Capítulo uno
Aldan, Pennsylvania
Un agradable y respetable municipio del condado de Delaware
Doce años después
Kira Bedwell tenía un secretillo inconfesable. Un secreto altísimo y envuelto en tartán, virtuoso, apasionado y tremendamente adictivo. Además de exasperante, ya que solo se le presentaba en sueños. Unos sueños deliciosamente intensos que últimamente se repetían, que burlaban su somnolencia y la inundaban de un calor cosquilleante y lánguido hasta que empezaba a estirarse y a rodar bajo las sábanas. Tomaba entonces otra almohada y la estrechaba entre sus brazos mientras las paredes del pequeño dormitorio de su apartamento resplandecían y se balanceaban, adquiriendo un aspecto translúcido y plateado. Como siempre, el pulso se le aceleraba con la transformación y aquella ondulante luminiscencia le proporcionaba una vista de los acantilados y del mar, de una colina llena de ovejas y de unas ruinas caídas y envueltas en niebla. Unas ruinas ancestrales que adoraba y recordaba.
Kira suspiró, con el corazón en un puño. Se mordió el labio y extendió los dedos sobre el frío tejido de las sábanas. Podía imaginar perfectamente a su enigmático y seductor highlander. Si se concentraba, casi era capaz de verlo entre las sombras, esperando, con la niebla arremolinándose alrededor de su alta y corpulenta figura, mientras un fuerte viento le mecía el kilt y azotaba su cabello azabache. Su tórrida mirada la hacía arder y la sensualidad pura y dura que aquel hombre emanaba la invadía y la excitaba como auténtica lujuria líquida. Entonces el highlander se acercaba sonriendo lentamente y su desbordante erotismo e insaciable deseo casi le hacían olvidar que se había quedado dormida vestida. De nuevo. La tercera vez en una semana, si quería contarlas, algo que no le interesaba en absoluto. Y si no estaba equivocada, esa vez hasta con los zapatos puestos. Kira frunció el ceño y se puso de lado. El deseo todavía la invadía, pero entreabrió un ojo y el ardor de sus sueños desapareció mientras escrutaba la oscuridad. Pero solo su silencioso y estrecho cuarto, lleno de muebles de estilo shabby-chic le devolvió la mirada. Por desgracia, no había ni rastro de ningún escocés de mirada ardiente. Pero el pálido brillo de la luna nueva caía sobre el pequeño reloj de latón pulido que tenía sobre la mesilla de noche cuyas austeras manecillas negras marcaban las tres de la mañana. Diez minutos más, diez minutos menos.
La chica suspiro, frustrada. Como muchos de los tesoros que había ido acumulando minuciosamente, aquel reloj antiguo no era perfecto y funcionaba a su antojo. A veces era preciso, a veces iba adelantado o retrasado y, de vez en cuando, ni marcaba la hora. Era como sus sueños. A ellos tampoco los podía forzar. Aidan MacDonald, excepcional jefe del clan medieval, solo se colaba en sus fantasías cuando le daba la gana. O eso creía Kira. Al igual que daba por hecho que el audaz amante de sus sueños no podía ser otro que el legendario líder de los MacDonald. Después del viaje a Escocia que había hecho hacía años, se había pasado meses investigando el clan de los MacDonald y el castillo de Wrath, y finalmente había llegado a la conclusión de que Aidan era su highlander. Aquel dios celta tentadoramente guapo que había visto tan fugazmente. Y al que nunca había olvidado. Era imposible que ningún hombre de condición menos mítica invadiera sus sueños y la cautivara con un sexo tan salvaje y cardiaco. El mero hecho de imaginarse su olor hacía que se mareara de deseo. Recordar la fría sedosidad de su brillante cabellera, que le rozaba los hombros, o la dureza de sus músculos, era suficiente para dejarla sin aliento. Pensar en sus besos y en los hábiles movimientos de sus manos sobre su cuerpo hacía que sintiera cosas que nunca había creído posibles. El hecho de verlo acercarse a ella con la espada colgada en la cadera y un brillo predador en los ojos, directamente la derretía. Él era la personificación de sus más profundas y oscuras fantasías. El amante secreto que hacía que no deseara a ninguno más.
