11
Stoker entró en el despacho de Pitt y cerró la puerta a sus espaldas.
—Señor, ha ocurrido una cosa que creo que debería saber.
Su expresión era sombría, su mirada, penetrante e inquieta.
—¿De qué se trata? —preguntó Pitt de inmediato.
Stoker respiró profundamente.
—Ha habido otra espantosa violación de una chica, señor, y me temo que la víctima ha muerto. Diecisiete años, según dice su padre. Respetable, buena familia. Salía regularmente con un joven granadero.
Pitt se horrorizó para acto seguido sentir una abrumadora compasión por el padre, pero también un alivio del que se avergonzó. Aquel asunto no correspondía a la Special Branch. Podía pasarle la pena y los amargos descubrimientos a otro.
—Lo lamento mucho —dijo en voz baja—, pero es un caso para la policía regular, no tiene nada que ver con nosotros.
—No estoy tan seguro, señor —dijo Stoker, negando con la cabeza—. Fue una agresión muy violenta. Mucha sangre. Y recibió un golpe tan fuerte en el cuello, que se lo rompió.
Stoker estaba rígido, casi en posición de firmes, como un soldado.
—Tal como lo veo, señor, las muchachas no suelen decir que las han violado, excepto si las golpean con saña y… y resultan heridas de tal modo que no cabe confundirse. O de lo contrario están muertas, como esta pobre chica.
—Sigue no siendo nuestro —dijo Pitt con voz ronca—. Es para la policía regular. No irá a decirme que es la hija de un diplomático extranjero, ¿verdad?
Stoker levantó un poco la barbilla.
—No, señor, solo es un importador y exportador de alguna clase. Pero el joven que salía con la chica es amigo de Neville Forsbrook y su grupo, incluso coincidió con Angeles Castelbranco en un par de ocasiones, según dice su padre.
Aguardó, mirando fijamente a Pitt.
—¿Está insinuando que existe una relación?
Pitt formuló la pregunta despacio, tratando todavía de rechazar la idea.
—No lo sé, señor. —Stoker intentó suavizar su expresión de enojo y frustración, pero no lo consiguió—. Dudo que los periódicos la establezcan. Nadie sabe que la señorita Castelbranco fue violada, y desde luego estaba viva cuando cayó por esa ventana. Y, por cierto, han arrestado a alguien por la violación de la señora Quixwood, pero aún no se ha revelado si ya estaba bajo custodia cuando se produjo esta última.
Pitt se quedó atónito.
—¿En serio? Ha sido el inspector Knox, ¿no?
Pensó en Narraway y se preguntó por qué no le había comentado nada.
—Sí, señor. Un hombre muy competente, según tengo entendido.
—Bien, ¿y a quién han arrestado? —dijo Pitt bruscamente.
—A Alban Hythe —dijo Stoker sin reflejar emoción alguna—. Joven. Banquero, según dicen. Casado. No el tipo de hombre que uno se esperaría. Según parece eran amantes. Al menos es lo que me ha dicho un amigo que tengo en la policía.
Pitt permaneció callado. Tal vez por eso Narraway no se lo había dicho. No había querido pensar que Catherine Quixwood pudiera tener la culpa, siquiera remotamente. Violación y suicidio. Muy diferente de este nuevo caso.
—¿Cómo se llama? —preguntó, mirando a Stoker a los ojos otra vez—. La nueva víctima, quiero decir.
—Pamela O’Keefe, señor. Los periódicos lo sacarán a toda plana, me figuro. Cuando lo hagan, el embajador portugués se llevará un buen disgusto. A mí me pasaría.
Se quedó plantado frente al escritorio de Pitt, aguardando a que le respondiera, con la espalda tiesa y sus manos huesudas moviéndose sin parar, sin decidirse a cerrar los puños.
Normalmente a Pitt le hubiera molestado esa presión, incluso la insinuación de insolencia. No obstante, sabía que era fruto de la sensación de impotencia de Stoker ante lo que consideraba una atrocidad. Esperaba que Pitt, como jefe de la Special Branch, hiciera algo al respecto.
—Tenga cuidado, Stoker —advirtió Pitt—. El secretario de Asuntos Exteriores me ha advertido personalmente que no hay nada que hacer acerca de Angeles Castelbranco. Si intentamos interponer una acción judicial, solo empeoraremos las cosas para la familia. No podemos demostrar nada.
Entonces se sintió súbitamente dominado por su propia ira ante tan obscena injusticia.
—¡Maldita sea! Estaba en el edificio cuando la pobre chica cayó por la ventana. Forsbrook dice que estaba histérica, y sin duda lo estaba. La única pregunta es qué le provocó ese estado de ánimo. ¿La aterrorizaba él, y por una buena razón? ¿Lo culpaba de algo que había ocurrido entre ella y otro joven? ¿O todo era fruto de una imaginación febril?
Los ojos de Stoker centelleaban, estaba tan envarado que tenía los hombros encogidos, pero, aun así, tuvo el atino de guardar silencio.
Pitt estaba furioso, aunque no con Stoker, pero Stoker sufrió su cólera simplemente porque estaba allí.
