9
Era última hora de la tarde, pero el sol aún estaba alto. Charlotte estaba en los fogones, de espaldas a la mesa de la cocina, pero podía oír a Pitt tamborileando malhumorado con los dedos sobre la madera. Podría haberle pedido que parase, pero le constaba que sería en vano. Ni siquiera era consciente de estar haciéndolo. Su sensación de impotencia lo estaba reconcomiendo. La muerte de Angeles Castelbranco seguía siendo un misterio; en su mente era una herida que todavía sangraba.
Charlotte sabía que no era solo cuestión de resolver un crimen. Ni siquiera se trataba de dar algún pequeño paso para absolver la reputación de Inglaterra como país civilizado en el que se trataba con respeto a las mujeres, los niños y otras personas vulnerables. Había que demostrar que los malos tratos se castigaban con prontitud y que nadie apelaba a la justicia en vano.
Además de eso, lo corroía el carácter profundamente visceral del crimen: saber que sus seres queridos bien podrían haber sido las víctimas, que todavía podían serlo y que no había encontrado algo que hacer para impedirlo.
Amaba a su familia con vehemencia, y Charlotte nunca lo había dudado. En ocasiones era demasiado estricto, esperaba demasiado de ellos, y en otras ella pensaba que era demasiado tolerante, pero fueran cuales fuesen las decepciones, el amor de su marido era tan cierto como el suelo que pisaba o el calor del sol.
Por todo el país había otros hombres iguales, en cada ciudad y cada pueblo; personas que amaban, que se preocupaban, que protegían a sus seres más queridos tan bien como podían, que pasaban noches en vela pensando lo impensable, rezando para nunca tener que afrontarlo.
Pero Pitt tenía que afrontarlo, verlo en Rafael Castelbranco y ser incapaz de hacer algo, incapaz incluso de intentarlo porque no había nada a qué aferrarse, ninguna prueba. Los testigos abundaban, pero, sin embargo, todo lo que habían presenciado perdía consistencia, como la neblina, cuando se examinaba a conciencia.
Castelbranco había dicho que el violador de su hija era Neville Forsbrook. La propia Charlotte lo había visto mofarse de Angeles y sintió su terror como si pudiera palparse en el ambiente. Rawdon Quixwood, desolado y afligido por otra violación, había jurado a Vespasia que había asistido a la fiesta en la que todo indicaba que había tenido lugar la violación de Angeles, y que por tanto sabía que el joven Forsbrook no podía ser culpable. No era una referencia a su carácter sino a su paradero.
¿Quién mentía? ¿Quién se equivocaba? ¿Quién estaba aterrorizado, escandalizado o avergonzado, con tantos prejuicios que era incapaz de ver o decir la verdad?
Para Pitt era más que eso. Se sentía responsable único porque había estado presente. Era un defensor de la ley, y se suponía que protegía a los ciudadanos o, como mínimo, que velaba porque se les hiciera justicia. Charlotte sabía que eso era lo que le ocupaba la mente, mucho más que las expresiones de enojo, los prolongados silencios, la sobreprotección que estaba enfureciendo a Jemima o los sermones iniciados y luego interrumpidos que confundían a Daniel.
Deseaba decirle algo útil, al menos para que Pitt supiera que lo entendía y que no esperaba de él, ni de ningún otro hombre, que diera muerte a todos los dragones de la mente ni que mantuviera a salvo todos los rincones oscuros de la vida, tanto si estaban lejos como en las habitaciones de la propia casa.
Pitt seguía tamborileando con los dedos sobre la mesa.
Charlotte levantó la tapa de la cazuela de patatas y clavó un pincho en una, luego en otra, para ver si ya podía echar el repollo. Lo detestaba cuando le quedaba demasiado cocido. Las patatas aguantaban bien unos minutos de más. La mesa ya estaba puesta y la carne fría, trinchada. Había tres cuencos distintos de chutney: manzana y cebolla, naranja y cebolla, y melocotón especiado. Estaba bastante complacida consigo por ello.
—Solo tres sitios —dijo Pitt de repente—. ¿Quién no está en casa?
—Jemima —contestó Charlotte—. Pasará la noche en casa de una amiga.
Pitt levantó un poco la voz.
—¿Quién es? ¿Conoces a su familia? ¿Cómo es, esa amiga? ¿Qué edad tiene?
Charlotte puso la tapa a la cazuela de patatas y se volvió de cara a él. Volvió a reparar en lo cansado que estaba. Llevaba el pelo tan desaliñado como de costumbre, aunque se lo había cortado hacía poco. La luz se reflejaba en las canas de sus sienes. Estaba pálido y tenía finas arrugas alrededor de los ojos en las que Charlotte no se había fijado hasta entonces; sin duda le habían ido saliendo lentamente.
—Es una chica muy simpática que se llama Julia —contestó tan a la ligera como pudo, como si no se hubiese percatado de lo tenso que estaba—. Es bastante estudiosa y aprecia a Jemima porque la hace reír y olvidarse de su timidez. Conozco a su madre; no muy bien, pero lo suficiente para estar segura de que Jemima está a buen recaudo. Y antes de que me lo preguntes, no, Julia también tiene catorce años y no tiene hermanos mayores.
Pitt inclinó la cabeza con un gesto de cansancio.