Kira suspiró, doblando los dedos sobre las sábanas. Entraba en calor solo con pensar en él. Aquel hombre era algo más que una fantasía, había afectado a su vida de formas que nunca habría creído posibles. Le había permitido descubrir su don de la videncia, la habilidad de evocar una imagen visual o mental del pasado distante. Un talento heredado que se mantenía en secreto en su familia y del que no había tenido constancia hasta el día que había ido a comer al castillo de Wrath y había echado un vistazo a una escalera en ruinas, donde se había topado con el salón de Aidan iluminado por la luz de las antorchas y su oscura y ardiente mirada. La chica se estremeció. Quería volver a verlo. Necesitaba volver a verlo. Pero allí solo se oía el aire frío que silbaba alrededor de su viejo apartamento de ladrillo. Y el repiqueteo de las ramas contra la ventana. Todo estaba tranquilo y en silencio.
A través de una rendija de las cortinas pudo ver que el cielo estaba cubierto de nubes bajas y que la noche era fría y húmeda. Kira miró hacia afuera y suspiró. En cualquier otro momento habría sonreído. Le gustaban el frío y la humedad. Solo necesitaba un puñado de niebla y una pizca de llovizna para que su imaginación la transportara directamente a Escocia. A ese otro mundo donde ansiaba estar, no allí, oyendo los silbidos del viento nocturno en Aldan, en los apartamentos Castle, que habían vivido mejores tiempos, sino escuchando las tempestades de las Hébridas que entraban desde el mar. Y las largas olas atlánticas rompiendo sobre las escarpadas rocas negras. Lo que quería eran acantilados escarpados, mares de color pizarra y el ardor de la niebla salobre humedeciéndole las mejillas. Lo necesitaba. Por desgracia, con su presupuesto, lo más cerca que llegaría a estar de Escocia sería al limpiar el paño de cocina de la Royal Mile de Edimburgo que tenía enmarcado encima de su sofá hundido. Cada vez más frustrada, Kira se tumbó de lado y se puso una almohada sobre la cabeza. Lo cierto era que adoraba ese paño de cocina. Al igual que la butaquita tapizada de tartán que tenía al lado de la cama, lo había encontrado en una venta de garaje. Junto con el marco de madera barato que había usado para enmarcarlo. Un presupuesto reducido agudizaba la creatividad. Los ingresos que le proporcionaban las historias supuestamente reales sobre sucesos extraños e inexplicables que escribía para Destiny Magazine, una popular publicación mensual de temática sobrenatural, no daban para muchos lujos. Aunque algunas de las historias fueran verdaderas. Como la más reciente. La razón por la que se había atrincherado en el interior de su apartamento del tamaño de una caja de cerillas y se negaba a contestar al teléfono y a los e-mails.
Kira gruñó y lanzó la almohada hacia un lado. Era increíble cómo, en una sola semana, la vida de una persona podía ponerse patas arriba. Un grupo de aspirantes a arqueólogos habían llamado emocionados a Destiny y de pronto allí estaba ella, usando su don de la videncia para ayudarles a localizar los restos de un barco vikingo que reposaba orgulloso en el fondo de un lago atravesado por un río en Cape Cod. Su descubrimiento había demostrado sin ninguna duda que los hombres del norte habían sido los primeros en llegar a las costas del Nuevo Mundo. De repente, ella se había convertido en la preferida de todos. O en su peor pesadilla. Dependiendo de si eran más partidarios de los saqueadores de cascos plateados y armados con hachas o de la teoría de toda la vida. De cualquier manera, aunque Destiny le inflara el sueldo para ponerlo al nivel de su repentina y no deseada notoriedad, los defensores de cierto marino mediterráneo no estaban muy dispuestos a ver la gloria de su héroe mancillada. Un escalofrío bajó por la columna vertebral de Kira y la chica se aferró más todavía a las sábanas. Había perdido la cuenta de cuántas sociedades históricas pedían su cabeza y todas ellas le estaban haciendo pagar con creces su blasfemia. Cristóbal Colón había muerto hacía muchos siglos, pero su espíritu seguía bien vivo en América. Y sus fans realmente activos. Estaban por todas partes, afilando sus garras.
