3

Pitt estaba distraído mientras desayunaba. Comía absorto, con toda su atención puesta en lo que estaba leyendo en el periódico. Levantó la vista un momento para despedirse de Jemima y Daniel, y reanudó la lectura del artículo. Incluso dejó que el té se le enfriara en la taza.

Charlotte se levantó y se llevó la tetera a los fogones, puso la pava a calentar y aguardó hasta que el agua volvió a hervir. Con el té recién hecho y una taza limpia en la mano, regresó y se sentó a la mesa.

—¿Más té? —preguntó.

Pitt levantó la vista y miró desconcertado su taza.

—Está frío —dijo Charlotte amablemente.

—Oh. —Esbozó una sonrisa de disculpa—. Perdona…

—A juzgar por tu expresión, no hay buenas noticias —observó ella.

—Especulaciones sobre el juicio de Jameson —contestó él, doblando el periódico para dejarlo encima de la mesa—. La mayor parte de la gente no ha entendido nada.

Charlotte había leído lo suficiente al respecto para saber a qué se refería. Leander Starr Jameson había regresado a Gran Bretaña desde África, acusado de haber dirigido una mal concebida invasión desde el territorio británico de Bechuanaland, cruzando la frontera para penetrar en el independiente Transvaal en un intento por incitar la rebelión y derrocar al gobierno bóer, esencialmente de origen holandés.

—Es culpable, ¿no? —preguntó Charlotte, insegura por si acaso había interpretado mal lo que había leído.

—Sí —contestó Pitt, entre dos sorbos de su nueva taza de té caliente—. La cuestión reside en la clase de sentencia que se dicte y en qué medida lo adora la opinión pública. Según parece es un hombre bastante atractivo, no en el sentido corriente de ser apuesto o encantador, sino porque posee cierto magnetismo que cautiva a la gente. Lo ven como el héroe ideal.

Charlotte escrutó el semblante de Pitt, la sombría expresión de sus ojos que desmentía la desenvoltura de su voz.

—Hay algo más —dijo con voz cavernosa—. Es importante, ¿verdad?

—Sí —contestó Pitt en voz baja—. El señor Kipling lo considera un héroe de nuestro tiempo: valiente, leal, un hombre de recursos que agarra las oportunidades al vuelo, un líder nato, de hecho.

Charlotte tragó saliva.

—¿Y no lo es?

—El señor Churchill dice que es un loco peligroso que, en un futuro inmediato, provocará la guerra entre Gran Bretaña y los bóeres en Sudáfrica —contestó Pitt.

Charlotte se quedó horrorizada.

—¡Guerra! ¿Es posible? —Dejó su taza en la mesa con mano temblorosa—. ¿En serio? ¿El señor Churchill no está siendo…? Quiero decir, ¿no está llamando la atención sobre su persona? Emily dice que lo hace un poco.

Pitt no contestó de inmediato.

—¿Thomas? —inquirió Charlotte.

—No lo sé. Me da miedo que Churchill pueda llevar razón. —Su mirada no se apartó de la de ella—. No solo por la incursión de Jameson; también hay otros asuntos en juego. El oro y los diamantes van a atraer a un montón de aventureros y especuladores.

—¿Eso nos afectará? —preguntó Charlotte—. ¿A la Special Branch? ¿A ti?

Pitt sonrió.

—No puedo ignorarlo por completo.

Charlotte asintió, fue a decir algo más pero resolvió que sería más prudente no seguir haciéndole preguntas que nadie podía contestar todavía. Se levantó.

—Charlotte —dijo Pitt con ternura.

Ella se volvió, expectante.

—Una cosa después de otra —agregó Pitt, y sonrió.

Charlotte alargó el brazo y le tocó la mano. No fue preciso decir más.

Había aguardado con ilusión la fiesta al aire libre de aquella tarde, en buena medida porque iba a ir con Vespasia, que pasaría a recogerla. Solo de un tiempo a esta parte, desde el ascenso de Pitt, Charlotte había podido permitirse comprar vestidos nuevos para tales ocasiones, en lugar de tomarlos prestados de Vespasia, porque, aunque le sentaban muy bien, no encajaban del todo con sus gustos; o de su hermana Emily, que era más delgada y unos cuantos centímetros más baja. Por no mencionar el hecho de que la apariencia de Charlotte era más vívida que el exquisito plateado de Vespasia o el delicado rubio y la piel de alabastro de Emily.

Charlotte siempre disfrutaba en compañía de Vespasia. Nunca decía banalidades y, en cambio, estaba informada sobre toda suerte de cosas, desde las más importantes hasta las meramente divertidas. Charlotte estaba lista y mataba el rato leyendo un libro en la sala de estar cuando Vespasia llegó y la criada, Minnie Maude, la hizo pasar. Aunque Minnie Maude ya llevaba más de un año con Charlotte, todavía la intimidaba más de la cuenta anunciar a las visitas.

Lady Vespasia Cumming-Gould, señora.

Charlotte se puso de pie de inmediato, sin siquiera poner un punto en el libro.

—Llegas pronto. Qué bien —dijo afectuosamente—. ¿Te apetece una taza de té antes de que nos vayamos?

