15

La mañana del segundo día del juicio de Alban Hythe, Knox envió un mensaje a Pitt para que se reuniera con él en casa de un tal Frederick Townley, en Hunter Street, cerca de Brunswick Square. El lacayo tenía instrucciones de dejarlo entrar tan pronto como llegara.

Hacía un día húmedo y neblinoso, a las nueve y media lloviznaba y el calor ya se sentía. Tal como Knox le había prometido, un lacayo ceñudo abrió la puerta en cuanto Pitt tocó la campanilla, de modo que sin duda lo estaba esperando. Le hizo pasar a la sala donde aguardaban Knox y un muy angustiado Frederick Townley.

Knox presentó a Pitt, detallando su cargo.

Townley era delgado y adusto, de mediana edad, con el pelo moreno y la frente despejada. En aquel momento estaba inquieto y le costaba dominar su nerviosismo.

—Ya le he dicho, señor Knox, que me he equivocado —dijo con apremio mirando a Knox y luego a Pitt—. No deseo poner una denuncia. Puede decir lo que le plazca. Retiro la denuncia. No comprendo en modo alguno cómo se la ocurrido implicar a la Special Branch. Es completamente absurdo. —Se volvió hacia Pitt—. Mis disculpas, señor. Esto es solo un asunto doméstico. En realidad, no es más que un malentendido.

Pitt miró el rostro de Townley y vio miedo y aflicción, aunque en aquel momento los superaba un agudo embarazo.

—Lo siento —dijo Townley, mirando incómodo a Pitt—. Lo han molestado innecesariamente. Ahora debo regresar junto a mi familia. Me gustaría que lo entendieran, pero llegados a este punto la verdad es que no me importa. Que tengan un buen día, caballeros.

—¡Señor Townley! —dijo Knox con aspereza—. Quizá no tenga autoridad para exigirle una declaración si decide no denunciar este asunto, pero el comandante Pitt no puede ignorarlo si la seguridad del reino está en juego.

La incredulidad dejó literalmente boquiabierto a Townley.

—¡No sea ridículo, hombre! ¿Cómo puede la… desgracia de mi hija concernir a la seguridad del reino? No sé qué es lo que quiere usted, pero no voy a presentar denuncia alguna. Y ha hecho perder el tiempo a este caballero. —Hizo un gesto indicando a Pitt—. Les ruego que me excusen. —Volvió a dirigirse hacia la puerta, tambaleándose un poco y recobrando el equilibrio apoyando una mano en la jamba—. Mi lacayo los acompañará a la salida —agregó, como si pensara que sus intenciones quizá no hubiesen quedado claras.

—Si no dice la verdad, señor Townley, sea o no sea en forma de denuncia, es posible que ahorquen a un hombre inocente —dijo Knox en tono perentorio.

Townley dio media vuelta y lo fulminó con la mirada.

—¡No será por algo que yo haya dicho, señor!

—Será por lo que sabe y no ha dicho —replicó Knox—. El silencio puede llevar a la condenación tanto como la palabra, y seguir costándole la vida a un hombre.

—¡O la reputación a una mujer! —espetó Townley—. Yo cuido de los míos, señor, como hace cualquier hombre decente.

—¿Tiene también un hijo, señor Townley? —preguntó Pitt inopinadamente.

Townley lo miró sin dar crédito a sus oídos.

—¿A usted qué le importa? Nada de este… supuesto asunto guarda relación con él.

—Yo tengo un hijo y una hija —le dijo Pitt—. Todavía son niños, pero mi hija se está convirtiendo en mujer muy deprisa. Mi impresión es que cada pocos meses se parece más a su madre.

Townley intentó interrumpirlo, pero Pitt no se lo permitió.

—Debido a un incidente en el que estuvo implicado alguien que ella conoce, mi hija me ha hecho, y también a su madre, preguntas muy urgentes e incómodas acerca de la violación. Quiere saber qué es y por qué la gente se altera tanto. ¿De quién es la culpa? Hemos intentado contestarle con delicadeza y sinceridad, teniendo presente que solo tiene catorce años.

—Le deseo mucha suerte, señor —dijo Townley, logrando interrumpir esta vez. Tenía el rostro ceniciento y parecía que le costara articular las palabras con coherencia—. Pero eso no es de mi incumbencia.

—Y miro a mi hijo —prosiguió Pitt, pasando por alto la interrupción—. Está a punto de cumplir doce años y no sabe de qué hablamos. ¿Cómo se lo explico para que su conducta con las mujeres nunca sea grosera o, peor aún, violenta? Y lo que quizá sea todavía más terrible: ¿cómo lo protejo para que no lo acusen de algo que no haya hecho? ¿Qué padre, qué madre podría mirar a su hijo con la soga del verdugo al cuello, abucheado e insultado por un crimen del que es inocente, sin poder demostrar que no es culpable?