—¿Cree que no arrestaría a ese cabrón, si pudiera? —gritó Pitt—. No le imputarían ningún cargo y terminaríamos haciendo el ridículo. Para colmo de desdichas, la pobre chica está… —Se calló, consternado—. ¡Dios! Iba a decir decentemente enterrada, pero no lo está. ¡Se limitaron a echarla en un agujero cavado en el suelo porque la maldita Iglesia, con su mojigatería, ha decidido que quizá se suicidó!
Pitt muy rara vez decía palabrotas, y oyó su propia voz con desagrado. Temblaba de rabia, en buena medida por la absoluta impotencia que sentía. Su instinto lo empujaba a atacar, a castigar a Forsbrook hasta que no quedara ni rastro de él. Y lo único que podía hacer era quedarse cruzado de brazos.
Y ahora Stoker también esperaba de él algo que no podía dar. Estaba avergonzado. Por un momento se preguntó si Narraway lo habría hecho mejor. Tal vez sí.
Stoker no se inmutó.
—Así pues, ¿lo dejamos correr… señor? —preguntó.
Tenía la garganta tan tensa que la voz le salió en un tono más agudo de lo normal.
—¿Cuándo arrestaron a Alban Hythe? —dijo Pitt con frialdad.
—Anoche, señor, o más exactamente, ayer a última hora de la tarde —contestó Stoker—. Poco después de que violaran y mataran a Pamela O’Keefe, si eso es lo que está preguntando.
—¡Claro que es lo que estoy preguntando! —espetó Pitt—. ¿De modo que podría ser culpable de matar a Pamela O’Keefe, con independencia de los crímenes cometidos contra la señora Quixwood o Angeles Castelbranco?
—No, señor, no es probable —dijo Stoker adustamente. Respiró hondo—. Tenemos a dos hombres violentos que han violado a mujeres respetables. O tal vez incluso a tres. ¿O acaso piensa que Angeles Castelbranco no fue violada y que quizá se suicidó por otro motivo? A lo mejor los diarios llevan razón y estaba embarazada, de ahí que su prometido la rechazara y ella no supiera encontrar otra salida.
—¡No, no estoy diciendo eso! —gruñó Pitt. Sabía que estaba siendo injusto, pero la sensación de atropello e impotencia lo estaba asfixiando—. Las coincidencias existen, pero no creo en ellas hasta que no queda otra posibilidad. —Levantó la vista hacia el semblante impasible de Stoker—. Averigüe si hay alguna relación entre Forsbrook y esta pobre chica, o cualquiera de su grupo de amigos, ya puestos. Es posible que sea el cabecilla del hatajo de cobardes que acosaron a Angeles pero que no la violara él. No lo sabemos con certeza. Parecía ser él a quien temía, según los testigos, pero tal vez estaban todos implicados, en lo que a ella atañía.
—¿Una banda? —dijo Stoker indignado, cerrando los puños—. ¿Eso no es un delito tipificado? —preguntó con cierta esperanza.
—Si mató a la chica O’Keefe podemos ahorcarlo tan alto como si también fuera responsable de la muerte de Angeles —contestó Pitt—. Vaya a averiguarlo. Pero Stoker…
Stoker estaba junto a la puerta y se volvió.
—Sí, señor —dijo con una inexpresividad rayana en la insolencia.
Pitt lo entendió, incluso lo respetó.
—¡Tenga cuidado! —advirtió—. Preferiría con mucho que el secretario de Asuntos Exteriores no tuviera ocasión de pensar en nosotros por un tiempo, y mucho menos que se enterara de lo que estamos haciendo. Me ha sido dicho que lo deje correr. Fue una orden. Tengo que poner todo el cuidado del mundo para que no detecten que estoy desobedeciendo. Sus pesquisas tienen el objetivo de asegurarse de que el señor Forsbrook no está siendo culpado equivocadamente. ¿Entendido?
Stoker se cuadró, con los ojos brillantes como el sol reflejado en el hielo.
—Perfectamente, señor. Debemos proteger el honor nacional de cualquier insinuación de que un joven caballero como el señor Forsbrook es difamado por un embajador extranjero, por más disgustado que esté el pobre hombre por la desdichada muerte de su hija en nuestra capital. —Tomó aire y prosiguió—. Y debemos asegurarnos de que nadie establezca ninguna relación entre eso y la violación y asesinato de esta otra pobre chica. Lo de la señora Quixwood es otro asunto… sin la menor relación. Lamentablemente, parece que Londres está lleno de violadores y supongo que las señoritas no ponen el debido cuidado al elegir sus compañías…
—¡Stoker! —gritó Pitt.
—¿Sí, señor? —preguntó Stoker, abriendo mucho los ojos.
—Ya ha dejado clara su postura.
Stoker bajó la voz.
—Sí, señor. —Hizo un gesto que casi fue una sonrisa—. Le informaré en cuanto tenga algo, señor.
Y sin aguardar a que le diera permiso para retirarse, dio media vuelta y salió del despacho.
Pitt cogió el teléfono para llamar a Victor Narraway.
Dos horas después Pitt y Narraway paseaban bajo el sol por el Embankment junto al magnífico palacio de Westminster. Pitt había referido sucintamente a Narraway por teléfono el nuevo caso de violación, reservándose los detalles para cuando se vieran. Narraway, a su vez, tan solo le había transmitido el dato del arresto de Alban Hythe. Sus sentimientos encontrados acerca de la detención se reflejaban en su voz.
