quixwood no saliera del estudio mientras el forense estuviera trabajando. El examen de la víctima sería íntimo e irreverente; era preciso que así fuera. La violación sería tan horriblemente evidente que verla sería casi tan malo como presenciar el abuso sexual. Pero habida cuenta de las circunstancias, ¿qué cabía decir que no fuese simplista y absurdo? Ninguna conversación parecería natural.

Fue Quixwood quien rompió el silencio.

—¿Han averiguado por dónde entró? No entiendo cómo ha podido ocurrir. Las puertas y ventanas están todas cerradas. Nunca nos han robado. —Hablaba demasiado deprisa, como si el decirlo en voz alta lo convirtiera en la verdad—. La casa tenía que estar llena de criados, tan temprano. ¿Quién la ha encontrado? ¿Gritó pidiendo auxilio? —Tragó saliva con dificultad—. ¿Tuvo tiempo de…? Es decir, ¿se dio cuenta?

Esa era la pregunta que Narraway había estado temiendo. Tarde o temprano, Quixwood tendría que saber la respuesta. Si Narraway le mentía ahora, no le creería en el futuro. No obstante, si le contaba algo que se aproximara a la verdad, Quixwood querría salir a ver qué estaba ocurriendo. Tal necesidad sería instintiva, movida por la esperanza de que las cosas no fuesen tan malas como las pintaba la imaginación.

—No —dijo en voz alta—. Por ahora no han encontrado cerraduras rotas ni ventanas forzadas, pero todavía no han terminado de buscar. Es posible que haya una hoja de vidrio cortada en alguna parte. No será fácil verla a oscuras y apenas corre brisa para que se note una corriente de aire. —Pasó a describir la habilidad que tenían los ladrones para pegar un papel encima del cristal, cortarlo sin hacer ruido y retirar un trozo redondo lo bastante grande para que pasara una mano y abrir un cerrojo—. Lo llaman «abrir lunas» —concluyó. Todo aquello era irrelevante; lo contó meramente para ganar tiempo y distraer la atención de Quixwood.

—¿Saben esas cosas en la Special Branch? —preguntó Quixwood con curiosidad, como si lo desconcertara.

—No, me lo contó un amigo que antes trabajaba en la policía.

Narraway siguió contando otros trucos que Pitt había mencionado en distintas ocasiones: pequeños detalles sobre falsificadores de distintas clases, carteristas, tahúres, peristas de objetos robados de distintas calidades. A ninguno de los dos les interesaba lo más mínimo, pero Quixwood escuchaba cortésmente. Era mejor que pensar en lo que estaba sucediendo en el vestíbulo, a escasos metros de allí.

Narraway estaba a punto de quedarse sin más explicaciones de las que le había dado Pitt acerca de los bajos fondos cuando por fin llamaron a la puerta. Al oír la respuesta de Quixwood, entró Knox, que cerró la puerta a sus espaldas.

—Perdone, milord —dijo a Narraway. Luego se volvió hacia Quixwood—. El forense se ha marchado, señor, y se ha llevado el cuerpo de la señora Quixwood con él. ¿Le importa que le haga un par de preguntas para aclarar ciertas cosas? Tampoco sé si deseará quedarse aquí o si preferirá ir a otro sitio a pasar la noche. ¿Tiene amigos con los que quisiera estar?

—¿Cómo? Ah… No… Me quedaré aquí, creo.

Quixwood parecía estar desconcertado, como si todavía no se hubiese planteado qué iba a hacer.

—¿No preferiría ir a su club? —sugirió Narraway—. Resultaría más cómodo para usted. Su servidumbre es probable que esté alterada.

Quixwood lo miró a los ojos.

—Sí, supongo que sí. Dentro de un rato. —Se volvió hacia Knox—. ¿Qué le ha pasado a mi esposa? Seguro que a estas alturas ya lo sabe.

Estaba muy pálido, con los ojos hundidos.

Knox se sentó en la butaca que había entre Quixwood y Narraway. Se inclinó un poco hacia delante.

Narraway no pudo evitar preguntarse cuántas veces habría tenido que hacer aquello, y si algo lo había preparado para ello o se lo había hecho más fácil. Pensó que probablemente no.

—Preferiría no tener que decirle esto, señor —comenzó Knox—, pero de un modo u otro terminará por saberlo. Lo siento. La señora Quixwood ha sido violada, y luego la han matado. No estamos seguros de cómo murió, pero el médico forense nos lo dirá en cuanto haya tenido tiempo de examinarla en su consulta.