Townley estaba temblando y abría y cerraba los puños.

—Entonces entenderá, señor, por qué no presento una denuncia. Usted ha contestado su propia pregunta.

Dio un paso vacilante hacia el vestíbulo y su escapatoria.

—¡Señor Townley! —dijo Pitt como si fuera una orden.

—Ya sabe mi respuesta —dijo Townley entre dientes.

—No le estoy pidiendo que ponga una denuncia —dijo Pitt, bajando la voz—. Solo que, de hombre a hombre, me diga la verdad. Luego podrá negarlo. No le pediré que firme o jure nada. Necesito saberlo porque la hija de un embajador extranjero también ha sido víctima de una violación recientemente. De ahí que la Special Branch haya tomado cartas en el asunto.

Townley titubeó.

—¡No testificaré! —dijo, con la voz un poco aguda.

—No sé si yo lo haría, si se tratara de mi hija —admitió Pitt—. Haría lo que considerase mejor para ella.

—No le permitiré que hable de ella —advirtió Townley—. Aunque yo consintiera, su madre jamás lo haría. Ver al médico… ya fue suficientemente desagradable.

Pitt tomó aire para decir que lo comprendía, pero se dio cuenta de que no tenía la menor idea. Optó por limitarse a preguntar qué les había dicho que había ocurrido, bien fuese a su madre, al médico o al propio Townley.

Townley cerró los ojos y recitó en voz monótona y vacilante.

—Alice tiene casi diecisiete años. Estaba en un baile en casa de una amiga. No le daré nombres. Como es natural, también había jóvenes caballeros. Le encanta bailar y se le da muy bien. Se sintió halagada cuando un joven casi treintañero la sacó a bailar, imaginando que la creía mayor, más sofisticada, cosa que arde en deseos de ser. Para… para ir al grano… —Tragó saliva—. El joven le habló en tono agradable, invitándola a ver una de las galerías de la casa, donde había varios cuadros muy buenos. A Alice le gusta… el arte. No sospechó nada y se fue con él.

Pitt notó que se le hacía un nudo en el estómago. No veía a Alice Townley sino a Jemima: contenta, halagada, también sin sospechar nada.

—Primero la llevó a una galería con algunas obras de arte tan encantadoras como había dicho que serían —prosiguió Townley—. Luego le prometió que había otras, incluso mejores, pero que estaban en otra parte de la casa… una zona privada en la que no debían entrar, pero él le dijo que no tocarían nada, simplemente mirarían los cuadros.

Pitt casi lo dijo por él para romper la insoportable tensión y ahorrarle el mal trago de tener que decirlo él mismo. Entonces Knox se movió un poco, tan solo pasando el peso de un pie al otro, pero recordándole su presencia. Pitt dejó ir el aire sin hablar.

—Él… la violó —dijo Townley con voz ronca—. Ella no tuvo fuerza para rechazarlo. La dejó magullada y sangrando en el suelo. Se había dado un golpe en la cabeza y quedó unos instantes sin sentido. Cuando volvió en sí se puso de pie y estaba trastabillando hacia la puerta cuando otro joven la encontró. Este supuso que había bebido más vino de la cuenta, y, en lugar de decirle la verdad, que había perdido… la virginidad, dijo que era cierto, y explicó sus magulladuras y la sangre diciendo que se había caído. Esta fue la historia que contó a su anfitriona y nadie la presionó más. —Townley levantó la barbilla y fulminó con la mirada a Pitt y luego a Knox—. Y esta es la historia que contaré si me presionan. Lo haré bajo juramento, si es preciso.

—¿Dijo quién era el joven que la agredió? —preguntó Pitt.

—De nada le servirá saberlo —dijo Townley sin rodeos.

—Posiblemente no, pero de todos modos quiero saberlo —insistió Pitt—. Sería mucho mejor si ella me lo dijera que si tengo que investigar todos los bailes que hubo en Londres anoche y averiguar quién asistió a cuál. Inevitablemente, la gente se preguntará por qué necesito saberlo.

—Es despiadado —dijo Townley con suma frialdad y los ojos arrasados en lágrimas.

Pitt permaneció callado un momento. ¿Realmente serviría de algo saberlo? Sí, por supuesto. No solo por Rafael Castelbranco, sino también por todas las demás mujeres jóvenes, tenía que sacar a Neville Forsbrook de las calles si tenía la certeza de que era él.

—Por favor —dijo Pitt.

Sin decir palabra, Townley los condujo arriba y a través del rellano hasta una puerta con un picaporte de porcelana decorado con un motivo floral. Llamó, y cuando su esposa abrió, le dijo que era inevitable. Ante su insistencia, dejó entrar a Pitt pero no a Knox.

