XIV. AMANECER EN EL TALLER DEL ARPISTA. MEDIA MAÑANA EN EL WEYR DE ISTA. MEDIA TARDE EN LA CALA DE JAXOM, 15.8.28

En la oscuridad de la madrugada, Robinton fue despertado por Silvina.

—Maestro Robinton, ha llegado un mensaje del Weyr de Ista. Los bronces están sangrando su caza. Caylith va a salir pronto en vuelo. Te necesitan allí.

—Oh, sí; gracias, Silvina.

Parpadeó bajo el resplandor de los puntos de luz que ella había avivado.

—Tú, por casualidad, no me habrás traído… —Vio el jarro humeante junto a su cama—. ¡Qué buena mujer! ¡Mi agradecimiento será infinito!

—Eso es lo que dices siempre —contestó Silvina, hablando entre dientes, mientras salía de la habitación para seguir con su rutina de cada madrugada.

Se vistió a toda prisa para evitar el frío del amanecer. Zair se encaramó a su puesto habitual en el hombro de su amo, y empezó a dar suaves chillidos cuando Robinton descendió por el corredor.

Silvina le esperó junto a las macizas puertas de hierro, provista de una antorcha que daba cierta luz al oscuro vestíbulo superior. Hizo girar la rueda que accionaba el mecanismo, y la gran barra se separó del techo y del suelo. Él dio el impulso necesario para abrir la enorme puerta, y quedó sorprendido por un repentino dolor en su costado. Entonces, Silvina le dio su cítara, bien protegida contra el intenso frío del inter.

—Ciertamente espero que Barnath cubra a Caylith —dijo ella—. Mira, ahí viene Drenth.

El Arpista vio al dragón pardo aleteando hacia atrás para aterrizar, y salió corriendo escaleras abajo. Drenth estaba nervioso, y sus ojos resplandecían en la noche con un brillo rojo y naranja.

Robinton saludó al dragonero, se detuvo para colgarse la cítara a la espalda y luego, tendiendo la mano para asir la de D’fio, se encaramó al lomo del pardo.

—¿Cómo va la apuesta? —le preguntó el caballero.

—Bueno, Arpista. Barnath es un buen animal. Cubrirá a Caylith. Aunque… —y un cierto tono de duda impregnó la voz de aquel hombre— aunque los cuatro bronces que N’ton permite que probemos son bestias fuertes y jóvenes, y están bastante ansiosas por entrar en liza. Podrían haber sorpresas. Apuesta por quien quieras, que cualquier elección tiene posibilidades.

—Me gustaría poder apostar, pero no es eso lo que me corresponde hacer.

—Bueno, si quisieras pasarme las monedas, Maestro Robinton, yo juraría por la cáscara de Drenth que eran mías.

—¿Tanto después como antes del vuelo? —preguntó Robinton, con ganas de bromear, y con ánimo de apostar aunque sólo les estaba permitido a los jinetes.

—Soy dragonero, Maestro Robinton —dijo D’fio ásperamente—, y no uno de esos traidores meridionales.

—Y yo soy el Maestro Arpista de Pern —dijo Robinton. Pero dio un golpecito en la espalda de aquel hombre, apretando una moneda en la mano—. Barnath, por supuesto. Y por favor, que nadie se entere.

—Como desees, Maestro Robinton —dijo D’fio, con tono complacido.

Alzaron el vuelo sobre la negra sombra de las rocas del Fuerte de Fort. Bajo la oscuridad del cielo, ahora menos intensa; aunque sin luna en aquella hora y estación, todo era difícilmente distinguible.

Sintió la tensión en la espalda de D’fio, y contuvo fuertemente la respiración cuando traspasaron el inter y aparecieron bruscamente en el Weyr de Ista, mientras Drenth gritaba su nombre al dragón vigilante.

Robinton protegió sus ojos del brillo del sol, que caía oblicuamente sobre el agua. Cuando miró hacia abajo, vio el apocalíptico medio pico del Weyr de Ista, la roca negra, como un dedo gigante que señala hacia un cielo brillante y azul.

Ista era el más pequeño de los Weyrs, y alguno de sus efectivos de dragones construían weyrs en el bosque que rodeaba la base. Pero la ancha llanura situada más allá del cono estaba poblada por multitud de dragones bronce, y sus caballeros se apelotonaban muy próximos a la reina dorada, que estaba agachada sobre su pieza sorbiéndole la sangre del cuerpo. A distancia segura de este espectáculo, un abundante grupo de gente se mantenía a la expectativa.

Drenth empezó a planear en aquella dirección, y Zair se lanzó al vuelo desde el hombro de Robinton, deseoso de unirse a los otros lagartos de fuego en una demostración aérea con la que desahogaban su nerviosismo.

Robinton se dio cuenta de que aquellas pequeñas criaturas se mantenían a distancia de los dragones. Al final, los lagartos de fuego volvieron a aparecer en los weyrs.

D’fio desmontó, y envió a su pardo a que se diera un baño en las frías aguas de la bahía, más abajo de la llanura del weyr. Los otros dragones no incluidos en el vuelo se preparaban también para el baño en la Isla de Ista.