Quixwood lo miró fijamente con los ojos muy abiertos, las manos temblorosas.

—¿Ha dicho… ha dicho violada?

—Sí, señor. Lo lamento —dijo Knox abatido—. Si hubiese podido le habría ahorrado la noticia, pero tiene derecho a saberlo.

—¿Ha sufrido? —preguntó Quixwood con un hilo de voz apenas audible.

—Probablemente, por poco rato.

Knox no iba a mentir. Si lo hiciera, tarde o temprano Quixwood se daría cuenta.

Quixwood se pasó una mano por la cara, echándose el pelo hacia atrás con fuerza, como si ese ligero dolor en cierta manera lo distrajera de lo que Knox acababa de decirle. Tenía la piel cenicienta. No había una pizca de sangre en ella, y la oscuridad de su pelo y sus cejas parecía casi azul.

—¿Cómo ha ocurrido, inspector? ¿Cómo es posible que alguien entrara aquí para hacer eso? ¿Dónde estaban los criados, por Dios?

—Lo estamos investigando, señor —contestó Knox.

—¿Quién la ha encontrado? —insistió Quixwood.

Knox tenía paciencia, le constaba que las respuestas eran necesarias, fueran las que fuesen.

—El mayordomo, el señor Luckett. Según parece tiene la costumbre de dar un breve paseo hasta la plaza antes de retirarse. La ha encontrado cuando ha ido a comprobar que la puerta principal estuviera cerrada, antes de ir a acostarse, señor.

—Oh… —Quixwood bajó la mirada al suelo—. Pobre Catherine —murmuró.

—Me figuro que ha salido a dar su paseo por la puerta trasera que da al patio de servicio —dijo Narraway a Knox.

—Sí, señor. Y ha regresado por el mismo camino, echando el cerrojo una vez dentro.

—¿Y no ha visto a nadie? —preguntó Narraway.

—Según dice, no, señor.

—Será la verdad —terció Quixwood—. Lleva años con nosotros. Es un buen hombre. —Abrió mucho los ojos—. Por Dios, ¿no pensará que tenga algo que ver con todo esto?

—No, señor —contestó Knox con serenidad—. El procedimiento habitual nos obliga a comprobarlo todo, desde todos los ángulos.

—¿Luckett sabe a qué hora ha regresado a la casa? —preguntó Narraway a Knox.

—Sí, señor, acababan de dar las diez y media. Envió al lacayo a avisar a la policía de inmediato.

—¿No ha usado el teléfono? —dijo Narraway, sorprendido.

—No es de extrañar —interrumpió Quixwood—. Estaría demasiado nervioso para que se le ocurriera. De todos modos tampoco sabría el número de la comisaría ni se le ocurriría preguntarlo a la operadora.

—Es normal —dijo Knox—. Actuamos por hábito cuando estamos muy impresionados. Uno busca al primer policía que esté de ronda. Da la casualidad que ha resultado ser una buena idea. El lacayo ha encontrado al agente Tibenham a unos doscientos metros de aquí, al otro lado de Eaton Square. Ha venido enseguida y ha utilizado el teléfono para avisarme. Yo he llegado poco después de las once y cuarto. He mandado a buscarlo a la Embajada de España. Usted habrá llegado hacia las doce y media. Ahora es la una y veinte. —Negó con la cabeza—. Lo siento, señor Quixwood, pero tengo que hablar con todos los de la casa antes de permitir que se vayan a la cama. Es preciso que tengan frescos sus recuerdos. Podrían olvidar algo si aguardo hasta mañana.

Quixwood volvió a bajar la mirada a la alfombra.

—Lo entiendo. ¿Me… me necesita?

—No, señor. No es necesario que se entere de cosas que no vienen al caso. No lo entretendré demasiado con mis preguntas.

—¿Cómo dice?

—¿Había asistido a una fiesta en la Embajada española, señor? —preguntó Knox.

—Sí. ¿Y qué mas da?

—¿Era un acto social? ¿Había damas además de caballeros?

Quixwood pestañeó.

—¡Ah! Ya veo a qué se refiere. Sí. Catherine no asistió porque no se encontraba muy bien. Tenía migraña. Las tiene… las tenía con cierta frecuencia.

—Pero ¿estaba invitada?

—Por supuesto. Dijo que prefería acostarse temprano. Esas fiestas a veces se prolongan mucho.

—Entiendo.

Quixwood frunció el ceño.