A su izquierda pasó una embarcación de recreo con las cubiertas atestadas de pasajeros que reían y señalaban, formando un remolino de sombreros de paja con cintas de vivos colores. En algún lugar fuera de la vista un organillo tocaba una canción de moda. Los sonidos de la diversión flotaban en la brisa.
—Stoker me lo ha contado esta mañana —dijo Pitt—. Según parece tuvo lugar anoche. No está seguro de la hora exacta. Bastante temprano.
—Alban Hythe ya estaba arrestado a las nueve —respondió Narraway—. Lo sé sin asomo de duda. Yo estaba allí cuando fueron en su busca. Llevaba un rato en la casa.
Pitt miró el rostro de Narraway, tratando de descifrar sus sentimientos. Como siempre, resultaba difícil, pero estaba empezando a conocerlo mucho mejor que cuando Narraway había sido su superior. Pese al poco tiempo que Pitt llevaba a cargo de la Special Branch, había soportado la carga que había pesado sobre los hombros de Narraway durante años, y eso traía aparejada una clase distinta de entendimiento. Tal vez él mismo fuera más difícil de descifrar que antes. Así lo esperaba.
Percibió incertidumbre e infelicidad en los rasgos de Narraway. En cierto modo era como si hubiesen cambiado de sitio. Narraway estaba probando la impresión y el dolor personales, la consternación ante un crimen. Pitt estaba sintiendo una terrible soledad y el peso de una responsabilidad que no podía trasladar a nadie más, ni siquiera compartirlos.
—Usted no cree que sea culpable de violar a Catherine Quixwood, ¿verdad? —observó Pitt.
Narraway lo miró con severidad. Sus ojos eran casi negros al sol, las canas de las sienes, plateadas.
—No lo sé —admitió, disimulando a medias su expresión—. No estoy acostumbrado a este… este tipo de crimen. No se parece en nada a la anarquía o la traición. No entiendo cómo demonios es usted capaz de abordarlo, habiendo implicadas personas y sus… vidas.
—Una cosa después de otra —contestó Pitt secamente—. No es peor que ser el que decide a quién acusar, a quién no, a quién hay que soltar discretamente y a quién hay que matar. Solo es diferente. En la policía averiguas los hechos y luego pasas esa información a otros que toman sus decisiones.
—Touché —dijo Narraway en voz baja, echando un vistazo a Pitt antes de volver a apartar la mirada—. Y no, no creo que Alban Hythe violara a Catherine Quixwood y la empujara a suicidarse. Pero bien podría ser porque no quiero que lo sea. Me cayó bien. Y aprecio a su esposa. No quiero quedarme mirando mientras todas sus esperanzas y sueños se exhiben en público. Y tampoco creo que Catherine Quixwood tomara un amante que le hiciera eso. ¡Qué infame traición!
—El aprecio a las personas tiene muy poco que ver con esto —señaló Pitt—. Como tampoco el compadecerse de ellas. Más de una vez he pensado que podría haber hecho lo mismo, de haberme encontrado en la misma situación.
Narraway lo miró de hito en hito, con ojos incrédulos. Como Pitt no se dio por aludido, poco a poco comenzó a entenderlo.
—¿Se refiere a matar a alguien?
—¡No me refiero a violar! —replicó Pitt mordaz—. He tenido ganas de matar a quienes pegan y aterrorizan a mujeres, niños, personas débiles o mayores; a quienes hacen chantaje y extorsionan sin que la ley les ponga un dedo encima.
—¿Violadores? —preguntó Narraway.
—Sí, a esos también.
—Pitt… —comenzó Narraway.
Pitt sonrió con retorcido humor.
—Solo si le ocurriera a mi esposa o a mi hija. Pero puedo entenderlo.
Narraway se mordió el labio.
—Yo también, y no tengo esposa ni hija. ¿Es preciso que vigilemos a Quixwood, cuando se entere de que ha sido Hythe? ¿O si sueltan a Hythe?
—Si lo sueltan, sí, es muy posible —admitió Pitt.
—¿Y al embajador portugués? —añadió Narraway en voz baja.
Pitt se estremeció.
—Lo estoy vigilando. Es una de las muchas cosas que me dan miedo.
Narraway lo miró más detenidamente.
—¿Y los demás?
—Quienquiera que lo esté haciendo, no se detendrá —respondió Pitt.
—¿Todas el mismo hombre? No puede ser, salvo si Hythe es inocente —dijo Narraway con algo que bien podría haber sido esperanza.
—O si tenemos a dos, incluso a tres hombres de temperamento violento sueltos en Londres ahora mismo —terminó la idea Pitt.
Narraway no contestó.
Pitt no había visto a Rafael Castelbranco desde hacía casi una semana. No había tenido noticias que darle que hubieran aliviado ni siquiera en parte su aflicción. No obstante, Pitt se sentía obligado a informarlo del arresto de Alban Hythe y de que, según tenía entendido, la muerte de Catherine Quixwood no guardaba relación alguna con la de Angeles.
Pidió una cita formal y se presentó en la Embajada de Portugal a las cuatro en punto, tal como le habían indicado.
Fue recibido en un estudio espacioso provisto de mobiliario elegante, con el suelo de madera cubierto de hermosas alfombras y retratos de reyes y reinas de Portugal en la pared.