Kira frunció el ceño. No, lo del aumento no iba a servir de mucho. Tener los medios para comprar un billete de avión era absurdo si acababa untada en brea y emplumada antes de conseguir llegar al aeropuerto. Eso por no hablar de subirse a un avión con destino a Glasgow. A juzgar por los correos llenos de odio que había estado recibiendo, esos tipos hasta serían capaces de robarle y quemarle el pasaporte. Por lo de pronto, ya se había encontrado dos clavos en las ruedas del coche y un alma cándida excepcionalmente ingeniosa que obviamente vivía en su edificio de apartamentos había embadurnado el pomo de su puerta con una especie de mejunje no identificado. Un mejunje pegajoso y apestoso.
Kira se apartó un incómodo mechón de pelo de la frente. Al menos mientras se preocupaba por aquel sinsentido, dejaba de pensar en él. En el guapísimo highlander medieval buenísimo en la cama con el que no debería fantasear desde que era una cría. La chica suspiró y cerró los ojos, intentando por todos los medios olvidar a ese macho alfa gaélico que no solo era capaz de hacer que se derritiera con una sola mirada ardiente y sensual, sino que sabía encender su pasión mejor que cualquier hombre real. Una pasión de tontos, imaginada e irreal, por muy exquisita que fuera.
La joven se llevó una mano a la frente y se masajeó las sienes. Sin embargo, los periodistas y las cámaras de televisión que estaban acampados en el aparcamiento de los apartamentos Castle eran muy reales y Kira ya no los soportaba más. Ella era hija de un vendedor de baldosas de cerámica y de una profesora de arte de instituto, y no estaba acostumbrada a ser el centro de atención. Ni quería serlo. Sobre todo cuando todos estaban decididos a ponerla en ridículo.
«Duerme», susurró una y otra vez mentalmente, a modo de mantra, mientras frotaba dos dedos entre las cejas. Lo que necesitaba eran ocho horas enteritas de inconsciencia. Tal vez entonces se levantara como nueva. Puede que al despertar los rugidos de los equipos de televisión y los sonidos similares emitidos por los cotillas que se arremolinaban delante de las ventanas del bajo de los apartamentos hubieran desaparecido y el mundo fuera un lugar nuevo y maravilloso, carente de problemas y preocupaciones. «Eso es», decidió, mientras ponía un brazo sobre la cabeza. Dormir era justo lo que necesitaba.
«Muchacha, las calzas».
Profundas e intensas, aquella melifluas palabras sedujeron a la oscuridad con su puro acento de las Highlands y suaves como la mantequilla. Unas palabras familiares que se colaban en sus sueños y se arremolinaban en su vientre, haciéndola entrar en calor y derritiéndola. Haciéndola vibrar y crepitar en los lugares adecuados. El acento pecaminosamente sexy de Aidan MacDonald era capaz de todo aquello y de muchas otras cosas, todas ellas deliciosas.
Kira abrió los ojos de par en par. El highlander estaba de pie bajo la luz de la luna al lado de la ventana, con las manos en las caderas y la cabeza ladeada, observándola. Rebosante de seguridad viril y arrebatadoramente guapo, el hombre sostuvo su mirada y la acarició con los ojos, haciéndola arder.
―Las calzas ―repitió el hombre, acercándose más a ella―. Estoy harto de ellas.
Kira se quedó de piedra. El corazón se le iba a salir del sitio. Oyó a lo lejos el sonido de una sirena, que ignoró. Su cuerpo se negaba a moverse. No podía hacer otra cosa que quedarse mirando, rebosante de deseo y anhelo, mientras la vergüenza hacía que le ardiera la nuca y le escaldaba las mejillas. Quería que se desnudara, como de costumbre. Pero, a menos que estuviera equivocada, seguir por ese camino aplacaría su ardor. Llevaba puestas sus braguitas cómodas de abuela. De cintura alta, algodón blanco y aburridas. Y lo que era peor, su chándal extragrande favorito. Aquel enorme, con el roto en la rodilla. La joven tragó saliva.
―No te esperaba esta noche. Ha pasado mucho tiempo.