—¿Qué está diciendo, inspector? No hay nada de extraordinario en eso. Mi esposa no asistía a muchas de las fiestas a las que tengo que asistir. Mucho ruido y mucha cháchara, por lo general con muy poco sentido. Yo mismo no iría si no fuese parte de mi profesión conocer gente, hacer nuevos contactos y demás.

—¿A qué hora ha salido de casa para acudir a la Embajada de España, señor?

—Hacia las ocho y media. He llegado poco antes de las nueve. No era preciso que llegara temprano.

—¿Ha tomado un coche de punto, señor?

—No, tengo mi propio carruaje. —Quixwood se quedó perplejo un instante—. ¡Santo cielo, me he olvidado por completo! El cochero todavía estará en la embajada, aguardándome.

Hizo ademán de ponerse de pie.

—No —le dijo Narraway—. He presentado sus disculpas y he pedido que avisaran a su cochero.

Quixwood le dedicó una rápida mirada de agradecimiento y luego se volvió de nuevo hacia Knox.

—Así pues, ¿cuándo ha ocurrido?

—Seguramente hacia las diez, señor, más o menos. Después de las diez menos cuarto, cuando la sirvienta estaba en el vestíbulo y habló con la señora Quixwood, y antes de las diez y media, cuando el señor Luckett ha regresado y la ha encontrado.

Quixwood frunció el ceño.

—¿Y eso no es de ayuda?

—Sí, señor, seguramente así sea —contestó Knox, con un comedido gesto de asentimiento—. Todavía es muy pronto. Sabremos más cuando hayamos hablado con los criados e inspeccionado la casa a la luz del día. También es posible que algún transeúnte viera algo. Ahora, si me disculpa, señor, tengo que ir a hablar con los criados para que al menos algunos puedan irse a la cama. Además, no queremos que alguien se ponga a limpiar y ordenarlo todo sin darse cuenta de que tal vez esté destruyendo pruebas.

—No, no, claro que no —dijo Quixwood precipitadamente—. Por favor, haga lo que deba. Perdóneme. Tan solo me quedaré aquí un rato más. —Miró a Narraway—. Entiendo que quiera marcharse. Sin duda ha sido una noche espantosa para usted, pero le quedaría sumamente agradecido si pudiera… estar pendiente de lo que ocurre… hacer lo que pueda…

La voz se le fue apagando como si fuera consciente de que estaba pidiendo un gran favor y se avergonzara.

—En la medida en que el inspector Knox me autorice —respondió Narraway. No vaciló al decirlo, no solo por el bien de Quixwood, sino por el de aquella mujer muerta cuyo rostro le había causado tan profunda impresión.

—Gracias —dijo Quixwood en voz baja.

—Le ruego que me acompañe, milord —dijo Knox—. Si así lo desea, por supuesto. Voy a hablar con el resto de los criados en sus dependencias. Están un poco alterados. Lo mejor será reunirlos en el cuarto del ama de llaves, con ella presente. Con una taza de té. Y en un entorno que les resulte familiar.

Narraway consideró que era una idea acertada.

—Bien pensado. Sí, me gustaría acompañarle —aceptó—. Gracias.

Narraway siguió a Knox a través del vestíbulo, donde ahora solo había una mujer a gatas con un cubo y un cepillo en la mano, fregando para limpiar la sangre del parquet en el lugar en que había yacido Catherine Quixwood.

No había más señales visibles del altercado. Seguramente ya habían recogido cualquier objeto que hubiese acabado derribado o roto. Narraway lo agradeció. Así, cuando Quixwood saliera del estudio no habría recordatorios de la violencia acaecida allí.

En el cuarto del ama de llaves, muy cómodo y sorprendentemente espacioso, encontró a la propia ama de llaves. Era una mujer rellenita de mediana edad que llevaba un vestido de tela negra, con el pelo recogido en un moño apresurado. Con ella estaba una joven sirvienta con los ojos enrojecidos, secándose la nariz con un pañuelo húmedo. Había una bandeja de té con varias tazas limpias, una jarra de leche y un azucarero. Knox la miró con ansia, pero al parecer no consideró apropiado servirse.

Narraway sentía la misma necesidad y se sometió a la misma disciplina. No hacerlo habría resultado un tanto pueril; también habría establecido una distancia entre ellos y lo habría señalado como aficionado.

La sirvienta era la última persona que había visto a Catherine Quixwood con vida. Knox le habló con serenidad, pero la muchacha nada pudo aportar, aparte de confirmar la hora. El reloj de pared del recibidor acababa de tocar y siempre daba la hora exacta, según aseguraba el señor Luckett.