Caylith saltó del suelo hacia el rábano de bestias en el corral del Weyr. Cosira la siguió, manteniendo un fuerte control sobre su joven reina, para evitar que se tragara la carne y luego estuviera demasiado pesada para emprender aquel vuelo de apareamiento, el más importante de todos.

Robinton contó hasta veintiséis bronces que rodeaban el terreno de matar, brillando bajo la luz del sol, con los ojos enrojecidos por el nerviosismo, las alas medio extendidas y los cuerpos en tensión para saltar hacia lo alto en el momento en que la reina remontara el vuelo. Todos ellos eran jóvenes, tal como F’lar había recomendado, casi del mismo tamaño, y no apartaban ni por un momento sus brillantes ojos del objeto de su interés.

Caylith soltaba profundos gruñidos mientras sorbía la sangre del animal muerto. Echó la cabeza hacia atrás, rugiendo despectivamente en dirección a la hilera de los bronces.

De repente, el dragón vigilante rugió su desafío, e incluso Caylith se volvió a mirar.

Como flechas, dos bronces llegaron volando sobre el mar procedentes del sur.

En el mismo momento en que Robinton se dio cuenta de que aquellas bestias debían haber volado al nivel del mar para llegar hasta el Weyr sin ser detectados, se apercibió también de que se trataba de bestias más viejas: sus hocicos eran grises y sus cuellos eran más anchos. Eran meridionales. Dos de los bronces de los Antiguos. Debían ser T’kul con Salth, y quizá B’zon con Ramith.

Robinton empezó a correr hacia el terreno de matar, hacia las posibles parejas de la reina, pues aquella era obviamente la meta de los dos bronces que llegaban desde el Meridional.

El cálculo del tiempo de los dragoneros había sido perfecto, pensó Robinton, y luego vio a otros dos que se aproximaban al lugar de aterrizaje de los bronces: la figura rechoncha de D’ram, y el cuerpo inclinado de F’lar.

T’kul y B’zon saltaron de sus bestias. Los dragones dieron un último salto para colocarse en fila con los otros bronces, que vitoreaban y saludaban a los recién llegados. Robinton en su fuero interno, rogaba que ninguno de los caballeros de los bronces actuara primero y pensara después. La mayoría de ellos eran tan jóvenes que no hubieran reconocido a T’kul ni a B’zon. Pero D’ram y F’lar sí los reconocerían.

Robinton sintió como el corazón le latía con fuerza y un extraño dolor le produjo una mueca y le hizo moderar momentáneamente el paso. B’zon estaba frente a él, con el rostro sonriente. Tocó el brazo de T’kul, y el Antiguo Caudillo del Weyr de las Altas Extensiones eludió la rápida mirada del Arpista. T’kul no le consideró una amenaza, y se volvió hacia los dos Caudillos del Weyr.

D’ram fue el primero en alcanzar a T’kul:

—¡Loco! Esto es para bestias jóvenes. Vas a matar a Salth.

—¿Qué otra alternativa nos has dejado? —preguntó B’zon, mientras F’lar y Robinton se colocaban a ambos lados de los dos meridionales. En la voz de aquel hombre había un tono histérico—. Nuestras reinas son demasiado viejas para realizar un vuelo. Y no hay verdes que alivien la labor de los machos. Así que debemos

Caylith bramó cuando se apartó del cuerpo, ya sin sangre, del animal, y medio corriendo, medio volando, desperdigó el rebaño, enganchando con una de sus garras delanteras a otra víctima por el flanco y arrastrándola con ella.

—¿D’ram, fuiste tú quien declaró este vuelo abierto, no? —preguntó T’kul, con voz dura. Sus facciones eran delicadas a pesar de estar tostado por el sol del Meridional. Miró alternativamente a D’ram y a F’lar.

—Sí, yo fui. Pero tus bronces son demasiado viejos, T’kul. —Y D’ram hizo un gesto señalando a los impacientes dragones jóvenes. La diferencia entre ellos y los dos más viejos era patéticamente obvia.

—Salth está muriéndose, de todos modos. Déjale que salga en vuelo. Fui yo quien tomó la decisión, D’ram, cuando lo traje aquí.

T’kul se quedó mirando fijamente a F’lar, y la amargura y el odio eran en él tan vivos, que Robinton contuvo el aliento.

—¿Por qué devolviste el huevo? ¿Cómo lo encontraste? —La desesperación calaba por momentos en el frío orgullo de T’kul.

—Si hubieras venido a nosotros, te hubiéramos ayudado —dijo F’lar tranquilamente.

—O yo —dijo D’ram, sintiéndose impotente ante la situación de su antiguo conocido.

Ignorando a F’lar, T’kul lanzó sobre el Caudillo del Weyr de Ista una larga y burlona mirada. Luego, encogiéndose de hombros, volvió la cabeza hacia B’zon haciéndole señal de avanzar. F’lar iba directamente hacia los otros caballeros bronces.

El Caudillo del Weyr de Benden abrió la boca para hablar, movió la cabeza en señal de asentimiento y dio un paso a un lado. Los caballeros meridionales dieron unos pocos hacia adelante justo a tiempo. Caylith, levantando su morro sangriento, pareció dar muestras de ser más dorada que nunca. Sus ojos resplandecían en infinidad de colores.

Dando un fiero alarido, se lanzó hacia arriba. Barnath fue el primer dragón que despegó del suelo tras ella y, para sorpresa de Robinton, Salth de T’kul salió detrás del bronce de Ista.