—Gracias —aceptó Vespasia. Se sentó con elegancia en el otro sillón y se arregló las amplias faldas como si, nada más llegar, se sintiera como en casa en aquella habitación con sus cómodos y usados muebles, sus librerías y sus fotografías familiares.

Charlotte asintió a Minnie Maude.

—El Earl Grey, por favor, y emparedados de pepino —solicitó. Sabía, sin necesidad de preguntarlo, que era lo que a Vespasia más le gustaba.

En cuanto se cerró la puerta, Charlotte miró a Vespasia más detenidamente y reparó en que estaba un poco tensa.

—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja—. ¿Ha ocurrido algo?

—Eso creo —contestó Vespasia—. Al menos, fuera de toda duda, algo ha ocurrido, pero creo que es más grave de lo que pretenden hacernos creer. —Sonrió brevemente, como disculpándose por lo espinoso del asunto que iba a exponer—. Una amiga mía me ha dicho que Angeles Castelbranco ha roto su compromiso con Tiago de Freitas.

Charlotte se quedó pasmada.

—¿Y eso es tan grave? Es muy joven. Quizá por eso estaba tan nerviosa la otra noche. Aún no está preparada para pensar en casarse. Solo tiene dos años más que Jemima. ¡Todavía es una niña!

—Querida, existe una gran diferencia entre los catorce y los dieciséis años —respondió Vespasia.

—¡Dos años!

Para Charlotte resultaba del todo imposible imaginar a Jemima pensando en casarse al cabo de dos años. La idea de que se marchara de casa se le antojaba remota.

Ahora la sonrisa de Vespasia era amable aunque también divertida.

—Te sorprenderá ver el cambio que suponen dos años. La primera vez que se enamore de un hombre de verdad, no de un sueño, no queda tan lejos como te figuras.

—Bien, tal vez Angeles está enamorada pero todavía no está lista para pensar en casarse —sugirió Charlotte—. Es divertido estar enamorada sin pensar en establecerte en un nuevo hogar, con nuevas responsabilidades y, antes de que te des cuenta, con hijos propios. Apenas ha comenzado a saborear la vida. Me parece de lo más natural que quiera disfrutar uno o dos años más antes de fundar una familia.

—Desde luego. Pero una puede estar prometida durante varios años —señaló Vespasia.

Charlotte frunció el ceño.

—¿Pues entonces qué piensas que puede haber pasado? ¿Una riña? ¿O acaso él se imagina que está enamorada de otro? —Se le ocurrió una idea más dolorosa—. ¿O es ella quien se ha enterado de algo penoso sobre su prometido?

—Lo dudo mucho —contestó Vespasia.

Minnie Maude llamó a la puerta y entró con una bandeja de té y emparedados de pepino muy finos, tal como hacía poco Charlotte le había enseñado a cortarlos.

Minnie Maude miró un momento a Charlotte para ver si le daba su aprobación.

—Gracias —aceptó Charlotte, asintiendo discretamente con la cabeza. Minnie Maude había reemplazado a Gracie, la sirvienta que los Pitt habían tenido desde su boda. Gracie por fin se había casado con el sargento Tellman y había montado su propia casa, de la que estaba inmensamente orgullosa. Nadie conseguiría ocupar su lugar, pero poco a poco Minnie Maude estaba haciéndose con el papel. Sonrió de oreja a oreja un instante, pero enseguida recordó el decoro, hizo una reverencia y se retiró, cerrando la puerta a sus espaldas.

Charlotte miró a Vespasia.

Vespasia observó los emparedados.

—Excelentes —murmuró—. Minnie Maude está haciendo grandes progresos.

Tomó uno y lo puso en su plato mientras Charlotte servía el té.

—¿Qué temes que le haya ocurrido a Angeles Castelbranco? —preguntó Charlotte momentos después.

—El matrimonio estaba concertado, naturalmente —respondió Vespasia—. La familia De Freitas es rica y muy respetada. Para Angeles es un buen partido. Tiago es seis o siete años mayor que ella y, según tengo entendido, no se le conoce nada malo.

—¿Qué credibilidad tienen esas habladurías? —preguntó Charlotte escéptica, sorprendida de cuán protectora se sentía de una chica a quien solo había visto una vez. ¿Se estaría preparando para sobreproteger a Jemima? Recordaba a su madre haciendo lo mismo, y cuánto lo había detestado.

Vespasia la estaba observando no sin cierta ironía, tal vez debido a sus propios recuerdos de cuando sus hijas se hicieron mayores.

—Más de la que crees —contestó—. Estoy segura de que Isaura Castelbranco fue joven una vez y que no ha olvidado sus sueños de futuro. Cosa que, sin duda, pronto le estarás diciendo a Jemima.

—¿Entonces por qué estás preocupada? —preguntó Charlotte, poniéndose seria de nuevo—. ¿Qué es lo que temes?

Vespasia se quedó callada un rato. Bebió un sorbo de té y se comió otro emparedado de pepino de Minnie Maude.

Charlotte aguardó, recordando la fiesta en la Embajada de España y la expresión del rostro de Angeles, tratando de rememorarlo con exactitud, y sabiendo que se estaba implicando emocionalmente.

—¿Qué piensas que ha ocurrido? —preguntó con más apremio.