La chica recostada en la cama estaba pálida salvo por las manchas de lágrimas en las mejillas y los ojos enrojecidos. Llevaba su larga melena castaño claro suelta sobre los hombros. Sus facciones eran delicadas, pero en un par de años también reflejarían una entereza considerable.

Pitt cruzó la alfombra con paso vacilante hasta situarse cerca de la cama, pero no demasiado.

—Me llamo Thomas Pitt —dijo en voz baja—. Tengo una hija que pronto tendrá tu edad. Se parece mucho a ti. Espero que sea igual de encantadora. Tengo entendido que te gusta la pintura.

Alice asintió.

—Ayer te mostraron algunos cuadros especialmente bonitos, ¿verdad?

Asintió de nuevo.

—¿Prefieres los retratos o los paisajes?

—Casi todos eran retratos, y algunos animales, muy desproporcionados. —Casi sonrió—. Caballos con las patas tan flacas que no sé cómo podían sostenerse.

Pitt negó con la cabeza.

—He visto algunos de ese tipo. No me gustan demasiado. Me gusta ver caballos en movimiento más que parados. ¿Quién te mostró esos cuadros?

—No iba a robarlos —dijo enseguida—. Al menos, creo que no. Tiene un montón de dinero, además… o lo tiene su padre. Podría comprarlos, si quisiera.

—A lo mejor estaba pensando en hacer una oferta para comprarlos —respondió Pitt—. ¿Quién era?

—¿Tengo… tengo que decírselo?

—Si realmente no quieres, no.

En cuanto lo hubo dicho se arrepintió. Narraway no habría sido tan débil.

—Era Neville Forsbrook —susurró Alice.

—Gracias, Alice. Me viene bien saberlo. Gracias por permitir que te visitara.

—No hay de qué —contestó Alice, esbozando una vacilante sonrisa.

Pitt dio las gracias a la señora Townley y salió al rellano con Townley pisándole los talones. La puerta se cerró con un ligero chasquido.

Townley se acercó a la ventana del rellano, rodeada de jarrones con esmerados arreglos florales. Tenía el rostro transido de miedo y dolor.

—Gracias —dijo sin volverse—. Esto se ha acabado.

Pitt asintió y siguió a Knox escaleras abajo.

El rostro de Alice Townley persiguió a Pitt mientras se alejaba de la casa. Era como si hubiera visto el fantasma de Angeles Castelbranco, y lo que le dolía como una herida abierta era que estaba convencido de que en el futuro habría otras chicas que tal vez no tendrían la suerte de salir con vida. ¿Quizá Pamela O’Keefe había sido una de ellas? Probablemente nunca lo sabrían.

No podía culpar a Townley de que quisiera proteger a su hija. De haberse tratado de Jemima, Pitt dudaba que quisiera interponer una acción judicial. En realidad, si era sincero, le constaba que no lo haría. Hiciera lo que hiciera Forsbrook en el futuro, lo primero sería proteger a su hija.

A Alice Townley la habían violado, pero no le habían infligido heridas graves, desde luego no le habían dado una paliza como a Catherine. A Pamela O’Keefe la habían asesinado, rompiéndole el cuello. ¿A qué respondía esa diferencia? ¿Qué heridas había sufrido Angeles Castelbranco?

¿Al menos dos hombres distintos? Uno Neville Forsbrook, el otro tal vez Alban Hythe, tal vez no.

¿Había sido accidental la muerte de Pamela O’Keefe? ¿Su agresor la había forzado y en la violencia de la lucha se había abalanzado sobre ella partiéndole el cuello? ¿Sintió terror entonces? ¿O se excitó?

Pitt tenía que comprobar el grado de violencia, las magulladuras sufridas en defensa propia, tomar nota de todas las diferencias y semejanzas.

No fue difícil encontrar a Brinsley, el médico que había examinado el cuerpo de Catherine Quixwood. Estaba en la morgue efectuando la autopsia de otro cadáver, un hombre apuñalado en una reyerta en un bar. Pitt aguardó media hora hasta que terminó. Salió de la fría sala de autopsias con las manos todavía húmedas. Traía consigo un ligero olor a ácido carbólico.

—Comandante Pitt, de la Special Branch —se presentó Pitt.

—¿En qué puedo servirle, comandante? —preguntó Brinsley—. ¿Le apetece una taza de té? Estoy cansado y tengo frío, y todavía me queda una larga velada por delante.

—Gracias —aceptó Pitt—. Estoy investigando varias violaciones para ver si puedo compararlas con una que me atañe particularmente. Necesito saber si están relacionadas.

Brinsley entró en su despacho y puso la pava sobre una pequeña hornilla. El agua solo tardó un momento en hervir y Brinsley preparó té para ellos dos en una panzuda tetera china.