T’kul retrocedió hacia F’lar. El triunfo que reflejaba su cara era un insulto. Luego se precipitó al lado de Cosira.

La Dama del Weyr estaba esforzándose al máximo para mantener el contacto mental con su reina, y no se dio cuenta de que eran G’dened y T’kul los que la estaban guiando hacia sus aposentos para que esperara el resultado de aquel vuelo.

—Va a matar a Salth —murmuró D’ram, con el rostro entristecido.

La opresión en el pecho que Robinton seguía sintiendo, le impidió dar ánimos a aquel hombre angustiado.

—¡Y B’zon también! —D’ram agarró el brazo de F’lar—. ¿No hay nada que podamos hacer para evitarlo? ¿Dos dragones?

—Si hubieran venido a nosotros… —empezó a decir F’lar, colocando su mano, a manera de consuelo, sobre la de D’ram—. Pero los caballeros Antiguos siempre tomaron. Ese fue su error de partida. Y la expresión de su rostro se endureció.

—Y siguen tomando —dijo Robinton, intentando calmar el disgusto de D’ram—. Han tomado lo que necesitaban del Norte, de todo él. De aquí, de allí. Lo que les gustaba. Muchachas jóvenes, material, piedra, hierro, joyas. Han estado cometiendo pillaje clandestinamente, desde el mismo momento en que fueron enviados al exilio. Tengo informes sobre ello. Ya se los he pasado a F’lar.

—¡Si hubieran preguntado! —F’lar miró arriba hacia los dragones en vuelo, que ahora eran sólo manchas que desaparecían de la vista.

—¿Qué está pasando? —El Señor Warbret del Fuerte de Ista se dirigía hacia ellos a toda prisa—. Aquellos dos últimos eran viejos, o yo no sé de dragones tanto como creía.

—El vuelo de apareamiento era abierto —replicó F’lar, pero Warbret estaba mirando el ansioso rostro de D’ram.

—¿Para los dragones viejos? ¡Yo creí que fijaste en la convocatoria que sólo serían dragones jóvenes que no hubieran tenido la oportunidad de cubrir a una reina anteriormente! Por mi parte, no entiendo eso de tener otro Caudillo del Weyr viejo. No tengo intención de ofenderte, D’ram. Pero el cambio disgusta a los Señores. —Y miró hacia el cielo—. ¿Cómo van a mantener el ritmo contra los más jóvenes? ¡Es una carrera agotadora!

—Tienen derecho a probar —dijo F’lar—. Mientras esperamos el resultado, ¿qué tal un poco de vino, D’ram?

—Sí, sí, vino, señor Warbret… —D’ram recobró su compostura lo suficiente para indicar al Señor del Fuerte que lo acompañara hacia el salón de la caverna. Indicó también a los otros invitados que lo siguieran, pero sus pasos eran lentos y pesados.

—No te preocupes, D’ram. Aquel dragón ha salido muy rápidamente en vuelo —dijo el Señor Warbret, mientras golpeaba el hombro de D’ram para darle ánimos—, pero tengo toda la fe del mundo depositada en G’dened y Barnath. ¡Excelente joven! Y un dragón espléndido. Además, se emparejó con Caylith anteriormente, ¿verdad? Y esto siempre significa algo, ¿o no?

Mientras Robinton respiraba aliviado al ver que el Señor del Fuerte malentendía la preocupación de D’ram, F’lar fue respondiendo a las preguntas:

—Sí, Caylith tuvo treinta y cuatro huevos de su primera nidada con Barnath. Tú no quieres que una reina joven se exceda en su puesta, pero sus eclosiones eran sanas y fuertes. No ponía ningún huevo-reina, pero esto ocurre a menudo cuando un Weyr tiene suficientes reinas. El nexo de un emparejamiento previo puede ser un factor importante a pesar de la capciosidad de una reina, pero nunca se sabe.

Robinton se dio cuenta de que los sirvientes del Weyr parecían estar algo tensos mientras atendían a los visitantes. Se preguntó cuántos habrían identificado a los meridionales. Esperaba que ninguno exteriorizaría sus sospechas delante del Señor del Fuerte.

El Salth de T’kul debía haber cubierto en vuelo a su reina docenas de veces. Debía de ser tan astuto como viejo, muy bien, pero toda su inteligencia no serviría de nada si no podía atrapar a la reina en los primeros minutos del vuelo. Simplemente, no tendría la facultad de detenerse bruscamente que tenían los dragones más jóvenes, y posiblemente tampoco la velocidad de arranque necesaria para capturarla. Volaba contra unas bestias muy fuertes.

Robinton sabía con qué cuidado había seleccionado N’ton a los cuatro caballeros bronces que se presentaban de Fort. Cada uno de ellos había sido Lugarteniente durante varias Revoluciones; eran hombres curtidos en las Caídas, y que habían montado sobre fuertes dragones. Por su parte, F’lar había escogido como contendientes de Benden a hombres muy capaces de regir un Weyr. Robinton tenía que reconocer también que Telgar, Igen y las Altas Extensiones habían hecho los honores al Weyr de D’ram con hombres de los buenos. Ista era el más pequeño de los seis Weyrs, y necesitaba de una gente unida.