—No lo sé —admitió Vespasia—, pero creo que esa chica estaba muy afligida. No estaba solo enojada o avergonzada. Es algo sonado romper un compromiso con una familia como esa. Si no da una razón de peso, se sugerirán otras razones, en su mayoría poco halagadoras. De momento ya se ha dicho que es ella quien lo rompió, pero a veces un joven permite que así lo crea la gente, a modo de galantería, cuando en realidad ha sido él quien lo ha hecho.

Charlotte se sobresaltó.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que ha… ha perdido la virginidad? Es una chica de dieciséis años, no una cortesana de treinta. ¿Cómo has podido siquiera pensarlo?

—No lo he hecho —señaló amablemente Vespasia—. Lo has hecho tú. Y así se demuestra lo que quería decir. La gente buscará razones y, si no se las dan, se inventará las suyas. Romper un compromiso matrimonial no es algo que una haga a la ligera.

Charlotte bajó la mirada a la alfombra.

—Supongo que en realidad ya lo sé. Solo que no quiero reconocerlo. Es tan joven… Y parecía muy vulnerable en esa fiesta. La sala estaba atestada y, sin embargo, ella estaba sola.

Vespasia se terminó el té y dejó la taza en el plato.

—Ojalá me equivoque. Demasiadas horas que llenar con cosas sin importancia, me figuro. —Se puso de pie—. ¿Nos vamos?

En la fiesta, Charlotte acompañó a Vespasia durante un rato mientras se encontraban con amigos o conocidos e intercambiaban los comentarios corteses al uso. Había deseado asistir, sumirse en el remolino de conversaciones y cotilleos, en la excitación de conocer caras nuevas, pero al cabo de una media hora se dio cuenta de que en realidad no tenían nada de nuevas. Igual que la ropa, sus modales y su forma de hablar revelaban a la persona que los usaba y, no obstante, ocultaban buena parte de la verdad.

Contemplando a una mujer con un traje reluciente, se preguntó si era la exuberancia lo que la había impulsado a ponérselo, o si más bien se trataba de una bravuconada para disimular su inseguridad, incluso su miedo o su pesar. Y la mujer con el vestido de corte sencillo y apagados tonos azules, ¿lo llevaba por modestia, por la suprema confianza que no precisaba ostentación, o simplemente era el único que todavía no se había puesto en compañía de los mismos invitados? Había un sinfín de cosas que cabía interpretar de mil maneras distintas.

Unos diez minutos más tarde Charlotte se topó con Isaura Castelbranco y aprovechó con gusto la oportunidad de entablar conversación con ella. Parecía muy fácil preguntar en qué región de Portugal se había criado y escuchar una descripción del hermoso valle que había sido su hogar hasta que se casó.

—¿Oporto? —dijo Charlotte con un interés que no tuvo que fingir—. A menudo me he preguntado cómo lo hacen, porque es bastante diferente de cualquier otro vino, incluso del jerez.

—Es vino elaborado con uva del valle del Duero —contestó Isaura, con los ojos brillantes de entusiasmo—. Pero en realidad no es eso lo que lo hace especial. Se fortifica con un licor de coñac y envejece en barricas de una madera concreta. Requiere mucha destreza, y buena parte del proceso se mantiene en secreto.

Sonrió, y lo hizo con orgullo.

—Hace siglos que lo elaboramos, y el arte de hacerlo pasa de generación en generación en el seno de cada familia. No es que la mía sea una de ellas —añadió apresuradamente—. Solo vivíamos en la región. La familia de mi marido plantó las cepas con las que todo comenzó. Su padre y sus hermanos se decepcionaron cuando él estudió política para dedicarse al servicio diplomático, pero creo que nunca se ha arrepentido. Aunque, por descontado, todavía sentimos el aguijonazo del recuerdo cada vez que regresamos a los viñedos: el sol en las vides, la vendimia, la excitación de saborear la cosecha del año.

»De niña acostumbraba a soñar despierta con el vino madurando en la madera, y luego un día imaginaba a los caballeros en cuyas mesas se serviría. Imaginaba quiénes serían, qué grandes asuntos de Estado se discutirían con una copa de oporto en la mano. —Se rio con timidez—. Me figuraba que planeaban osadas aventuras y exploraciones, que relataban descubrimientos, que presentaban teorías sobre cien ideas novedosas, reformas para cambiar las leyes de las naciones. Ridículo, quizá, pero…

—¡En absoluto ridículo! —dijo Charlotte en voz baja—. Mucho mejor que mis ensoñaciones, se lo prometo. Es algo de lo que estar orgullosa.

Isaura se rio.

—Ese vino estuvo en las copas de los grandes exploradores portugueses, de navegantes de todo el mundo, comerciantes de exóticas sedas y especias, pero buena parte estuvo en las mesas de comedores ingleses después de que las señoras se retirasen. En mi imaginación, todo gran hombre bebía oporto mientras planeaba colonizar América o Australia, buscaba el paso del Noroeste hasta el Pacífico o descubría la circulación de la sangre, las leyes de la gravedad, o escribía sobre el origen de las especies.

Se ruborizó un poco por su atrevimiento.

—Me parece una idea maravillosa —dijo Charlotte afectuosamente—. Nunca volveré a mirar una botella de buen oporto sin que se me encienda la imaginación. Gracias por ilustrarme tan gustosamente.