Castelbranco fue a su encuentro para saludarlo. Al menos en apariencia, mantenía la compostura, todavía vestido de luto riguroso salvo por la camisa blanca, sin joya alguna, ni siquiera un reloj de bolsillo. Tenía el semblante sereno pero los ojos hundidos, y la piel quebradiza y desprovista de color. Ni siquiera fingió una sonrisa, como tampoco le ofreció algo de beber.
—Buenas tardes, comandante Pitt —dijo en poco más que un susurro, como si le doliera la garganta—. ¿Ha venido a decirme que no puede hacer nada para llevar a juicio al hombre que provocó la muerte de mi hija?
No había amargura en su voz, ninguna acusación, solo sufrimiento.
Pitt titubeó. Se había preparado para ser menos directo y aquello lo pilló por sorpresa, pero cualquier evasiva resultaría insultante.
—Supongo que, de momento, esa es la verdad —contestó—. Pero el motivo por el que he venido hoy es decirle que han arrestado a un hombre por la violación, y el consiguiente suicidio, de otra mujer. La noticia todavía no se ha hecho pública, pero lo será mañana por la mañana a más tardar.
Castelbranco se quedó desconcertado. El cuerpo se le tensó. Sus ojos oscuros miraron a los de Pitt con perplejidad.
—¿Otra mujer? ¿Y han podido arrestarlo por violarla?
Pitt estaba avergonzado y le constaba que se le notaba en la cara.
—Al parecer puede demostrarse que mantenía una relación con ella —explicó, sintiéndose como si diera excusas—. Fueron vistos juntos. Hay cartas, regalos que intercambiaron.
Castelbranco permaneció callado, sin mover los ojos, con la boca cerrada y los labios prietos.
—Ella lo dejó entrar en su casa —prosiguió Pitt—. Cuando su marido estaba en una recepción por trabajo y después de haber dado permiso al servicio para que se retirara. El sujeto la violó y le dio una paliza tremenda. Resultó gravemente herida, pero en realidad una sobredosis de láudano fue la causa directa de su muerte, si bien fue resultado de la violación.
Castelbranco no salía de su asombro. Se dejó caer en uno de los sillones. Respiraba trabajosamente, agarrando los brazos de cuero del asiento. Estuvo un momento sin hablar. Cuando lo hizo, fue con dificultad.
—¿Me está diciendo que este mismo… sujeto violó a mi hija, señor Pitt?
—No, embajador, en absoluto. Como tampoco estoy insinuando que su hija tuviera alguna relación con el hombre que lo hizo. Le estoy contando esto porque el caso presenta cierta semejanza aparente, y no quiero que se entere sin estar prevenido. Además, ese hombre solo está acusado. Todavía no lo han juzgado, y ha negado rotundamente su culpabilidad. De hecho es posible que sea inocente.
—¿Dice que había cierta relación entre este hombre y la mujer que violó? ¿Cartas, regalos, encuentros? —acusó Castelbranco.
—Sí, eso parece. Y no tiene coartada para la hora de la noche en que esa pobre mujer fue agredida.
—¿Ella lo dejó entrar? ¿Qué clase de mujer era?
Castelbranco lo fulminó con la mirada, desorientado y dolido, buscando desesperadamente una escapatoria a los pensamientos que se agolpaban en su mente.
—Según me han dicho, una mujer guapa de cuarenta y pocos, atrapada en un matrimonio solitario y estéril —contestó Pitt.
—¿Por eso tomó un amante que era un depravado? —Castelbranco cerró los ojos como si al no ver a Pitt pudiera negar la realidad de lo que este le había dicho—. Pobre marido. Debe estar loco de pena. Oigo hablar de mi hija como si fuera una mujer fácil, sin virtud, pero al menos yo sé que no es verdad. —Las lágrimas le resbalaron entre los párpados y tardó un momento en recobrar el dominio de sí mismo—. ¿Cómo se sentirá, pobre hombre?
—No puedo ni imaginarlo —confesó Pitt—. Lo he intentado. Tengo esposa y una hija. Y un hijo —agregó.
Castelbranco lo miró de hito en hito.
—¿Un hijo? —repitió. Saltaba a la vista que no entendía a qué venía el comentario.
—Observo a mi hijo —dijo Pitt, sosteniéndole la mirada—. Tiene casi doce años. ¿Qué haré para asegurarme de que nunca abusa de una mujer, sin que importe quién sea ni el trato que ella le dispense?
—¿Se imagina al padre de ese hombre pensando lo mismo? —preguntó Castelbranco amargamente—. ¿Qué culpa puede haber mayor que esa? —Encogió ligeramente los hombros, lastimosamente, como si le dolieran—. ¿O quizá se niega a creerlo? Hace falta mucho coraje para aceptar lo peor que cabe imaginar.
—El coraje sería más útil si uno aceptara la posibilidad de antemano e hiciera lo posible por impedir que ocurriera —le contestó Pitt—. Me disculpo por todos los que no lo hicimos y, ahora que ha ocurrido, no podemos ofrecerle justicia, por más que hubiese sido una pobre satisfacción.
Castelbranco no contestó, pero inclinó la cabeza en reconocimiento.
Pitt medía sus palabras con sumo cuidado. Todavía no había dado el mensaje que lo había llevado allí. Tenía que hacerlo.