Bebió su vino, en espera de que su costado dejara de dolerle, preguntándose qué habría causado aquella enervante opresión. Bien, el vino curaba muchos males. Esperó hasta que D’ram volvió la cara, y entonces le llenó de nuevo la taza, captando al hacerlo la mirada de aprobación de F’lar.

La gente del Weyr empezó a detenerse junto a la mesa, saludando a D’ram y al Señor Warbret. El placer que sentían al ver a su antiguo Caudillo de Weyr fue un alivio para D’ram, que respondió con sonrisas y frases corteses. Parecía nervioso, pero cualquiera hubiera atribuido su estado a una comprensible preocupación por el resultado del vuelo.

En cuanto a Robinton, no cesaba de pensar en su propio enigma: las amargas palabras de T’kul referentes al huevo. «¿Por qué lo devolviste? ¿Cómo lo encontraste?» ¿Acaso T’kul no sabía que había sido alguien del Meridional quien había devuelto el huevo? Y pensando en ello el Arpista se puso furioso. No había sido ningún meridional quien había devuelto el huevo, pues seguramente que T’kul ya hubiera descubierto al culpable.

Robinton deseaba fervientemente que ninguno de los dos dragones viejos muriera en el intento de cubrir a la joven reina. ¡Igual que los Antiguos, que añadían una nota amarga a lo que sólo debía ser una ocasión gozosa! La vida en el Weyr Meridional no era tan insoportable como para que T’kul permitiera a sangre fría que su dragón cortejara a la muerte antes que continuar allí.

Robinton conocía bien el Weyr; su situación, en aquel pequeño valle, era inmejorable, una considerable ventaja para T’kul, comparado con el sombrío Weyr de las Altas Extensiones. Era un salón inmenso y bien construido, en el centro de un patio de losas al que ninguna Hebra podía afectar porque no tenía hierba. Había comida al alcance de la mano, bestias salvajes en abundancia para alimentar a los dragones, además de abundante agua cristalina y la única obligación de los dragoneros era la de un pequeño Fuerte en la costa.

Entonces, Robinton recordó el reciente odio contra F’lar en los ojos de T’kul. Era la malicia y la terquedad lo que había llevado al exilio al antiguo Caudillo del Weyr de las Altas Extensiones, y sentía odio contra un lugar que él no había elegido.

Las reinas podían ser demasiado viejas para volar, pero eso sólo había ocurrido recientemente, pensó Robinton, y los bronces no podían encontrarse en una situación tan difícil. Ellos también estaban envejeciendo, y no necesitaban tanto el apareamiento, de modo que sus urgencias a buen seguro podían ser refrenadas.

Pero además estaba el hecho de que a T’kul no le era imprescindible haber ido al Meridional con Mardra, T’ron y los otros Antiguos, obstinados y rencorosos. Podía haber aceptado el liderazgo de Benden, haber reconocido que los Artesanados y los Fuertes habían adquirido derechos por ellos mismos durante las cuatrocientas Revoluciones desde la última Pasada, y haber tomado en propia mano sus asuntos y su Weyr, de acuerdo con lo anterior.

Si alguno de los Meridionales hubiera actuado honorablemente, solicitando la ayuda de los otros Weyrs, él estaba seguro de que la iniciativa hubiera tenido éxito. No tenía ninguna duda de la sinceridad de D’ram, y éste hubiera presionado para que ellos hicieran sus peticiones. Él mismo lo hubiera hecho, ¡por el Huevo que lo hubiera hecho!

Volvió a pensar en la peor conclusión que podían tener los acontecimientos del día. ¿Qué le ocurriría a T’kul si Salth hubiera llevado su propio vuelo al último extremo? El Arpista suspiró profundamente, ante el desagrado que le producía considerar aquella posibilidad, pero era mejor que lo hiciera.

La posibilidad significaba que… Robinton miró hacia los aposentos de la Dama del Weyr.

T’kul llevaba un cuchillo al cinto. Todo el mundo lo llevaba. Robinton sintió cómo le latía el corazón. Él sabía que no era lo adecuado, pero ¿no debería sugerirle a D’ram que alguien se quedara en el Weyr de la reina en caso de haber dificultades? Tendría que ser alguien no implicado en el vuelo de apareamiento. Cuando el dragón de un hombre moría, éste podía enloquecer, perder totalmente la razón. Una visión del odio de T’kul asaltó instantánea y vívidamente la mente del Arpista.

Robinton gozaba de muchas prerrogativas, pero la de entrar en los aposentos de una Dama del Weyr cuyo dragón estaba apareándose no era una de ellas. No obstante…

Robinton parpadeó. F’lar ya no estaba sentado a la mesa. El Arpista echó una ojeada por toda la caverna, pero no vio la alta figura del Caudillo del Weyr de Benden. Se levantó, esforzándose por aparentar que su paseo era algo fortuito, y se las arregló para hacer un gesto amistoso con la cabeza a D’ram y a Warbret mientras se acercaba a la entrada. El Arpista de Ista le salió entonces al paso.

—F’lar se ha llevado a dos de nuestros caballeros más fuertes con él, Maestro Robinton. —El hombre señaló con la cabeza en dirección a los aposentos de la Dama del Weyr—. Tiene miedo de que haya problemas.