Antes de que Isaura pudiera responder se les unieron otras tres damas con trajes muy a la moda y sombreros que atraían la atención, y sin duda la envidia, de toda mujer que alcanzara a verlas aunque fuera brevemente. Lamentándolo, Charlotte volvió a la conversación sobre chismes y trivialidades.

—Maravilloso —dijo una mujer, mostrándose entusiasmada—. No se puede imaginar cómo quedaba, querida. Nunca lo olvidaré.

—¿Cree que llegará a casarse con él? —preguntó otra con suma curiosidad—. ¡Formarían una pareja increíble!

—Me estremezco solo de pensarlo. —Una tercera hizo una ligerísima indicación con un elegante movimiento del hombro—. De todos modos, estoy casi segura de que le ha echado el ojo a sir Pelham Forsbrook.

Este último nombre llamó la atención de Charlotte. Era el padre de Neville Forsbrook, el joven que tan cruelmente se había mofado de Angeles Castelbranco. Miró con el rabillo del ojo a Isaura y vio la angustia que asomaba a su semblante antes de que tuviera ocasión de disimularla sonriendo con fingido interés.

—¿Sir Pelham está pensando en casarse otra vez? —preguntó Charlotte, desconociendo las circunstancias con la salvedad de que, teniendo un hijo como tenía, sin duda había estado casado antes.

—Es ella quien piensa en ello, querida —dijo la primera mujer con una sonrisa un tanto condescendiente—. Pelham vale una fortuna. Tiene todo tipo de inversiones en África, tengo entendido. Probablemente oro, diría yo. ¿No encontraron grandes cantidades en Johannesburgo el año pasado? Y es un hombre encantador, algo moreno e interesante, un rostro imponente.

Otra de ellas rio tontamente.

—Me parece que te atrae, Marguerite.

—¡Tonterías! —respondió Marguerite una pizca apresurada—. Eleanor era amiga mía. No se me ocurriría ni soñarlo. Qué tragedia. Todavía no me la puedo quitar de la cabeza.

Charlotte tomó nota mental de preguntar a Vespasia qué le había ocurrido a Eleanor, quien presumiblemente había sido la esposa de Forsbrook. Por el momento se volvió hacia Isaura, le dijo lo encantada que había estado de verla de nuevo y se disculpó para alejarse de la conversación.

Aún andaba haciéndose preguntas acerca de la familia Forsbrook cuando reparó en un grupo de muchachas de diecisiete o dieciocho años, que reían y hablaban animadamente. Todas eran guapas, con la inmaculada tez sin arrugas propia de la juventud, pero una de ellas en concreto llamó la atención de Charlotte por lo atractiva que era. Tenía un aire de vehemencia que al instante la hacía sobresalir entre la charla de las demás. Parecía mucho más seria, como si anduviera ocupada con un asunto que solo a ella atañía. Además, su pelo y sus ojos eran sorprendentemente oscuros y bastante bonitos en contraste con los tonos melocotón de su vestido de cuello alto.

Charlotte la estuvo observando mientras otra chica le hablaba, pidiéndole que le repitiera ciertas palabras antes de contestar. Incluso entonces su respuesta fue vaga, suscitando la burla de una y las risitas de otras dos.

Había algo familiar en su desazón, y entonces Charlotte cayó en la cuenta de que era Angeles Castelbranco. Su vestido era radicalmente distinto al traje de baile que había llevado en la embajada, pero el parecido con su madre tendría que haber bastado para que Charlotte la reconociera, incluso desde cierta distancia y en escorzo.

Las chicas volvieron a reír. Un joven pasó cerca de ellas y sonrió. Discretamente, las contempló a todas, pero se hizo evidente que Angeles fue quien llamó su atención. Al lado de las demás se veía pálida, incluso común, aunque hoy su vestido era extremadamente pudoroso y no hizo el menor intento de sostenerle la mirada.

El joven le sonrió.

Ella correspondió con una levísima media sonrisa y luego bajó los ojos.

Él titubeó, sin saber si atreverse a hablar con ella dado que no se conocían y ella no lo había animado a hacerlo.

Otra de las chicas le sonrió. Él inclinó la cabeza, haciendo una pequeña reverencia, y siguió su camino. Dos de las chicas se echaron a reír.

Angeles se veía descontenta, incluso incómoda. Se disculpó y se dirigió hacia donde Isaura seguía conversando.

Charlotte encontró a Vespasia otra vez. Pasearon juntas hacia un magnífico parterre de flores mezcladas, brillantes agujas rosas y azules de altramuz y miles de chillonas amapolas orientales en una profusión de escarlatas, carmesíes y duraznos.

Charlotte refirió a Vespasia lo que había visto suceder entre Angeles Castelbranco, las otras chicas y el joven.

—¿Y eso te inquieta? —preguntó Vespasia en voz baja.

—No sé por qué —admitió Charlotte—. Parecía muy incómoda, como si tuviera una profunda pena a la que intentara sobreponerse, sin conseguirlo. Supongo que ya no recuerdo cómo es lo de tener dieciséis años. Hace tanto tiempo que resulta alarmante. Pero creo que yo era torpe en lugar de desgraciada.

—No estabas prometida en matrimonio —señaló Vespasia.