—Busca similitudes —dijo Brinsley encogiendo los hombros—. Me figuro que no tiene testigos, ninguna descripción.

—Tengo algunas, pero, si son exactas, el agresor parece mucho más violento unas veces que otras.

—Interesante —dijo Brinsley meditabundo—. Por lo general la violencia aumenta con el tiempo. ¿Está seguro de que se trata de un solo hombre?

—No, en absoluto. ¿Puede describirme las heridas de Catherine Quixwood?

—Eran muy graves pero no mortales —contestó Brinsley—. Presentaba contusiones en el tronco, los brazos, más todavía en los muslos, y tenía un desgarro en los órganos genitales a causa de una penetración impetuosa. —Torció los labios—. También tenía una mordedura bastante profunda en el pecho izquierdo. Los dientes del agresor le desgarraron la piel, dejando marcas nítidas que se volvieron más pronunciadas después de su muerte.

—Gracias —dijo Pitt en voz baja—. ¿Había algo en esas heridas que fuera distintivo del hombre que se las infligió?

—Según lo que usted dice era mucho más violento que el autor de la otra violación que ha descrito, o, si no, era el mismo hombre mucho más sumido en su estado de… depravación.

—Ese crimen ocurrió antes que los otros dos —señaló Pitt abatido.

—Entonces me parece que tiene al menos a dos violadores. —Brinsley negó con la cabeza—. Lo siento.

—Gracias de todos modos.

Pitt dio media vuelta para irse, dejando el té a medio beber. El nudo que tenía en la garganta le impedía tragar.

Brinsley tomó aire.

Pitt se volvió de nuevo.

—¿Y bien?

—¿Había alguna diferencia concreta entre las víctimas? ¿O entre los lugares o las circunstancias en que tuvieron lugar las agresiones?

—¿Eso lo explicaría?

—No lo sé. Supongo que es posible —respondió Brinsley con desánimo, sin mudar su sombría expresión—. Pero debería investigarlo.

—Gracias —dijo Pitt otra vez.

No contó a Charlotte lo que Brinsley le había dicho cuando se sentaron a solas en la sala al anochecer. No había necesidad de que conociera los detalles que Brinsley le había referido. Podía ahorrarle ese mal trago. Estaba sentada en uno de los sillones. Pitt estaba demasiado nervioso para sentarse, y demasiado enojado. Había sido brusco con ella y lo sabía, pero la sensación de impotencia ardía en su fuero interno como un ácido, corroyendo su fe en sí mismo.

—Seguirá haciéndolo —dijo amargado, mirando por la cristalera que daba al jardín. Allí era donde habían crecido sus hijos, donde habían jugado con aros, saltado a la comba, construido castillos apilando ladrillos de colores, montado caballos imaginarios, usado como espadas de mentira las cañas del jardín que ahora sostenían las espuelas de caballero en flor.

¿Qué valía él si era incapaz de proteger a Jemima de semejante violación de sus promesas de futuro? ¿O a Daniel de convertirse en un monstruo? ¿Algún día le preguntarían «Papá, por qué dejaste que ocurriera»? Charlotte no lo acusaría, pero seguro que se lo tendría en cuenta. Por más que deseara intentarlo, nunca volvería a verlo como el hombre en quien confiaba, el hombre que él quería ser.

¿Y qué estaba haciendo? Aconsejar a Townley, aconsejar a Castelbranco que no hicieran nada y que admitieran que la ley, su ley, era incapaz de protegerlos o de hacer justicia. El sistema legal también miraría hacia otro lado y fingiría que nada había ocurrido: tímido, circunspecto, temeroso de armar un escándalo.

Neville Forsbrook, y cualquiera como él, seguiría adelante sin que nadie se interpusiera en su camino ni le pidiera que rindiera cuentas. Alargó el brazo para correr la cortina, que se atascó. Le dio un tirón más fuerte y la desgarró.

—Thomas… —comenzó Charlotte.

—¡No me digas que me siente! —gritó Pitt, tirando más fuerte de la cortina hasta arrancarla de la pared para dejarla amontonada en el suelo.

—No iba a hacerlo —contestó ella, levantándose y acercándose a él, haciendo caso omiso del montón de terciopelo que había en el suelo—. Has dicho que estás convencido de que Forsbrook seguirá adelante y violará a otras mujeres.

—¡Si pudiera lo detendría, Charlotte!

Cerró los puños. Se estaba comportando como un idiota y lo sabía. No era culpa de ella, pero cada palabra suya parecía una crítica porque él mismo se culpaba. Tenía la responsabilidad de hacerlo mejor.

Charlotte inhaló profundamente y retuvo el aire en los pulmones; estaba dominando su genio y Pitt era muy consciente de ello. No tenía sentido disculparse porque le constaba que lo haría otra vez, probablemente en cuestión de momentos.