—¿Estoy haciendo el ridículo? —preguntó.
Charlotte se sentó en una silla frente a él.
—Sí, querido, absolutamente. Aunque tendría una opinión más pobre de ti si no lo hicieras. —Alargó el brazo y puso una mano encima de la suya sobre la mesa, deteniendo el movimiento nervioso de sus dedos—. ¿Cómo podríamos mirar a quienes viven nuestras peores pesadillas sin sentir nada? Entonces realmente pensaría que la Special Branch te ha cambiado, dejando de ser el hombre que amo para convertirte en una persona eficiente que solo me cabe respetar y llorarla cuando muera.
Pitt permaneció inmóvil un momento, y ella no supo en qué pensaba. Quería preguntárselo, pero le constaba que sería una intromisión.
—No sé qué haría si le ocurriese a Jemima —dijo de pronto, evitando la mirada de Charlotte—. Vi a Isaura Castelbranco hace un par de días. Tiene coraje y una dignidad inmensa; en cierto modo, más compostura que su marido. Pero está rota por dentro. Quienquiera que hiciera esto ha destruido mucho más que a una sola persona. El sufrimiento que ha infligido es inconmensurable y los acompañará el resto de sus vidas. ¿Serviría de algo que se hiciera justicia?
—No lo sé —contestó Charlotte con franqueza—. A lo mejor, en ocasiones. ¿Acaso no necesitamos que haya justicia? ¿Qué seguridad existe para cualquiera si la gente puede hacer lo que hizo ese hombre y quedarse tan campante? Si no tienen que pagar por ello, ¿por qué no volverán a hacerlo cuando les venga en gana y se les presente la oportunidad? Y, además, si no hay justicia pública, ¿no habrá quien se la tome por su mano? ¿Qué probabilidades hay de que ataquen a una persona equivocada? ¿O a la persona correcta, pero que solo es culpable de tener relaciones íntimas con quien no debería, pero no de violación?
Pitt se echó el pelo para atrás, se enderezó y se apoyó contra el respaldo duro de la silla.
—Isaura sabe quién es y tiene razón, una acción judicial solo empeoraría las cosas.
Charlotte se quedó aturdida, como si hubiese chocado contra una pared a oscuras, haciéndose daño.
—¡Me dijiste que Vespasia había dicho que no podía ser! ¡Quixwood estaba allí! Tienes que asegurarte bien de que el embajador no…
—Isaura no se lo ha dicho —la interrumpió Pitt—. Ni lo hará. Sabe tan bien como tú que un día la tentación sería irresistible. Ni siquiera le ha dicho que violaron a Angeles, aunque me imagino que lo adivina.
Charlotte, tensa, frunció el ceño.
—¿Estás seguro?
—Sí. —No hubo incertidumbre en su voz, ningún subterfugio—. También hablé con la criada. Angeles fue violada. —Torció el gesto al decirlo, con la voz tomada por causa de la tristeza. Charlotte supo que estaba pensando en Jemima—. Estaba sangrando y llena de cardenales. El que lo hizo tuvo que abusar de la fuerza. Pero está muerta. Ahora no podemos demostrarlo y, aunque pudiéramos, no podemos demostrar quién fue. Le bastará con negarlo, y nuestra intervención habrá cambiado las cosas para peor, no para mejor. Isaura lo sabe. Tiene razón, no podemos hacer nada.
Charlotte se detuvo un momento a pensarlo y las ideas se agolparon en su mente. El dolor que sentía en su fuero interno no era solo por Isaura Castelbranco, sino también por toda mujer que viviera presa del miedo o de la aflicción, o que lo haría en el futuro, por cualquier otra que se sintiera humillada e impotente. Y en el fondo estaba el saber que podía sucederle a su propia hija.
—Pero ¿ella dijo que había sido Forsbrook? —preguntó en voz alta.
—Según parece, es lo que Angeles le dijo a su madre. Pero si Quixwood no va errado, tenía que estar equivocada. Tal vez alguien se hiciera pasar por Forsbrook. No es imposible. He hecho unas cuantas preguntas… —Sonrió sombríamente—. No me mires así. Fui discreto. Pregunté a unas pocas personas acerca de los actos sociales de los últimos dos meses; quién asistió y si hubo incidentes que afectaran a los portugueses. La maldita incursión de Jameson es una excelente tapadera para toda clase de preguntas.
Charlotte había olvidado por completo el juicio contra Jameson. Estaba en boca de todo el mundo y, sin embargo, aun habiendo escuchado un sinfín de opiniones, carecía de significado para ella debido a las otras cosas que también había oído. Estaba la compasión por Isaura Castelbranco. No obstante, en demasiadas ocasiones se veía empañada por comentarios crueles sobre los extranjeros, criterios diferentes, como si cupiera culpar de su propia muerte a la chica. Como la Iglesia había resuelto que no podía enterrarla con arreglo al rito católico, la conclusión era que tenía que haberse suicidado. La conjetura más amable era que estaba enamorada de alguien que no correspondía a sus sentimientos. La más despiadada era que estaba embarazada, que su prometido, como era de comprender, había roto el compromiso matrimonial y que, llevada por la desesperación, se había suicidado, matando a su bebé nonato.