—¡No, pero me habría gustado estarlo! —dijo Charlotte con arrepentimiento—. Pensaba en ello casi todo el tiempo. Miraba a cada joven que conocía, preguntándome si podía ser el elegido, y cómo sucedería, y si podría aprender a amarlo.

Recordó avergonzada algunos de los pensamientos que por aquel entonces le habían pasado por la cabeza.

—Por supuesto —respondió Vespasia—. A todas nos ha pasado. Los grandes romances de la imaginación… —Sonrió ante sus propios recuerdos—. Como reflejos en el agua: relucientes, un poco distorsionados y desaparecidos con el primer soplo de brisa. —Entonces el tono de broma cesó—. ¿Has notado algo más grave?

—Tal vez no. Dijiste que era un matrimonio concertado, ¿verdad? A los dieciséis se es muy joven para pensar que tu destino ya está decidido, y que para colmo lo haya hecho alguien que no seas tú.

—Es una práctica corriente —señaló Vespasia—. Y me atrevería a decir que cuando nuestros padres eligieron por nosotras no fueron más imprudentes de como lo habríamos sido nosotras mismas. Recuerdo haberme enamorado no menos de seis veces de hombres con los que habría sido desastroso casarme.

Charlotte tomó aire para preguntar si la elección que al final había hecho había sido mucho mejor. Por suerte se dio cuenta de lo terriblemente impertinente que sería hacerlo. Por lo poco que sabía sobre la vida de Vespasia, su matrimonio había sido pasable, pero poco más que eso. El gran amor que había conocido lo había encontrado en otra parte, había sido breve y había terminado en mero recuerdo cuando había regresado de Italia a Inglaterra. Lo que Vespasia había sentido, ni lo sabía ni deseaba saberlo. Había muchas cosas que debían permanecer en la intimidad.

Charlotte sonrió, observando a un abejorro que volaba sin rumbo fijo entre las flores.

—Creí morir cuando Dominic Corde se casó con Sarah, mi hermana mayor —dijo con franqueza, desviando la conversación—. Abrigué la ilusión de estar enamorada de él durante años. Por suerte, creo que nunca se enteró.

—Tal vez Angeles Castelbranco conoce mucho mejor a alguien de lo que conoce a su prometido y le cuesta resignarse a cumplir su promesa —dijo Vespasia, sonriendo un poco al sol y observando al mismo abejorro mientras se posaba en el corazón de una amapola escarlata—. La vida a veces tiende a dar bandazos de una emoción a otra, a esa edad. Por descontado, con mucha risa, excitación y esperanzas desorbitadas entre medio. Dudo que fuera capaz de aguantar toda esa angustia otra vez.

Charlotte se volvió hacia ella. Vespasia todavía era guapa, pero, a pesar de su aplomo, su ingenio y todos sus logros, tal vez también siguiese siendo vulnerable. Desde luego seguía estando muy sola. Charlotte no lo había pensado hasta entonces, pero en aquel momento se dio cuenta como si le dieran un golpe. ¿Vespasia había conocido alguna vez la seguridad sentimental que Charlotte daba por sentada?

Cambió de tema enseguida, antes de que su rostro revelara sus pensamientos.

—Me parece que le estoy poniendo demasiada imaginación a lo de Angeles —comentó—. Confío en que no sienta una gran pasión por otro hombre y en que su prometido no la traicione con otra mujer. La alta sociedad me aburre más de lo que recordaba y veo que el diablo ha creado más trabajo para las mentes ociosas que para las manos ociosas. A veces desearía que Thomas volviera a estar en la policía regular en lugar de seguir en la Special Branch, donde todos los casos son secretos. No lo puedo evitar, porque ni siquiera está autorizado a decirme a qué se refieren.

—Pon cuidado en lo que deseas —le advirtió Vespasia con ternura—. Quizá no sea tan agradable si te es concedido.

Charlotte la miró y, al ver la seriedad de su mirada, decidió no contestar, optando por decir:

—Por cierto, hace un momento he oído un cotilleo y, según parece, es posible que sir Pelham Forsbrook se vuelva a casar. Alguien ha insinuado una tragedia relacionada con su primera esposa. No he sabido a qué se referían.

El rostro de Vespasia se pintó de una súbita tristeza.

—Eleanor —dijo enseguida—. La conocía muy poco, pero era encantadora y divertida, y muy amable. Me temo que murió en un accidente de tráfico. Algo asustó al caballo y se desbocó. Una rueda se enganchó con algo y el carruaje volcó, aplastando a la pobre Eleanor. Creo que murió en el acto, pero fue terrible que sucediera algo así.

Charlotte se desconcertó.

—Lo siento. ¿Fue hace mucho tiempo?

—Unos tres o cuatro años. Dudo que Pelham alguna vez se plantee volver a casarse, aunque por supuesto puedo estar equivocada. Nunca lo conocí bien. —Sonrió, descartando el tema—. Me gustaría presentarte a lady Buell. Tiene noventa años, como mínimo, y ha estado en todas partes y ha conocido a todo el mundo. La encontrarás de lo más entretenida.

Una hora más tarde Charlotte estaba buscando un sitio donde dejar su copa vacía. Entró en el gran entoldado que habían montado para resguardarse de una improbable lluvia o para quienes desearan protegerse del sol de manera más adecuada de la que incluso la mejor sombrilla podía ofrecer.