—Iba a decir… —Charlotte elegía las palabras con cuidado, ignorando todavía la cortina—. Iba a decir que si esta pauta de violencia se prolonga en el futuro, ¿cómo sabemos que no se prolonga también hacia el pasado?

—Me imagino que lo hace —dijo Pitt lentamente.

—¿Entonces no habrá algo que puedas descubrir para llevarlo a juicio sin mencionar a Angeles o a esa otra chica? —preguntó Charlotte—. A lo mejor fue algo menos serio, pero aun así lo suficiente para presentar cargos.

Pitt dejó que la idea fuese cobrando forma despacio, cuestionando cada paso de ella.

—Quien no puso una denuncia en su momento dudo que la ponga ahora —señaló—. El escándalo sería el mismo, pero las pruebas todavía más difíciles de encontrar.

—Pero si conoces la pauta del pasado, podrás predecir el futuro con más exactitud, quizás incluso impedir la próxima agresión. —Charlotte no iba a rendirse fácilmente—. Una mujer sola no puede hacerle nada, pero a lo mejor varias juntas podrían. O como mínimo sus padres, si saben que no están solos.

Pitt se volvió hacia ella. A la luz del ocaso, las minúsculas arrugas de su rostro eran invisibles. Para él era más guapa a los cuarenta que cuando era una veinteañera. La tersura de la juventud había desaparecido, pero en la madurez se le daba mejor controlar su afilada lengua. Seguía mirando a la vida valiente y honestamente con sus ojos resueltos, pero era más capaz de abordarla de manera mesurada.

—¿Y hacer qué? —preguntó Pitt en voz baja, aunque sin descartar la idea—. Quizá siga siendo imposible, con arreglo a la ley. Pelham Forsbrook se defenderá con uñas y dientes. Se trata de su reputación, además de la de su hijo.

—Las víctimas no lo acusarán porque hacerlo arruinaría su vida social hasta el fin de sus días —comenzó Charlotte.

Pitt estuvo a punto de interrumpirla, pero se mordió la lengua.

—Aunque, seguramente, la acusación de muchas personas, todas ellas dispuestas a hacer piña tanto si se demuestra con arreglo a la ley como si no, también lo arruinaría a él, ¿no crees? —preguntó Charlotte—. La reputación no requiere una prueba legal. Si lo hiciera habría miles de personas que todavía formarían parte de los círculos sociales cuando de hecho ya no es así porque se piensa mal de ellas, aunque solo sea fundamentándose en cuchicheos. No luchan para defenderse porque nadie dice algo suficientemente claro para considerarlo difamación.

Pitt pestañeó.

—¿Te refieres a hacer correr un rumor?

—¡No! —Ahora ella también estaba enojada—. ¡No tienes que hacerlo! Basta con que demuestres que podrías para que Pelham Forsbrook sepa que vas en serio y que tienes intención de detener a su hijo porque alguien tiene que hacerlo.

Pitt se quedó dándole vueltas a la idea, sin tenerlas todas consigo.

—¿Thomas?

Charlotte le puso una mano en el brazo. Pitt notó la fuerza de sus dedos así como el afecto del gesto. Aguardó.

—¿Cómo te sentirías si no se tratara de Alice Townley, sino de Jemima?

—Exactamente igual que Townley —contestó Pitt—. Querría verlo arder en el infierno, si pudiera, pero ante todo querría proteger a mi hija.

—¿Y si fuese yo en vez de Catherine Quixwood?

Se le hizo un nudo en el estómago al tiempo que se le helaba la sangre en las venas.

—Tú no dejarías entrar a un amante en tu casa a esas horas de la noche.

—No nos consta que lo fuera —señaló Charlotte—. Solo lo suponemos. Dejó entrar a alguien en quien confiaba. Quizá no era un amante. Pongamos que era alguien en quien yo confiaba, que viniera con información para ti o a pedir ayuda.

—Querría matarlo —dijo Pitt sinceramente—. Quizás incluso lo haría.

—¿No merece la pena intentarlo al menos?

Esbozó una sonrisa, complacida con el enojo de su marido como si fuese un escudo para ella, al menos en su imaginación.

—Sí —dijo Pitt, comprendiéndolo mejor—. No resulta muy ortodoxo, aunque lo cierto es que la ortodoxia no está dando resultado. ¡Pero no hagas nada por tu cuenta! ¿Entendido?

—Sí, faltaría más —respondió Charlotte obedientemente—. Si cometiera una torpeza, lo pondría sobre aviso. Reconóceme un poco de sentido común, Thomas.

A Pitt se le ocurrieron varias respuestas, pero se abstuvo de dárselas. Quince años de matrimonio algo le habían enseñado.