Charlotte se había enfurecido, pero lo único que pudo hacer fue acusar de malicia a quien lo dijo. Con esa actitud solo ganaría enemigos que sabía que no podía permitirse tener, por el bien de Pitt así como por el suyo propio. Si ella era impotente, ¿cuánto más lo era Isaura Castelbranco?
—¿Has averiguado algo? —preguntó a Pitt.
—Nada que sirva como prueba —contestó él.
—¿Nadie vio nada en esa fiesta? ¿Qué más dijo el señor Quixwood?
—Solo que Forsbrook estuvo encantador, que la lisonjeó de la manera que gusta a la mayoría de las chicas, pero que ella pareció molestarse —explicó Pitt—. Se ha dado a entender que o bien Angeles se consideraba demasiado buena para él, o que no hablaba inglés con suficiente soltura para entender bien a Forsbrook. La opinión preponderante es que era demasiado joven, y demasiado ingenua, para haber ingresado en los círculos de la alta sociedad, por más que su madre estuviera presente en la misma recepción, como acostumbraba. Sugirieron que tal vez las chicas portuguesas estuvieran criadas entre algodones y menos preparadas para comportarse con la gentileza apropiada.
Se calló y miró a Charlotte un tanto desconcertado.
—Tienes razón —dijo Charlotte tristemente. Deseaba decir algo positivo pero sabía que solo lograría empeorar las cosas.
Había intentado varias veces hablar con Pitt sobre el tema, sabiendo que le preocupaba y también deseosa de compartir sus propios temores con él. Una parte de ella era lo bastante sensible para saber que Pitt lo estaba eludiendo, pero, no obstante, necesitaba su consuelo.
—Eso no demuestra nada —dijo Charlotte, intentándolo una vez más—. Todo le mundo anda diciendo lo que sea con tal de sentirse mejor. ¡Es repugnante! Con lo sola que debía de estar… Y ahora lo está su familia. —Deseaba animarlo, pero ¿qué quedaba por decir?—. Tiene que haber algo que puedas hacer —prosiguió—. ¿Aunque sea indirectamente, quizá? ¿No afecta a algún asunto diplomático, incluso al orgullo nacional? ¡Algo tiene que haber!
Pitt levantó la cabeza y sus dedos dejaron de tamborilear.
—No me he rendido. —Su voz reflejó un nerviosismo que no logró disimular—. Solo que no sé qué hacer sin empeorar la situación.
—Lo siento —dijo Charlotte enseguida—. Estoy pidiendo milagros, ¿verdad?
—Sí. Y tus patatas llevan un buen rato hirviendo.
Charlotte se puso de pie de un salto.
—¡Ay, qué descuido! Me he olvidado. Ahora es ya tarde para añadir el repollo.
Retiró la cazuela del fogón y levantó la tapa con cuidado. Ensartó una patata con el pincho. Desde luego, estaban hervidas, incluso más de la cuenta. Tendría que hacer puré.
Pitt estaba sonriendo.
—Comeremos más encurtidos —dijo divertido. Ella siempre le tomaba el pelo, diciéndole que tomaba demasiados.
La mañana siguiente, en su despacho, Pitt analizaba los periódicos como de costumbre, buscando principalmente asuntos de los que debía estar informado por su profesión. Con frecuencia Stoker le preparaba una selección de artículos para ahorrarle tiempo.
—Está saliendo mucha cosa sobre el juicio de Jameson —observó Stoker fríamente, dejando más periódicos sobre el escritorio de Pitt.
—¿Hay algo ahí que deba saber ahora mismo? —preguntó Pitt, esperando no tener que leer todo aquello.
—Poca cosa. —Stoker arrugó el semblante con desagrado—. Todavía no han resuelto el asesinato de la esposa de Rawdon Quixwood. A veces pienso que entendería que alguien asesinara a unos cuantos periodistas o a los malditos lectores que escriben cartas al director para expresar sus arrogantes opiniones.
Pitt levantó la vista hacia Stoker con curiosidad. Era impropio de él manifestar emociones. Por regla general solo mostraba desinterés y de vez en cuando un humor mordaz, sobre todo ante las contorsiones de los políticos para eludir la verdad o la culpa.
En lugar de preguntarle, Pitt pasó las páginas del primer periódico hasta que llegó a las cartas al director. Se enojó cuando vio a qué se refería Stoker. Buena parte del espacio estaba dedicada al tema de la violación.
Un escritor expresaba la acalorada opinión de que la moralidad en general, y la moralidad sexual en particular, sufría un grave declive. Cierto tipo de mujer se comportaba de una manera que excitaba los apetitos más bajos de los hombres, conduciendo a la destrucción de ambos y a la degradación general de la humanidad. Los violadores, cuando eran atrapados y se demostraba el asunto más allá de toda duda razonable, deberían ser ahorcados por el bien de todos. No se citaban nombres, pero Pitt se fijó en que el firmante vivía tan solo a dos calles de Catherine Quixwood.
—¿Por qué demonios publica este tipo de cosas el director? —inquirió enojado—. Resulta malicioso, irrespetuoso y solo suscitará descontento.
—Y muchas cartas de respuesta —repuso Stoker—. Montones de cartas con toda clase de opiniones. Y un sinfín de gente comprará el periódico para ver si su respuesta ha sido publicada, o solo por el divertimento de presenciar la discusión. Lo mismo que los ociosos que se juntan para mirar una pelea callejera y luego nos exigen que limpiemos el desaguisado, negando con la cabeza sin parar y diciendo lo terrible que es. Pero el cielo le asista si les tapa la vista de la reyerta.