El caballero se encogió de hombros.
―Tenía asuntos que atender ―dijo, barriendo de un manotazo una pelusa que tenía en el kilt―. Lo cual no quiere decir que no haya tenido sed de vos, pues la tengo y os deseo con locura.
―Yo también te he echado de menos ―musitó Kira, intentando calcular cuánto tardaría en deshacerse de su ropa nada atractiva y adoptar una pose seductora. Tal vez en sueños todo fuera posible, pero seguía teniendo las extremidades obstinadamente inmóviles y los dedos temblorosos e inusitadamente torpes. El hombre avanzó hacia ella, mientras sus manos desabrochaban ya el cinturón que sujetaba su espada. Con los ojos entornados, se detuvo el tiempo justo para dejar a un lado el enorme hierro y quitarse el kilt con un movimiento brusco. Entonces, como solía suceder con las fantasías sexuales, el caballero sonrió y se quedó desnudo, sin tener siquiera que encorvarse para arrancarse sus rudimentarios zapatos de cuero calados―. Esto… ―intervino Kira, con las palmas de las manos ya medio húmedas―. Puede que esta noche no sea un buen momento.
Aidan se inclinó sobre la cama y arqueó una ceja.
―Preciosidad, ya os lo he dicho ―replicó, mirándola de arriba a abajo―. Cualquier momento es bueno― añadió. Y por un momento, su rostro se ensombreció―. No siempre es fácil dar con vos ―comentó el hombre, cruzándose de brazos con aire serio―. No sé qué tipo de poderes permiten nuestra unión. Solo sé que debemos aprovechar los momentos que se nos dan.
Kira tragó saliva, con el corazón desbocado.
―¿Pero?
―Sabéis que nunca me ha importunado vuestra vestimenta ―dijo el highlander, entornando los ojos mientras clavaba la vista en la sudadera de la joven―. Pero eso es realmente extraño.
Kira se arrebujó más aun bajo las sábanas. Que esperara a ver sus braguitas de abuela.
―La ropa no debería importar en los sueños ―replicó la chica, mirándolo a los ojos, con el corazón todavía desbocado―. Además, es la única que tengo que…
―Pues yo diría que tenéis demasiada, preciosidad ―dicho lo cual, Aidan tiró de las sábanas y las arrancó de la cama. Y, como si de un truco de las Highlands o inspirado por los sueños se tratara, hizo que se quedara desnuda. Tal y como él lo estaba. Kira parpadeó. Ya estaba bien de ropa interior de algodón y pantalones de chándal anchos. El highlander la miró con sábanas meciéndose en su mano. No había ni rastro de su ropa y el hombre lucía una expresión de intensa satisfacción en su hermoso rostro―. Eso está mejor ―dijo, dejando caer la manta―. «No, es mucho mejor que mejor» quiso decir Kira, pero las palabras se le atascaron en la garganta. La joven se humedeció los labios mientras observaba la magnificencia de aquel hombre con los ojos abiertos de par en par. El corazón se le hinchó y le oprimió el pecho, mientras su sexo se suavizaba y ardía de deseo. El mero hecho de mirarlo, la excitaba. El anhelo ardía en su interior, centelleante y urgente mientras los oscuros ojos del caballero se incendiaban, resplandeciendo de pasión mientras contemplaban la desnudez de Kira―. Mi dulce muchacha, si no fuerais una bruadar, os confinaría en mi cama durante una semana― le aseguró el highlander, mientras extendía la mano para acariciarle con dedos seguros la curva de la cadera―. No, siete días no bastarían. Os confinaría el doble de tiempo, satisfaciéndoos una y otra vez durante dos semanas ―se corrigió Aidan.
Kira suspiró y sus extremidades se volvieron líquidas. Pero había algo de lo que había dicho el caballero que le preocupaba. Una palabra que desconocía.
―¿Una «bru-e-tar»? ―preguntó la joven, apenas capaz de articular palabra. La tacto y el intenso y dulce acento del highlander habían obrado la usual magia sobre ella―. Nunca me habías llamado eso.