Robinton asintió con la cabeza, respirando aliviado ante estas palabras. Luego se detuvo:

—¿Cómo lo hizo? No vi a nadie subiendo los escalones.

Baldor hizo una mueca.

—Este Weyr está plagado de túneles antiguos y entradas desconocidas. Esto no hará que el problema se solucione —añadió, señalando hacia los invitados de la caverna—, ¿verdad?

—Desde luego que no, claro que no.

—Pronto nos enteraremos de lo que está ocurriendo —dijo Baldor, dando un suspiro de preocupación—. Nuestros lagartos de fuego nos lo contarán.

—Es verdad.

Y Zair, encaramado a su hombro, graznó al pardo de Baldor.

Robinton se sintió algo aliviado por aquellas precauciones, y, dando media vuelta, se dirigió otra vez hacia la mesa. Llenó de nuevo su taza y la de D’ram. No era vino de Benden pero, en definitiva, no era despreciable, aunque un poco dulce para su gusto. ¿Por qué sería que aquellas felices ocasiones normalmente parecían pasar con mucha rapidez, y en cambio aquel día no acababa nunca?

El dragón vigilante bramó un sonido temible, desdichado. ¡Pero no era un sonido agudo! ¡No era un clamor de muerte! Robinton sintió que los músculos de su pecho se relajaban. Pero su alivio fue apresurado pues todo un enjambre de rumores de preocupación empezó a flotar en el ambiente de la caverna.

Varias personas pertenecientes al Weyr salieron a toda prisa, mirando hacia lo alto, al dragón vigilante azul, que tenía las alas extendidas.

Zair canturreó suavemente, pero Robinton no sintió que le comunicara nada concreto. El pequeño bronce no hacía sino repetir los confusos pensamientos del dragón.

—Uno de los bronces debe haberse debilitado —dijo D’ram tragando nerviosamente, y su rostro se veía gris a pesar de lo tostado que estaba. Dirigió una preocupada mirada a Robinton.

—Apostaría que es uno de los más viejos —dijo Warbret, complacido por encontrar una justificación a su postura.

—Es muy probable que tengas razón —dijo Robinton diplomáticamente—, pero el vuelo fue declarado abierto, así que había que admitirlos.

—¿No están alargando mucho el asunto? —preguntó Warbret, mirando con el entrecejo fruncido hacia el cielo, que apenas se veía desde la mesa.

—Oh, yo creo que no —replicó Robinton, con lo que esperó pareciera un gesto despreocupado—. Aunque a veces parece que sea así. Yo creo que eso es porque el resultado de este vuelo en especial tendrá importantes consecuencias para el Weyr. Caylith, al menos, está haciendo que los bronces se den una buena carrera por ella.

—¿Crees que habrá un huevo de reina esta vez? —preguntó ansiosamente Warbret.

—Yo nunca cometería la equivocación de contar los huevos tan pronto, Señor Warbret —dijo el Arpista, tratando de mantener su actitud lo más amable posible.

—Sí, claro. Quiero decir que, para Barnath, eso sería todo un logro, ¿o no? Quiero decir, que su reina pusiera un huevo dorado en este vuelo.

—Así sería, por supuesto, si… Barnath logra cubrirla.

—Seguro, Maestro Arpista, que él lo conseguirá. ¿Qué se ha hecho de tu sentido de la justicia?

—Está en su sitio habitual. Pero dudo de que Caylith esté en situación de pensar en justicias, precisamente ahora.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando Zair, con los ojos amarillos de disgusto, soltó un alarido terrorífico mirando al Arpista. Mnementh se lanzó al aire justo encima del Cuenco, rugiendo alarmado.

Robinton se había incorporado, y corría, mirando a su alrededor, en busca de Baldor. El arpista de Ista estaba también alertado. Él y cuatro caballeros altos empezaron a correr a toda prisa hacia el Weyr.

—¿Qué pasa? —preguntó Warbret.

—Quédate ahí —gritó Robinton.

El aire se había llenado repentinamente de dragones, rugiendo y gritando, preocupados únicamente de evitar colisiones, mientras volaban muy bajo en círculos, sin caballeros y descontrolados. Robinton hizo uso de sus largas piernas con tanta rapidez como le fue posible, sin preocuparse del violento dolor de su cadera, que alivió un poco hundiendo la palma de la mano en su carne. La pesadez que sentía en el pecho pareció empeorar. Le cortaba la respiración, impidiéndole correr.

Zair empezó a gemir sobre la cabeza de Robinton, proyectando la imagen de un dragón que caía y de hombres en lucha. Por desgracia, el pequeño bronce no podía proyectar la información que más necesitaba Robinton: ¿Qué dragones? ¿qué hombres? F’lar debía estar implicado, o Mnementh no estaría allí.

El inmenso bronce estaba aterrizando en el Weyr de la reina, sobre la cornisa, impidiendo la entrada a los hombres de Baldor. Se apretaron contra la muralla, intentando evitar las frenéticas pasadas de sus anchas alas.

—¡Mnementh! ¡Escúchame! ¡Déjanos pasar! Vamos a ayudar a F’lar. ¡Escúchame!