Pitt miró a Stoker sorprendido. Hacía tiempo que no lo oía hablar tan acaloradamente. Se le ocurrió preguntarse si Stoker había conocido y amado a alguien que hubiese sufrido una violación: una hermana, incluso una amante. Apenas sabía nada sobre la vida privada de Stoker; es más, lo mismo sucedía con casi todo el personal de la Special Branch. Además, de ese tema los hombres no hablaban, ni siquiera con quienes conocían mejor.
—Por supuesto. —Pitt volvió a bajar la vista al periódico—. Ha sido una pregunta estúpida. La gente ataca aquello que teme. Es como darle a un avispero con un palo. Te hace sentir valiente, como si estuvieras haciendo algo atrevido. No importa a quién piquen luego los malditos bichos. Tengo la impresión de que no están más cerca de resolverlo. El pobre Quixwood debe sentirse fatal.
—Sí, señor —respondió Stoker—. Pero Knox es un buen policía. Si alguien puede hallar la verdad, es él.
Pitt volvió a mirarlo.
—Veo que no ha dicho «atrapar al que lo hizo». ¿Piensa que no fue un asesinato? ¿Suicidio porque dejó que la violaran?
Reparó en el enojo que traslucía su voz, pero no pudo dominarlo.
Stoker se mostró ligeramente incómodo.
—Quienquiera que fuese, señor, ella lo dejó entrar, sin que hubiera criados presentes. Eso no justifica la agresión, pero la vuelve mucho más complicada.
—A veces, Stoker, recuerdo mis tiempos en Bow Street, cuando los asesinatos parecían más simples. La codicia, la venganza o el miedo al chantaje puedo entenderlos. Con frecuencia me apiadaba incluso de las peores personas, pero sabía que aun así no tenía más alternativa que arrestarlas. Si el jurado decidía que eran inocentes, podía aceptarlo y era un verdadero consuelo saber que se podían detectar mis errores, si eso es lo que eran. Pero ¿quién detecta los nuestros?
Stoker se mordió el labio.
—Algunas veces nosotros mismos —dijo con una ceja enarcada—. El resto, probablemente nadie. ¿Preferiría que dijera otra cosa?
Tan solo estaba siendo cortés, pero hubo cierto desafío en su voz, un tono que no se habría atrevido a usar con Narraway.
—No, a no ser que pueda hacerlo creíble —replicó Pitt—. Al menos no estamos en el servicio diplomático ni en el Foreign Office. Gracias a Dios, Leander Starr Jameson y su maldita incursión no están sobre nuestros escritorios.
—No, señor. Y tampoco lo está la pobre Angeles Castelbranco.
—Sí, ella sí —repuso Pitt con gravedad—. Alguien la violó aquí, en Londres, y provocó su muerte.
—No es un incidente diplomático, señor —dijo Stoker con firmeza.
—¿Está seguro? —preguntó Pitt, sosteniéndole la mirada.
Stoker pestañeó, y por primera vez la incertidumbre asomó en su semblante al considerar otras posibilidades.
—¿La violación como arma para sembrar pánico y perturbación social? No lo creo, señor. Es un mero crimen de egoísmo, violencia y apetito descontrolado. Era una chica muy guapa, y un cabrón despiadado vio una oportunidad y la aprovechó. No veo que haya alguna diferencia en que fuese portuguesa, excepto que quizás eso hiciera más fácil meterse con ella. —Tragó saliva—. Y tal vez él creyó que sus padres estarían en una posición poco favorable para darle caza aunque, a decir verdad, dudo que llegara a pensar en eso. La violación es un tipo de delito apasionado, ¿no?
—No necesariamente. Más que lujuria, es una suma de violencia y odio. Pero ¿acaso importa eso? —preguntó Pitt, mirando a Stoker de hito en hito—. Si un anarquista tira una bomba o dispara contra un político llevado por un impulso, ¿es menos peligroso que si lo ha planeado con antelación?
Esta vez la respuesta de Stoker fue inmediata.
—No, señor. Es más, supongo que el hecho de que fuese portuguesa tampoco importa, ya fuese un acto por azar o deliberado. ¿Cree que se convertirá en un incidente internacional? Eso podría ponerlo en nuestro plato. Castelbranco no parece el tipo de hombre que utilizaría la muerte de su hija de esa manera. Aunque supongo que podría cambiar, si no acusamos a alguien.
—Y si él no lo hace, otros podrían hacerlo —señaló Pitt—. Estoy casi convencido de que yo querría que alguien pagara, si se tratara de mi hija. De hecho, no fue mi hija y lo deseo igualmente. Creo que a cualquier padre le ocurriría lo mismo.
Stoker pareció desalentarse.
—Excepto el padre de quien lo hizo, señor. Está más claro que el agua que no lo desearía. ¿Es posible que eso sea en parte lo que hay detrás?