Dejó la copa, y se dirigía de nuevo al exterior cuando vio a Angeles Castelbranco a cuatro o cinco metros de ella, al otro lado de una mesa con samovares para el té que la ocultaban parcialmente.

Angeles sostenía su taza y su plato y también estaba de cara a la puerta cuando un muchacho entró en el entoldado. Era alto y rubio, y cuando sonrió a Angeles se le vio lo bastante buen mozo para ser considerado apuesto.

—Buenas tardes —saludó calurosamente—. Geoffrey Andersley. ¿Le sirvo más té, señorita…?

Vaciló, aguardando a que Angeles se presentara, pero ella dio un paso atrás, sin soltar su taza y su plato.

Él alargó el brazo para cogerlos y sus dedos rozaron la mano de Angeles, que al instante soltó la taza, dejándola caer sobre la hierba.

—Perdón —se disculpó el joven, como si hubiese sido culpa suya. Se agachó para recogerla, acercándose a ella para alcanzarla.

Angeles retrocedió como si él la hubiese amenazado de algún modo.

El muchacho se mostró incómodo al ponerse otra vez de pie y enderezarse.

—De verdad que lo siento. No era mi intención asustarla.

Angeles negó con la cabeza, sonrojándose y jadeando como si hubiese estado corriendo. Comenzó a decir algo pero se calló.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con inquietud el muchacho—. ¿Le gustaría sentarse?

Le tendió una mano como ofreciéndole un punto de apoyo.

Ella se estremeció y retrocedió un poco más, dándose un golpe contra otra mesa en la que habían dispuesto copas y tazas limpias. Tintinearon al entrechocar y media docena de copas de champán se volcaron.

Angeles dio media vuelta, angustiada ante su propia torpeza. El rostro se le tiñó de escarlata.

—Estoy perfectamente bien, señor… señor Andersley. Si tiene la bondad de dejarme pasar, quisiera salir a respirar un poco de aire fresco.

—Por supuesto —concedió él, pero no se movió.

—¡Que me deje pasar! —insistió Angeles, levantando la voz, temblando un poco, fuera de control.

Él dio un paso corto hacia ella, con el rostro arrugado de preocupación.

—¿Seguro que se encuentra bien?

Charlotte decidió intervenir, aunque hacerlo quizá fuese indiscreto y sin duda no era asunto suyo.

—Disculpe.

Salió de detrás de los samovares y se dirigió hacia Angeles, que la miró expresando un gran alivio.

—Tal vez no me recuerde, señorita Castelbranco —dijo Charlotte con mucha labia—. Nos conocimos la otra noche. Soy la señora Pitt. Me encantaría que conociera a mi tía abuela, lady Vespasia Cumming-Gould. ¿Le apetecería venir conmigo?

—¡Ay, sí! —dijo Angeles de inmediato—. Sí. Estaría encantada.

Se acercó a Charlotte, aunque al hacerlo se alejara de la salida.

Charlotte miró a Andersley y sonrió.

—Gracias por su cortesía. Espero que pase una tarde agradable.

—Señora Pitt —respondió Andersley. Hizo una reverencia y se apartó para dejarlas pasar, haciendo sitio para sus amplias faldas. Aun así, Angeles se vio obligada a pasar a menos de un metro de él. Se puso pálida al hacerlo, y lo hizo con prisa y sin mirarlo.

Una vez fuera del entoldado, Charlotte mantuvo el engaño mientras recorrían una junto a la otra el centenar de metros hasta donde Vespasia acababa de terminar otra conversación. Vespasia estaba a pleno sol, con el rostro un poco levantado hacia su luz, pareciendo más una de las italianas con quienes había defendido las barricadas en el 48 que la aristócrata inglesa que era en la actualidad. Charlotte se preguntó qué recuerdos tendría en mente, o en el corazón.

Ella y Angeles la abordaron. Cumplieron con la farsa, las sonrisas corteses, el interés fingido y el intercambio de trivialidades hasta satisfacer la exigencia de las convenciones. Angeles se disculpó y Vespasia miró a Charlotte.

—Creo que me debes una explicación —dijo Vespasia.

Charlotte le refirió sucintamente lo que había observado sin añadir comentario alguno, atenta a la reacción de Vespasia.

—¡Vaya, querida!

Los ojos de Vespasia se entristecieron y su semblante adoptó una expresión sumamente seria.

Charlotte aguardó mientras el temor crecía en su fuero interno. Se había aferrado a la esperanza de haberse alarmado innecesariamente, pero ahora esta se desvanecía.

—¿Qué estás pensando? —preguntó finalmente.

Vespasia todavía titubeó.

—Me parece que Angeles Castelbranco ha pasado por una experiencia terrible —dijo al fin.

Era exactamente lo que Charlotte había pensado, esperando estar siendo melodramática.

—¿Cuán terrible? —preguntó—. ¿Algo más que… un beso a la fuerza? ¿Quizás un vestido roto?

Vespasia frunció los labios sumamente consternada.

—Da la impresión de ser una muchacha saludable. Seguro que podría darle un buen bofetón a quien quisiera dejarle bien claro su rechazo. Y, por lo que dices, ni siquiera conocía a ese joven, Andersley.