Robinton subió lanzado por los escalones, dejó atrás a Baldor y su gente y agarró la punta de un ala. Sintió un fuerte tirón en los pies, y Mnementh lo empujó hacia atrás, volviendo la cabeza hacia el Arpista con un rugido. Sus grandes ojos centellearon con un amarillo violento.

—¡Escúchame, Mnementh! —gritó el Arpista—. ¡Déjanos pasar!

Zair voló hacia el dragón bronce, aullando todo lo que daban de sí sus pulmones.

Ya escucho. Salth ya no está. ¡Ayudad a F’lar!

El gran dragón bronce plegó las alas y alzó la cabeza, y Robinton hizo una señal a Baldor para que pasara. Él mismo necesitó un momento para tomar aliento.

Cuando Robinton volvió para entrar en el pasillo, con la mano apretando aún su costado, Zair salió zumbando delante de él, dando gritos que ahora eran de aliento. El Arpista se preguntó, por un momento, si la diminuta criatura creía que él solo había apartado de su paso al gran bronce. Robinton sentía únicamente gratitud hacia el dragón bronce por haberlo escuchado.

Cuando entró, Robinton pudo oír ruidos de lucha en el interior de la cámara nocturna de la Dama del Weyr. La cortina que cubría la puerta fue súbitamente arrancada de sus anillas, y dos cuerpos en lucha saltaron hacia afuera, al largo pasillo.

¡Eran F’lar y T’kul!

Baldor y dos de sus ayudantes estaban muy cerca, detrás de ellos, intentando separarlos. En la habitación más alejada, encerrados y en contacto con sus bestias, estaban el resto de los caballeros bronces y la Dama del Weyr, ajena al combate.

Alguien se había desmayado sobre el suelo. Quizá fuera B’zon, pensó, mientras la escena se reflejaba en su mente por una décima de segundo.

Pero lo que captó la atención de Robinton fue que F’lar no tenía ningún cuchillo en la mano. Su mano derecha sujetaba fuertemente la muñeca derecha de T’kul, esforzándose por mantener el largo cuchillo de éste —no de hoja larga, sino de desollar— lejos de su cuello. Sus dedos empezaban a hundirse en los tendones de la muñeca de T’kul, intentando abrirle la mano o inutilizarle los nervios. La mano de F’lar mantenía el brazo izquierdo de T’kul lejos y bajo su costado. T’kul se contorsionaba salvajemente. El brillo de sus ojos enrojecidos evidenció a Robinton que aquel hombre estaba fuera de sí. Tal como se debía haber previsto, pensó Robinton.

Uno de los hombres de Baldor intentaba entregarle un cuchillo a F’lar, pero éste estaba demasiado ocupado luchando por sujetar la mano izquierda de T’kul.

—Te voy a matar, F’lar —dijo T’kul, entre dientes, esforzándose por bajar su mano derecha y acercando la hoja cada vez más al cuello del caballero bronce—. Te voy a matar como tú mataste a mi Salth. ¡Como nos mataste! ¡Te voy a matar!

Sonaba como una cantinela acompañando a los golpes acentuados por los arrebatos de violencia de T’kul que, en ocasiones, gritaba desde lo más profundo de su locura.

F’lar contenía el aliento. El esfuerzo por mantener distante aquel cuchillo se reflejaba en los tendones de su cuello, y en la tensión de los músculos de su rostro, de sus piernas y de sus muslos.

—¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar, como debería haber hecho T’ron! ¡Te voy a matar, F’lar!

La voz de T’kul era más rabiosa, a medida que la punta del cuchillo se acercaba a su objetivo.

Repentinamente, F’lar dio un violento impulso a su pierna izquierda y, retorciéndola sobre la pierna izquierda de T’kul, sacó el pie de un tirón de debajo del enloquecido Antiguo, haciéndole perder el equilibrio.

Dando un alarido, T’kul cayó hacia adelante sobre F’lar, el cual le hizo girar rompiéndole la mano izquierda, y manteniendo la suya firmemente cerrada sujetando la muñeca derecha de T’kul. El Antiguo dio una patada que acertó a F’lar de lleno en el estómago. Aunque el caballero bronce no soltó la mano del cuchillo, se vio doblado en dos, sin aire para respirar.

Una segunda patada de T’kul golpeó sus pies, haciéndole caer. F’lar se sintió perdido cuando T’kul logró liberar la mano que portaba el cuchillo y se abalanzó sobre él. Pero F’lar logró zafarse girando sobre sí mismo con una agilidad que dejó atónitos a todos los presentes, y volviendo a incorporarse antes de que T’kul iniciara su próximo ataque. En el intervalo, F’lar tuvo tiempo suficiente para agarrar el cinturón con el cuchillo que le ofrecía Baldor.

Los dos luchadores quedaron frente a frente. Robinton supo, por la hosca determinación que reflejaba el rostro de F’lar en aquel momento que, muerta ya la bestia de aquel hombre, el Caudillo del Weyr de Benden acabaría con su enemigo. Si podía.

Robinton no albergaba dudas sobre la habilidad de F’lar como luchador. Pero T’kul no era un enemigo corriente, poseso como estaba por la locura a causa de la muerte de Salth. Aquel hombre, de unas veinte Revoluciones más de edad que el otro, tenía a F’lar a su alcance, y una hoja más larga y afilada en sus manos. F’lar tendría que esquivar aquella hoja el tiempo suficiente para que la energía de T’kul empezara a disminuir.