—Está planteando posibilidades alarmantes, Stoker —admitió Pitt—. Tenemos que investigar más a fondo la idea de que alguien saque provecho del caso para una manipulación política, por repulsiva que sea. Tráigame lo que sabemos acerca de Pelham Forsbrook y los intereses que pueda tener que lo relacionen de un modo u otro con Portugal, o con el propio Castelbranco. —Se puso de pie—. Creo que deberíamos saber muchas más cosas. En el caso Quixwood las sabremos, pues todo el mundo lo tiene en mente, pero no en este, pobre chica. No sé dónde más buscar sospechosos.
—Quizá lo mejor sea intentarlo, señor, por si acaso. No conviene que nos sorprendan dando la impresión de que nos trae sin cuidado.
Se le demudó el semblante, reflejando solo preocupación sin un ápice de su humor habitual.
Fue entonces cuando Pitt se dio cuenta de que hablaba completamente en serio.
—Sí —respondió estremeciéndose—. Más vale que intente averiguar quién más estuvo en esa fiesta que mencionó lady Vespasia. A ver si encuentra a un criado que se fijara en la gente, en cosas. Algunos lo hacen. Será mejor que disimule aduciendo un robo. Ponga cuidado en lo que dice.
—De acuerdo, señor. Suerte que el caso Quixwood no tiene nada que ver con nosotros —dijo Stoker con sentimiento—. Por más vueltas que le dé, parece que tuvo que ser un amante. Lo lamento por Quixwood. No solo ha perdido a su esposa de una manera horrible, sino que todo el mundo sabe que lo estaba engañando. Otro hombre al que no podría culpar si perdiera los estribos y matara a ese cabrón… suponiendo que lo encuentren.
—Si lo encuentran, lo ahorcarán —dijo Pitt, cogiendo el sombrero y el abrigo del perchero—. No debería ser así, pero lo es.
—¿Aunque se suicidara, qué es lo que dice la gente? —cuestionó Stoker.
—Era una respetable mujer casada —contestó Pitt, calándose el sombrero—. Marido importante con influencias. Y era británica.
Stoker adoptó una expresión agria, pero no respondió.
Pitt se dirigió a Lincoln’s Inn en busca del abogado que le habían aconsejado por ser el mejor y con más experiencia actuando como acusación en casos de violación. Había telefoneado previamente para concertar una cita, sirviéndose de su cargo como palanca para que el letrado lo incluyera en su apretada agenda.
Aubrey Delacourt era alto y delgado, con una buena mata de pelo castaño oscuro. Tenía el rostro aguileño y sus ojos de largas pestañas eran de un azul sorprendente.
—Puedo dedicarle unos veinte minutos, comandante —dijo, estrechando la mano de Pitt para acto seguido indicarle una butaca al otro lado de su escritorio. Su actitud era impaciente, dejando claro que le molestaba verse obligado a interrumpir su jornada—. Quizá lo mejor será que omita los preámbulos. Doy por sentado que esto es importante para usted, pues de lo contrario no perdería su tiempo, y tampoco el mío.
—Tiene razón —respondió Pitt, que se sentó y cruzó las piernas, poniéndose cómodo como si se negara a que le metieran prisa—. No lo haría. Lo que le diga debe quedar en la más estricta confidencialidad. Si para ello es preciso que contrate sus servicios, páseme factura por el tiempo que le ocupe.
—No es necesario —contestó Delacourt—. Me ha dicho que era jefe de la Special Branch y he tomado la precaución de confirmarlo por mi cuenta. ¿En qué puedo aconsejarlo?
Muy sucintamente, Pitt le resumió el caso de la violación y muerte de Angeles Castelbranco. Antes de que hubiese terminado, Delacourt lo interrumpió.
—No hay caso que presentar —dijo sin rodeos—. Hubiese esperado que usted lo supiera. —Su tono de voz dejó traslucir una descarada condescendencia—. Aunque encuentre al hombre que la violó, según lo que me ha contado, no puede demostrarlo. Lo único que conseguirá será mancillar todavía más el nombre de esa pobre chica.
—Ya lo sé. —Pitt no disimuló su irritación—. He aconsejado a su padre en ese sentido, pero, como es natural, le cuesta aceptarlo. Yo mismo tengo una hija que solo es dos años más joven, y cuando la miro tengo claro que tampoco lo aceptaría. Tendría ganas de hacer pedazos al violador con mis propias manos, incluso de darle una paliza que lo dejara inconsciente. Entiendo que de nada serviría, salvo que tal vez aliviaría temporalmente mis sentimientos. Terminaría en prisión por agresión, dejando a mi esposa y mis hijos en una situación aún peor. Eso quizá me detuviera, pero no puedo jurarlo.
Delacourt levantó un poco las cejas.
—¿Quiere que le aconseje cómo poner freno a Castelbranco? Dígale exactamente lo que acaba de decirme a mí.
—Quiero saber más sobre casos de violación —contestó Pitt con severidad—. No pueden ser siempre tan imposibles como este. De lo contrario, hay que hacer algo respecto a la ley. ¿Acaso todo el mundo simplemente… se rinde? ¿Una de las desgracias de la vida, como un resfriado o el sarampión?
Delacourt sonrió y su enojo se diluyó. Se arrellanó en su asiento, con otra clase de tensión.
—No voy a dorarle la píldora, comandante. La violación es un crimen tremendamente difícil de llevar a juicio. En parte es lo que hizo que me especializara en tales casos. Me gusta engañarme pensando que puedo lograr lo imposible.
