19
Charlotte no estaba en absoluto preparada para recibir a Vespasia cuando esta llegó con Peter Symington pisándole los talones. Vespasia presentaba un aspecto espléndido, vestida con un traje azul cobalto de corte exquisito con el cuello de seda blanca inmaculada y pendientes de perlas. Si su intención había sido conseguir la sobriedad apropiada para un juicio, había fracasado en el intento. La vitalidad y la determinación de su rostro no aceptaban la tragedia ni la derrota. Symington estaba a todas luces cansado y magullado tras la batalla, pero la calidez de su sonrisa privó a Charlotte de toda queja.
—Mis disculpas, querida —dijo Vespasia mientras una azorada Minnie Maude le sostenía abierta la puerta de la sala de estar—, pero la situación es desesperada. Te presento al señor Symington. Ha asumido la defensa de Alban Hythe, por lo que me temo obtendrá una exigua recompensa, y estamos al borde de la derrota. Nos han golpeado en todos los flancos y salvo si se nos ocurre algo esta noche, mañana nos asestarán el coup de grâce. Aunque desde luego poca gracia tendrá. No me gusta el señor Bower, que representa a la acusación. Se da demasiados aires de superioridad moral y carece de imaginación.
—Encantado, señora Pitt —dijo Symington en voz baja—. Soy consciente de que esto es una intromisión y le pido perdón.
—Si nos puede ayudar, es más que bienvenido —dijo Charlotte sinceramente—. ¿Ha venido directamente desde el tribunal? Es temprano, ¿no?
—Sí —contestó Symington—. El juez me ha concedido tiempo, supongo que para que prepare una rendición estratégica. Pero todavía no estamos en la última trinchera. Lady Vespasia espera que el comandante Pitt y lord Narraway aún puedan prestarnos su ayuda.
Las ideas se agolpaban en la mente de Charlotte. No sabía dónde podían estar Pitt o Narraway. ¿Qué debía hacer si no regresaban hasta tarde? Solo eran poco más de las tres.
—¿Han comido? —dijo con sentido práctico. Nadie tenía la mente en plena forma cuando le faltaba alimento.
—Sí, hemos tomado un almuerzo, gracias —dijo Vespasia, todavía de pie—. Pero quizá Minnie Maude tendría la amabilidad de prepararnos una taza de té. Recuerdo que en el pasado habíamos mantenido profundas conversaciones en la mesa de la cocina. ¿Sería posible hacerlo de nuevo?
Charlotte no se molestó en consultárselo a Symington. Su sonrisa fácil y cierta elegancia en su porte sugerían que estaría de acuerdo.
—Por supuesto —dijo enseguida—. Minnie Maude nos preparará té y tal vez una tarta. Ni el hambre ni la incomodidad deben embotarnos el pensamiento. Usaré el teléfono para ver si el señor Stoker puede ayudarnos a mandarle un mensaje a Thomas. Me figuro que el ayuda de cámara de lord Narraway será capaz de encontrarlo, si es que es posible hacerlo.
—Estupendo —respondió Vespasia, asintiendo. Se volvió para conducir a Symington hasta la cocina, seguida por una perpleja e incómoda Minnie Maude.
En torno a la mesa de la cocina, con té abundante y una tarta casera muy rica, Charlotte se puso al día sobre lo acontecido en la sala del tribunal durante aquella jornada.
—Lo que nos falta es cualquier clase de prueba —dijo Vespasia con desánimo.
Symington se terminó su pedazo de tarta.
—Me conformaría con uno o dos testigos y un buen puñado de insinuaciones —dijo—. Se puede asustar a la gente para que admita toda suerte de cosas, si consigues el equilibrio exacto. Me gustaría demostrar que Hythe es inocente, pero llegados a este punto quedaría agradecido con una simple duda razonable.
—¿Qué prueba podría existir? —preguntó Charlotte—. ¿Quién pudo ver algo que nos sirva?
Vespasia reflexionó un momento.
—Consideremos lo que sabemos con certeza —dijo—. En el orden en que ocurrió, siempre que sea posible. —Miró a Charlotte—. ¿Qué sabe Thomas?
—Que Neville Forsbrook dio una paliza a una prostituta, hace seis o siete años, cuando él tenía unos veinte —contestó Charlotte—. Y que, a cambio, el proxeneta de esa mujer le dio otra paliza igual de tremenda a Neville. Al parecer le hizo una marca con una navaja, aunque es improbable que podamos demostrarlo, a no ser que encontremos a alguien que lo haya visto prácticamente en cueros.
Torció un poco el gesto al pensarlo.
—¿Y su marido lo sabe con certeza? —preguntó Symington—. ¿O solo lo cree?
—Lo sabe —respondió Charlotte—. Ha hablado con testigos.
No mencionó a Elmo Crask, pues tenía presentes las prohibiciones del secretario de Estado del Home Office.
—Todavía está convencido de que Neville violó a Angeles Castelbranco, y yo también —prosiguió Charlotte—. Aunque por ahora nada podemos hacer al respecto. De todas formas, cualquier tentativa solo haría más daño a su familia que a Neville.
Symington puso cara de estar confundido.
—¿Esto es un caso de la Special Branch, señora Pitt?
Su voz dio a entender que lo dudaba.
—No hay caso que valga —le dijo Charlotte—. Solo es una tragedia que presenciamos y que nos importa mucho. ¿Si me gustaría ver a Neville Forsbrook castigado? Sí, por supuesto. Pero no a costa de que se siga mancillando el nombre de Angeles.
—Estoy al corriente —dijo Symington pensativamente, y su semblante adoptó una súbita expresión de pesar—. Es uno de esos casos en los que la mujer no puede ganar. Y tengo entendido que solo era una niña.
—Sí. —Charlotte mantuvo la compostura con dificultad—. Unos dos años mayor que mi hija. Pero ahora estamos aquí para impedir que ahorquen a Alban Hythe por un crimen que no cometió, no para condenar a Neville Forsbrook por el que sí cometió.
—Ambos conllevan violación —pensó Symington en voz alta, con los ojos desenfocados, mirando hacia la pared del fondo—. Sin duda esta es la parte del caso Quixwood que menos sentido tiene. Si Hythe y Catherine eran amantes, ¿cuándo surgió la ferocidad con que fue violada? ¿Y por qué allí, en su propia casa? No he hallado una sola mención de que alguna vez la hubiera visitado allí antes y, en realidad, ninguna prueba de que estuviera allí aquella noche.
Miró a Charlotte y a Vespasia alternativamente.
—¿Existe alguna? Nadie me lo ha insinuado, pero, por otra parte, tampoco se me había ocurrido sospechar de Forsbrook.
—No —contestó Charlotte con abatimiento—. Ni siquiera hay motivos para preguntarle dónde estaba. Aunque me consta que estuvo en la fiesta de la Embajada de España desde el principio de la velada, porque yo también estaba allí. Pero no lo vi después de las diez, aproximadamente.
—Interesante —dijo Symington, tanto para sí mismo como para ellas—. Hythe sostiene que estuvo paseando y pensando, pero nadie puede corroborarlo. Se cruzó con algunos vecinos, pero no habló con ninguno.
—¿Es posible que haya pruebas de que encontró la información financiera para Catherine acerca de inversiones en la British South Africa Company? —preguntó Charlotte, tratando de abordar el asunto desde otro ángulo.
—No —contestó Symington—. Además, casi todos los procedimientos para conseguirla probablemente fueron ilegales, e incluso si pudiéramos demostrarlo, nada indicaría que la obtuvo para ella. Según parece Catherine no conservó anotaciones, cosa que resulta un tanto peculiar.
—¿Pues para qué la quería? —preguntó Vespasia—. Seguro que tenía intención de hacer algo. —Se volvió hacia Symington—. ¿Qué sería? ¿Intentaba detener a Quixwood o protegerlo? ¿Por qué le importaba que arruinara a Pelham Forsbrook? Es más, ¿por qué iba a querer arruinarlo Quixwood?