—Si se demuestra que este hombre es culpable de violar a la señora Quixwood, y eso en modo alguno puede darse por sentado, pero si lo fuera, entendería que Rawdon Quixwood buscara una oportunidad para matarlo —admitió—. Y por más que me atrevería a decir que el inspector Knox, el policía que lleva el caso, lo lamentaría, seguiría teniendo que arrestarlo y acusarlo de asesinato. Entonces lo juzgarían y, si lo hallaran culpable, tal vez no lo ahorcarían, pero sin duda pasaría muchos años en prisión. Se magnificaría la tragedia inconmensurablemente para su familia. No tiene hijos, pero sin duda hay personas que lo aman. Padres, o quizás un hermano o hermana.
—¿Y si la ley perdona a este hombre que violó a la señora Quixwood o usted no halla pruebas suficientes para demostrar su culpabilidad? —preguntó Castelbranco. Tenía la voz ronca, apenas audible, y los ojos clavados en los de Pitt—. ¿Y si lo asesina entonces? Si ese hombre fuera encontrado muerto, ¿con cuánto empeño investigaría Knox, o cualquiera de ustedes, para descubrir y demostrar quién lo mató?
—Espera que diga que solo haríamos un esfuerzo simbólico y que estaríamos encantados de fracasar —dijo Pitt con considerable compasión—. Yo estaría tentado de hacerlo, créame. Y diría que Knox también. Pero resulta que ese hombre tiene una joven esposa que no solo lo ama sino que cree en su inocencia. ¿Tal vez tenga padre o hermanos que investigarían con más diligencia quién lo había matado? ¿Cuánto tiempo dura algo así?
Castelbranco bajó la mirada al suelo y cerró los ojos.
—Entiendo su mensaje, señor Pitt. No asesinaré al violador de mi hija, incluso si creo haber dado con él. ¿Quién cuidaría entonces de mi esposa? Necesita y merece algo mejor que eso. Ella también ha perdido a su única hija.
Pitt buscó una respuesta, cualquier cosa que ofreciera aunque solo fuera una migaja de consuelo, pero todo lo que se le ocurría eran mentiras, y Castelbranco se daría cuenta. No merecía tanta condescendencia.
—Lo siento —dijo finalmente.
Castelbranco no contestó.
Pitt llegó a casa un poco más pronto de lo habitual. Había recibido un breve informe de Stoker. Por el momento no había un solo indicio de que Alban Hythe hubiese conocido o que siquiera supiera quién era Angeles Castelbranco. No habían coincidido en ninguna recepción ni se movían en los mismos círculos sociales. Además, a las funciones teatrales, las cenas y los bailes que le gustaban había ido en compañía de su esposa. Las galerías y los museos donde se había reunido con Catherine Quixwood eran lugares en los que Angeles Castelbranco nunca había puesto un pie; y si lo hubiera hecho, habría sido con su madre ejerciendo de carabina.
Charlotte debió oír sus pasos porque lo recibió en el vestíbulo, dándole un beso.
—¿Es verdad? —preguntó con apremio—. ¿Han arrestado a un hombre por la violación y el asesinato de Catherine Quixwood? ¿Es el mismo hombre que violó a Angeles? No tendrán que acusarlo de ambos crímenes, ¿verdad? ¿O sería mejor que lo hicieran, y así la gente sabría que ella también fue una víctima y no una mujer fácil? Dicen que él y Catherine eran amantes. ¿Es cierto? Siendo así, ¿por qué violaría a Angeles?
—¿Por dónde te gustaría que empezara? —dijo Pitt sonriendo. La calidez de su hogar, los olores a ropa limpia, espliego y cera para los muebles lo envolvieron, y deseó olvidar la violencia y las pérdidas sufridas por otras personas. No podía evitarlo; no siempre era posible resolver los casos con explicaciones plausibles o justicia. Necesitaba construir una barrera en torno a él y, durante un rato, cerrarla sin casi darse cuenta. Pero vio el semblante preocupado de Charlotte, inquietud de sus ojos, y supo que no se lo iba a permitir. Estaba pensando en Isaura Castelbranco, viendo en ella a una mujer demasiado parecida a sí misma para ignorarla.
—¡Nada de evasivas, Thomas! —dijo Charlotte bruscamente—. ¡Sabes perfectamente a qué me refiero!
—Sé lo que te gustaría que dijera —contestó Pitt, buscando la mejor manera de expresarse—. Que sí, que tenemos a alguien. Que está encerrado y demostraremos que es culpable. Que un día todo el mundo sabrá que Angeles era inocente y su buen nombre quedará limpio.
—¿Piensas que quiero oír una mentira cómoda? —dijo Charlotte incrédula—. ¿Llevamos quince años casados, Thomas, y eso es lo que piensas? ¿Cuántas veces me has dicho lo que imaginabas que quería oír en lugar de decirme la verdad? ¿Algunas? ¿A menudo? ¿Siempre?
—¿Qué te asusta tanto? —inquirió Pitt furioso—. ¿Crees que alguien te va agredir? Porque no es así.
—¿Ah, no? —Lo miró con auténtica ira y miedo—. ¿Y a Jemima tampoco? ¿Por qué no? ¿No es lo bastante guapa? ¿Lo bastante importante? ¿O estás diciendo que solo atacan a extranjeras? ¡Catherine Quixwood era tan inglesa como yo! —Inspiró profundamente y prosiguió—. ¡Has dicho que era su amante! De modo que no fue un desconocido quien entró en la casa, fue alguien a quien conocía y en quien confiaba. Eso podría ocurrirle a cualquiera, sobre todo a alguien joven que no conozca la diferencia entre el amor verdadero y…
—¡Charlotte! —interrumpió Pitt sin contemplaciones—. En realidad no he dicho nada en absoluto, solo he preguntado qué pregunta querías que contestara primero.