—No. Se ha presentado él mismo. Diría que no se habían visto antes.

—¿Y ella se ha asustado tanto que se ha alejado de él, aunque en realidad no la había tocado?

—Sí. No parecía solo reticente, como tampoco que le resultara desagradable: parecía aterrorizada. —Charlotte volvió a recordar el rostro de Angeles. Su expresión había sido inconfundible—. Ha sido víctima de una agresión mucho más grave, ¿verdad?

—Es muy probable —respondió Vespasia, con voz trascendental y llena de compasión.

—¿Qué vamos a hacer?

Distintas posibilidades se agolpaban en la mente de Charlotte, comenzando por la de hablar con Pitt.

—Nada —contestó Vespasia.

—¡Nada! Pero si realmente la violaron, se trata de uno de los peores crímenes que existen. —Charlotte estaba indignada. Era absolutamente impropio del carácter de Vespasia ser tan desalmada—. Hay que ayudarla —dijo con vehemencia—. Y, sobre todo, hay que castigar a quien lo hizo, meterlo en prisión.

La idea de que ese hombre se saliera con la suya le resultaba intolerable.

Vespasia posó una mano en el brazo de Charlotte.

—Y si Angeles menciona a un muchacho y dice que la violó, ¿qué supones que ocurrirá?

Charlotte trató de figurárselo. La angustia sería tremenda. Isaura Castelbranco quedaría destrozada por su hija. Charlotte sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo entero al pensar que algo semejante pudiera sucederle a Jemima. De tan atroz como era, resultaba casi inconcebible. Pero si alguna vez ocurriera, ¡haría daño a quien correspondiera, infligiéndole la peor venganza que cupiera imaginar! ¡Lo haría pedazos! Y nada cambiaría. A fin de cuentas, el sufrimiento que pudiera causar en nada ayudaría a Jemima.

—Exacto —dijo Vespasia con ternura, como si hubiese seguido el hilo del pensamiento de Charlotte con todo detalle—. Es una herida que ningún castigo curará jamás. Culpar a alguien, incluso pudiendo demostrar su absoluta inocencia…

—¡Claro que es inocente! —interrumpió Charlotte—. ¡Tiene dieciséis años! ¡Es una niña!

—Por el amor de Dios, querida, ¿tú eras inocente a los dieciséis?

—¡Claro que lo era! Fui inocente hasta…

—No estoy cuestionando tu castidad —dijo Vespasia con un poco más de aspereza—. Esa la doy por sentada. Me refiero a la inocencia en el sentido de no tentar a un hombre con más apetito que decencia y que no crea que debe dominar sus instintos.

Charlotte recordó su pasión por Dominic Corde y lo lejos que hubiese podido llegar, por voluntad propia, si él le hubiese brindado la ocasión. Notó que se sonrojaba. No supo si sentirse furiosa o humillada.

—No es tan simple, ¿verdad? —observó Vespasia—. Y si ese desdichado muchacho la acusara de haber consentido, ¿cómo convencería ella de lo contrario a la gente? No he visto cortes ni magulladuras que demostraran su renuencia, ¿y tú?

Charlotte no salía de su asombro. Miró a Vespasia con absoluta incredulidad. Por una vez se encontró sin saber qué decir.

—La gente puede ser muy cruel —prosiguió Vespasia en voz muy baja—. Cosa que, si lo piensas, querida, sabes tan bien como yo. Tal vez yo te lleve unos cuantos años de ventaja, pero eso apenas importa. Piensa con qué se enfrentará: los cuchicheos, la desaprobación, las risitas de los chicos, la alarma de las otras muchachas, el interés morboso. Habrá preguntas en boca de quienes imaginen que quizá fuese bastante divertido hacerlo en secreto, pues no saben que nada tiene que ver con el romance o la pasión, excepto el deseo de humillar y conquistar, suponiendo que quepa decir esto de una pasión, por más burda que sea.

Charlotte miró el semblante de Vespasia y vio que su sufrimiento era incluso mayor que su enojo.

—Conociste a alguien, ¿verdad? —preguntó sin pensar, para arrepentirse en el acto.

Vespasia apretó los labios al recordar su pesar y pestañeó varias veces.

—En efecto, hace mucho tiempo. A más de una, hay cosas que solo son soportables si alguien más las sabe. Entonces al menos dejas de imaginar que cada comentario que no acabas de oír es sobre ti, cada broma que no entiendes, una alusión indirecta a tu vergüenza. —Hizo un gesto de dolor—. No piensas que no te invitan a fiestas porque no te consideren digna de casarte. Sobre todo, no te enfrentas a la conciencia de estar mancillada para siempre, sabiendo que ningún hombre querrá tocarte salvo para divertirse, y que nunca te casarás ni tendrás hijos.

—Pero eso es… —Charlotte se calló, abrumada por la impresión de lo que Vespasia acababa de decir—. Pero no es culpa suya —dijo más calmada, con un hilo de voz—. ¿Realmente tenemos que… que fingir que no sucedió y permitir que el violador se vaya tan campante? Por Dios, ¿acaso no lo volverá a hacer?

Estaba tan enojada, tan horrorizada que apenas podía respirar. El acto en sí casi palidecía comparado con el sufrimiento que venía después, la culpabilidad y la soledad de por vida.

