Capítulo doce

 

 

   

   ―¡Nils! ¡Tavish! ―bramó Aidan, entrando como una exhalación en el salón sumido en las sombras, vociferando nombres y frunciendo el ceño más que nunca. Con el castillo ya preparado para la noche, apenas había antorchas encendidas, pero él tomó una de las pocas que quedaban, la arrancó de la pared y la levantó. Aun así, apenas conseguía ver a través del humo. Invadido por la furia como nunca, se abrió paso entre hombres dormidos que roncaban, sin detenerse hasta llegar al medio del salón. Si pisó a alguien, le estuvo bien empleado por interponerse en su camino. Pero todo estaba en silencio salvo por la variedad de ruidos nocturnos de sus hombres y algunos crujidos y gemidos ahogados pero reveladores procedentes de los nichos en penumbra al lado de las ventanas―. ¡Por los fuegos de todos los infiernos! ―aulló el highlander, al ver que nadie se movía. Sin duda, los necios que estaban de fiesta en las troneras de las ventanas tenían que haberlo oído. Afortunadamente, al menos los perros del castillo sí lo hicieron. Sus súbitos ladridos y sus propios gritos pronto consiguieron que los hombres se levantaran de un salto de sus camastros, haciendo que los sacos de guisantes y las jarras de cerveza salieran volando por todas partes. Por todo el salón, sus guerreros se pusieron de pie de un salto, se aferraron a sus espadas y escrutaron la oscuridad, mientras sus ojos hinchados por el sueño buscaban la fuente de aquel escándalo. Satisfecho, puso la antorcha en las manos de uno de los hombres del clan que estaba medio desnudo y medio dormido, y luego se subió a un banco para buscar en la oscuridad a los dos hombres que más necesitaba―. ¡Tavish! ¡Nils! ―exclamó, con los puños en las caderas, mientras los buscaba entre la penumbra―. ¡Tú! ―dijo, volviéndose hacia el hombre que sujetaba la antorcha―. Haz que vuelvan a encender todas las antorchas. Desde las candelas más pequeñas hasta las de las paredes. ¡Necesito ver vuestras caras! ―rugió. El gesto de culpabilidad que le revelaría qué cabeza debía ser cortada. Pero, mientras el hombre se apresuraba a realizar su tarea, los únicos hombres que lo miraban lo hacían boquiabiertos y confusos, recién despertados de su sueño profundo e inocente. Ninguno tenía aire de culpabilidad. Todos lo miraban embobados, como si le hubieran salido cuernos y rabo. Y como si de paso hubiera perdido el juicio―. ¿Dónde está Tavish? ―les preguntó de nuevo a los hombres, sin importarle lo que pensaran―. ¿Y Nils?

   ―Estoy aquí ―dijo Tavish, emergiendo de uno de los nichos de las ventanas y alzando la voz sobre el ladrido frenético de los perros―. Donde duermo todas las noches ―añadió, acercándose a él.

   Aidan lo miró, frunciendo el ceño, sin pasar por alto el estado desaliñado del muchacho ni la cabeza reluciente de Sinead que brillaba al fondo de la saetera. La lavandera tenía los pechos descubiertos y la nueva luz de las antorchas dejaban al descubierto una de sus piernas desnudas.

   ―¡Si tú estabas durmiendo, yo estaba moliendo harina! ―vociferó Aidan, bajando del banco, cuando su amigo se acercó―. ¿Dónde está Nils? ―preguntó el highlander, agarrando con fuerza a Tavish por el brazo―. ¡A Kira la han envenenado con matalobos!

   La arrogancia de Tavish desapareció de inmediato.

   ―¡Por todos los dioses! ―exclamó el joven, mirando a Aidan con los ojos entornados―. ¿Con matalobos? ¿Estás seguro?

   ―Yace en la cama inmóvil, como en su propia tumba, y el aliento le huele a esa maldita hierba ―replicó el highlander, soltando el brazo de Tavish para mirar a su alrededor―. ¿Dónde está Nils? ―repitió, al no ver al curandero por ninguna parte―. Él debe de tener un antídoto.

   ―¿Pero quién iba a...?

   ―¡Que me parta un rayo si lo entiendo! Solo sé que alguien le sirvió vino envenenado ―aseguró Aidan, mirando de nuevo a sus hombres, que seguían boquiabiertos―. Debo encontrar a Nils antes de que...