―Tal vez no pronuncio esa palabra porque desearía que no lo fuerais. «Bruadar» significa «sueño» en gaélico. Me gustaría que fuerais una mujer de carne y hueso, y sentiros cálida y viva entre mis brazos ―dijo el hombre, mientras su mirada se ensombrecía―. Solamente mía.
―Ya soy tuya ―respondió Kira, con el corazón acelerado, mientras la realidad de aquellas tres palabras le atravesaban el alma. Aun con lo imposible que aquello era. Maldita fuera―. Tú eres el sueño ―dijo la chica, mirándolo a los ojos mientras los suyos propios lo desafiaban a negarlo―. Tú eres el que está aquí, en mi habitación. No al contrario.
―¿Cómo decís? ―inquirió Aidan, arqueando una ceja azabache mientras le dirigía una mirada de pura autoridad masculina―. Pues vuestras paredes se asemejan considerablemente a las mías ―dijo el hombre, mirando hacia las ventanas. Pero las ventanas ya no estaban allí. Kira tragó saliva, incapaz de rebatir la evidencia de que las ventanas habían desaparecido. Al igual que su cortina de tartán que tan minuciosamente había cosido e incluso la pared entera. En su lugar, orgullosas piedras encaladas brillaban bajo la tenue luz de las velas y los bordes con borlas de un colorido tapiz se ondulaban con la corriente de aire que entraba por una ventana abierta. Una ventana altísima y en forma de arco, muy medieval. Definitivamente, no era la suya. La chica abrió los ojos de par en par. Hasta pudo sentir la fresca brisa de la noche, notar el frío e intenso olor del mar y escuchar las olas que rompían en alguna rocosa e imponente costa. Entonces la ilusión se desvaneció y dejó paso únicamente a la frágil luminiscencia de su sueño, a sus cortinas de cuadros escoceses de nuevo vagamente visibles, que la observaban mudas desde el otro lado de un brillante halo plateado. Y, en lugar del rugido de las olas de las Hébridas, lo único que escuchó fue el tictac del reloj. También vio el familiar rayo de luz que entraba por las ventanas de su apartamento, una prueba irrefutable de dónde estaba y de que, a pesar de la intensidad de la mirada de aquel hombre, obviamente solo era un sueño―. No os desasoseguéis, muchacha. No importa. Da igual dónde estemos ―añadió el highlander, mirándola cada vez más fijamente―. Lo único que importa es que os deseo. Y que vos me deseáis a mí ―dijo el hombre, con los ojos relucientes de deseo―. Porque es así, ¿verdad?
―Desde luego ―respondió Kira, extendiendo la mano hacia él. El caballero la complació estrechándola contra él para darle un beso apasionado e intenso. La rodeó con fuerza con los brazos y le desvalijó la boca. La destreza de su lengua lo borró todo salvo las sensaciones. El salvaje palpitar de su corazón y el ligero chirrido de la cama de segunda mano de la joven cuando el hombre se tendió a su lado y apretó su virilidad ardiente y dilatada contra la carne suave y temblorosa de ella. Aquel chirrido hizo que Kira frunciera el ceño, ya que dicha interrupción le recordó que aquello no era más que una fantasía. Un sueño que podía hacerse añicos fácilmente, como de hecho solía suceder.
Decidida a disfrutar de él el máximo tiempo posible, le acarició la robusta espalda y se agarró a sus hombros mientras el highlander rodaba para ponerse encima de ella. Con un solo movimiento, aquella parte de él especialmente caliente, dura y magnífica entró en ella, en busca del placer mutuo. Sin dejar de besarla, Aidan deslizó una mano entre ellos para acariciarle el pecho. Sus dedos sopesaron su redondez y rozaron su pezón erecto.
―Sois mía ―gruñó el hombre, mientras Kira sentía su cálido aliento sobre los labios―. Nunca os dejaré marchar. Aunque tenga que ir a buscaros hasta los confines de la tierra.