—Casi con toda seguridad —respondió Vespasia—. Pero no es una decisión que nos corresponda tomar. Si fueses su madre, ¿querrías que cualquier desconocido, o incluso un amigo, tomara la determinación de utilizar a tu hija para enjuiciar a ese hombre por si pudierais ganar, suponiendo que demostrar al mundo entero que tu hija ha sido violada pueda considerarse una victoria? ¿Le harías eso a Jemima?

Vespasia conocía la respuesta a su pregunta. Charlotte lo vio en sus ojos.

—No. Yo… Yo buscaría la manera de vengarme por mi cuenta —reconoció.

Un esbozo de sonrisa asomó a los labios de Vespasia.

—¿Y se lo dirías a Thomas?

—Por supuesto.

—¿Estás segura? ¿Qué piensas que haría?

—¡No lo sé, pero sin duda haría algo!

—Claro que lo haría, ciego de ira y dolor, sin pensar en su propia seguridad o consuelo —dijo Vespasia.

—¡Naturalmente! ¡Pensaría en Jemima! —protestó Charlotte.

Vespasia hizo un ademán negativo con dulzura.

—Charlotte, querida, tendrías que proteger a Thomas tanto como a Jemima. Si acusara a un joven de buena familia… —levantó la cabeza ligeramente para señalar a un muchacho rico y elegante que se movía con desenvoltura de un grupo a otro, riendo, flirteando un poco—, ¿qué te figuras que le sucedería?

Charlotte se volvió hacia el muchacho y luego hacia Vespasia. Se sentía asfixiada pese a que estaban al aire libre y corría una leve brisa que zarandeaba las sombrillas y rizaba los parterres. Intentó recordar su vida de antes de casada, cuando entró en la alta sociedad, las reglas que había aprendido implícitamente, la diversión, la risa… y la crueldad.

Vespasia le proporcionó una respuesta.

—La defensa más antigua siempre ha sido acusar a la víctima. Le dirían que su hija era una puta en ciernes y, si bien lo compadecerían, si causara más problemas se encontraría sin trabajo de la noche a la mañana. Ya no seríais bien recibidos en sociedad. Y Jemima se sentiría todavía más culpable porque sin querer habría sido la causa de vuestra ruina.

—Es monstruoso —dijo Charlotte con voz temblorosa.

—Por supuesto. —Vespasia apoyó una mano en el brazo de Charlotte. Su contacto fue afectuoso y muy tierno—. Es una de las peores tragedias íntimas que debemos soportar en silencio, y con tanta dignidad y elegancia como podamos. Tal vez la bondad sea lo único que podamos ofrecer, y por supuesto el silencio. Y entonces quizá tengamos un poco más de gratitud por las penas que no tenemos que padecer.

Charlotte asintió, demasiado emocionada para contestar.

Aquella noche, una vez en casa, mientras Pitt estaba sentado en la sala, enfrascado en la lectura de unos papeles que había traído del despacho, Charlotte subió sola al primer piso y abrió la puerta del dormitorio de Jemima sin hacer ruido. La vio muy joven y tremendamente vulnerable. Nunca se había imaginado siquiera el tipo de sufrimiento del que Charlotte y Vespasia habían estado hablando y que ya había comenzado para Angeles Castelbranco, suponiendo que sus suposiciones fueran correctas.

Tal vez dos años antes Isaura había estado en el umbral del dormitorio de su hija, viendo cómo dormía. ¿Lo habría hecho soñando con su felicidad futura, o afectada por el miedo como ahora le sucedía a Charlotte?

Solo se quedó allí un momento más. No quería que Jemima se despertara y la viera. Se sentiría espiada, quizás incluso pensaría que Charlotte se entrometía en una privacidad que tenía derecho a esperar. A Charlotte no le gustaría que alguien la observara dormir, fuera quien fuese.

Cerró la puerta silenciosamente y se dirigió por el pasillo hasta la habitación de Daniel. El hombre que había violado a Angeles era hijo de alguien. ¿Sabrían sus padres en qué se había convertido?

Abrió también aquella puerta con mucho cuidado para ver a Daniel. Estaba acurrucado de cara a la ventana, cuyas cortinas descorridas dejaban entrar la última luz del ocaso veraniego. Sus pestañas oscuras proyectaban sombra sobre su suave mejilla inmaculada. Era otra idea impensable, pero al cabo de ocho años sería un hombre hecho y derecho.

De repente se asustó, consciente de lo valioso que era todo, la felicidad, la seguridad, la esperanza que daba por sentadas; incluso las pequeñas cosas como la cotidiana certeza de la ternura, alguien a quien tocar, a quien amar, con quien hablar, las personas que le importaban.

Poco tiempo atrás Isaura Castelbranco también había tenido esas cosas.

Notó que le corrían lágrimas por las mejillas y sintió una opresión en el pecho por la enormidad de la vida, sus penas y alegrías, un cariño tan profundo que casi resultaba excesivo.

Cerró la puerta para no despertar a Daniel y recorrió muy despacio el pasillo. Vaciló al llegar a lo alto de la escalera. Todavía no estaba en condiciones de bajar. Pitt se preguntaría qué diablos le sucedía, y ella no estaba preparada para intentar explicárselo.