   ―Si el culpable se encontraba aquí, tus alaridos ya lo habrán ahuyentado ―dijo Tavish, estirando la túnica y alisando su tartán arrugado―. Yo mismo he oído tus gritos antes de que llegaras al salón. Sinead...

   ―¿Cuánto tiempo lleva contigo? ―le preguntó el Aidan, con una oscura sospecha en la mente―. ¿Llevó vino arriba?

   Tavish abrió los ojos de par en par.

   ―Vamos, hombre, ¿no creerás que tienen algo que ver con eso?

   Aidan se pasó una mano por el pelo.

   ―No sé qué pensar. Pero sabré dónde estaba. De tu boca o de la de la propia moza, si es necesario.

   ―Si piensas asustarla, no lo conseguirás ataviado de esa forma ―declaró Tavish, mirándole el miembro viril.

   Un miembro viril casi desnudo, aunque eso a Aidan le traía sin cuidado. Un tartán vestido apresuradamente y una espada eran más que suficientes. Sus manos vacías harían el trabajo, una vez que supiera quién era el culpable. O la culpable. Poniendo las manos en las caderas, Aidan echó un vistazo a su alrededor que decía precisamente eso.

   ―¿Dónde estaba ella?

   ―Conmigo ―respondió Tavish, con una mirada decidida―. Así como Maili y Evanna.

   ―¿Todas juntas? ―preguntó Aidan, alzando las cejas.

   Tavish se encogió de hombros.

   ―Hasta hace bien poco, sí. Solo Sinead se quedó conmigo después de… ―Basta ―lo interrumpió el highlander, alzando una mano para acallarlo―. ¿Adónde fueron las otras dos?

   ―¿Quién sabe? ―replicó Tavish, atusándose la barba, pensativo―. Son unas mozas lujuriosas. Vi a Maili y a Evanna con Mundy, pero creo que se fueron a las cocinas para lavar los paños ensangrentados de Kendrew. Nils debería estar allí, también. Fue a ver si había algo para comer. Llevaba toda la noche velando a Kendrew. Él...

   ―¡Y ahora me lo dices! ―bramó Aidan, girando sobre los talones para salir corriendo por la puerta de las mamparas que daba a las cocinas, antes de que su amigo acabara de hablar―. ¡Busca a las hermanas parteras y envíalas arriba! ―gritó, por encima del hombro―. Cuéntales lo que ha acontecido —El highlander daba por hecho que ellas no tenían motivo alguno para envenenar el vino de Kira. Infelizmente, cuando este llegó a la cocina y se detuvo en seco sobre el resbaladizo suelo de piedra, se topó de nuevo con una inocente escena. Jadeando, se pasó una mano por la frente y descartó de inmediato a las dos diminutas mujeres que dormían en un camastro delante de la chimenea de doble arco. El cocinero estaba al lado de ellas, removiendo con tranquilidad un estofado de cordero que olía de maravilla en su gran pote de hierro, mientras un viejo de aire cansado frotaba la superficie de madera de la mesa del pan, hablando en voz baja con otro hombre igualmente anciano que estaba sentado a su lado, desplumando una gallina. Ninguno de ellos parecía un malhechor―. ¿Dónde está Nils? ―gritó Aidan, igualmente.

   El cocinero se volvió y la cuchara de palo salió volando de su mano.

   ―Vais a agriar mi estofado con vuestros gritos ―le regañó el cocinero, mirándolo indignado, mientras se agachaba para recoger la cuchara del suelo. Caminando hacia él, Aidan le arrebató la cuchara y la tiró a un lado.

   ―¡No solo el estofado va a correr un destino aciago si no encuentro pronto a Nils o no descubro quién envió vino envenenado a mis aposentos!

   ―¿Vino envenenado? ―preguntó el cocinero, mientras tiraba hacia arriba del cinturón y su barriga considerablemente hinchada se contoneaba, al tiempo que el hombre abría los ojos de par en par―. Nunca se me ocurriría enviaros bebidas espirituosas contaminadas. Ni a vos ni a nadie.

   Aidan lo observó, con el ceño fruncido.

   ―¡Al parecer nadie lo haría, pero mi amada yace en la cama al borde de la muerte! ¡Cortaré las cabezas de los necios que…!

   ―¡Eh, muchacho! ¿A qué viene este alboroto? ―preguntó Nils, saliendo de un rincón oculto entre las sombras. Maili, la lavandera, apareció tras él con el corpiño flojo y el cabello despeinado, sin dejar duda alguna de lo que había estado sucediendo entre las densas sombras de las cocinas de Wrath.