Knox le dio las gracias y permiso para retirarse. Luego envió al lacayo a buscar a Luckett allí donde estuviera.

—Intenta que el personal mantenga la calma, señor —le dijo el lacayo—. Y se encarga de que todo esté recogido y todas las puertas y ventanas cerradas. Seguramente lo están, pero las mujeres descansarán mejor si saben que él lo ha comprobado personalmente.

Knox asintió con la cabeza.

—Pues pídale que venga en cuanto termine. Entretanto hablaré con la señora Millbridge —agregó, indicando al ama de llaves.

—Sí, señor. Gracias, señor —dijo el lacayo agradecido, y se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas.

Knox se volvió hacia el ama de llaves.

—La señora Quixwood se ha quedado sola en casa esta noche. ¿Sabe por qué motivo? Y, por favor, dígame la verdad, señora. Ser cortés y discreta quizá no sea realmente la mejor muestra de lealtad que pueda dar ahora mismo. No voy a contar a otras personas lo que no tenga que contar. Yo mismo tengo esposa y tres hijas. Las quiero mucho, pero tienen sus rarezas, como todos nosotros. —Negó con la cabeza—. Las hijas, sobre todo. Creo que las conozco, y entonces van y hacen algo que me deja complemente fuera de juego.

La señora Millbridge esbozó una sonrisa, quizá no se atreviera a más habida cuenta de las circunstancias.

—La señora Quixwood no era demasiado aficionada a las fiestas —dijo a media voz—. Le gustaban bastante los conciertos y el teatro. Le encantaban las obras más serias o las más ingeniosas, como las que solía escribir Oscar Wilde.

Pestañeó, quizá consciente de que, desde la caída en desgracia de Oscar Wilde, tal vez no debería admitir que le gustaba su obra.

Knox se quedó un momento sin saber qué decir.

—A mí también —terció Narraway enseguida—. Su ingenio permanece en la mente para disfrutarlo una y otra vez.

La señora Millbridge le dirigió una mirada de gratitud y volvió a centrar su atención en Knox.

—Siendo así, ¿el señor Quixwood iba a menudo a ciertas fiestas sin compañía? —le preguntó Knox.

—Eso creo, sí.

Volvió a mostrarse inquieta, temerosa de haber dicho algo inapropiado sin querer.

Knox le sonrió alentadoramente, y las arrugas de cansancio de su rostro desaparecieron un instante.

—¿De modo que alguien que vigilara la casa, quizá con la intención de entrar a robar, podía reparar en que la señora Quixwood estaría sola una vez que el servicio se retirase a descansar?

La señora Millbridge asintió con la tez muy pálida, quizás imaginando a alguien vigilando desde la oscuridad de la calle, aguardando el momento. Tuvo un ligero escalofrío y se puso tensa.

—¿Recibió alguna visita? —prosiguió Knox—. ¿Una amiga que viniera a verla, por ejemplo?

—No —contestó la señora Millbridge—. Nadie, que yo sepa.

—¿Y cómo lo sabría, señora?

—Bueno… si viniera una visita, querría que les sirviera un té, como mínimo, o tal vez una cena ligera —señaló—. Tendría que haber alguien que lo recogiera y luego aguardase a que la visita se marchara antes de cerrar la puerta. De modo que, como mínimo, estamos hablando de una sirvienta y un lacayo.

—En efecto —dijo Knox con toda calma—. Y si ella fuese a salir de casa, supongo que quedaría un lacayo despierto para abrirle la puerta al regresar. Por no mencionar, tal vez, a un cochero que la llevara adondequiera que fuese.

—Por supuesto —contestó la señora Millbridge, asintiendo con la cabeza.

Narraway pensó en la otra alternativa, que un hombre la hubiese visitado y que ella misma lo hubiese dejado entrar y salir. La única bebida que el visitante habría tomado sería un vaso de whisky o de coñac de la licorera del estudio. No obstante, se guardó de decirlo en voz alta. Seguro que el inspector también había pensado en esa posibilidad.

Knox dio por zanjada la cuestión de las visitas.

—¿Qué le gustaba hacer a la señora Quixwood en su tiempo libre?

La señora Millbridge se mostró desconcertada, y una vez más la inquietud asomó a su semblante. No contestó. Narraway se preguntó de inmediato qué era lo que aquella mujer temía. Observó el rostro de Knox, pero no supo descifrar qué había detrás de la frente arrugada y el mohín de tristeza de su boca.