Symington abrió ojos como platos.
—¿Lo hizo? ¿Lo sabemos con certeza?
—Tenemos que averiguar si Quixwood aconsejó a Forsbrook que invirtiera, sin que luego lo advirtiera del posible fracaso y el consiguiente coste de la incursión de Jameson —contestó Vespasia—. Y no disponemos de tiempo para hacerlo.
Symington se volvió hacia Charlotte.
—¿Podría ayudarnos el comandante Pitt? ¿Hay algún cauce por el que pueda obtener, si no información sobre los inversores principales, al menos informes por boca de otros? Eso serviría, en un momento dado. Quixwood no sabrá que solo son suposiciones.
Charlotte se levantó.
—Telefonearé al señor Stoker otra vez —contestó—. Merece la pena intentarlo, como mínimo.
Regresó al cabo de cinco minutos.
—He hablado con el señor Stoker. No tengo ni idea de si servirá de algo o no. Vendrá aquí esta noche con lo que consiga averiguar.
Vespasia retomó la cuestión original después de pedir prestados a Minnie Maude un papel para notas y un lápiz.
—En primer lugar sabemos que Neville Forsbrook agredió a una prostituta y que a su vez recibió una paliza a manos del proxeneta —dijo, mirando lo que había escrito—. Se marchó de Inglaterra para recuperarse en algún lugar donde fuese sumamente improbable que encontrara a algún conocido. Podemos suponer que en este asunto intervino su padre, quien, por consiguiente, conoce su carácter, y no supo o no quiso ponerle freno de manera permanente.
—Después, hace unos tres años, Eleanor Forsbrook huyó de su casa —agregó Charlotte—. No sabemos si lo hizo con un amante o no, como tampoco quién podría haber sido él. Es muy posible que antes recibiera una paliza, pero todavía no tenemos pruebas que lo demuestren.
—¿Todavía no tienen pruebas? ¿Y entonces cómo lo saben? —le preguntó Symington.
—Se lo contó a mi marido un hombre que trabaja cerca, en Bryanston Mews —contestó Charlotte—. Thomas dijo que tenía intención de encontrar al médico que examinó el cuerpo después del accidente para ver si alguna de las heridas era anterior.
Vespasia lo anotó.
—¿Y lo siguiente?
—Supongo que tanto Quixwood como Forsbrook invirtieron en África, solo que Quixwood retiró su dinero de inmediato y no se lo dijo a Forsbrook.
—¿Hay pruebas? —preguntó Symington.
Charlotte negó con la cabeza.
—Todavía no, pero tiene sentido. Luego tenemos la incursión de Jameson a finales del año pasado, cuyo juicio acaba de comenzar, y puesto que Jameson es claramente culpable, la British South Africa Company tendrá que pagar una fortuna en reparaciones a los bóeres del Transvaal. Algunos inversores van a salir muy mal parados.
—Cosa que, según nuestras suposiciones, preocupaba sobremanera a Catherine Quixwood —señaló Vespasia.
Symington se enderezó en la silla.
—¿Por qué, me pregunto? ¿Para proteger a Forsbrook? ¿Por miedo a que su marido no hubiese retirado su dinero? ¿O por miedo a que Quixwood hubiese tendido una trampa a Forsbrook para que sufriera una mala caída? Insisto, ¿por qué?
Charlotte se devanaba los sesos buscando una explicación lógica.
—¿Es posible que hubiese sido amiga de Eleanor Forsbrook? ¿O de Pelham Forsbrook? —preguntó—. No me la imagino siéndolo de Neville.
—¿Alguien ha investigado para averiguarlo? —preguntó Symington.
—Victor lo habrá hecho —dijo Vespasia con seguridad—. Sabe lo suficiente acerca de Catherine para haberse formado una opinión bien fundada.
—¿Quién necesitaba que ella muriera? —preguntó Symington, mirando a una y a otra—. La respuesta parece ser su marido. Pero sabemos sin el menor asomo de duda que estaba en la Embajada de España, conversando con lord Narraway, cuando Catherine murió.
—Otra cuestión —dijo Charlotte— es por qué Rawdon Quixwood salió en defensa de Neville Forsbrook, diciendo que estaba con él cuando violaron a Angeles, cuando sabemos que no es verdad.
Symington la miró de hito en hito.
—¿Está segura de que no es verdad? Es decir, ¿está realmente segura de que no lo está suponiendo porque dé sentido a otras cosas que no entendemos? Y si me permite ser sincero, ¿porque él no es de su agrado y cree que es culpable?
Charlotte vaciló un momento.
—¿Si lo sé? No. No podría demostrarlo. Sé que violó a Alice Townley…
Symington se quedó confundido.
—¿Quién es Alice Townley?
—Perdone —dijo Charlotte—. Otra chica joven. Su padre se negó a presentar cargos, pero Thomas fue a verla y le juró que sin lugar a dudas fue Neville Forsbrook quien la violó. Su relato de lo ocurrido fue muy parecido a lo que Angeles Castelbranco refirió a su madre, aunque con muchos más detalles. Y antes de que lo pregunte, no, no se conocían.
Symington apretó los dientes y respiró hondo varias veces.
—Siendo así me parece que las podemos creer —dijo al fin—. Pongamos que este tal Neville Forsbrook violara a Angeles y a Alice Townley. Quixwood mintió para protegerlo. La pregunta es: ¿por qué lo hizo?
—Porque no desea que Neville Forsbrook sea acusado de violación —contestó Vespasia.
—¿Por qué no, si es culpable? —dijo Charlotte enseguida. Acto seguido se le ocurrió otra idea más disparatada—. ¿Es posible que Neville Forsbrook también violara a Catherine Quixwood? —preguntó en poco más que un susurro.
Symington la miró.
—Por el amor de Dios, ¿por qué iba a protegerlo de otra acusación de violación su marido? ¿No sería la solución perfecta? Podrían condenarlo sin pasar por la vergüenza y la humillación de un juicio en el que se hicieran públicos los espantosos pormenores de la muerte de Catherine. Sería lo que yo querría si se tratara de mi esposa.
—A no ser que deseara que condenaran a otro —señaló Vespasia.
—¿A su amante? —dijo Symington perplejo—. ¡Pero si estamos suponiendo que Hythe no era su amante! ¿O es que ha cambiado de parecer?
—En absoluto —negó Vespasia enseguida—. Quiere que condenen a Hythe porque este sabe que Quixwood estaba provocando deliberadamente la ruina económica de Forsbrook.
—Ahora es un poco tarde para hacer algo al respecto —observó Symington.
—Pero no lo era cuando Catherine comenzó sus pesquisas —señaló Vespasia—. Y que se supiera que Quixwood había dado un consejo desastroso a un cliente con vistas a arruinarlo supondría el final de su carrera como asesor financiero. Si Catherine realmente sabía algo, tenía que mantenerla callada, igual que a Hythe.
Symington adoptó un aire meditabundo unos instantes y luego levantó la vista otra vez.
—Quixwood podría declarar que había aconsejado a Forsbrook que vendiera, pero que Forsbrook no siguió su consejo. Nadie podría demostrar lo contrario. Es incluso posible que Quixwood tenga una carta con ese propósito. Yo la tendría, si estuviera haciendo algo así. Diría que había suplicado a Forsbrook que no invirtiera pero que él era muy codicioso y no me había hecho caso. Resulta bastante creíble. Londres está lleno de personas que piensan que Jameson es un héroe.
—Es preciso que demostremos algo. —Vespasia pasó las tazas vacías a Minnie Maude y le dio las gracias—. Sin pruebas, o al menos testigos, no haremos más que difamar a un hombre que cuenta con todas las simpatías y el apoyo del tribunal, y no digamos ya del jurado.