Se quedó dolida, tanto más porque Pitt llevaba razón.
—Quiero que me las contestes todas. ¿Has hablado con los Castelbranco?
—Sí, lo he hecho. Iban a enterarse muy pronto, pero he querido avisar a Rafael para que no cometiera una estupidez.
Charlotte palideció y la ira de sus ojos fue reemplazada de inmediato por el horror.
Pitt la rodeó con un brazo y la condujo amablemente hacia la sala de estar. Una vez dentro, cerró la puerta.
—Han arrestado a un joven casado muy respetable que se llama Alban Hythe —le dijo, con más serenidad—. Su esposa también es joven y encantadora, y por ahora cree en él a pies juntillas.
Charlotte abrió los ojos, toda su ira convertida en compasión.
—Pobre mujer —susurró—. Me imagino que lo ama, que ama a quien creía que era. No podrá soportar pensar otra cosa… hasta que se vea obligada a hacerlo. —Negó con la cabeza y todos los músculos de su rostro se tensaron al pensar en el sufrimiento de aquella mujer—. Creía que no había nada peor que perder a un hijo, pero quizás esto lo sea. Le ha arrebatado no solo el presente y el futuro, sino también todo lo que creía acerca de su pasado.
—No sabemos si es culpable —dijo Pitt con delicadeza. Deseaba consolarla, pero no se atrevería a decir algo que no se ajustase a la verdad. Charlotte no se lo perdonaría, por más que lo entendiera. Formaba parte del coraje y la pasión que Pitt tanto amaba. Poco importaba que llevara razón o no; nunca era cobarde y nunca le faltaba piedad.
Ahora lo miró, lista para volver a acusarlo de valerse de subterfugios.
—Victor Narraway no está muy seguro de que Hythe sea culpable —dijo Pitt, mirándola a la cara.
Se quedó perpleja.
—¿Victor no lo está?
Sin darse cuenta había usado su nombre de pila. Fingió lo contrario, pero Charlotte era perfectamente consciente de que Narraway había estado enamorado de ella durante su aventura irlandesa, y antes también, durante algún tiempo. También estaba bastante segura de que aquello pasaría, y que posiblemente lo convertiría en una mejor persona, tanto por abrirle los ojos como por el sufrimiento posterior.
—No —corroboró Pitt—. Y Narraway ha estado investigando por su cuenta.
No hizo comentario alguno sobre el uso de su nombre, pero recordó molesto el motivo.
—¿Este tal Hythe era el amante de Catherine? —preguntó Charlotte.
—Él sostiene que no. Catherine se sentía sola, era inteligente, ansiaba tener a alguien con quien compartir ideas, descubrimientos, belleza.
—¿Y su marido es… —eligió las palabras con delicadeza— un aburrido?
—Tal vez falto de sensibilidad —corrigió Pitt—. Sí, desde el punto de vista de su esposa, muy posiblemente un pelmazo. Quizás está tan dedicado a sus negocios que no se da cuenta de que para ser una persona plena, uno también necesita placer. Diversión, cosas que compartir.
—¿Tan sola como para tener un amante? —presionó Charlotte.
—Lo suficiente para buscar un amigo —corrigió Pitt—. Al menos es lo que Narraway piensa. Dice que la señora Hythe también es afectuosa e interesante, y con mucha personalidad.
Charlotte sonrió.
—¡Tiene que serlo, para que él se haya fijado! Así, pues, ¿han prendido a un hombre inocente?
—No lo sé, pero parece bastante posible.
—¿Y qué pasa con Neville Forsbrook? —preguntó Charlotte desafiante—. No cabe duda de que era él quien aterrorizaba a Angeles.
—¿Seguro? ¿No crees que pudo ser algún otro joven de su grupo? Piénsalo detenidamente, recuerda exactamente lo que viste.
—¿Esa sería su defensa, si lo acusaras? —dijo Charlotte enseguida.
—Supongo que sí.
—Bien, pues era él. Los demás solo le seguían la corriente. Ella lo estuvo mirando a él todo el rato mientras retrocedía. —Había un convencimiento absoluto en su voz y en el brillo iracundo de sus ojos—. Si es preciso, prestaré declaración —agregó.
—No será necesario. —De repente Pitt estuvo harto de todo aquello, de la injusticia y la futilidad—. No hay nada con lo que sustentar cargos.
—¿De modo que Hythe puede ser inocente y, sin embargo, lo juzgarán, mientras que Forsbrook es culpable y podrá irse tan campante sin que nadie mencione siquiera su nombre? ¿Qué demonios nos pasa?
Ahora su semblante volvía a traslucir miedo. Miedo a la sinrazón, a la falta de justicia.
Pitt deseaba con toda su alma darle una explicación que le proporcionara consuelo, o al menos esperanza. Charlotte lo miraba, angustiada no solo por ella misma sino por todo el mundo, por sus hijos, y Pitt no podía decirle algo sincero. Si ahora mentía y ella lo averiguaba, sería incapaz de volver a confiar en él la próxima vez que hubiera una injusticia, una amenaza de violencia o tragedia.