Un grito de horror salió de la habitación de la Dama del Weyr, seguido de un alarido penetrante. Aquello bastó para desviar la atención de T’kul. F’lar, que estaba listo para aprovechar cualquier debilitamiento en la atención de su enemigo, se lanzó sobre T’kul con el brazo del cuchillo bajo y, antes de que el Antiguo pudiera detener el golpe, la cuchillada de F’lar le subió por las costillas hasta el corazón. T’kul, con los ojos desorbitados cayó muerto a sus pies.

F’lar respirando con dificultad, cayó de rodillas mientras recuperaba el aliento. Fatigosamente, se tocó la frente con el dorso de la mano izquierda, y todas las líneas de su cuerpo reflejaron el decaimiento que estaba experimentando.

—No podías hacer otra cosa, F’lar —le dijo Robinton en voz baja, deseando tener suficiente fuerza para sacar a F’lar de su postración.

De los aposentos de la Dama del Weyr fueron llegando los rechazados pretendientes, aturdidos por su participación en el vuelo de apareamiento. Salieron en masa, y Robinton no pudo saber quién de ellos se había quedado con la Dama del Weyr en calidad de compañero y era ahora el nuevo Caudillo de Ista.

Una súbita e inexplicable debilidad se apoderó del Arpista. No podía respirar. Ni siquiera tenía fuerzas para acallar a Zair, que estaba chillando presa del más violento de los nerviosismos. El dolor de su costado se había extendido a su pecho, y lo sentía como si tuviera una pesada roca sobre él.

—¡Baldor!

—¡Maestro Robinton!

El Arpista de Ista corrió a su lado. Su rostro expresaba horror y consternación mientras ayudaba a Robinton a llegar al banco más próximo.

—Estás gris. ¡Tus labios! Están azules. ¿Qué te pasa?

—Gris, eso es lo que siento. ¡Mi pecho! ¡Vino! ¡Necesito vino!

La habitación empezó a oprimir al Arpista. No podía respirar. Sintió los gritos, sintió el pánico en el aire, y trató de dominarse y controlar la situación. Unas manos le empujaron hacia abajo, y luego le aplastaron imposibilitándole totalmente la respiración. Hizo un esfuerzo para serenarse.

—Dejadme. Voy a ayudarle a respirar.

Vagamente, Robinton identificó aquella voz como la de Lessa. ¿Cómo era que ella estaba allí? Luego se sintió empujado contra alguien, y empezó a respirar más fácilmente, si pudiera descansar, dormir…

—¡Que salga todo el mundo del Weyr! —ordenó Lessa.

Arpista, Arpista, escúchanos. Escúchanos ahora. Arpista, no duermas. Quédate con nosotros. Te necesitamos. Te queremos. Escúchanos.

Aquellas voces de su mente le eran desconocidas. Hubiera querido que se callaran y le permitieran pensar en el dolor de su pecho y en el sueño que tan desesperadamente buscaba.

Arpista, no puedes irte. Debes quedarte. Arpista, te queremos.

Aquellas voces le intrigaban. No las conocía. No eran Lessa ni F’lar quienes hablaban. Eran voces profundas, insistentes, y no las escuchaba con sus oídos. Eran voces de su mente que no había modo de ignorar. Deseó que lo dejaran sólo para poder dormir. Estaba tan cansado… T’kul había resultado ser demasiado viejo para hacer volar su dragón o ganar una lucha. Y él era más viejo que T’kul, que ahora dormía en la muerte. Si aquellas voces le dejaban dormir, estaba tan cansado…

No puedes dormir aún, Arpista. Estamos contigo. No nos dejes. Arpista, ¡debes vivir! Te queremos.

¿Vivir? Por supuesto que iba a vivir. ¡Qué voces más tontas! Sólo estaba cansado. Necesitaba dormir.

Arpista, Arpista, no nos abandones. Arpista, te queremos. No te vayas.

Las voces no eran altas, pero insistían una y otra vez en su mente. Eso era. No dejaban que su mente se librara de su presencia.

Alguien más, fuera de él, llevó algo a sus labios.

—Maestro Robinton, debes intentar tragar esta medicina. Debes hacer un esfuerzo. Te aliviará el dolor.

Aquella voz sí era reconocible. Era Lessa. Y estaba trastornada. Por supuesto que lo estaba, después de que F’lar había tenido que matar a un caballero, y todo el asunto del robo del huevo, y con Ramoth tan alterada.

Arpista, obedece a Lessa. Debes obedecer a Lessa, Arpista. Abre la boca. Debes intentarlo.

Podía ignorar a Lessa. Podía sorber algo de la taza con los labios, y luego escupir aquella píldora de sabor amargo que se estaba deshaciendo en su lengua; pero le era imposible ignorar a aquellas voces insistentes. Se dejó meter el vino en la boca, y se tragó la píldora con él. Al menos, tenían la amabilidad de darle vino, no agua, que hubiera sido indigno de un Arpista de Pern. Nunca hubiera podido tragar agua con aquel dolor en el pecho.

Algo pareció cerrarse dentro de él. Ah, aquel dolor de pecho. Se estaba aliviando, como si se hubiera aflojado un apretado nudo que oprimiera su corazón. Suspiró aliviado. Uno no se daba plena cuenta de la ausencia de dolor, pensó.