—Quiero saber cualquier cosa que pueda ser interesante —le dijo a Stoker la mañana siguiente. La puerta estaba cerrada y había dado órdenes de que no lo interrumpieran—. Ese hombre es un violador. No podemos acusarlo porque no conseguiríamos una condena. Carecemos de pruebas. Y aún haría más daño a la víctima del que ya ha padecido. Pero es posible que comenzara años atrás.

Explicó el razonamiento de Charlotte sin mencionar su nombre.

Stoker se quedó un tanto perplejo.

—¿Qué debo buscar, señor?

—No lo sé —admitió Pitt—. ¿Qué provoca que un joven guarde esa cólera en su interior? Apenas conoce a las chicas afectadas. ¿A quién odia realmente? ¿Podría controlarse si quisiera? ¿A quién hizo daño en el pasado, y tampoco se atrevió a denunciarlo? ¿Está enterado su padre? ¿Le importa? ¿Alguna vez lo ha disciplinado o ha untado a alguien para comprar su silencio?

—¿Pelham Forsbrook? —dijo Stoker sorprendido—. ¿Qué necesidad tendría de hacerlo? Es uno de los banqueros más influyentes de Londres. Sus préstamos pueden hacer ganar o perder a una persona. Si te concede un préstamo para un negocio de capital de riesgo, ganas seguro. Si hace circular rumores contra ti, nadie más te respaldará. Aunque las malas lenguas dicen que perderá una fortuna si la British South Africa Company tiene que pagar reparaciones a los bóeres de resultas de la incursión de Jameson.

De repente Pitt se interesó.

—¿En serio? ¿Tiene socios en esa empresa o actúa por su cuenta?

—Ni idea. ¿Quiere que lo averigüe?

—Solo si guarda relación con su hijo. ¿Supone que tiene intención de enviarlo a vivir allí? ¿Apartarlo de nuestra jurisdicción?

Stoker se encogió de hombros.

—Si yo tuviera un hijo así querría tenerlo donde pudiera vigilarlo, y desde luego donde tuviera suficiente influencia para protegerlo.

—¿Eso haría usted? ¿Lo protegería? —Pitt reflexionó unos instantes—. No estoy seguro de qué haría yo si se tratara de Daniel. Quizá lo enviaría a Australia y dejaría que se las apañara si no fuese capaz de enderezarse. No lo sé. Tengo que asegurarme bien de que no ocurra, así no tendré que averiguarlo. Me gusta pensar que tendría la fortaleza para resolverlo, pero quizás al final vería en él al niño que amé y sería incapaz de hacerlo. Solo Dios lo sabe.

—Le traeré todo lo que consiga, señor. Me llevará un par de días. Me figuro que para entonces el juicio del cabrón que mató a la señora Quixwood estará a punto de terminar.

—¡Sea discreto, Stoker!

—Sí, señor. Créame, no quiero que me pillen in fraganti.

—Yo tampoco —dijo Pitt con sentimiento—. No nos lo podemos permitir. Por cierto, Stoker…

—¿Sí, señor?

—Averigüe dónde estuvo el joven Forsbrook anteanoche. Y si una chica que se llama Alice Townley estaba en el mismo lugar. Y, por el amor de Dios, ¡sea doblemente discreto en esto!

—Sí, señor.

Pitt siguió un camino diferente. Si realmente había algo en el pasado con lo que pudieran pillar a Neville Forsbrook, la casa de Bryanston Mews donde se había criado sería el lugar para encontrarlo.

Sabía por su experiencia en la policía que los criados casi siempre eran leales, de modo que en vez de ir a casa de los Forsbrook, donde fracasaría seguro, fue a hablar con los criados de los vecinos, comenzando unas pesquisas que eran completamente ficticias.

Procedió con mucho cuidado, al principio quizá demasiado. Había urdido una historia imaginaria de la que los Forsbrook, padre e hijo, podrían haber sido los héroes. Pensó que era necesario hacerlo por si algún rumor llegaba a sus oídos y, por consiguiente, al secretario de Estado del Home Office. Fue bastante abierto en cuanto a su identidad. Ser sorprendido valiéndose de evasivas podría resultar condenatorio y hacerlo parecer ridículo, un personaje de pantomima que no había que tomarse en serio.

Tras visitar media docena de casas, lo único que había sacado en claro era la impresión general de que los Forsbrook eran temidos pero no apreciados. Finalmente encontró a un mozo de cuadra entrado en años que estaba cepillando caballos cuando Pitt lo interrumpió.

El olor a betún, estiércol, heno y sudor de caballo le trajo un vivo recuerdo de su infancia en la gran finca donde se había criado. Su padre fue el guardabosques y su madre trabajó en la casa hasta que la desgracia cayó sobre ellos y deportaron a su padre a Australia por un crimen del que Pitt nunca le creyó culpable. Aquella injusticia fue la que lo empujó a ingresar en la policía.