Charlotte se levantó de la mesa y fue a consultar con Minnie Maude qué podían servir para cenar, con un mínimo de tres posibles invitados. Vespasia y Symington regresaron a la sala de estar.
Jemima y Daniel llegaron del colegio, saludaron y fueron enviados cortésmente pero con firmeza a sus habitaciones, con la promesa de que Minnie Maude les llevaría la cena.
Al cabo de una hora llegó Narraway y poco rato después también entró Pitt, en respuesta a la llamada de Stoker. El propio Stoker le iba pisando los talones. Todos se veían cansados y vencidos, aunque, cada uno a su manera, procuraran no demostrarlo.
Pitt miró a Symington tras echar un breve vistazo a Charlotte, un mero cruzar la vista, y de hacer lo propio con Vespasia, a modo de reconocimiento.
—Ha ido mal —concluyó Pitt.
Symington hizo un gesto con las manos.
—Todavía nos queda mañana —contestó—. No tengo manera de prolongarlo más porque, aunque tenemos un montón de ideas y quizás incluso la respuesta al enigma, carecemos de pruebas. Ni siquiera tenemos un testigo que llamar para exponer una contradicción o plantear una duda razonable.
—¿Ideas? —preguntó Narraway con una chispa de esperanza. Estaba de pie cerca de Vespasia mientras Minnie Maude aguardaba junto al umbral de la puerta para saber si debía preparar más comida para cenar.
Charlotte hizo un gesto de asentimiento y Minnie Maude desapareció hecha un manojo de nervios para enfrentarse al desafío. Charlotte dejó de pensar en qué más había en la despensa y centró su atención en lo que verdaderamente importaba.
—¿Sabemos algo ahora mismo? —le preguntó a Pitt, procurando no imprimir demasiada esperanza a su voz.
—Hablé con el forense que examinó el cuerpo de la señora Forsbrook después del accidente —contestó Pitt—. Dijo que había contusiones anteriores, incluso una costilla rota que ya se había soldado, pero eso no demuestra nada.
—Parece que podría ser cierto que su marido la pegara —dijo Charlotte enseguida.
—O no —repuso Pitt con una expresión atribulada—. También podría ser resultado de un accidente anterior, montando a caballo, por ejemplo, o incluso una caída en una escalera.
—Quizá. —Charlotte no iba a darse por vencida—. ¿Y si Quixwood aconsejó adrede a Forsbrook que invirtiera en la British South Africa Company, concretamente en la incursión de Jameson, a sabiendas de que sería un fracaso que provocaría su ruina? —sugirió.
—¿Por qué? —preguntó Pitt razonablemente.
—No lo sabemos —contestó Charlotte—. ¿Y si tuviera que ver con Eleanor y quienquiera que fuese su amante? Catherine da la impresión de haber estado muy comprometida. El crimen se centra en ella, al fin y al cabo. Si Hythe está diciendo la verdad, significa que buscaba pruebas para que ella…
—Insisto —interrumpió Pitt—, ¿por qué? ¿Qué más le daba que Forsbrook se arruinara?
Symington pestañeó y frunció el ceño.
—¿Quizás esa era la aventura? Catherine y Pelham Forsbrook, no Hythe.
Todos se volvieron para mirarlo.
—¿Quién la violó, entonces? —preguntó Narraway.
—¿Pelham Forsbrook, tal vez? —contestó Charlotte, captando la idea—. Pegaba a Eleanor. Es un hombre violento. Ella estaba huyendo cuando murió, ¿verdad?
Miró a Pitt.
—Sí —corroboró Pitt enseguida. Se volvió hacia Narraway—. ¿Pelham todavía estaba en la Embajada de España cuando violaron a Catherine?
Narraway reflexionó un momento.
—Vi a Neville marcharse un buen rato antes. Me parece que Pelham se fue al mismo tiempo. Podría ser posible. Sabía que Quixwood todavía estaba allí y que probablemente se quedaría en la fiesta durante una hora o más.
—¿Cómo lo damos a entender? —preguntó Symington, regresando a lo práctico—. Lo he intentado todo, pero no logro convencer a Hythe de que admita que estaba realizando una investigación financiera para Catherine, por más que sea la única defensa posible que le queda.
Vespasia habló por primera vez en un rato.
—Siendo realistas, señor Symington, ¿qué posibilidades hay de que dé resultado esa defensa, aunque solo sea para plantear una duda razonable?
Symington suspiró.
—Muy pocas —confesó.
—Siendo así, si la principal preocupación de Hythe es mantener a alguien a salvo para que se encargue de cuidar de su esposa, ¿se atreverá a correr el riesgo de intentar lo que estamos proponiendo? Si Quixwood ha firmado un acuerdo que no puede romper mientras Hythe guarde silencio en lo que atañe al engaño deliberado de Quixwood en perjuicio de Forsbrook, si yo estuviera en su lugar no lo haría, ¿usted sí?
Ahora era Pitt quien fruncía el ceño.
—¿Estamos diciendo que Quixwood cuidaría de Maris Hythe para que Alban guardara silencio sobre su engaño financiero, y que lo haría para salvar a Forsbrook, a quien odia lo suficiente para arruinarlo, y que además violó a su esposa y la mató, al menos desde un punto de vista moral? A mí no logra convencerme, no digamos ya a un jurado. Y eso que me gustaría creerle.
—Y hay una pregunta que precisa ser contestada —prosiguió Vespasia—. ¿Por qué mintió Quixwood en defensa de Neville Forsbrook a propósito de la violación de Angeles Castelbranco? ¿Cuál era su objetivo al hacerlo? Seguimos suponiendo que mintió, ¿verdad?
—Sí —dijo Pitt al instante—. Y también violó a Alice Townley, y muy posiblemente a otras chicas: a una la conocemos, a otras no. Y está el incidente de la prostituta y el proxeneta que le dio una paliza y lo acuchilló.
—¿Tenemos a dos violadores, padre e hijo? —preguntó Narraway, frunciendo el ceño—. Eso explicaría de dónde sacó Neville su comportamiento, de la violencia y el desprecio de su padre por las mujeres, y por qué su padre lo protegió cuando dio la paliza a la prostituta y, según parece, también la violó. Ahora bien, ¿qué podemos sugerir ante el tribunal, por no hablar de demostrarlo?
—Busque la manera de demostrar que Hythe estaba consiguiendo información financiera para Catherine —contestó Symington—. Yo encontraré la manera de obligarlo a admitir que eso era lo que estaba haciendo por ella, si tengo algo a lo que agarrarme.
Hubo un paréntesis de desesperado y triste silencio mientras todos ellos buscaban una manera de encontrar algo, cualquier cosa. Finalmente fue Narraway quien habló, mirando a Pitt.
—La incursión de Jameson podría provocar la guerra contra los bóeres en África, y eso sería un asunto muy serio para Gran Bretaña —dijo, midiendo sus palabras—. Aunque ganemos, costará vidas, y a tanta distancia saldrá sumamente cara. Sería razonable que quedara dentro de la jurisdicción de la Special Branch puesto que los bóeres lucharán con uñas y dientes, y cualquier país en guerra intenta perturbar la vida cotidiana de su enemigo. Ahí tiene la excusa para investigar el coste de la incursión de Jameson, así como quién se vio afectado por ella. No tiene que dar más explicaciones.
Pitt lo miraba de hito en hito mientras aquella idea iba adquiriendo una forma borrosa en su mente.
—Tiene que empezar por alguna parte —prosiguió Narraway—. Comience por averiguar con exactitud las ganancias y las pérdidas de Forsbrook y Quixwood. No tiene que demostrarlo, solo justificar qué estaba buscando Hythe para dárselo a Catherine, y presentar un motivo de enemistad entre Forsbrook y Quixwood.