Juntó las yemas de los dedos.
—La gente reacciona de modos distintos. Las más de las veces, según creo, ni siquiera hay denuncia. Las mujeres están tan avergonzadas y sin esperanzas de que se haga justicia que no se lo cuentan a nadie. Los desconocidos tienden a pensar que, de un modo u otro, debían merecerlo. Eso es lo más cómodo de pensar, sobre todo para las demás mujeres. Así no puede sucederles a ellas, puesto que no lo merecen.
Volvió a cambiar de postura.
—Las hay que creen que si se defienden bien nunca serán violadas. —Sonrió con amargura—. Solo golpeadas hasta hacerlas papilla, o asesinadas, lo cual, por supuesto, demuestra que eras una mujer virtuosa, aunque hayas muerto.
Pitt no dijo nada y comenzó a sentirse envuelto por una impotencia paralizante.
—Hombres cuyas hijas son violadas sienten la rabia que usted acaba de describir —prosiguió Delacourt, torciendo el gesto por su enojo y su sensación de futilidad—. Cuanto más joven la chica, más intensos el dolor y la furia, y por lo común acompañados de la sensación de haber fallado al no impedir que ocurriera semejante atrocidad. ¿Qué vales como padre si violan a tu hija de esta manera tan horrible y no supiste protegerla?
Pitt se lo imaginó con toda facilidad. No lograba apartar de su mente el rostro de Jemima. Ella creía conocer la vergüenza, la ira, el dolor, incluso la desilusión, pero en realidad apenas los había probado. Él y Charlotte la habían protegido. Todavía era una niña y estaba creciendo, sin duda, pero sin la menor noción de lo que era el horror verdadero. Se dio cuenta de que siempre querría mantenerla alejada de cualquier mal. ¿Qué padre no lo hacía?
Delacourt lo estaba observando.
—No queremos que nuestros hijos crezcan, salvo en el sentido de la felicidad —dijo, como burlándose de sí mismo—. Deseamos que encuentren a alguien que los ame cuando estén preparados para ello, no antes. ¡O posiblemente cuando lo estemos nosotros! Queremos que tengan hijos y, si son chicos, que tengan carreras exitosas, y todo ello sin los reveses ni los fracasos que hemos sufrido nosotros.
Pitt negó con la cabeza, pero no supo qué decir.
—Sabemos que no es posible —prosiguió Delacourt—. Todavía no estamos preparados para afrontar la realidad. Si es nuestra esposa a quien violan nos quedamos confundidos, indignados no solo por ella, sino por nosotros. La han violado, y algo que considerábamos nuestro nos ha sido arrebatado a los dos. La vida nunca volverá a ser la misma. Alguien debe ser castigado con severidad. Nuestra mente civilizada dice que debería pasar una larga temporada en la cárcel. Nuestro corazón, más primitivo, exige muerte. Nuestros sueños, que nunca admitiríamos, aceptarían incluso la mutilación.
Pitt abrió la boca para protestar, pero se limitó a suspirar, y una vez más permaneció callado.
—Y pensamientos que no queremos tener penetran en nuestra mente. —Delacourt todavía no había terminado—. ¿Fue realmente violación? ¿Se lo buscó, de un modo u otro? Sin duda tuvo que ser así. ¿Por qué le ocurrió a ella y no a otra? Ahora ella es diferente. No quiere que nadie la toque, ¡ni siquiera yo! Y yo tampoco estoy seguro de querer tocarla. Ese hombre ha arruinado mi vida… Me gustaría arruinarle la suya, despacio y con exquisito sufrimiento, tal como me lo ha hecho a mí.
Delacourt se inclinó un poco hacia delante.
—Y si se celebra el juicio ella tendrá que contar al tribunal en pleno, detalle tras detalle, todo lo que él le hizo y en qué medida luchó o dejó de luchar. Él estará allí, en el banquillo, observando, escuchando y reviviéndolo. Posiblemente cuando lo mire verá el brillo de sus ojos, la lengua humedeciendo sus labios. Su abogado dirá cuanto pueda, bien para sugerir que ella ha acusado a un hombre inocente, que está equivocada, histérica y que miente deliberadamente, o bien que en su momento consintió y ahora dice lo contrario para intentar salvar su reputación. ¿Tal vez tenga miedo de estar embarazada y su marido sepa que el hijo que espera no es suyo sino de un amante?
—Vuelvo a estar en la casilla de salida —contestó Pitt, paralizado por la futilidad—. No podemos hacer nada. ¿Gobernamos un imperio que se extiende por todo el mundo y no podemos proteger a nuestras mujeres de los depravados que viven entre nosotros?
Delacourt encogió ligeramente los hombros, con una expresión atribulada pero amable.
—No es imposible, comandante, solo extremadamente difícil, e incluso cuando lo conseguimos, el precio es alto, no para nosotros sino para ellas. Tiene que estar seguro de que merece la pena. Legalmente tiene derecho a decidir por ella, pero ¿tiene el derecho moral de hacerlo? ¿Está convencido de estar dispuesto no solo a aceptar el resultado sino a ver cómo lo acepta ella?
Pitt esbozó una sonrisa triste.
—¿Dice esto a todos sus clientes?