—Todavía no han juzgado a Hythe —dijo en voz baja—. Quizá lo hallemos no culpable y limpiemos su nombre.
—¿Quedará limpio su nombre? —preguntó Charlotte—. ¿O la gente seguirá pensando que lo hizo él pero que logró salirse con la suya? ¿Supones que la gente en general escuchará realmente las pruebas?
—Quizá tengamos a otro para entonces —dijo Pitt, procurando imprimir esperanza a su voz y a su mirada.
—¿Y Forsbrook? —prosiguió Charlotte—. ¿Alguna vez lo atrapará la justicia? ¿O la gente se quedará tan pancha con la cómoda explicación de que Angeles era una extranjera y no tan buena como debería haber sido? No la violaron, solo estaba embarazada y no pudo soportar la vergüenza. —Entonces vio el rostro de Pitt y se sonrojó con abatimiento—. Perdona, Thomas. Me consta que no puedes hacer nada. Ojalá no hubiera dicho eso.
Pitt sonrió y le dio un beso con suma ternura.
—Sigo buscando pruebas.
—Ten cuidado —le advirtió Charlotte—. Nadie se beneficiará si el gobierno te despide.
—No les daré motivo para hacerlo. Te lo prometo.
Y mientras lo decía, se preguntó si con el tiempo resultaría ser verdad.
Cenaron en la cocina con el último sol de la tarde entrando a raudales por las ventanas de atrás. El olor a algodón limpio emanaba de las sábanas tendidas, y había pan recién hecho en el estante de encima del horno.
Daniel comía con fruición, como de costumbre, pero Jemima toqueteaba la comida de su plato. Su expresión era desdichada, con la vista baja.
—Si no quieres esa patata, ¿puedo comérmela? —preguntó Daniel esperanzado, mirando el plato de su hermana.
—Podría —lo corrigió Charlotte automáticamente.
Daniel se decepcionó.
—¿La quieres tú? —preguntó sorprendido.
—No, gracias. —Charlotte disimuló una sonrisa—. El verbo «apetecer» es más apropiado que «poder», en estos casos. «Me apetece, gracias». En cambio, «poder» se refiere a una aptitud. Y si estás pidiendo permiso para hacer algo, se dice «podría, por favor».
Sin mediar palabra, Jemima le pasó la patata a su hermano.
—Papá, ¿qué le pasó a la señora Quixwood? ¿Por qué se suicidó? —preguntó.
Charlotte inspiró bruscamente y aguantó el aire en los pulmones, mirando a Pitt. Acto seguido lo soltó con un suspiro.
—¿Estaba enamorada de alguien de quien no debería estarlo?
Jemima tenía los ojos arrasados en lágrimas y las mejillas sonrosadas.
—¡Uno no se mata por eso! —dijo Daniel indignado—. Bueno, supongo que las chicas a lo mejor…
—Normalmente son los hombres quienes pierden el control en ese campo, no las mujeres —dijo Charlotte secamente—. Y todavía no sabemos qué ha ocurrido. Quizá nunca lo sabremos.
—La agredieron de una manera muy personal —respondió Pitt, mirando a Daniel—. Partes del cuerpo que son íntimas. Y luego le dieron tal paliza que había sangre por todas partes. Bebió un poco de vino con una medicina, posiblemente para mitigar el dolor, y quizá tomó demasiada porque eso fue de lo que murió.
Daniel se quedó perplejo y de repente se puso muy serio.
Pitt siguió adelante.
—Cuando crezcas desarrollarás ciertos apetitos y deseos hacia las mujeres. Es parte natural del proceso de hacerse hombre. Aprenderás a controlarlos y a no hacer el amor a una mujer salvo que ella esté tan dispuesta como tú.
—¡No le harás el amor excepto si estás casado con ella! —corrigió Charlotte con firmeza, echando un rápido vistazo a Jemima antes de volver a mirar a Pitt.
A pesar suyo, Pitt sonrió.
—Después tú y yo mantendremos una larga conversación acerca de eso —le dijo a su hijo—. Y no en la mesa.
—Si realmente le hizo daño y fue culpa de él, ¿por qué todo el mundo está enojado con ella? —preguntó Jemima.
—Porque están asustados —dijo Charlotte antes de que Pitt tuviera ocasión de formular una respuesta que él considerase adecuada para su hija, sin saber cuánto sabía ella sobre el asunto. Pitt había dejado esas conversaciones a Charlotte, así como el hablarlo con Daniel sería responsabilidad suya.
Jemima pestañeó y una lágrima le resbaló por la mejilla.
—¿Por qué están asustados?
—Porque la violación puede ocurrirle a cualquier mujer —dijo Charlotte—. Igual que te caiga un rayo… y más o menos con la misma frecuencia.
—A casi nadie le cae un rayo —señaló Daniel—. Y si no sales y te metes en medio de un campo en plena tormenta, no hay nada que temer.
—Gracias —dijo Charlotte sonriéndole—. Eso es precisamente lo que quería remarcar. Pero cuando le ocurre a alguien conocido y el resultado es muy trágico, hay personas que cogen miedo y culpan a la persona a quien le ocurrió, porque si fue culpa de ella, todos los demás están a salvo.
—¿Fue culpa de ella?
Jemima no parecía estar consolada.
Charlotte la miró fijamente.