Algo en el interior de la joven se quebró al oír aquellas palabras e hizo que se aferrara a él, devolviéndole el beso con toda su pasión, mientras se negaba a aceptar la futilidad de aquella promesa. Los separaban demasiados siglos. Con aquella verdad abrasándole los ojos, Kira abrió más la boca bajo la de él para darle la bienvenida a los apasionados empellones de su lengua. Necesitaba la intimidad de aquellos besos enloquecedores. Lo deseaba. Consciente del anhelo de la joven como ningún otro, el highlander la besó todavía con más intensidad enredando la lengua con la de ella al tiempo que la penetraba. El fulgor suave como la seda de cada pétreo centímetro de él se introducía en ella con ansia, mientras el ardor del acoplamiento daba lugar a oleadas de placer que recorrían el cuerpo de Kira. La chica se acopló al ritmo de sus embestidas y se abandonó a la furia elemental de su unión, mientras se deleitaba co las sensuales palabras de amor en gaélico que él musitaba sobre sus labios. Unas palabras oscuras, rebosantes de lujuria y llenas de un desenfrenado salvajismo terrenal que la ponía a cien. Cada una de sus apasionadas declaraciones la acercaba más al explosivo y devastador clímax. Con sus propios gritos resonando con fuerza en su cabeza, Kira se retorció y arqueó las caderas. Su deseo era cada vez mayor, hasta cuando sus gritos se transformaron en chillidos. En unos chillidos agudos y tintineantes tan molestos y estridentes que la chica no podía creer que estuvieran saliendo de su garganta. Y menos en aquel momento, el punto culminante de su excitación. Pero aquellos sonidos continuaron con insistencia y se hicieron más intensos con cada grito de excitación, hasta que la chica se despertó sobresaltada y reconoció el sonido. Era el teléfono.
Kira gimió. Aidan no estaba por ninguna parte. Y, a juzgar por lo que había visto al echar un ojo bajo las sábanas, no había estado allí en ningún momento, ya que ella seguía llevando puesto su chándal extragrande. Todo enterito, con zapatillas incluidas. Y lo que era peor, a juzgar por lo atontada que estaba, por lo que le costaba abrir los ojos y por las franjas de luz que se colaban a través de las cortinas echadas, se había quedado dormida. Demasiado asustada como para echar un vistazo al pequeño despertador, lo tomó de la mesilla, lo miró y volvió a gemir. Las diez y media de la mañana. Un nuevo récord incluso para ella, con lo dormilona que era.
El teléfono seguía sonando. Deseando haber dormido con tapones, se sentó como pudo y alcanzó el aparato. Comprobó la identidad de la persona que estaba llamando en la pantalla, pero no contestó. Por mucho que la quisiera, no le gustaba hablar con su madre antes de tomarse, al menos, dos tazas de café. De café bien cargado, de esos en los que se aguantaría de pie una cuchara. Kira se preparó y respiró hondo, decidida a parecer despierta.
―¿Sí?
―Carter Williams ha llamado, cariño ―le espetó su madre―. Quiera hablar contigo ―añadió, antes de hacer una pausa para tomar aire. Kira continuó escuchando su perorata a través del teléfono―. Le dije que podíamos quedar para tomar un café a las tres. Aquí, en casa. Él…
―Un momento ―la interrumpió Kira levantándose de la cama, mientras todas las alarmas se activaban en su cabeza―. ¿Quién es Carter Williams?
―Kira ―replicó su madre, suspirando exasperada―. ¿Crees que lo invitaría si no fuera importante?
No, no lo habría hecho, pero la chica no pensaba darle la razón.
―¿Quién es? ―repitió, en lugar de ello. Blanche Bedwell vaciló. Aquella pausa hizo que a Kira se le encogiera el estómago. Los únicos hombres que querían hablar con ella últimamente eran periodistas acosadores y chalados. Pero lo peor del caso era que a su madre no solo le preocupaba el nivel social, sino que era una experimentada casamentera que creía que toda mujer menor de treinta años debía casarse y tener hijos. Como las hermanas de Kira―. Dímelo. ¿Quién es Carter Williams? ―insistió la chica, segura de que sería mejor no saberlo.
―Es del Aldan Bee. Un joven muy simpático con un futuro prometedor. Juego al bridge con su madre. Solo quiere hacerte unas cuantas preguntas sobre tu barco vikingo.