   ―Nos acusa de servir vino agrio ―dijo el cocinero, recogiendo por segunda vez la cuchara del estofado.

   ―Vino agrio no, vino envenenado ―replicó Aidan, ignorándolo, mientras se volvía hacia Nils―. Alguien añadió matalobos al vino y mi amada lo ha bebido.

   La fanfarronería del curandero desapareció.

   ―No es posible. Solo yo tengo acceso a mi almacén de hierbas ―aseguró y, como para demostrarlo, sacudió un manojo de llaves que llevaba en el cinturón―. Yo mismo hice la mezcla para que Kendrew durmiera. Aquí, en las cocinas, sí señor. Después cerré bajo llave mis medicinas en aquel cofre.

   ―Solo Nils tocó las hierbas ―aseguró el cocinero, apuntando con la cuchara hacia el cofre.

   Aidan miró el baúl grande y abovedado. No solo una, sino dos pesadas cerraduras mantenían su contenido a salvo. Siempre y cuando las llaves de Nils continuaran en sus manos. Al curandero le gustaban las mujeres. Por lo que recordaba, ya había sido desvalijado más de una vez por alguna mujer de dedos rápidos que se aprovechaban de su necesidad de echar un sueñecillo después del placer. Aidan miró a Maili, sin sorprenderse de que no se hubiera tomado la molestia de volver a atarse el vestido. De las tres lavanderas de Wrath, ella era a la que más le gustaba su oficio y desnudaba sus carnes libremente y con frecuencia. Disfrutaba usando sus encantos para obtener favores y baratijas de los hombres más satisfechos o excitados.

   Nils era de todo menos insensible. Bajo su rudeza nórdica, el curandero era un corderito. Y Maili… Aidan entornó los ojos mientras la miraba, pensando. No le gustaba demasiado aquella muchacha, pero estaba seguro de que tenía una posición demasiado cómoda en Wrath como para arriesgarla.

   El cocinero se acercó, con la barbilla barbuda levantada.

   ―Yo digo que la dama simplemente ha empinado demasiado el codo. Sí señor. Dudo que el vino tuviera nada de malo.

   Aidan frunció el ceño.

   ―He olido el matalobos en el aliento de Kira. En el vino, el olor todavía era más fuerte.

   ―¿Cuánto ha bebido? ―preguntó Nils, arrugando la frente. La expresión de su rostro era tan sombría como la del propio Aidan.

   ―No sabría decirlo. Había un vaso medio lleno sobre la mesa.

   Nils respiró hondo.

   ―Un trago sería suficiente.

   ―¿Suficiente para qué? ―preguntó Aidan, aunque en realidad no quería saberlo.

   ―Si ha tomado más de una pizca… ―respondió Nils, negando con la cabeza. El curandero no tuvo que decir nada más. Aidan lo agarró del brazo y lo sacó a empujones por la puerta―. ¡Vamos! ―gritó, corriendo―. El latido de su corazón es estable y todavía respira. ¡Apresúrate a ayudarla!

   ―¡Ojalá pudiera! ―repuso Nils, mirándolo con pesar mientras subía las escaleras―. No hay cura para el matalobos.

 

 

* * *

 

 

   Las palabras se filtraban en la oscuridad y envolvían a Kira. Eran palabras extrañas, como «lobos» y «matas». Y luego oyó algo sobre los ameri-canes y los buses turísticos. Murmullos sobre obligaciones propias de señores y amor. Y susurros en gaélico que parecían pequeñas oraciones musitadas, antes de unos furiosos gritos de rabia. Palabras acaloradas que no pudo descifrar, solo la rabia que había tras ellas. También oyó algún parloteo, pasos rápidos y puertas cerrándose de golpe. Por momentos, tenía la certeza de oír el reconfortante tamborileo de la lluvia. Era una mezcla extraña que no tenía sentido, unos sonidos que ardían fugazmente en la oscuridad, para desdibujarse y desaparecer con la misma rapidez.

   También las imágenes iban y venían. La mayoría eran cosas terroríficas. Una mano nudosa que sacaba unas babosas gordas de un tarro de arcilla y las balanceaba sobre su cabeza, hasta que aparecía una mano mayor y más fuerte que le quitaba la babosa a los dedos viejos y arrugados. Dos pares de ojos brillantes y redondos que la miraban entre la niebla, la imagen de unos cabellos canosos o la llama parpadeante de una vela demasiado cerca de su rostro. Un remolino osado de tartán y el brillo de una cabellera negra como el azabache, unos hombros orgullosos y el resplandor plateado de una espada con una gema roja brillando en el puño, como un rayo de sol.