—¿Le gustaba el jardín, tal vez? —sugirió Knox—. ¿Quizás indicar al jardinero qué plantar y dónde?

—Ah, ya entiendo —dijo la señora Millbridge aliviada—. Sí, le interesaban las flores y demás. A menudo las arreglaba ella misma. En la casa, me refiero. —Por un momento su rostro volvió a estar vivo, como si se hubiese permitido olvidar dónde estaban—. De vez en cuando iba a las conferencias que dan en la Royal Horticultural Society —agregó—. Y también iba a la Geographical Society. Le gustaba leer sobre otros lugares, incluso de sitios tan lejanos como África y Egipto. Leía sobre las personas que vivieron allí hace miles de años. —Sacudió la cabeza, admirada ante tales caprichos—. Y también sobre los griegos y los romanos.

—Parecía una dama muy interesante —observó Knox.

La señora Millbridge tragó saliva y las lágrimas se le derramaron por las mejillas. De repente su aflicción fue dolorosamente obvia. Se la veía mayor, abatida y muy vulnerable.

—Lo siento —se disculpó Knox amablemente—. Quizá podríamos dejar lo demás para otra ocasión, sin duda estará cansada. —Echó un vistazo al reloj que había en la repisa de la chimenea—. Son más de las dos.

—Estoy bien —insistió ella, levantando la barbilla y mirando a Knox con un aire desafiante, habiendo recobrado su dignidad. Tal vez era lo que él había pretendido.

—No lo dudo —le aseguró Knox—, pero mañana estará muy ocupada. Las sirvientas estarán pendientes de usted. Tendrá que ser como una madre para ellas. —Le estaba diciendo algo que ella ya sabía, pero el recordarle su importancia resultaba reconfortante—. No habrán visto nada semejante en su vida —prosiguió Knox—. De todos modos, tendremos que ver a la doncella de la señora Quixwood mañana. Me consta que está demasiado alterada para hablar con nosotros esta noche, pero cuando lo hagamos, seguirá estando muy afligida. Es lo natural.

—Sí —dijo la señora Millbridge, y se puso de pie—. Sí, por supuesto. Flaxley sentía devoción por ella. —Se alisó la falda—. Tiene razón, señor. Miró un momento a Narraway, pero no tenía ni idea de quién era. Para ella, Knox estaba al mando. —Gracias, señor. Buenas noches.

—Buenas noches, señora Millbridge —contestó Knox.

Cuando el ama de llaves se hubo marchado, Knox por fin se tomó su taza de té, que ya se había enfriado. Guardó silencio, pero su rostro dejaba clara la tensión que le provocaba aquel interrogatorio. Narraway estaba sumamente agradecido de que su carrera profesional no le hubiese puesto una y otra vez en aquella posición. El hecho de no ver la confusión y el pesar tan de cerca, sino tratar asuntos más trascendentes para la seguridad del país, teniendo que distanciarse de la pérdida de vidas humanas concretas, lo había aislado de la íntima y dura realidad de su trabajo. La responsabilidad con la que había cargado era pesada, a veces casi insoportable, pero aun así carecía de aquella inmediatez. Requería coraje, nervios de acero y un juicio certero; no exigía aguantar el sufrimiento de otras personas. Miró a Knox con renovado respeto, incluso con admiración.

Luckett, el mayordomo, llamó a la puerta y entró. Se le veía agotado, con el rostro surcado de profundas arrugas y los ojos enrojecidos. Se puso firmes delante de Knox.

—Por favor, siéntese, señor Luckett —dijo Knox, indicando la silla que antes habían ocupado la sirvienta y la señora Millbridge—. Lo siento, pero el té está frío.

—¿Le apetece té recién hecho, señor? —preguntó Luckett, sin hacer movimiento alguno hacia la silla.

—¿Cómo? Oh, no, gracias —respondió Knox—. Lo decía por usted.

—Estoy bien, gracias, señor —dijo Luckett. Obedeció al gesto de Knox y se sentó—. La casa está en orden, señor, y todas las puertas y ventanas, cerradas. Estamos a salvo para pasar la noche.

—¿Ha visto por dónde han entrado? ¿O ventanas a las que alguien pueda haber trepado? —preguntó Knox.

—No, señor. No sé cómo entró.

—Pues entonces parece que alguien tiene que haberlo dejado entrar.

Knox dijo lo único que podía decir, y sin duda sabía que eso era lo que los demás estaban pensando.

—Sí, señor —respondió Luckett obedientemente, aunque con el rostro transido de tristeza.