Se volvió hacia Symington, que ahora estaba bien erguido, con los ojos muy abiertos y esbozando una sonrisa.
—¿Servirá? —preguntó Narraway, aunque la respuesta era obvia.
—Sí —dijo Symington con firmeza—. ¡Sí, servirá! Quizá con eso baste.
—Bien. —Narraway asintió y acto seguido se volvió hacia Pitt—. Necesitará un poco de ayuda. Quizá nos lleve buena parte de la noche. A primera hora de la mañana obtendremos la prueba, o al menos la afirmación, y se la llevaremos al tribunal. ¿Será suficientemente pronto? —preguntó a Symington.
—No se preocupen —les dijo Symington—. Montaré un buen espectáculo para demorar la sesión hasta esa hora. Gracias. —Se levantó—. Muchas gracias. Me voy a casa a planear mi estrategia.
—¿No preferiría cenar antes? —lo invitó Charlotte—. Hay que comer y dormir para rendir al máximo en la lucha.
Symington le sonrió con una expresión sumamente cordial y volvió a sentarse.
—Qué sensata es usted —respondió—. Acepto encantado.
El juicio de Alban Hythe se reanudó por la mañana. Vespasia asistió de nuevo, esta vez padeciendo la doble tensión de la esperanza y el pavor. Observaba a Symington y le impresionaron sus aires de confianza. De no haber sido porque la noche anterior había visto lo angustiado que estaba, habría supuesto que tenía en sus manos la defensa perfecta mientras llamaba a Alban Hythe al estrado y lo escuchaba prestar juramento.
Entonces, tras echar un vistazo a Bower, caminó con garbo hasta el centro del entarimado y levantó la mirada hacia el rostro ceniciento de Hythe.
—Usted es experto en banca e inversiones, ¿no es cierto, señor Hythe? —comenzó con gravedad—. De hecho, tengo entendido que posee notables cualidades, para ser tan joven. Modestia aparte, ¿no sería una justa valoración de su capacidad?
—Tengo cierta habilidad, sí —contestó Hythe perplejo.
Bower se puso de pie.
—Señoría, la acusación está de acuerdo en que el señor Hythe posee una inteligencia brillante, una educación excelente y en que es excepcionalmente bueno en su profesión. No es preciso que el señor Symington presente pruebas a tal efecto.
El semblante de Symington se tensó tan ligeramente que quizá solo Vespasia se dio cuenta, y ella lo hizo porque había hablado con él la noche anterior y sabía cuáles eran sus intenciones.
Symington inclinó la cabeza hacia Bower.
—Gracias. No tenía intención de presentar nada, pero su comentario me ahorra la inquietud de preguntarme si tal vez debería haberlo hecho.
Un velo de fastidio cubrió por un instante el rostro de Bower.
—No veo el propósito de su observación.
—Paciencia, señor, paciencia. —Symington sonrió—. Ha tenido varios días para presentar sus argumentos. Estoy convencido de que no tendrá inconveniente en concederme un día, ¿verdad? —Antes de que Bower pudiera contestar se volvió de nuevo hacia Hythe—. ¿Conoce al señor Rawdon Quixwood?
—Sí, un poco —contestó Hythe. Hablaba con la voz ronca, como si tuviera la garganta seca.
—¿Su trato con él es social o profesional? —preguntó Symington.
—Mayormente profesional.
—¿Le aconsejó usted en inversiones?
Symington enarcó las cejas como si tuviera mucho interés.
Hythe intentó sonreír sin conseguirlo.
—No. Sería superfluo. El señor Quixwood es un gran experto en finanzas. Dudo que yo pudiera añadir algo a sus conocimientos.
—¿También sobresale en su trabajo? —preguntó Symington.
Bower comenzó a ponerse de pie otra vez.
Symington dio media vuelta bruscamente, mostrando una chispa de irascibilidad.
—Señor —dijo irritado—. He tenido la cortesía de dejarle hablar sin interrupciones innecesarias. Salvo si está a punto de perder la esperanza en que su causa se sostenga, le ruego que deje de hacer perder el tiempo a todo el mundo con objeciones inútiles. Su señoría es perfectamente capaz de llamarme la atención si me voy por las ramas sin alcanzar un punto concreto. No tiene por qué seguir dando brincos como un muñeco de resorte.
Una risita nerviosa recorrió la galería y uno de los miembros del jurado se permitió fingir un acceso de tos, tapándose la cara con un pañuelo.
—Prosiga, señor Symington —ordenó el juez.
—Gracias, señoría. —Symington se volvió de nuevo hacia Alban Hythe, que estaba rígido, agarrado a la barandilla del estrado con ambas manos como si necesitara apoyarse—. ¿De modo que no aconsejó al señor Quixwood en sus inversiones, pongamos, por ejemplo, en la British South Africa Company?
Bower suspiró y apoyó la cabeza en las manos.
—No, señor —contestó Hythe con la voz más aguda, poniéndose de repente más tenso.
—¿Le habría aconsejado invertir, por ejemplo, antes de que llegaran noticias de la incursión del doctor Leander Starr Jameson en el Transvaal?
El juez se inclinó hacia delante.
—¿Esto es pertinente al crimen por el que se juzga al señor Hythe, señor Symington?
—Sí, señoría, lo es —le aseguró Symington.
—¡Pues vaya al grano! —dijo el juez exasperado.
—¿Aconsejó a sir Pelham Forsbrook que invirtiera? —preguntó Symington, levantando la vista hacia Hythe.
Hythe se puso, si cabe, más pálido.
—No, señor, no lo hice. No aconsejé a nadie que invirtiera en la British South Africa Company desde un año antes de la incursión de Jameson, como tampoco después.
—¿Sir Pelham Forsbrook es cliente suyo? —preguntó Symington.
—No, señor.
—¿Está seguro?
—¡Claro que lo estoy!
Antes de que Bower se pusiera de pie, Symington levantó la mano como para silenciarlo.
—Dejemos este tema por el momento —dijo a Hythe—. ¿La señora Catherine Quixwood era cliente suya?
—No me consta que tuviera dinero para invertir —repuso Hythe, procurando aparentar que la pregunta le sorprendía.
Bower miró a un lado y a otro, implorando compasión y un respiro.
—Señor Symington —dijo el juez con aspereza—, entiendo la impaciencia del señor Bower. Da la impresión de estar haciendo perder el tiempo a este tribunal. La acusación es de violación, señor, no de aconsejar mal en inversiones.
—Sí, señoría —dijo Symington sumisamente—. Señor Hythe, ¿tenía trato social con la señora Catherine Quixwood?
—Sí, señor —contestó Hythe en un tono casi inaudible.
—¿Cómo se conocieron?
Vespasia estuvo atenta con innecesaria ansiedad mientras Symington desgranaba la creciente amistad entre Hythe y Catherine Quixwood. Parecía avanzar tan despacio que Vespasia temía que en cualquier momento Bower objetara y el juez lo respaldara, exigiendo a Symington que pasara a otro asunto. Sabía que se estaba demorando hasta la pausa del almuerzo con la apremiante esperanza de que Pitt y Narraway llegaran con algo que pudiera usar. También sabía que, aunque lo hicieran, la esperanza seguiría siendo remota; cada vez lo parecía más, a medida que iban pasando las horas. No había la menor simpatía por Hythe en la galería, y nada más que aversión en los rostros de los miembros del jurado.
Symington sin duda era tan consciente de ello como Vespasia. Seguía adelante, avivando el paso. Vespasia no veía signos de desesperación en su rostro, pero tenía el cuerpo agarrotado cuando se volvió, con la mano izquierda cerrada con fuerza.
—Señor Hythe —prosiguió—, todos estos encuentros con la señora Quixwood que usted ha admitido tuvieron lugar en público. ¿Y en privado? ¿Se reunió con ella en un parque, por ejemplo, o en el campo? ¿O en un hotel?