   Y después estaba el frío. Nunca había tenido aquella sensación de gelidez. Estaba enterrada bajo una avalancha de nieve. Una ola pesada y a la deriva de materia blanca que parecía ir y venir, helándola hasta los huesos, y luego remitiendo ligeramente para volver a congelarla antes de que consiguiera reunir fuerzas para abrir los ojos para ver de dónde venía toda aquella nieve. O para comprobar si había sido arrastrada de nuevo hacia adelante en el tiempo y había aterrizado accidentalmente dentro de la máquina gigante de hielo de un hotel. Una de aquellas que siempre le tocaban al lado de la puerta de la habitación y que no dejaban de hacer ruidos raros durante toda la noche. Eso por no hablar del estrépito y el escándalo que montaba la gente cuando tenía que ir a buscar un cubo de hielo de madrugada. Siempre que había tenido oportunidad de viajar, le había tocado esa suerte. Se rió al pensar en aquello en ese momento. O, mejor dicho, se habría reído si pudiera. Para su desgracia, tenía la boca más seca que la mojama y la lengua como papel de lija. Igualmente irritante era el hecho de no lograr abrir los ojos.

   ―¡Señor! ―cacareó una voz estridente justo al lado de su oreja―, creo que está intentando hablar.

   ―No seas necio ―repicó una segunda voz―. ¡Se está riendo!

   ―¡Alabados sean los dioses! ―exclamó una tercera voz, llenando la habitación. Una voz profunda, intensa y muy escocesa. Su alegría le llegó a lo más profundo del alma―. ¡Kee-rah! ¡Mi dulce muchacha, dime algo!

   Como la joven no podía hacerlo, parpadeó. Principalmente cuando los ojos empezaron a llenársele de agua y a arder, y las lágrimas calientes rompieron sus pestañas y resbalaron por su rostro. Los Bedwell no lloraban nunca. Pero, al parecer, ella sí lo estaba haciendo, porque de pronto no solo uno sino dos pares de ancianas manos nudosas le enjugaron las lágrimas de las mejillas con sendos paños. Unas manos ancianas y suaves, y tan cuidadosas que Kira tuvo que tragar de nuevo saliva para reprimir la emoción que se anudaba en su garganta. Por desgracia, con lo seca que tenía la boca, al tragar hizo un extraño ruido ronco, abominable hasta para sus oídos. Tan horrible que parecía un graznido. No, peor que eso. Kira hizo un mohín. Al menos eso sí podía hacerlo.

   ―¡Le estáis haciendo daño, viejas urracas! ―exclamó una segunda voz masculina, que algún rincón distante de la mente de Kira identificó como la de Nils el vikingo―. Os dije que no era necesario sangrarla.

   ―¡Bah! ―resopló una de las ancianas―. Dijiste que sobreviviría al matalobos si no le subía la fiebre. Sus propios sacos de guisantes fríos lo han evitado, pero ¿quién dice que las sanguijuelas no servirán para sacarle cualquier otro mal del cuerpo?

   ―¡El único mal que padecía era el veneno que había bebido! ―declaró una tercera voz masculina. La de Mundy, el enorme irlandés de barba negra, si Kira no se equivocaba. Pero, ¿qué veneno? La joven se dispuso a preguntar por ello, pero la lengua se le pegó al paladar. Como si hubiera sentido su incomodidad, una de las manos nudosas regresó, esa vez para acercar un paño frío y húmedo a sus labios.

   ―Sí, han sido las sanguijuelas las que la han salvado ―insistió la dueña de la nudosa mano―. Eso y el polvo de salamandra que esparcimos en el fuego del hogar. Todo el mundo sabe que esos humos limpian el aire de malos vapores.

   ―¡Ja! ―resopló Nils el vikingo―. Los humos de salamandra solo hacen estornudar a los hombres de bien.

   La mano nudosa se balanceó.

   ―Si es así, ¿por qué tú no lo has hecho?

   ―¡Parad todos de una vez! ―exclamó de nuevo Aidan, con su voz dulce de ensueño―. Fuera de aquí. Me quedaré yo solo cuidándola. Está claro que pronto se despertará ―comentó el highlander―. No quiero que se asuste al ver tantos rostros desagradables observándola, cuando se despierte. Y Tavish, llévate a Ferlie. No quiero que sus aullidos la molesten ―añadió el hombre, con tono autoritario.