La memoria de la perplejidad y el dolor que experimentó de niño hizo más flagrante la injusticia a la que ahora se enfrentaba. Entonces había hecho cuanto había sabido, pero fue en balde. Aunque no era más que un chico de campo, educado junto con el hijo de la casa solariega, como compañero y competidor para él, pero aun así un don nadie que dependía del auspicio de sir Arthur Desmond incluso para sobrevivir. Ahora era un hombre de cuarenta y bastantes, y jefe de la Special Branch de Gran Bretaña. Esta vez no se permitiría ser impotente.

Sonrió al mozo de cuadra.

—Buen animal tiene ahí —observó, mirando al caballo.

—Sí, señor, y que usted lo diga —respondió el hombre—. ¿Puedo servirle en algo?

—Lo dudo —dijo Pitt, encogiendo un poco los hombros—. Me crie en el campo. Echo de menos la amistad de los caballos, la fuerza… la paciencia. —El recuerdo acudió a su mente otra vez—. A veces limpiaba los arreos para el mozo de cuadra. Causa satisfacción trabajar el cuero, hacer brillar el latón.

—Ha dado en el clavo, señor —contestó el otro. Era delgado y fuerte, un poco estevado. Le salían mechones de pelo de la gorra que llevaba—. Pero sin faltarle al respeto, no parece usted un chico de campo, señor. —Contempló el buen corte del traje de Pitt. Por una vez llevaba pocas cosas en los bolsillos y la corbata casi recta. El único detalle perteneciente al pasado era el pelo demasiado largo y rizado.

—La ambición —reconoció Pitt. Se encontró deseando confiar en aquel hombre. Estaba cansado de evasivas que no conducían a nada—. Mi padre era guardabosques y lo acusaron de cazar furtivamente, un delito muy grave en aquel entonces. Siempre creí que era inocente, y todavía lo creo, pero eso no lo salvó. La injusticia duele en lo más hondo.

El hombre dejó de trabajar un momento y miró a Pitt con un súbito interés más profundo que la mera cortesía.

—No le falta razón, señor —dijo con sentimiento—. ¿Está trabajando en algo ahora mismo?

—Sí. —Pitt tuvo el atino de aproximarse mucho a la verdad esta vez—. Quiero comprender mejor el pasado para esclarecer el presente. ¿Entiende lo que quiero decir? Velar para que la culpa no recaiga sobre quien no corresponde.

El hombre asintió.

—¿Qué quiere saber? —preguntó. El caballo volvió la cabeza y le dio un golpe con la testuz. Él le dio unas palmadas y se puso a cepillarlo otra vez—. Tranquila, chica. No me he olvidado de ti. —Sonrió a Pitt—. Igualitos que las mujeres, los caballos. No quieren que atiendas nada más cuando estás con ellos.

—Es cierto —respondió Pitt—. Pero no piden mucho.

—Tiene razón —dijo el hombre alegremente—. Te dan todo el corazón. ¿Verdad, guapa? —Le dio unas palmaditas en el cuello sin alterar el ritmo del cepillado—. Lo dicho: ¿qué quiere saber, señor?

Pitt señaló a sus espaldas hacia la parte trasera de la casa Forsbrook.

—¿Conoce a sir Pelham Forsbrook y a su familia?

El rostro del hombre se puso tenso tan ligeramente que si Pitt no lo hubiera estado observando de cerca no se habría percatado.

—Sí, un poco —dijo—. Conocía a lady Forsbrook; la señorita Eleanor, como se llamaba antes. —El recuerdo le dulcificó la expresión—. Tan alocada pero tan llena de vida. Al final no pude sino apreciarla. Es lo que llaman ironía, ¿no?

—¿Lo es? —dijo Pitt con curiosidad—. Me dijeron que murió en un accidente. ¿Eso fue lo irónico?

Notaba que había algo más, algo tácito que aquel hombre medio esperaba que él ya supiera.

El mozo se concentró un momento en cepillar los brillantes flancos del caballo antes de responder.

Pitt aguardó.

—Un accidente, desde luego —prosiguió el hombre al fin—. Iba con sus maletas y todo. Lo supe por Appley, el mozo de cuadra que tenían entonces. Unos dijeron que se marchaba con el tipo con el que tenía una aventura. Otros dijeron que simplemente ya no aguantaba más las palizas. No sé la verdad, pero aquella noche estaba llena de morados. Con la cara toda hinchada.

Pitt contuvo la respiración, temiendo incluso reconocer que lo había oído.

—Un accidente, ya lo creo —dijo el hombre casi para sí, sumido en el recuerdo—. En un coche de punto, y algo espantó al caballo. Unos dijeron que fue un perro. No lo sé. Fue terrible. El pobre cochero también murió.