—¿Le consta que la señora Quixwood haya recibido visitas por la noche, y que ella misma las haya recibido y despedido en alguna otra ocasión? —preguntó Knox.

La pregunta y las implicaciones que traía aparejadas incomodaron en grado sumo a Luckett.

—No, señor, no me consta —dijo con cierta frialdad.

—Pero ¿es posible? —insistió Knox.

—Supongo que sí.

Luckett no podía discutir. No cabía sacar otra conclusión que explicara lo que había ocurrido aquella noche sin que alguien se hubiese percatado.

—¿La puerta principal estaba cerrada cuando ha encontrado a la señora Quixwood esta noche? —preguntó Knox.

Luckett se puso tenso y se demoró un momento en contestar.

Narraway aguardaba.

Knox no volvió a preguntar sino que permaneció sentado, mirando fijamente a Luckett con ojos tristes y cansados.

Luckett carraspeó.

—Estaba cerrada, señor. Los cerrojos estaban echados —contestó Luckett, sosteniendo la mirada de Knox.

—Entiendo. ¿Y las demás puertas, la lateral o la de la antecocina?

—Cerradas y con el cerrojo echado, señor —contestó Luckett sin vacilar.

—Así pues, quienquiera que fuese, ha entrado por delante y ha salido por el mismo sitio —dedujo Knox—. Interesante. Al menos hemos averiguado algo. Cuando ha ido a dar su paseo hasta Eaton Square, ¿por dónde ha salido, señor Luckett?

Luckett se quedó de una pieza, y, al comprender la conclusión obvia, se le demudó el semblante.

—He salido por la puerta lateral que da al patio de servicio —dijo Luckett muy deprisa—. Tenía una llave. La he cerrado pero, como es lógico, no he podido echar los cerrojos. He regresado por el mismo sitio. Entonces he ido a comprobar la puerta principal por última vez y ha sido cuando he visto a la señora Quixwood.

—¿Suele hacerlo así? —preguntó Knox—. ¿Dar el paseo y luego ir a comprobar la puerta principal?

—Sí, señor.

—¿De modo que los cerrojos de la puerta lateral no estaban echados mientras usted estuvo fuera?

—No, señor, pero la puerta estaba cerrada con llave —dijo Luckett con certeza—. He tenido que usar mi llave para abrirla. No cabe duda, señor. Ninguna duda. He oído cómo se deslizaba el pestillo, ¡lo he percibido!

Knox inclinó la cabeza con un ademán de asentimiento.

—Gracias, señor Luckett. Tal vez hablemos de nuevo mañana. Creo que sería buena idea que ahora fuera a acostarse. Esto no va a ser fácil para usted durante un tiempo. Lo van a necesitar.

Luckett se puso de pie no sin cierto esfuerzo. De pronto parecía entumecido, como si le dolieran las coyunturas. Era un hombre mayor cuyo mundo se había derrumbado en una breve velada y la única protección que tenía contra ello era su dignidad.

—Sí, señor —dijo agradecido—. Buenas noches, señor.

Cuando se hubo marchado, Narraway se preguntó quién cerraría la casa cuando él y Knox se marcharan. Se volvió hacia Knox para preguntárselo, justo cuando se oyó una insistente llamada en el tablero de campanillas que había junto a la puerta del cuarto del ama de llaves.

Knox levantó la vista.

—¿La puerta principal? —preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Quién demonios puede ser a… las tres de la mañana?

Se puso de pie y pasó delante para dirigirse desde las dependencias del servicio hasta el recibidor y la puerta principal. En cuanto llegó, con Narraway casi pisándole los talones, la campanilla sonó otra vez en el recibidor; solo era un leve campanilleo procedente del tablero del otro lado de la puerta escusada y del que había junto a la puerta del cuarto de la señora Millbridge.

En el rellano exterior había un agente en posición de firmes. Narraway vio su sombra a través de la ventana del recibidor, y la de otra persona un poco más retirada.

Knox abrió la puerta y el agente se volvió hacia él.

—Un caballero de la prensa, señor —dijo el agente con una voz tan desprovista de expresión que era toda una expresión en sí misma.

Knox salió y se enfrentó al otro hombre.

—Cuando haya algo que decir, se lo diré. —Su voz fue fría y reflejó su ira contenida—. Son las tres de la madrugada. ¿Qué demonios está haciendo, llamando a la puerta de una casa a estas horas de la noche? ¿Es que no tiene una pizca de decencia? Me están viniendo ganas de averiguar dónde vive y aguardar a que ocurra una tragedia en su familia, ¡y entonces enviar a un agente a aporrear la puerta de su casa en plena noche!