   ―¿Y qué hay de tus gritos? Los gemidos y gruñidos de Ferlie no son tan escandalosos. A ella le gusta este viejo animal y se alegrará al ver que ha estado velándola ―argumentó otra voz masculina. La del propio Tavish. Su salvador el día que la encontraron subida sobre la bóveda de la casa del guarda de Aidan. Kira sonrió al recordarlo, pero al mover la boca se le agrietaron los labios. Y lo que era peor, sospechaba que se habían puesto a sangrar.

   ―Aaaaay ―gimió, sin poder evitarlo.

   ―¿Lo veis? ¡La estáis perturbando! ¡Fuera de aquí todos! ―gritó el highlander. Lo siguiente que la muchacha oyó fue un gran tumulto. Supuso que se trataba de la partida de aquellas personas de Wrath que se habían molestado en cuidarla. Y a juzgar por la cantidad de pies que se alejaban pesadamente y la cantidad de murmullos quejumbrosos cuando Aidan los echó de la habitación, debía de ser un buen número. Pero a Kira solo uno le importaba tanto como para echarle los brazos al cuello y decirle lo contenta que estaba de estar allí. Tanto, que su corazón estuvo a punto de estallar al oír su voz. Su hermoso acento escocés, que era capaz de derretirla a diez pasos de distancia. Aunque en ese momento, al oírlo, le pareció que estaba más cerca. Posiblemente, arrodillado al lado de la cama. Esperando que así fuera, intentó levantar el brazo y llegar hasta él, tal era su necesidad de tocarlo. Pero su brazo se negaba a moverse. Los dedos todavía le hormigueaban un poco. En realidad, había sentido muchos hormigueos, si mal no recordaba. Pero no de los buenos. Lejos de ello, cada milímetro de su cuerpo palpitaba y le dolía con una intensidad turbadora. Era una rigidez de pesadilla. Mucho peor que cuando había intentado meterse un año de gimnasio en dos días y había acabado casi reptando por el apartamento a cuatro patas, ya que le resultaba demasiado doloroso ponerse en pie. Eso por no hablar de moverse. Pues así de mal se sentía. Harta de aquello, se empeñó en abrir los ojos y luego intentó con más fuerza todavía apoyarse sobre un codo. Pero lo único que consiguió fue exhalar un enorme suspiro entrecortado. Aidan se inclinó hacia ella y la besó en la mejilla―. Tranquila, querida, sigue ahí tumbada y quieta ―le dijo el highlander, retirándole el cabello de la frente―. Te sentirás mejor cuando te demos un poco de caldo.

   ¿Caldo? Kira intentó sonreír de nuevo. Sabía que no se refería a una sopa de pollo con fideos, pero mientras fuera un caldo caliente, seguro que la haría sentirse mucho mejor. Le serviría hasta templado. Tenía los pies como bloques de hielo y las puntas de los dedos dormidas de frío.

   ―E-estoy he-helada ―murmuró, con los dientes castañeteando.

   ―No será por mucho tiempo ―le aseguró Aidan, poniéndole una mano sobre la frente. Kira pudo ver su cara de alivio entre las pestañas―. Ya no tienes fiebre y, si estás despierta, ya no hay necesidad alguna de que sigas cubierta por estos sacos de guisantes.

   Kira sonrió. Así que aquella era la razón por la que se sentía como enterrada bajo una avalancha. Lo cierto era que tenía gracia. Pero lo que necesitaba era agua, no guisantes congelados.

   ―Por favor, tengo sed ―dijo, de nuevo con la voz áspera, ronca a ininteligible. Intentó que Aidan la entendiera, pero la concentración solo hizo que la cabeza le latiera con más fuerza.