—¡No! —contestó Hythe acaloradamente—. ¡Por supuesto que no!
—¿No lo deseaba? —preguntó Symington, con los ojos muy abiertos.
Hythe contuvo la respiración y miró desesperado en torno a sí, hacia las paredes, por encima de las cabezas del público que abarrotaba la galería. Parecía que la pregunta lo hubiese acorralado.
Por primera vez Vespasia creyó en él sin fisuras: su interés por Catherine Quixwood no era más que amistad.
—¿Señor Hythe? —instó el juez—. Por favor, conteste a la pregunta de su abogado.
Hythe lo miró.
—¿Qué?
—¿No deseó verse con la señora Quixwood en un lugar más privado? —repitió el juez.
—No… nunca —susurró Hythe.
El juez mostró sorpresa e incredulidad.
—¿Por si acaso su esposa lo descubría? —preguntó Symington a Hythe.
Hythe se quedó otra vez sin saber qué contestar.
Vespasia sintió una inmensa compasión por él. Tenía claro que había apreciado a Catherine, pero nada más. Era a Maris a quien amaba y a quien ahora estaba tratando de asegurar un futuro digno. Symington lo estaba acorralando en un rincón donde o bien tendría que admitir que había buscado información financiera para Catherine, a fin de evitar que Quixwood engañara a Forsbrook, o bien que su relación había sido una aventura amorosa, después de todo. Y no podía permitirse dar una respuesta ni la otra.
Vespasia se encontró con que estaba sentada con los puños cerrados, clavándose las uñas en la palma de las manos. Tenía los hombros agarrotados, incluso el cuello tenía rígido, como a la espera de recibir un golpe. Cada dos por tres comprobaba la hora. ¿Dónde estaba Narraway? ¿No era consciente de la urgencia?
—¿Señor Hythe? —dijo Symington justo antes de que lo hiciera el juez.
—Sí… —dijo Hythe. Tenía el rostro transido de dolor.
—¿Así pues, su esposa no estaba enterada de sus frecuentes encuentros con la señora Quixwood? —continuó Symington.
—No… Sí… —Hythe estaba temblando. Apenas podía hablar con coherencia.
—¿En qué quedamos? —Symington fue despiadado—. ¿Lo sabía o no lo sabía?
Hythe se enderezó.
—Estaba al corriente de algunos —dijo entre dientes. Miró a Symington con odio.
—¿Tenía miedo de que sospechara que usted tenía una aventura? —prosiguió Symington.
Hythe se había comprometido a seguir un camino.
—Sí.
—¿Y de que tuviera celos? —dijo Symington a las claras—. ¿Le ha dado motivo para tenerlos en el pasado?
—¡No! —Hythe estaba enojado. Ardía de indignación y los ojos le centelleaban—. Yo nunca… —Se calló de golpe.
—¿Nunca la engañó? —dijo Symington con incredulidad—. ¿O iba a decir que nunca le permitió que supiera de sus aventuras anteriores?
—¡No he tenido aventuras! —dijo Hythe furioso.
—¿Catherine fue la primera?
Bower se mostró confundido y molesto porque no entendía lo que Symington intentaba hacer. Finalmente se puso de pie.
—Señoría, si mi distinguido colega está tratando de conseguir un juicio nulo, o de dar fundamento a una apelación debido a su inadecuada defensa, solicito que…
Symington dio media vuelta para enfrentarse a él, echó un vistazo al reloj y se lanzó de lleno a negarlo.
—¡En absoluto! —dijo fulminantemente—. ¡Lo que intento es mostrar al tribunal que hay alguien con un motivo de más peso para matar a Catherine Quixwood, debido a los celos, que cualquiera que Alban Hythe haya podido tener para matar a una mujer con quien, tal como ha demostrado mi distinguido colega de la acusación, estaba teniendo una aventura amorosa! Si bien es cierto que se trata de una aventura en la que los interesados nunca se vieron en privado.
—¡Eso es absurdo! —dijo Bower, con las mejillas encarnadas—. La señora Hythe bien pudo tener celos, y parece que tenía más de un motivo, pero el señor Symington seguramente no estará insinuando que ella violara a la señora Quixwood y le diera una paliza que casi la mató. Sería ridículo, y un insulto a la inteligencia, por no decir a la humanidad de este tribunal.
Symington tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.
—Señoría, ¿puedo solicitar un aplazamiento anticipado para consultar con mi cliente?
—Creo que más vale que lo haga, señor Symington, y que ponga un poco de orden en su defensa —respondió el juez—. No voy a permitir que este juicio se convierta en una farsa por falta de habilidad o sinceridad por su parte. ¿Entendido? Si su cliente decide declararse culpable apenas variará el resultado, pero quizá sea una manera más elegante y digna de abreviar su suplicio. Se levanta la sesión hasta las dos.
Eran las once y media.
Vespasia aguardó una media hora interminable, observando el avance artrítico del minutero por la esfera del reloj del vestíbulo. A las doce y cinco vio la cabeza despeinada de Pitt sobresaliendo entre el gentío, y sin pensar para nada en su dignidad, se abrió paso a empujones hasta él.
—¡Thomas! —dijo jadeando cuando llegó junto a él, que le agarró el brazo para impedir que la zarandearan quienes querían adelantarla—. Thomas, ¿qué has averiguado? La situación es desesperada.
Pitt la rodeó con el brazo para protegerla de los empujones de varios hombres corpulentos que trataban de salir por la fuerza, cosa que jamás habría hecho en circunstancias normales.
—Tengo documentos —contestó—. Si el juez pide verlos quizá resistan un análisis minucioso, aunque no es seguro. Pero en cualquier caso darán a Symington algo con lo que persuadir a Hythe de que sabe la verdad… si es que es la verdad y tenemos razón en cuanto a lo que él y Catherine estaban haciendo.
—¡Gracias a Dios! —dijo Vespasia, no en tono de blasfemia sino con la mayor gratitud—. ¿Dónde está Victor?
—No lo sé —admitió Pitt—. Tal vez llegue un poco más tarde. He pensado que quizá no duraríais mucho más.
—Se acabó —respondió Vespasia—. Esta es nuestra última batalla. Más vale que vayamos en busca del señor Symington.
El juicio se reanudó a las dos en punto. Symington se levantó para continuar el interrogatorio a su cliente, se movió con una nueva vitalidad cuando cruzó el entarimado, con unos papeles en la mano, y levantó la vista hacia Hythe.
—Las circunstancias lo han puesto en una situación sumamente desafortunada —comenzó con mucha labia—. Posee usted una pericia que fue requerida por una mujer encantadora, con conciencia de la importancia de la honestidad en las finanzas. Puedo llamar a testigos que den fe de todo lo que voy a decir, pero comencemos por permitirle testificar a usted primero, y si luego mi distinguido colega, el señor Bower, discrepa, podemos proceder a partir de ahí.
Miró a Hythe con una sonrisa radiante.
—Catherine Quixwood conocía su reputación como financiero y solicitó sus servicios, ¿no es cierto? Por lo que he oído decir de ella y habiendo leído su agenda, creo que fue bastante franca con usted. ¿Es así?
Hythe titubeó.
—No me obligue a repetir la pregunta, señor Hythe —pidió Symington amablemente—. Conoce la respuesta tan bien como yo.
Hythe tragó salvia.
—Sí.
—Gracias. Lo buscó y cultivó su relación. ¿Era unos cuantos años mayor que usted, una mujer guapa de una posición social ligeramente superior a la suya, y estaba preocupada por un asunto en el que necesitaba consejo urgentemente? —Levantó la mano con la que sostenía los papeles sin dejar de sonreír—. No me obligue a arrancarle los dientes uno por uno, señor Hythe.