—Tal vez no con tanta brutalidad —admitió Delacourt—. ¿Qué es lo que quiere conseguir, señor Pitt? Angeles Castelbranco está muerta. Su reputación, arruinada. Si pudiera demostrar que fue violada, y eso sería extremadamente difícil sin ella viva para hablar, quizá conseguiría algo. Pero ese joven sin duda se defenderá enérgicamente y, diga lo que diga, nadie puede decir lo contrario. Supongo que lo habrá tenido en cuenta, ¿verdad?
Delacourt hizo una mueca.
—Entiendo que es un asunto muy feo. No sé qué ayuda puedo ofrecerle, pero lo pensaré.
—Y por otro lado, si ese joven se sale con la suya y queda impune, como es de prever, ¿lo hará otra vez? —preguntó Pitt—. Es más, ¿por qué no iba a hacerlo?
Delacourt apretó los dientes y negó con la cabeza.
—Ahí tiene lo peor de todo, comandante. Casi seguro que lo hará. Según lo poco que me ha contado, no puede decirse que haya sido un crimen pasional —dijo Delacourt en voz baja—. Un crimen de odio, el deseo de dominar y humillar. ¿Alguna vez ha estado ligeramente tentado de hacer uso de la fuerza para tomar a una mujer por quien sentía cierta consideración?
La idea era repulsiva.
—¡Por supuesto que no! —dijo Pitt con más sentimiento del que hubiese querido mostrar—. Pero yo no soy…
Estuvo a punto de decir «un violador», pero habría sido redundante.
—¿Un hombre sujeto al deseo? —preguntó Delacourt abiertamente divertido.
Pitt notó que el bochorno lo sonrojaba, no porque hubiese sentido deseo, casi abrumador a veces, sino por haber parecido tan ingenuo.
—Perdone —se disculpó Delacourt—. Si lo he conducido a esto, en parte ha sido para demostrarle lo fácil que resulta tergiversar las palabras y los sentimientos de alguien sobre este tema. Incluso un hombre con tanta experiencia como usted en trabajo policial, y en un asunto a todas luces tan delicado, puede ser conducido a una situación embarazosa. Imagínese estar en el estrado, vulnerable, tratando desesperadamente de ser honesto y de presentar pruebas que condenen a un hombre peligroso, y aun así conservar cierta dignidad, así como la reputación de la mujer en cuestión.
—¿Y dice usted que lo hará otra vez? —repitió Pitt.
—Probablemente —respondió Delacourt—. ¿Acaso no lo hacen casi todos los ladrones? ¿La mayoría de los desfalcadores, vándalos, mentirosos, cualquiera cuyo delito lo beneficie, satisfaciendo su apetito de dinero, poder, venganza o excitación?
Pitt se puso de pie.
—Hay una cosa más —agregó Delacourt, y levantó la vista hacia Pitt—. Todo lo que he dicho es verdad, lo sé por mi amarga experiencia en los tribunales. Pero si este joven es tan violento como usted dice, es posible que lo haya demostrado en otras ocasiones. Averigüe si pierde los estribos cuando lo contrarían, cuando lo derrotan en la práctica de algún deporte o incluso si pierde jugando a las cartas o en cualquier otro tipo de actividad competitiva. Si es temerario, busque pérdidas cuantiosas o inesperadas en apuestas.
Pitt no estuvo seguro de captar la importancia de cosas tan triviales.
—¿En qué ayudará a los Castelbranco? Demostrar que Forsbrook tiene mal genio no tiene punto de comparación con una violación.
—Quizá más de lo que pueda parecer, si es un abusón que no soporta perder —repuso Delacourt—. Pero no me refiero a eso. He intentado convencerlo de la dificultad de demostrar un caso de violación, sin tener en cuenta el peligro para la víctima que lo intente. A veces uno puede conformarse con mucho menos aunque resulte penoso, puesto que un proceso por agresión puede dañar la reputación de un hombre. La gente no querrá hacer negocios con él ni invitarlo a las mejores recepciones ni que se case con alguien de su familia. Varias condenas así, o incluso juicios sin sentencias graves, pueden arruinarle la vida.
Pitt permaneció callado, reflexionando.
Delacourt lo miraba a la cara.
—Una victoria menor —admitió—, cuando quieres hacer papilla a ese hombre, dejarlo hecho polvo por lo que le ha hecho a una mujer que amas. Pero es mejor que nada, y puede convertirse en los cimientos sobre los que construir si alguna vez lo llevan ante la justicia por un cargo más grave.
—Gracias, señor Delacourt —contestó Pitt—. Me ha dedicado más tiempo del que seguramente podía permitirse. Al menos ahora estoy más informado, aunque solo un poco más animado. Entiendo por qué hay gente que se toma la justicia por su mano. Han mirado con atención a quienes se supone que debemos proteger, o como mínimo vengar, y han visto que somos impotentes. Trataré de impedir que el embajador portugués actúe por su cuenta, pero no puedo decir que sea absolutamente reacio a la idea. Si yo estuviera en su lugar, lo haría, y luego me marcharía de inmediato a Portugal y nunca regresaría.
Delacourt se encogió de hombros.
—Francamente, señor Pitt, yo también lo haría. E incluso como funcionario del tribunal, encontraría alguna razón para no poder enjuiciarlo y todos los motivos para defenderlo, si él me lo permitiera.
Pitt vaciló un momento, deseoso de decir algo más, pero no supo exactamente qué.