—Toma un sorbo de vino, Maestro.

Y volvió a sentir la taza en sus labios. Vino, sí, eso completaría su curación. El vino siempre le había reanimado. Pero seguía necesitando dormir. Estaba tan cansado…

—¡Toma otro!

Debes dormir más tarde. Debes escucharnos y quedarte. ¡Arpista, escucha! Te queremos. Debes quedarte.

Aquella insistencia empezaba a molestarle.

—¿Cómo se las arregló este hombre para poder llegar aquí?

Era la voz de Lessa, sonando con mayor violencia de la que nunca le había oído. ¿Por qué sonaba como si ella estuviera llorando? ¿Lessa llorando?

Lessa está llorando por ti. Tú no quieres que ella llore. Quédate con nosotros, Arpista. No te puedes ir. No te dejaremos irte. Lessa no debe llorar.

No, era verdad, Lessa no debía llorar. Robinton no creía en realidad que ella llorara. Abrió sus ojos, haciendo un esfuerzo, y la vio inclinada ante él. ¡Y estaba llorando! Las lágrimas le caían por las mejillas sobre la mano de él, que estaba abierta y con la palma hacia arriba, como si quisiera recibirlas.

—No debes llorar, Lessa. No quiero que llores.

¡Por el Gran Huevo!, estaba perdiendo el control de su voz. Se aclaró la garganta. Pero eso no importaba.

—No intentes hablar, Robinton —dijo Lessa, conteniendo los sollozos—. Descansa. Tienes que descansar. Oldive llegará enseguida. Le dije que viajara en el tiempo. Descansa. ¿Quieres más vino?

—¿Alguna vez lo he rechazado? —Pensó qué tenía la voz muy débil.

—Nunca —Lessa reía y lloraba a la vez.

—¿Quién ha estado sermoneándome? Decían que no me dejarían irme. Haz que me dejen descansar, Lessa. ¡Estoy tan cansado!

—Oh, Maestro Robinton, por favor.

—¿Por favor qué?

Arpista, quédate con nosotros. Lessa va a llorar.

—Oh, Maestro Oldive, ¡por aquí!

Esta vez era de nuevo Lessa, que se apartó de su lado. Robinton trató de retenerle.

—¡No hagas esfuerzos! —Ella le ayudó a echarse, pero se quedó con él.

¡La buena Lessa! Incluso cuando se disgustaba con ella, no disminuía su amor en lo más mínimo. Todo lo contrario, porque ella se enfadaba con mucha frecuencia, y la furia la hacía estar más hermosa.

—Ah, Maestro Robinton. —La voz suave de Oldive le hizo abrir los ojos—. ¿Otra vez el dolor de pecho? Di que sí con la cabeza; prefiero que no hagas el esfuerzo de hablar.

—Ramoth dice que siente un gran dolor y está muy cansado.

—¿Eh? Conviene que el dragón también escuche.

El Maestro Oldive estaba colocando fríos instrumentos sobre su pecho y sobre su brazo. A Robinton le hubiera gustado protestar.

—Sí, ya sé que están fríos, mi querido Arpista, pero son necesarios. Y ahora, escúchame: tu corazón ha hecho un sobreesfuerzo. Eso era el dolor de pecho. Lessa te dio una píldora que te alivió momentáneamente el dolor. El peligro inmediato ha pasado. Ahora quiero que intentes dormir. Vas a necesitar mucho reposo, mi buen amigo. Un buen tiempo de descanso.

—Diles que se callen y me dejen dormir.

—¿Quién ha de callarse? —La voz de Oldive era suave, y Robinton se disgustó un poco, pues sospechaba que Oldive no creía en las voces que lo habían mantenido despierto—. Toma, ten esta píldora y un sorbo de vino. Ya sé que nunca rechazas el vino.

Robinton sonrió débilmente. Qué bien lo conocían Oldive y Lessa.

—Son Ramoth y Mnementh quienes le hablan, Oldive. Han dicho que ha estado a punto de irse… —y la voz de Lessa se quebró en la última palabra.

¿Así que he estado a punto de irme?… ¿Es eso lo que se siente cuando se está cerca de la muerte? ¿Como si se estuviera muy cansado?

Ahora te quedarás, Arpista. Te dejaremos dormir. Pero estaremos contigo. Te queremos.

¿Son dragones quienes me hablan? ¿Dragones quienes me protegen de la muerte? Qué amables son, pues no deseaba morir todavía. Hay tanto por hacer, tantos problemas por resolver. Ha habido uno en mi mente… sobre dragones, también…

—¿Quién cubrió a Caylith?

¿Lo dijo en voz alta? Ni siquiera oyó su propia voz.

—¿Oíste lo que dijo, Oldive?

—Sí, algo sobre Caylith.

—No creía que se preocuparía de eso en un momento como este. —La voz de Lessa sonó esta vez como solía, algo bronca—. Barnath cubrió a Caylith, Robinton. Pero ahora, ¿vas a dormir?

Duerme, Maestro. Nosotros estaremos atentos.

El Arpista hizo una profunda inspiración, llenando de aire sus pulmones, y se relajó plácidamente, cayendo en un profundo sueño.