   ―Dios, que susto me has dado ―comentó Aidan, pasándole una mano por el pelo y con un aire casi tan abatido como el de ella. Acto seguido, se puso de pie, retiró los cobertores y empezó a quitar los sacos helados. Los dejó en una bañera de madera, otro barril de vino cortado por la mitad para bañarse, ese aparentemente vacío. Lo que realmente le llamó la atención a Kira fue el brillo de la espada que estaba apoyada en el barril. Más larga y, decididamente, más espléndida de lo habitual, su hoja reflejaba las llamas de la chimenea. El acero brillaba y resplandecía como un espejo impecablemente limpio. La hoja tenía una inscripción bastante elaborada y un resplandor rojizo teñía la empuñadura. No podía leer lo que decía, pero aquella inscripción hacía que aquella espada pareciera especial. Mágica o encantada. Como las que imaginaba que usarían el rey Arturo y sus caballeros. Kira entornó los ojos, para verla mejor. El guardamano parecía bastante normal y sencillo, y la empuñadura estaba forrada de cuero y bastante gastada. Como si la hubieran usado a menudo y con intensidad. La joven se quedó sin respiración al fijarse en el pomo de la espada. Aquello sí que era realmente cautivador. Al menos para ella. Un pomo circular con una enorme piedra preciosa roja como la sangre, pulida, brillante y delicada, que emitía rayos de color rubí en todas direcciones. Las radiantes bandas danzaban como locas por los muros y el techo encalados de la habitación. Era, definitivamente, la espada solar. La que ella había visto brillar en la oscuridad, durante el sueño. Kira se humedeció los labios, con el corazón acelerado. Entonces, abrió los ojos de par en par.

   ―Yo he visto esa espada ―dijo la joven, observándola, y mirando alternativamente el arma y a Aidan―. La estabas empuñando: lo vi en mis sueños.

   ―La he empuñado, sí ―reconoció finalmente el highlander―. Una vez.

   Kira parpadeó, recordando la enorme espada cortando la escuridad con un movimiento rápido, refulgente y en arco, que le traía a la memoria un pensamiento horrible.

   ―No estarías intentando liberarme de mis padecimientos, ¿verdad?

   Aidan bajó la barbilla.

   ―Estaba intentando salvarte ―dijo el hombre, mirando para ella. De repente el cuello de la túnica le apretaba tanto, que le costaba respirar―. Hace siglos que esa espada está en manos de mi familia. Hay quien asegura que nos trae buena fortuna. Creí que su presencia podría…

   ―¿Ayudarme? ―preguntó Kira, apoyándose sobre los codos, volviendo a mirar la espada―. ¿Cómo un amuleto de la buena suerte o algo así?

   Aidan asintió.

   ―Muchos clanes los tienes ―admitió el hombre, esperando que eso fuera suficiente. No pensaba reconocer que se había puesto de rodillas y había alzado la espada a modo de súplica dirigida a sus ancestros, prometiendo a la piedra roja que cumpliría todos los deseos de Kira si intervenían y le salvaban la vida. Él sabía cuál sería su mayor deseo y, aunque los ancestros lo aniquilaran por ello, ahora que ella estaba de vuelta, prefería no tentar al destino. Una cosa era oír hablar de ameri-canes y de sus máquinas voladoras y autobuses, y otra completamente diferente era rodearse de tales imposibilidades. Alejándolas de su mente, le sirvió un vaso de agua a Kira.

   ―Bebe ―le dijo, sujetándole la cabeza con una mano y acercándole el vaso a los labios―. Tienes que recuperarte.

   Ella bebió un par de sorbos y volvió a recostarse sobre las almohadas.

   ―Debía de estar muy mal para que creyeras que solo una espada me podría curar.

   ―No es una espada mágica, es una reliquia familiar. Por estos lares, los lazos de sangre nos dan fuerza. Es la continuidad de nuestros clanes ―explicó Aidan, mientras alejaba el último saco de guisantes―. Quería compartir contigo esa fuerza. Eso es todo. Kira seguía mirándolo con escepticismo.

   ―¿No hay ningún conjuro en el filo de la espada? ―inquirió la joven, mirando de nuevo hacia ella―. ¿Esas palabras encriptadas no son un encantamiento, un hechizo o algo así?

   ―No, querida ―negó Aidan, sacudiendo la cabeza―. En la inscripción pone «invencible», le reveló el highlander, fiel a la verdad―. Es el nombre de la espada. La tradición familiar dice que llegó a nuestras manos a través de uno de los hijos del gran Somerled, aunque no se sepa de cuál. Se supone que el color rojo de la piedra preciosa es su sangre, congelada para siempre dentro de la piedra del pomo. Aunque eso es cuestionable.

   ―Quién sabe… ―dijo Kira, volviendo a centrar su atención en la espada. ―Da igual ―replicó el highlander, tomándola de la mano, al ver que su mirada se ensombrecía―. Lo importante es que ya estás bien.

   La joven se volvió hacia Aidan.

   ―¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Una noche? ¿Dos?