—Sí —admitió Hythe otra vez, mirando los documentos mientras Symington bajaba la mano de nuevo. Todos los presentes en el tribunal pudieron ver que estaban escritos por un lado.
Symington miró al juez.
—Señoría, si es necesario los presentaré como prueba y se los daré al señor Bower. Pero dado que son documentos financieros de carácter muy confidencial, preferiría no hacerlo, siempre y cuando mi cliente coopere y por fin podamos esclarecer la verdad. Otras personas inocentes podrían salir perjudicadas.
Bower se levantó.
El juez levantó la mano.
—Señor Symington, no voy a permitir que encandile al tribunal con uno de sus trucos de salón. Muéstreme lo que tiene.
Symington le pasó los documentos sin rechistar.
El juez los leyó y el rostro se le ensombreció. Se los devolvió a Symington.
—¿De dónde los ha sacado? —inquirió con gravedad—. Y si no me dice la verdad, señor Symington, es probable que se encuentre con que su carrera jurídica ha terminado. ¿Me he explicado bien, señor?
—Sí, señoría. Los he obtenido por mediación de la Special Branch de Su Majestad, en interés de la justicia.
El juez puso los ojos en blanco, pero levantó una mano para exigir a Bower que se sentara otra vez.
—Muy bien. ¿Tiene intención de llamar a testificar al comandante Pitt de la Special Branch?
—Solo si es absolutamente necesario, señoría.
—Pues entonces prosiga. ¡Y se lo advierto, si se pasa un dedo de la raya, lo detendré!
—Sí, señoría. Gracias.
Symington se volvió de nuevo hacia Hythe.
Desde la primera fila de la galería, Vespasia vio que a Symington le temblaban las manos. Hythe tenía el semblante ceniciento. Los miembros del jurado miraban a Symington como si estuvieran hipnotizados. En la galería reinaba un silencio absoluto, ni un movimiento, ni un susurro.
Symington comenzó otra vez.
—¿Catherine Quixwood le dijo por qué deseaba conocer esta información, señor Hythe? Tengo sus agendas, le ruego que no recurra a evasivas.
Parecía que Hythe estuviera a punto de desmayarse. Tuvo que debatirse unos instantes con la decisión.
Bower adoptó una expresión desdeñosa.
—¡No es nada agradable morir ahorcado, señor Hythe! —dijo Symington en un tono amenazante—. ¡Y tampoco es agradable para quienes lo aman! Se lo vuelvo a preguntar, ¿por qué deseaba esta información Catherine Quixwood? Si no contesta, puedo hacerlo por usted y lo haré.
Esta vez Bower sí que se levantó.
—Señoría, el señor Symington está acosando a su propio testigo, posiblemente pidiéndole que se condene a sí mismo.
El juez miró a Symington, haciendo patente su desdén.
Symington se volvió hacia Hythe.
Vespasia sabía que aquella era su última oportunidad. El tribunal estaba contra él. Estaba perdiendo los valiosos retazos de simpatía que había ganado poco antes.
Hythe respiró profundamente.
—Ella creía que su marido había aconsejado muy mal a alguien sobre ciertas inversiones en África —dijo con la voz tomada—. Deseaba demostrar si era verdad o no. Caso de que lo fuera, pensaba que él quizá devolvería parte de las cuantiosas pérdidas.
—¿Voluntariamente o porque se vería forzado a hacerlo? —preguntó Symington.
Hythe tragó saliva otra vez.
—Porque el perjuicio para su reputación como asesor financiero le obligaría a… a mantener el asunto en privado —dijo con voz quebrada.
Symington asintió.
—¿Y este fue el motivo de que ella buscara su ayuda y ustedes se vieran cada vez más a menudo, y con cierta privacidad, en lugares donde sus conversaciones no fueran oídas por terceros, sin que su marido lo supiera?
—Eso es lo que dijo ella —corroboró Hythe.
—¿Y tiene usted alguna prueba de que eso sea la verdad? —presionó Symington.
—Era muy entendida en la materia —contestó Hythe—. Usted tiene los documentos en la mano. Sabe exactamente qué deseaba, y que todo tiene un sentido. Si se fija en las fechas verá que es acumulativo. Tras entender una pieza, pedía otra, fundamentándose en ese conocimiento. Era… era muy inteligente.
—¿Estaba enterada de los planes de la incursión de Jameson antes de que ocurriera? —preguntó Symington con interés.
Se oyeron movimientos en la galería. Varios miembros del jurado se sobresaltaron, uno se inclinó hacia delante con el rostro tenso.
—Sabía que algo de esa naturaleza podía ocurrir, sí.
—Pero ¿no que fracasaría? —prosiguió Symington—. ¿O eso también lo sabía?
—Creía que sucedería —contestó Hythe.
Symington se mostró sorprendido.
—¿En serio? Qué perspicaz. ¿Sabe por qué lo creía?
Hythe volvió a vacilar.
—¡Señor Hythe! —dijo Symington bruscamente—. ¿Qué sabía Catherine Quixwood?
Hythe levantó la cabeza de golpe.
—Observaba el comportamiento de otras personas —dijo en voz tan baja que incluso el juez tuvo que inclinarse para oírlo.
—¿Qué otras personas? —preguntó Symington—. ¿Tenía acceso a los planes?
—No —respondió Hythe en el acto—. Estaba enterada de que algunas personas estaban invirtiendo y de quién no. Dedujo que estos últimos sabían algo. —Parecía estar exasperado—. La incursión costó una fortuna, señor Symington. Hubo quien invirtió en ella: hombres, armas, munición y otros equipos. Ella se había formado una idea. Observaba y escuchaba. Era una mujer muy inteligente y estaba sumamente preocupada. Y era valiente.
—Sin duda —dijo Symington con un repentino sentimiento que le quebró la voz—. Y tengo entendido que además era muy guapa. En general, una mujer excepcional, y su violación y muerte son una tragedia que no debe quedar impune.
Vaciló un momento antes de proseguir.
Uno de los miembros del jurado tenía lágrimas en las mejillas. Otro sacó un gran pañuelo blanco y se secó la frente como si tuviera mucho calor.
Incluso Bower permaneció inmóvil, sin dar la impresión de que fuera a objetar.
Symington carraspeó y continuó.
—¿De modo que Catherine Quixwood reunió mucha información financiera relativa a la incursión de Jameson, y sobre varias personas que habían ganado o perdido dinero que se había invertido en armas, munición y otras especulaciones en África? —le preguntó a Hythe.
—Sí —contestó Hythe simplemente.
—¿Podría haber resultado perjudicial para alguien, económicamente o para su reputación, si ella la hubiese hecho pública? —preguntó Symington, poniendo cuidado en no nombrar a nadie.
Hythe lo miró de hito en hito.
—Sí, claro que sí.
—¿Muy perjudicial? —presionó Symington.
—Sí.
—En las finanzas la reputación depende de la confianza, la discreción y las recomendaciones verbales, ¿correcto?
—Sí.
—¿Es entonces posible, señor Hythe, o de hecho probable, que en estos papeles —los levantó— figure el nombre de alguien que estaría arruinado de haberlos hecho públicos… si ella no hubiese muerto?
—Sí.
La voz de Hythe apenas alcanzó a oírse pese al silencio imperante en la sala.
Bower finalmente se puso de pie.
—Señoría, todo esto son suposiciones. Si este fuese verdaderamente el caso, ¿por qué no lo ha dicho el acusado desde el principio?
El juez miró a Symington.
Symington sonrió. Se volvió hacia Hythe.
—Señor Hythe, usted tiene una joven y encantadora esposa por quien siente devoción. Si es hallado culpable y ahorcado, ella se quedará sola e indefensa, deshonrada y en la miseria, ¿no es así? ¿Teme por ella? ¿Teme en concreto que si usted nombra al hombre que Catherine Quixwood pudo haber arruinado, y a quien cuyas pruebas todavía podrían arruinar, este se vengue en la persona de su viuda?