—Gracias —dijo otra vez—. Buenos días.
Una vez en la calle caminó lentamente, ajeno a los transeúntes y al tráfico, incluso a la berlina en la que viajaban unas señoras muy bien vestidas, con sombrillas para protegerse del sol y sedas de colores agitándose en la brisa.
Pensaba en lo que Delacourt le había dicho. Creía que era verdad, pero era incapaz de aceptar que no fuera posible combatirlo. Tenía que existir algún modo de hacerlo. Había que encontrarlo, costase lo que costara. Tanta impotencia era insoportable.
¿Era el miedo lo que los mantenía cautivos, paralizando su voluntad de actuar? ¿Miedo a la vergüenza, al escándalo, a lo que otras personas opinaran de ellos, palabras crueles dichas por quienes también tenían miedo, eran ignorantes y huían de la verdad porque los hacía ser conscientes de su propia vulnerabilidad?
Llegó al bordillo, aguardó un momento para dejar pasar al carro fuerte de un cervecero y después cruzó la calle.
Pitt temía por Jemima. Cualquier hombre con un mínimo de valía temería por su hija. Pero ¿cuántos hombres temían por sus hijos? ¿Qué haría Pitt si Daniel, una vez adulto, fuera acusado en falso de un crimen tan violento y repulsivo?
La respuesta era inmediata y vergonzante. Su reacción instintiva sería suponer que la mujer mentía para ocultar alguna relación que no se atrevía a reconocer. Su suposición sería que Daniel no podía ser culpable, al menos no de algo grave.
En cuestión de dos o tres años Jemima sería una señorita. Un tiempo tan breve no produciría ningún cambio en él. Seis años, siete años, y Daniel estaría hecho un hombre, con los apetitos y la curiosidad propios de la juventud, el desafío a la hombría que aguardaba a todo muchacho. Su padre seguramente era el último hombre con quien lo comentaría. ¿Cómo sabría Pitt qué pensaba su hijo de las mujeres que quizá le tomarían el pelo o lo provocarían con poca o ninguna idea de los tigres que estaban despertando?
La respuesta era simple. Defendería a Daniel tan apasionada e instintivamente como si fuese el niño que Pitt seguiría viendo en él. Tal vez cualquier padre haría lo mismo.
Cruzó Drury Lane hasta Long Acre, casi sin prestar atención al tráfico. Caminaba sin rumbo, por la mera necesidad de estar en acción.
¿Cómo evitaría que Daniel se convirtiera en un joven que tratara a las mujeres como algo que tenía derecho a utilizar, a lastimar, incluso a destrozar? ¿De dónde surgían tales creencias? ¿Cómo llegaría a convencerse de que podía perder cualquier competición con el mismo buen talante que cuando ganaba? ¿Cómo controlaría el mal genio, la sensación de perder, incluso la humillación? La respuesta era obvia: en casa. ¿Sería culpa de Pitt que Jemima no se comportara con sensatez, sin que la paralizara el miedo? ¿Sería culpa de Pitt que Daniel se volviera arrogante y cruel? Por supuesto que sí.
Si Neville Forsbrook era culpable de violar a Angeles Castelbranco y, por consiguiente, de provocar su muerte, ¿era culpa de su padre tanto como de él mismo? Probablemente. ¿Ese mismo padre lo defendería ahora, si fuera acusado? Casi seguro. Cualquier hombre lo haría, no solo para salvar a su hijo y por negarse a creer en su culpabilidad, sino también para defenderse él mismo. Pelham Forsbrook vería arruinada su vida social, y tal vez sufriría daños irreparables en el ámbito profesional, si su hijo fuese condenado por un crimen semejante.
La defensa sería feroz, una lucha por la supervivencia. ¿Pitt estaba dispuesto a implicarse en aquello? Ganar no les devolvería a Angeles, y los riesgos eran grandes. Tenía pocas probabilidades de ganar, y si perdía no podría siquiera evaluar el coste.
¿Y si no lo intentaba? ¿Cuánto le costaría?
Sin darse cuenta fue apretando el paso a lo largo de la acera. ¿Cómo se sentiría si fuese su hija, su esposa quien hubiera sido violada de una manera tan íntima y truculenta? ¿Y si no era un acto tan inmediato, tan visceral? ¿Y si fuera Emily, la hermana de Charlotte? La conoció al mismo tiempo que a Charlotte.
¿Y si se tratara de Vespasia? La edad no era una protección. Ninguna mujer era demasiado joven ni demasiado mayor. Vespasia tenía mucho coraje, mucha dignidad. Incluso imaginar su violación era una especie de blasfemia. Casi sería mejor que su atacante la matara.
Visualizó a Vespasia tendida en el suelo tal como Narraway le había dicho que había visto a Catherine Quixwood. Se paró en seco con un dolor que fue casi físico. No debía permitir que Neville Forsbrook ni nadie hicieran pedazos su mundo de esa manera. Costara lo que costase, no hacer algo, paralizado por el miedo y la impotencia, todavía era peor. Tenía que pensar cómo atacar. Eran ellos quienes debían sentirse asustados y acorralados, no él ni las mujeres que le importaban, ni ninguna otra.
Se puso a caminar de nuevo por la acera, avanzando como si tuviera un objetivo.