―No es mi barco vikingo. Son los restos de un drakkar nórdico hundido, unos cuantos agujeros de atraque antiguos y otros artefactos que demuestran…
―Bueno, da igual, cariño ―la interrumpió su madre. Kira casi pudo verla agitando una mano en el aire―. Carter Williams podría meterte en el Bee si tú…
―¿Meterme en el Bee? ―exclamó la chica, mientras las puntas de sus orejas empezaban a enrojecerse―. Yo no quiero trabajar en el Bee.
―Sería un trabajo de verdad.
―Yo ya tengo trabajo ―replicó Kira, mirando los periódicos y los libros apilados en su diminuta mesa de trabajo, al fondo de la habitación. Eran parte de la investigación para su siguiente encargo: «Mi matrimonio de tres meses con un Yeti». Conteniendo un gruñido, la chica echó las sábanas hacia atrás y se levantó―. Destiny Magazine me paga lo suficiente como para cubrir los gastos de las facturas mensuales. Y escribir para ellos me permite desarrollar la imaginación ―añadió, pasándose una mano por el pelo―. Los lectores que compran la revista se entretienen y yo puedo pagar el alquiler.
―Inventándote historias sobre abducciones alienígenas.
―Si es necesario, sí ―dijo Kira, mientras volvía a mirar el montón de libros sobre el Yeti que tenía encima de la mesa. No pensaba reconocer que ella también se estaba cansando de escribir sobre estupideces. Aun así, no vendería su alma para trabajar con la manada de lobos que en ese momento merodeaba por el aparcamiento de los apartamentos Castle. Aquellos insidiosos todavía seguían allí, como pudo comprobar al mirar por la ventana. Y, si no estaba equivocada, su número había aumentado durante la noche. Como la plaga de setas venenosas sobre la que había escrito hacía unos años. Avergonzada al recordarlo, Kira se alejó de la ventana y se dejó caer sobre el borde de la cama, sin saber si reír o llorar.
―Kira, hija, Carter Williams es…
―No siempre escribo sobre alienígenas ―replicó la joven, frunciendo el ceño, mientras el mero hecho de pensar en alienígenas y hongos mutantes la ponía de mal humor―. El descubrimiento del barco vikingo es importante. La excavación ha atraído a algunos de los mejores arqueólogos del país. Destiny entiende mi don especial. Ninguna otra revista o periódico me permitiría…
―Carter Williams está soltero.
Aquello ya era demasiado. Kira se puso de pie.
―Y yo también. Felizmente ―respondió la chica, mirando el brillante pedazo de granito que ocupaba un lugar de honor al lado del teclado de su ordenador. De pronto, la cara de Aidan se apareció ante ella. Kira casi fue capaz de volver a oír su profundo y ronroneante acento. «Sois mía. Nunca os dejaré marchar. Aunque tenga que llegar hasta los confines de la tierra para encontraros». La joven cruzó la habitación y tomó la piedra en sus manos―. Carter Williams tendrá que arreglárselas sin mí ―añadió Kira. Luego respiró hondo y cerró los dedos alrededor del trozo de granito―. Sabes que quiero estar un tiempo sin hombres. Ya te lo dije la última vez que intentaste emparejarme con uno.
Su madre emitió un sonido de impaciencia.
―Lonnie Ward no tenía nada de malo. Tu padre dice que está seguro de que Lonnie será el próximo director de Tile Bonanza. No está nada mal.
Kira miró hacia el techo.
―A Lonnie Ward no le gustan los perros ―dijo la joven, estrechando con fuerza la piedra de granito―. Deberías verlo sacudiéndose los pantalones después de que un perro se le subiera encima para olisquearlo en el parque. Sabes que nunca podría ser feliz con alguien que odiara los perros.
―Tú no tienes perro, cariño.
―Algún día lo tendré.
En cuanto dejara de vivir en un apartamento del tamaño de una pecera.
La madre de Kira respiró hondo.
―Creo que Carter Williams tiene un perro. Lo he visto por la ciudad con un Spaniel. Y su madre tiene dos…
―Déjalo, mamá ―la interrumpió la joven, antes de apartarse el flequillo de un soplido―. No cuela.