Se oyó un grito ahogado en la galería. Varios miembros del jurado se pusieron tensos, mostrándose consternados. Incluso el rostro del juez era adusto.
Hythe estaba paralizado.
Symington todavía no había terminado.
—Señor Hythe, ¿es este el motivo por el que me he visto obligado a sonsacarle esta información, con la ayuda de la Special Branch y de unos documentos financieros que deberían ser confidenciales? ¿Está dispuesto a ser hallado culpable de un crimen que no cometió, contra una mujer por quien sentía la mayor admiración, porque si no lo hace su esposa será la próxima víctima, cuando esté sola y en la indigencia, sin que usted pueda cuidar de ella?
Fue una pregunta retórica. Symington no necesitaba ni esperaba una respuesta.
Fue como si ninguno de los presentes en la sala se atreviera a respirar.
Se volvió hacia el juez.
—Señoría, no tengo manera de obligar al señor Hythe a contestar, ni sería honorable que me empeñara en hacerlo. Ojalá de estar yo en su situación también tuviera el coraje, el sentido de la lealtad y del honor de aceptar una muerte tan espantosa como el ahorcamiento a fin de salvar a alguien a quien amara.
En su rostro no había ni rastro de su confianza y encanto habituales; no reflejaba más que sobrecogimiento, como si hubiese visto algo abrumadoramente bello que le hubiese impedido seguir fingiendo.
Vespasia, observándolo, esperó que fuese verdad, con una intensidad que la sorprendió. Y de pronto, con un dolor casi físico, anheló volver a amar con aquella profundidad. Le daba pavor sumirse en una vejez elegante y desapasionada. Sería mucho mejor morir de repente que poco a poco, sabiendo que el corazón te ha abandonado.
Se obligó a apartar de su mente semejantes pensamientos. Aquel momento pertenecía a Alban Hythe. Era su vida la que debían salvar. ¿Dónde estaba Victor? ¿Por qué no había encontrado algo? ¿Por qué no había llegado aún?
Alguien sollozó en la galería.
Le tocaba el turno a Bower. Caminó hasta el centro del entarimado. Por un momento se mostró confundido. Por primera vez en todo el juicio, tenía en su contra la corriente del público. Si ahora criticaba a Hythe parecería zafio, un hombre dado a la crueldad.
—Señor Hythe —comenzó lentamente—, mi distinguido colega ha sugerido, aunque no demostrado, que usted buscó información para la señora Quixwood de modo que ella pudiera sacar a la luz cierto consejo financiero que fue… digamos, deshonesto. Usted ha sido, por las razones que sean, sumamente reacio a cooperar con él. —Carraspeó un tanto incómodo—. ¿Consiguió usted dicha información de manera lícita? El señor Symington ha dicho que sus copias se las facilitó la Special Branch. ¿Cómo es posible que usted las consiguiera?
Hythe estaba destrozado.
—No sé qué documentos tiene el señor Symington, señor —contestó con voz ronca—. Yo tenía documentos bancarios procedentes de diversas fuentes que, analizados en conjunto, daban pie a sacar las conclusiones que usted ha mencionado.
—Entiendo. ¿Y está sugiriendo que uno de los hombres implicados en estos tratos violó a la señora Quixwood? Si tanto temía la información que ella poseía, ¿por qué demonios la violó pero la dejó con vida para que testificara contra él? Parece increíblemente estúpido, ¿no?
—No tengo ni idea —admitió Hythe.
Symington se levantó.
—Señoría, el señor Bower está saboteando su propio caso. No cabe duda de que ha acusado al señor Hythe precisamente de eso: violar a la señora Quixwood, sin motivo alguno, y dejarla viva para que testifique contra él.
Un amago de sonrisa iluminó el semblante del juez un instante y volvió a desvanecerse.
—Señor Bower, el argumento del señor Symington se sostiene. Si nadie más habría hecho tal cosa, ¿por qué quiere que supongamos que el señor Hythe lo haría?
—Porque tenía una aventura amorosa con la señora Quixwood, señoría —dio Bower entre dientes—. Y lo rechazó. Lo que hizo no fue normal, pero los hombres dominados por la pasión y el rechazo no siempre se comportan normalmente. La insinuación de que la violaron para silenciar su testimonio supondría suponer que fue un crimen absolutamente racional y a sangre fría.
—¿Señor Symington? —inquirió el juez—. ¿Qué tiene que decir a eso?
Symington disimuló bien su disgusto, pero Vespasia reparó en él y tuvo claro que al menos uno o dos miembros del jurado también se habrían dado cuenta.
—El señor Hythe no estaba teniendo una aventura amorosa con la señora Quixwood, señoría —dijo Symington—. No hay una sola prueba que indique que la tuviera. Siempre se citaban en lugares públicos y no se ha llamado a un solo testigo para que testifique acerca de algún comportamiento que diera a entender algo más que una simple amistad. Si hubiera alguna prueba, estoy convencido de que el señor Bower la habría presentado con sumo gusto.
En ese momento hubo un leve movimiento en la galería. Vespasia dio media vuelta en su asiento y vio que Victor Narraway bajaba por el pasillo central y se detenía junto a la mesa de Symington. Le entregó una hoja de papel doblada y regresó en busca de un asiento allí donde alguien tuviera la gentileza de hacerle sitio.
Bower pasó por alto la interrupción y volvió a mirar a Hythe.
—Señor Hythe, ¿de verdad espera que el tribunal, así como el jurado compuesto por sensatos hombres de negocios y profesionales, crean que un hombre semejante a ellos invirtió dinero con poca fortuna en una empresa africana que salió mal, posiblemente como resultado de haber sido mal aconsejado, y que ese hombre de su invención sabía que esta mujer casada, guapa y aparentemente respetable había descubierto pruebas que podían resultar embarazosas para él? ¿Que entonces, en lugar de robar las pruebas o de intentar mantenerlas en secreto de la manera habitual, fue a su casa, la violó y le dio una paliza pero la dejó con vida? ¿Y que todo lo hizo para evitar el bochorno de una operación financiera desafortunada? ¿Una aventura en la que no estaba ni mucho menos solo? ¡Señor, está forzando la credulidad hasta extremos de locura!
Vespasia sintió que una ola de desesperación se abatía sobre ella hasta ahogarla. Pocos minutos antes estaban ganando; ahora, de repente, todo había terminado.
Bower hizo un elaborado gesto de invitación a Symington, que ya estaba de pie.
Symington no llevaba papeles en la mano esta vez. Caminó hasta el estrado y levanto la vista hacia Hythe.
—Suena bastante absurdo, ¿verdad? —dijo, luciendo de nuevo su encantadora sonrisa—. Un desconocido que decidiera actuar así habría sido un idiota. ¿Cómo podría creer que se saldría con la suya? ¿Por qué la violación? Eso es un acto de odio, de desprecio, de abrumadora ira contra las mujeres, pero no un medio para rescatar la reputación de un financiero con problemas.
Miró al jurado.
—Ahora bien, caballeros, eso es lo que mi distinguido colega les ha planteado, no lo que les planteo yo. Imaginen en cambio, por favor, un odio antiguo, centrado en dos hombres y una mujer guapa y obstinada, esposa de uno de esos hombres y amante del otro. Es una historia de pasión y odio, los celos más antiguos del mundo. Está entretejida en la mismísima tela de la naturaleza humana. ¿Es creíble esto?
—¡Señoría! —protestó Bower con ansiedad e impaciencia.
El juez levantó la mano para hacerlo callar.
—Señor Symington, supongo que tendrá alguna prueba para sustentar lo que está diciendo. No vamos a escuchar otro cuento de hadas, ¿verdad?