   ―Cuatro ―respondió el hombre, mientras le soltaba la mano para tomar una enorme manta que había a los pies de la cama y cubrirla con ella, cuidadosamente―. Esta sería la quinta noche ―añadió, acariciándole la mejilla para que no se asustara―. Te pondrás bien, Kee-rah. No te preocupes.

   Pero ella sí estaba preocupada. Sobre todo desde que sabía que él había utilizado una especie de vudú medieval para salvarla. Independientemente de la forma que él lo llamara, había sido eso lo que había intentado hacer. Sangre ancestral congelada. Ya. No es que aquello fuera más disparatado que lo de viajar en el tiempo. O que los fantasmas. Ella sabía perfectamente que ambas cosas existían. Y también sabía quién había intentado envenenarla. O a él.

   Kira observó el vaso de agua, agradecida cuando Aidan lo sujetó de inmediato para ayudarle otra vez a beber. Antes de que él volviera a alejarlo, la joven levantó una mano temblorosa y lo agarró de la muñeca.

   ―En el vino que bebí ―dijo la joven, antes de beber otro trago para poder acabar― había algo, ¿verdad?

   El highlander asintió.

   ―Ha sido un descuido, Kee-rah ―le aseguró Aidan, tratando de protegerla. Pero el tic de su mandíbula lo delató―. Nils hizo una mezcla para Kendrew y alguien creyó que era vino normal.

   ―No me engañes ―replicó la muchacha, intentando sentarse, mientras cada milímetro de su cuerpo protestaba. Felizmente, la determinación le daba fuerzas―. Alguien ha intentado matarme. O matarte a ti.

   ―No volverá a ocurrir ―prometió Aidan, cruzando los brazos, sin negar la evidencia―. No quiero que te aflijas ―añadió. Kira exhaló, echándose el flequillo para atrás―. Estoy preocupada desde que recordé haber leído que tu primo te había encerrado en las mazmorras para que murieras.

   ―Muchacha… ―repuso Aidan, deseoso de eliminar aquella sombra de su mirada y de alejar sus miedos―. No te preocupes.

   En realidad, las preocupaciones de ella no eran comparables a las suyas. El peso de la culpa sobre los hombros lo destrozaba por dentro. Por muchas vueltas que le diera a la cuestión, lo cierto era que le había fallado. Conang Dearg se estaría regodeando en las profundidades más oscuras de Wrath. Todos los hombres del territorio de Aidan lo temían, lo respetaban y lo amaban, o eso esperaba él. Sin embargo, alguien a quien él conocía, alguien muy próximo, había intentado arrebatarle la vida a Kira. Y él había sido incapaz de evitarlo. En realidad, mientras ella bebía vino envenenado, él estaba en el salón riéndose a carcajadas al ver a sus hombres entusiasmados con los sacos de guisantes. Pensando que todo iba bien en su mundo. Era imperdonable. Un error que no podía volver a cometer. Aidan respiró hondo, con la esperanza de convencerla de que no lo permitiría―. He ordenado que lleven a mi primo a otra celda de las mazmorras. Es mayor y más confortable, pero tiene un pudridero en el centro.

   Kira pestañeó.

   ―¿Un qué?

   ―Un pudridero es un calabozo en forma de cuello de botella ―explicó Aidan, empezando de nuevo a pasear―. Hay una grieta estrecha en el suelo de la celda lo suficientemente grande como para que un hombre se caiga dentro. Cuando eso sucede, la abertura se amplía en un pequeño espacio redondo, tan pequeño que solo se puede estar allí agachado. No hay escapatoria, a no ser que alguien te saque con una cuerda.

   ―Eso no cambia los libros de historia.

   Aidan la miró, contrariado porque siguiera insistiendo otra vez con lo mismo, pero satisfecho al notar que su voz sonaba más fuerte. El highlander se detuvo al lado de la mesa para servirse un poco de cerveza y bebérsela de un trago.

   ―Lo que cambia es que mi primo puede sentirse tentado a usar el pudridero para poner fin a su sufrimiento. Es un hombre banal, preocupado por su aspecto y amante de las comodidades. Se cansará de estar encerrado, sin baños ni peines para sus cabellos. Si usó su capacidad de persuasión para salir de las mazmorras y trepar a la bóveda de la casa del guarda la noche en que Kendrew asegura haberlo visto, o si convenció a alguien para que envenenara tu vino, ya no volverá a tener la oportunidad de hacerlo. Él…

   ―¿Cómo lo sabes?

   Aidan se detuvo, cerrando los ojos.