El periodista se quedó atónito un momento.

—Me han comentado… —comenzó.

—Ya se lo he dicho —masculló Knox entre dientes—, ¡hablaré con ustedes cuando tenga algo que decir! Son un hatajo de carroñeros que huelen la muerte en el aire y vienen a volar en círculos para ver qué provecho pueden sacar.

Narraway se quedó perplejo ante semejante despliegue de furia, pero acto seguido se dio cuenta de lo profundamente ofendido que estaba Knox por quienes estaban dentro de la casa, víctimas de la impresión y asustados por acontecimientos que ni siquiera hubieran podido imaginar unas pocas horas antes. Hacía gala de una lástima tan descarnada que se diría que él mismo sentía la herida. Narraway estuvo a punto de salir y sumar su propia irritación cuando oyó pasos sobre el parquet a sus espaldas. Se volvió y se encontró con Quixwood. Su aspecto era horrible. Tenía el rostro arrugado y pálido, con los ojos enrojecidos, el pelo despeinado y los hombros caídos como si estuviera agotado de cargar con un inmenso peso invisible.

—Está bien —dijo Quixwood con voz ronca—. Tarde o temprano tendremos que hablar con la prensa. Casi prefiero hacerlo ahora y no tener que enfrentarme más a ellos. Aunque le agradezco su protección, inspector… Perdone, he olvidado su nombre.

Se pasó los dedos por el pelo como si así fuera a despejarse la mente.

—¿Está seguro, señor? —preguntó Knox con amabilidad—. No tiene por qué hacerlo, ¿sabe?

Quixwood asintió imperceptiblemente y se aproximó a la puerta abierta. Salió al rellano exterior, saludó al agente y luego miró al hombre de la prensa.

—Quizá debería decir «buenos días» a estas horas —comenzó sombríamente—. Sin duda ha venido porque se ha enterado de que estamos en medio de una tragedia tan abrumadora que apenas sabemos cómo actuar. Me han hecho venir aquí antes de medianoche porque han encontrado a mi esposa muerta de una paliza en el vestíbulo de su propia casa. Por ahora no sabemos quién ha cometido este acto tan espantoso ni por qué.

Respiró profundamente, estremeciéndose.

—Según parece no nos han robado, pero tras un nuevo registro quizá descubramos lo contrario. Los criados estaban en la parte trasera de la casa y no han oído nada, excepto el mayordomo, que había salido a dar un corto paseo antes de irse a la cama. Ha descubierto el cadáver de mi esposa al regresar. La verdad es que de momento no tengo nada más que decir. Estoy convencido de que el inspector los informará cuando haya algo más que sea de interés del público, respetando la privacidad de nuestra aflicción. Buenas noches.

—¡Señor! —gritó el periodista.

Quixwood se volvió muy despacio, su rostro era como una máscara a la luz de la lámpara que colgaba encima de la puerta. No dijo nada.

El periodista perdió el descaro.

—Gracias —dijo.

Quixwood no contestó, sino que regresó al interior, contando con que Knox cerraría la puerta, dejando al agente en la calle.

Quixwood se volvió hacia Narraway.

—Gracias, Narraway. Le estoy sumamente agradecido por su apoyo. —Sus ojos escrutaron el semblante de Narraway—. Apreciaría que hiciera lo posible para ayudar al inspector a que las especulaciones sean… mínimas. Las circunstancias son… —Tragó saliva—. Dan pie a sacar más de una conclusión. Pero yo amaba a Catherine y no permitiré que mancillen su memoria los vulgares y lascivos que nada valoran y desconocen el sentido del honor. Por favor… —Se le quebró la voz.

—Delo por hecho —dijo Narraway enseguida—. Haré todo lo que Knox me permita hacer. Quizás haya vías de investigación que yo pueda explorar y él no. Todavía tengo influencias en algunos sitios.

Quixwood esbozó apenas una sonrisa.

—Gracias.

Narraway tomó uno de los coches de punto que la policía había parado y fue a su casa para dormir unas pocas horas antes de enfrentarse al día siguiente, cuando intentaría contemplar el caso con más claridad. Se dio un baño caliente para quitarse parte de la fatiga y de la tensión que lo agarrotaba, y luego se metió en la cama.