—No tenemos ni idea, y sería cruel que lo supusiéramos antes de saberlo con certeza. Me parece que nosotras deberíamos hablar largo y tendido sobre este asunto esta noche, a una hora más apropiada. Ahora hazme le favor de comerte el resto de la cena, y hablemos de algo más agradable.
No obstante, la conversación no podía eludirse. Charlotte sabía por el semblante triste de Jemima que algo la preocupaba profundamente, algo más que los habituales sueños y pesadillas cotidianos de los catorce años.
—¿Sería culpa mía que… que realmente me gustara alguien? —preguntó Jemima, con la vista baja, demasiado temerosa para mirar a su madre.
—Lo que sientes no es culpa tuya —dijo Charlotte, abriéndose paso por el campo minado de los sentimientos—. Pero lo que hagas al respecto es tu responsabilidad. Habida cuenta de lo que está en boca de todo el mundo, tal vez sea un buen momento para comentar qué es un comportamiento sensato, qué es apropiado y qué es muy probable que sea malinterpretado como un permiso que en realidad no has querido dar.
—Ya lo hemos hablado, mamá.
—¿Pues por qué estás tan triste y aparentemente confusa?
Jemima levantó la vista y pestañeó, con los ojos de nuevo arrasados en lágrimas.
—¿Qué significa violación? Quiero decir, exactamente. ¿Podría ocurrirme a mí? ¿Me moriría? O sea, ¿tendría que suicidarme? Eso es un pecado terrible, ¿verdad?
—Si alguien es tan desesperadamente desdichado que eso es lo que quiere hacer, creo que lo perdonaría —contestó Charlotte—. Y me parece que Dios es mejor que yo y que ama más a las personas, por eso pienso que Él también le concedería su perdón. Quizás haya que pagar un precio, no lo sé. Normalmente lo hay por cualquier cosa peor hecha de lo que podías haberla hecho, por los actos de omisión así como de comisión. Pero gracias al cielo no me corresponde a mí juzgar a los demás. Y en lo que a Catherine Quixwood y Angeles Castelbranco atañe, no sabemos si alguna de ellas tenía intención de morir. Desde luego yo creo que Angeles no. Yo estaba allí y estoy convencida de que no se dio cuenta de lo cerca que estaba la ventana, y que simplemente se cayó.
—¿Significa que estará bien? En el cielo, quiero decir —dijo Jemima muy seria.
—Sin duda. Es el hombre que la violó quien no lo estará.
—Todo el mundo dice «violar» pero nadie dice lo que le hizo realmente.
Charlotte fue consciente de que debía enfrentarse al tema de inmediato si no quería empeorar aún más las cosas.
—Otras veces hemos hablado sobre el amor y el matrimonio, y sobre el tener hijos —dijo con franqueza—. Si amas a un hombre, y él es amable, divertido y sensato como lo es tu padre, los actos íntimos son maravillosos. Siempre los atesorarás. Pero imagina un acto de ese tipo con alguien que no conoces o que no te gusta, y que te desgarra la ropa y te fuerza, haciéndote daño hasta que sangras para luego pegarte…
Jemima dio un grito ahogado de horror y asombro.
—Eso se llama violación —concluyó Charlotte—. Es terrible cuando sucede, tiene que serlo, pero eso no es todo. Puedes encontrarte con que estás embarazada, cosa que tendrá consecuencias para el resto de tu vida porque el niño es una persona y tú lo has traído al mundo. Lo amarás, pero el niño también te recordará lo que ocurrió.
Jemima la miró pestañeando despacio, con lágrimas en las mejillas.
—Y tal como has podido ver, la gente tiende a echarte la culpa —prosiguió Charlotte—. Dirán que de un modo u otro fue culpa tuya. Que ibas vestida de tal manera que él pensó que estabas dispuesta a aceptar a cualquier hombre, o que lo invitaste y solo dijiste «no» en el último momento. O incluso es posible que él diga que estabas la mar de contenta y que ahora lo acusas para que no te culpen por haber perdido la virginidad y, por consiguiente, tu reputación. Desde luego sería muy difícil encontrar un buen marido, porque los hombres no quieren a una mujer que haya tenido esa clase de experiencia.
—Creo que yo también me suicidaría —dijo Jemima despacio.
—No será necesario —le dijo Charlotte con firmeza—. No te ocurrirá. No te verás a solas con muchachos hasta que seas mucho mayor, y para entonces también serás más sensata y más capaz de transmitir tus deseos inequívocamente. A mí nadie me ha tratado así jamás, y tampoco te tratarán así a ti si eres consecuente con el tipo de mujer que decidas ser.
Jemima asintió.
—Y papá atrapará al que le hizo eso a la señora Quixwood y a Angeles, ¿no?
—La señora Quixwood no es un caso suyo, pero sí, hará algo con el hombre que violó a Angeles, aunque no será fácil y puede llevarle bastante tiempo.
Jemima sonrió.
—¿Tenemos suerte, verdad, de que papá cuide de nosotros?
—Sí, por supuesto. Pero aun así no te verás a solas con muchachos, sean quienes sean.
—Pero… —comenzó Jemima.
Charlotte enarcó ligeramente las cejas.
—¿Y con más gente? ¿Y si Fanny Welsh también está conmigo, podré? —insistió Jemima.
—Eso lo someteré a deliberación. Ya te daré contestación —respondió Charlotte.