—¿Cuánto tiempo hace de eso? —preguntó Pitt, procurando mostrarse sereno, disimulando su vivo interés.

—¿Cuatro años, quizás? —El hombre se volvió hacia el caballo—. Ya estás lista, chica. Se acabó lo que se daba. Una consentida, eres, caray.

Recogió sus cepillos y le dio unas palmaditas con la mano que tenía libre.

—¿Va a limpiar los arreos? —preguntó Pitt.

—Tengo que hacerlo —contestó el hombre—. Tampoco es que me importe. Es un buen trabajo.

Se dirigió al cuarto de los arreos y Pitt lo siguió.

—¿Puedo ayudar? —preguntó Pitt, sobre todo para seguir conversando, pero también porque sería un trabajo manual cargado de buenos recuerdos, algo con un propósito definido. Se encontró teniendo muchas ganas de hacerlo.

El hombre miró a Pitt de arriba abajo.

—Se ensuciará las manos y los puños.

Pitt respondió quitándose la chaqueta y arremangándose.

Pocos minutos después ambos estaban trabajando con ahínco. Pitt titubeó un par de veces hasta que recobró la destreza, y entonces, para su gran satisfacción, enseguida cogió el ritmo.

—Tuvo que ser muy duro para sir Pelham —dijo, sacando de nuevo el tema.

—Lo encajó mal —respondió el hombre, asintiendo mientras observaba a Pitt trabajar—. Un tipo bien raro. Nunca sabes qué está pensando. Aunque lo mismo vale para muchos aristócratas. Nunca supe si la amaba o si solo estaba enfadado porque se marchara. Tampoco es que suponga que fuera a llegar muy lejos, la pobre.

—¿Salvo si había alguien más? —dijo Pitt, sin acabar de formularlo como una pregunta.

—Si lo había, puso un cuidado tan puñetero que nadie se enteró.

El hombre parecía triste, como si hubiese deseado que existiera ese otro hombre. Eleanor Forsbrook había pertenecido a otro mundo, uno en el que él servía y que columbraba en breves momentos de descuido pero cuya vida interior solo podía imaginar, pero a ella la había apreciado. En cierto sentido, ella también era prisionera de las circunstancias pero con menos libertad que él, el mozo de cuadra de un vecino.

Pitt siguió sacando brillo al cuero antes de retomar el hilo de su pensamiento.

—Supongo que el joven Neville también lo pasó mal. ¿Estaba muy unido a su madre? —preguntó como si tal cosa. Pitt había estado muy unido a la suya. Cuando deportaron a su padre, salieron adelante juntos. Su educación, igual a la del hijo de sir Arthur Desmond, los había separado intelectualmente y en el uso del lenguaje, pero el afecto, aunque casi nunca se manifestara con palabras, nunca se vio en tela de juicio. La muerte de su madre fue el final de una etapa de su vida.

Tal vez ese había sido en parte el motivo por el que le había costado tan poco amar a Charlotte. Había confiado en las mujeres toda su vida. Había visto tan de cerca su lealtad, su espíritu de sacrificio y su estoicismo, y ahora formaban parte de sus creencias. Esperaba obediencia de su hija, pero no más que de su hijo, en realidad quizá más bien menos. Jemima tenía mucho de su madre y lo cuestionaba todo. Aunque a él también lo amaba y confiaba en su amor por ella. Se notaba en sus ojos, su voz, incluso en sus rabietas más rebeldes y, desde hacía un tiempo, desconcertantes.

—¿Lo hizo cambiar? —preguntó en voz alta, refiriéndose de nuevo a Neville Forsbrook.

—No —contestó el hombre, negó con la cabeza—. ¿Qué le vamos a hacer? Siempre fue un cabroncete cruel. Perdón, señor. No tendría que haber dicho esto.

No había un ápice de arrepentimiento en su rostro curtido.

—¿Dicho el qué? —preguntó Pitt sonriendo.

—De acuerdo, señor. Gracias —respondió el hombre, con los ojos brillantes.

—¿Le apetece un vaso de sidra cuando acabemos con esto? —invitó Pitt.

El hombre miró el despliegue de arreos un tanto dubitativo.

—Llevará menos tiempo si lo hacemos entre los dos —señaló Pitt.

—¿No tiene nada mejor que hacer, un caballero tan importante como usted?

—Probablemente, pero puede esperar. Todo el mundo tiene derecho a tomarse una o dos horas de vez en cuando. Y un vaso de sidra y un bocadillo. ¿Queso y encurtidos?

—Hecho —respondió el hombre al instante—. Es usted raro con ganas. ¡Aún nos llevaremos bien, después de todo!

Pitt se agachó sobre el arnés otra vez para disimular el placer que le causaba el cumplido, con la esperanza de que estaría a la altura de su confianza.