Durmió profundamente, de puro agotamiento, pero se despertó antes de las ocho, perseguido por sueños de la mujer muerta, del terror y el agudo dolor que debió sentir cuando le desgarraban las partes más íntimas del cuerpo. Le dolía la cabeza y tenía la boca seca. El vacío de su propia vida desde que había perdido su puesto como jefe de la Special Branch ahora parecía ridículamente trivial, algo de lo que avergonzarse al compararlo con lo que le había sucedido a Catherine Quixwood.

Se aseó, afeitó y vistió, y luego bajó a tomar un desayuno compuesto de huevos revueltos, una tostada y té, antes de salir a la cálida mañana de verano en busca de un coche de punto para ir a ver al doctor Brinsley.

La morgue era un lugar que Narraway detestaba. Era un recordatorio excesivamente amargo de la propia mortalidad. El olor le revolvía las tripas. Luego siempre le quedaba el sabor en la boca durante horas.

El calor y el polvo de aquel día, el olor a estiércol en la calle, de pronto fueron deliciosos comparados con lo que sabía que tendría que afrontar en cuanto las puertas se cerraran a su espalda.

Encontró a Brinsley de inmediato. Su rostro de nariz larga y expresión sardónica le dijo que las noticias eran malas y, probablemente, complicadas.

—Buenos días, milord —saludó Brinsley haciendo una mueca—. Deduzco que no ha visto al inspector Knox.

—No, todavía no —contestó Narraway lacónicamente—. ¿Está en condiciones de contarme algo?

—Venga a mi despacho —le invitó Brinsley—. Al menos huele un poco mejor.

Sin aguardar respuesta, enfiló el pasillo, torció a la derecha y entró delante en una pequeña habitación con libros y papeles apilados sobre todas las superficies disponibles. Cerró la puerta.

Narraway aguardó. No quería sentarse. Hacerlo conllevaría permanecer allí más tiempo del que deseaba quedarse.

Brinsley se dio cuenta y lo comprendió. Una chispa de complicidad asomó a sus ojos.

—La violaron y le dieron una paliza tremenda. Ese maldito animal incluso le mordió un pecho —dijo con aspereza—. Pero no creo que eso fuese lo que la mató, al menos no directamente.

Narraway se quedó perplejo, momentáneamente incrédulo.

Brinsley suspiró.

—Murió de una intoxicación de opio.

Narraway sintió un escalofrío. Tuvo la sensación de que el olor de aquel lugar le había impregnado la nariz y la boca.

—¿Antes de que la violaran o después? —preguntó con voz ronca—. ¿Lo sabe?

—Después —dijo Brinsley—. Knox ha encontrado el vaso con el que tomó láudano, y estaba manchado de sangre.

—¿La obligó a beberlo?

Narraway supo que la pregunta era estúpida antes de terminarla.

El rostro de Brinsley reflejaba compasión, no solo por Catherine, sino posiblemente por Narraway también.

—Es mucho más probable que estuviera aturdida, rayando en la desesperación —contestó el forense—. O bien no se dio cuenta de cuánto había tomado o, más probablemente, esa fue su intención. Fue algo brutal. Sabe Dios qué debía sentir. Muchas mujeres nunca superan una violación. No soportan la vergüenza y el horror que conlleva.

—¿Vergüenza? —le espetó Narraway.

Brinsley suspiró.

—Es un crimen de violencia, de humillación. Se sienten como si hubiesen sido mancilladas hasta el extremo de no poder vivir con ello. Demasiado a menudo, los hombres que ellas creen que las aman no las quieren después de algo así. —Tragó saliva con dificultad—. Hay maridos que no lo pueden aceptar… no pueden vivir con ello. No consiguen librarse de la idea de que de un modo u otro la mujer tiene que haberlo consentido.

—Pero si la golpearon… —comenzó Narraway, levantando la voz más de la cuenta.

—¡Ya lo sé! —interrumpió Brinsley bruscamente—. Lo sé. Le estoy diciendo lo que ocurre. No lo estoy justificando ni buscando una explicación. Hay hombres que reaccionan de maneras extrañas: se sienten impotentes por no haber podido defender a sus propias mujeres. Lo siento. El láudano fue lo que la mató, y todo indica que lo tomó ella misma. Dios la asista. —Tragó saliva, con el rostro transido de dolor—. Encontrará a ese tipo, ¿verdad? No podrá ahorcarlo por asesinato, pero tiene que haber alguna manera de librarse de él.

—Lo haré. —Narraway notó que se le hacía un nudo en la garganta y que la ira se adueñaba de él—. Lo haré.