—No, señoría. Llamaré a lord Narraway al estrado para que testifique, si es necesario. Espero ahorrar tiempo al tribunal preguntando al propio señor Hythe. Estoy convencido de que si alcanzamos una conclusión esta tarde, el tribunal habrá sido servido de la mejor manera posible.
—Prosiga, pues —ordenó el juez—. ¿Lord Narraway está en la sala, por si lo necesita? Me figuro que estamos hablando de Victor Narraway, que fue jefe de la Special Branch hasta hace poco. No lo conozco de vista.
—Sí, señoría, es él, y está presente en la sala. Precisamente acaba de pasarme la información que ahora me propongo presentar.
—Proceda. Tendrá que aguardar su turno, señor Bower.
Symington le dio las gracias y volvió a mirar a Hythe.
—Continuemos con nuestra historia, señor Hythe. Esta hermosa mujer recibió una violenta paliza a manos de su marido, celoso con razón. Ella intentó huir con su amante, pero sufrió un trágico accidente y falleció. El amante nunca perdonó al marido que la golpeara y, a su juicio, que le causara la muerte. Planeó una larga y amarga venganza.
Echó un vistazo al jurado y se volvió de nuevo hacia Hythe. Reinaba un silencio absoluto en la sala.
—Sin embargo, no era consciente de que su propia esposa se había enterado del asunto —prosiguió Symington—. Así como de las circunstancias que lo rodearon, y también descubrió su plan de venganza. Era una mujer inteligente y observadora, y conocía el carácter de su esposo. Tenía miedo de que su ira triunfara, con toda la destrucción que provocaría. Y se propuso impedirlo.
Alguien tosió en la galería y el ruido fue como la explosión de una bomba.
—Él se percató de lo que tramaba su esposa y decidió que debía pararle los pies —prosiguió Symington—. La revelación de cómo había usado sus conocimientos profesionales arruinarían su reputación y su carrera, incluso aunque fuese demasiado tarde para impedir que su plan tuviera éxito.
Hythe tenía el semblante ceniciento y daba la impresión de haber perdido la facultad de hablar.
Symington lo tenía acorralado.
—Resulta que el marido de la mujer que ahora está muerta era un hombre violento, como bien sabemos. Lo que desconocían muchas personas, entre ellas la mujer, es que su hijo también era un hombre violento, un hombre culpable de varias violaciones que se ajustaban con toda exactitud a la misma pauta de brutalidad. ¿Me sigue, señor Hythe? No importa, ya casi he llegado al final. Un marido que tiene que impedir que su esposa saque a la luz su venganza paga al hijo de su enemigo para que viole a esta misma esposa de una manera terrible. Él mismo deja su vino predilecto mezclado con una dosis letal de láudano, convencido de que en esa situación extrema se lo beberá.
Nadie se movía.
Symington continuó.
—También se las arregla para dejar una carta de amor que le escribió su esposa para que el hombre que le proporcionó las pruebas de su venganza sea acusado de la violación. De este modo, en una sola noche aciaga ha destruido al hijo de su enemigo, a la esposa que habría sacado a la luz sus planes de venganza y al hombre que le proporcionara la información. Y todavía ha hecho una cosa más para protegerse. Ha entablado amistad con la esposa del hombre al que ha culpado, prometiendo cuidar de ella cuando el desdichado sea ahorcado. Sin duda también ha dicho que se encargará de destruirla si este hombre no asume la culpa, en silencio y con valentía, sin decir ni una palabra sobre la verdad. ¿Cuento ya con su atención, señor Hythe?
Hythe estaba agarrado a la barandilla del estrado, pero aun así las rodillas le flaquearon y faltó poco para que se desplomara.
Symington se volvió hacia el jurado.
—Caballeros, ¿alguna vez se urdió un plan más malvado y prácticamente surtió efecto en la consecución de su espantoso propósito? Ahora ustedes saben lo que está ocurriendo. Pueden impedirlo. Pueden hallar justicia para Catherine Quixwood. Pueden salvar la vida del joven que intentó ayudarla a impedir la ruina y la explotación. Pueden salvar a la esposa a quien tanto ama que está dispuesto a morir a fin de protegerla. Dejen que otros encuentren y ajusticien al violador. Ya se han iniciado acciones en ese sentido.
Se volvió un poco con un gesto que los incluyó a todos.
—Quienes manipularon las inversiones serán castigados. La esposa que tomó un amante y recibió una paliza por ello está muerta. Su marido ha perdido su fortuna. Hemos llegado casi al final, caballeros. La vida y la muerte, el amor y el odio, la codicia y la inocencia están en sus manos. Les suplico que obren con la misma clemencia y tolerancia que todos necesitaremos si alguna vez nos toca sentarnos en el banquillo de los acusados.
Symington hizo una reverencia al jurado y regresó a su asiento.
Entonces le tocó a Bower dirigirse al jurado. Habló poco de hechos, centrándose en la brutalidad del crimen, repitiendo los peores detalles, con el rostro transido de ira y compasión. Descartó las teorías de Symington como un truco de magia, una pantomima destinada a inducirlos a error. Carecía de fundamento, insistió, solo era el desesperado e interesado castillo de naipes de un abogado.
Cuando el jurado se retiró a deliberar, Narraway fue a sentarse casi de inmediato al lado de Vespasia.
—¡Victor! ¿Qué has averiguado? —preguntó con apremio.
—Catherine fue a Bryanston Mews —contestó Narraway—. Sabía que Quixwood había sido el amante de Eleanor Forsbrook. Buena parte de lo que ha dicho Symington han sido conjeturas, pero es lo único que tiene lógica.
—Así, pues, ¿Neville Forsbrook violó a Catherine? ¿O estás diciendo que fue el propio Pelham para vengarse de que Quixwood hubiera seducido a Eleanor? —preguntó, todavía un tanto desconcertada.
—Creo que fue Neville. Del mismo modo en que fue él quien violó a Angeles Castelbranco y a Alice Townley, y posiblemente a otras.
—¿Y el láudano? —insistió Vespasia.
—Quixwood lo mezcló con el vino, sabiendo que ella se lo bebería. Si no lo hacía, siempre podía dárselo él cuando llegara a su casa. No hubiera sido tan seguro para él, pero aun así habría dado resultado.
—¿Qué vamos a hacer al respecto? —preguntó Vespasia.
Narraway sonrió.
—Confiar en que vamos a obtener un veredicto de inocencia para Alban Hythe. Luego nos plantearemos cómo desmentir la declaración de Quixwood que protege a Neville. Todavía quiero asegurarme de que ese joven pague por las dos violaciones… y, en un sentido moral, al menos por el asesinato de Angeles Castelbranco. ¡Tenía dieciséis años!
Se le quebró la voz. Vespasia vio en sus ojos la dimensión de un horror que Narraway nunca había imaginado siquiera. Había una vulnerabilidad, un conocimiento de la impotencia que le tocaba la fibra en lo más hondo.
El jurado regresó al cabo de dos horas, cada minuto de las cuales había transcurrido a un ritmo exasperantemente lento.
La sala del tribunal estaba atestada. Incluso había gente de pie en el pasillo y en la parte de atrás.
El protocolo se representó al paso mayestático de la ley. Nadie se movía. Nadie tosió.
El portavoz del jurado contestó con voz serena.
—Hallamos al prisionero, Alban Hythe, culpable de los cargos imputados, señoría.
En el banquillo, Hythe se inclinó hacia delante, derrotado.
Maris Hythe dio la impresión de estar a punto de desmayarse.
Vespasia se quedó atónita. Había abrigado esperanzas, y la desesperación que se adueñó de ella le dejó la mente en blanco. Tardó segundos, quizás un minuto entero en poder pensar qué hacer a continuación.
Respiró profunda y lentamente y se volvió hacia Narraway.
—Esto no está bien —dijo en voz baja—. Solo tenemos tres semanas. Debemos encontrar algo enseguida.