   ―Porque haré todo lo que esté en mi mano para protegerte ―le aseguró el highlander. Pero, en cuanto acabó de pronunciar aquellas palabras, se le cerró el estómago y apretó los puños. Lo cierto era que no lo sabía. Sobre todo cuando había alguien en Wrath que conspiraba con su primo. Solo le restaba esperar que así fuera. Aidan comenzó a pasear de nuevo, consciente de que Conan Dearg era conocido por escabullirse por cualquier grieta, como un ratón. Aquel bastardo tenía más encanto que favores tenía una puta. Pero independientemente de lo que dijeran los libros de Kira, Aidan no permitiría que ella se convirtiera en una de las víctimas de Conan Dearg. Aunque mantenerla a salvo significara poner ciertos planes en acción. Cosas de las que había hablado con Tavish y que esperaba que no fueran necesarias. El hombre volvió a cerrar los ojos y se pasó una mano por la cara, obligándose a no preocuparse por aquel camino hasta que se topara de bruces con él y no le quedara otra opción. Al cabo de un rato, Aidan volvió a respirar hondo y a enderezar la espalda. Acto seguido, adoptó su mejor expresión de confianza señorial y volvió a cruzar el cuarto, dispuesto a colmar a su amada de dulces palabras y besos hasta que por fin el cocinero enviara a alguien de las cocinas con el caldo que hacía tanto tiempo que Kira ansiaba. Pero, cuando regresó a la cama, vio que la joven había vuelto a quedarse dormida. Y esa vez era un sueño tranquilo, gracias a Dios. Sus mejillas estaban dulcemente coloreadas y, por primera vez en varios días, su respiración era suave y relajada, en lugar de fatigosa y brusca. Inclinándose hacia ella, le acarició la mejilla con los nudillos. Con el corazón en un puño, le dio un beso en la frente. Ardía por yacer a su lado, acercarla a él y abrazarla durante toda la noche. Pero ella merecía descansar y él necesitaba distraerse. Algo que le desviara la atención de aquel camino que no quería recorrer. Ya había tenido bastante con tener que tratar el asunto con Tavish. Frunciendo el ceño al recordarlo, se aseguró de que Kira estaba cómoda y, después, fue hacia la mesa con la intención de servirse otro generoso vaso de cerveza y dormir en su silla toda la noche. Había pasado las cuatro últimas noches arropado por su frialdad. Qué importaba una más. Pero, cuando se acercó a la jarra de cerveza, se fijó en algo extraño. Había una nueva hoja de pergamino sobre el montón de anotaciones que había garabateado Kira. Un pergamino que no estaba allí antes, de eso estaba seguro. Y las palabras claramente escritas con tinta en él tampoco se parecían en nada a las de Kira. Eran unas palabras llenas de odio, que lo cambiaban todo. Aidan las leyó, con los ojos entornados. El hombre levantó el pergamino y lo acercó a la luz de la vela, solo para cerciorarse. Desgraciadamente, no estaba equivocado. Las palabras no cambiaron y la amenaza seguía allí. «La próxima vez no será matalobos en el vino de Kira, sino el frío acero en su espalda»―. De ninguna manera ―juró Aidan, observando aquellas palabras hasta que se le heló la sangre. Una sorprendente calma lo invadió mientras atravesaba la habitación para arrojar el pergamino al fuego. El highlander se quedó mirando cómo este se retorcía y se oscurecía, hasta desaparecer junto con la amenaza que contenía. Quienquiera que hubiera escrito y entregado aquello, no conseguiría encontrar a Kira en el lugar al que él pensaba llevarla. Puede que ella tuviera razón desde el principio y ellos estuvieran destinados a estar juntos en su época y no en la de él. Cómo se sentiría él allí era lo de menos. Solo importaba su seguridad.

   Rápidamente, antes de que lo asaltaran nuevas dudas, Aidan se limpió las manos y se sentó en la silla. Había mucho que hacer por la mañana y necesitaba una buena noche de descanso. Con la ayuda de Tavish, el banquete que tendría lugar esa noche sería la mejor oportunidad para escapar sin que nadie se percatara.

   Decidido, el highlander rodeó el puño de la preciosa espada de la familia, preguntándose si había sido el destino el que le había hecho poner el bienamado hierro al lado de su silla. O si él los había puesto a ambos en aquella tesitura al hacer su promesa a la piedra rojo sangre del pomo. Fuera como fuese, no faltaría a ella. No si Kira era el precio que tendría que pagar.