―Todavía sigues fantaseando con ese jefe de clan de las Highlands ―le espetó su madre. Kira estuvo a punto de dejar caer el teléfono. Nunca le había hablado a nadie de sus sueños. Ni siquiera a sus hermanas. Y mucho menos a su madre―. No es sano obsesionarse con alguien que vivió hace siglos, enfrascarse en la lectura de libros de historia y adornar la casa como si fuera el decorado de Brigadoon.
―A mucha gente le gusta Escocia ―se justificó la chica, aliviada al saber que su madre no se las había ingeniado para descubrir la verdad sobre Aidan―. Hasta Kerry y Lindsay devoran novelas románticas que se desarrollan allí.
Blanche Bedwell suspiró.
―Tus hermanas son jóvenes equilibradas que también tienen otros intereses ―explicó la madre de Kira. Esta puso los ojos en blanco. El único objetivo en la vida de su hermana menor, Kerry, era embutirse en ropa demasiado estrecha para su figura rubensiana de menos de metro cincuenta de altura, comer dulces y hacer bebés. Su hermana mayor, Lindsay, era una ecologista radical, hipocondríaca y tan pegajosa que a Kira le sorprendía que pudiera pasarse el tiempo suficiente alejada de sus padres para poder llevar su casa y criar a sus dos hijos―. Deberías tomar ejemplo de ellas ―añadió su madre―. Casarte y formar una familia.
Kira posó la piedra y miró hacia las cortinas cerradas. Aunque no podía verlos, sabía que todos los Carter Williams del mundo estaban allá fuera, obstaculizando el aparcamiento y esperando a que ella se dejara ver.
La joven se estremeció y se le hizo un nudo en el estómago al pensar en enfrentarse a ellos. Pero luego echó los hombros hacia atrás y se irguió. Tal vez fuera una tontería, pero sabía que a Aidan no le gustaría una mujer sin agallas. Ni en el siglo de él ni en los sueños de ella. Después de ducharse y tomar un café, saldría y les diría a aquellos entrometidos que se largaran. Que fueran a meterse en la vida de otra persona. No pensaba cooperar. Y mucho menos sentirse intimidada.
―Puede que en eso tengas razón ―admitió Kira―. Tal vez necesite tener otros intereses. Pero no olvides que ha sido la «herencia» de tu tía abuela Minnie la que me ha metido en todo esto ―comentó la joven, insinuando que su vida habría sido más fácil si su madre no hubiera mantenido en secreto que algunas mujeres de la familia tenían el don de la videncia. Una cualidad que había permanecido dormida durante generaciones y que Blanche Bedwell esperaba que nunca más volviera a aflorar. Por desgracia (o por suerte), lo había hecho y su sorprendente aparición aquel día en las ruinas de Wrath había cambiado la vida de Kira.
―La tía abuela Minnie vivía en una época diferente ―resopló su madre―. Entonces la gente era más fácil de impresionar. Tú tienes la capacidad de encauzar tus talentos por un camino más sensato.
Kira estaba exasperada.
―A lo mejor me gusta el camino que he elegido. Me interesan los fenómenos paranormales, aunque no me importaría tener un trabajo mejor pagado donde no tuviera que pasar la mitad del tiempo inventándome sandeces sobre ángeles que están entre nosotros y avistamientos de Bigfoots. Lo que de verdad me fascina es lo verdaderamente sobrenatural. Los fantasmas, la reencarnación y ese tipo de cosas ―explicó Kira. Su madre suspiró, pero ella decidió ignorarla y se puso a pasear por la habitación―. Me gustaría trabajar tranquilamente y entre bastidores, sin estar expuesta a la luz pública.
―Estar expuesta a la luz pública no tiene por qué ser algo malo ―argumentó la madre de Kira―. Eso podría llamar la atención de...
―Exactamente del tipo de hombres que no me interesan ―dijo Kira, acabando por ella la frase―. Los que consideran que los focos y las apariencias son lo más importante en la vida.
Su madre chasqueó la lengua.
―Apuntas demasiado alto, cariño. La hijastra de Phemie es la única persona que conozco que se ha casado con un potentado escocés con el que vive feliz en un castillo. Esas cosas no pasan todos los días ―le recordó su madre. Y tenía razón. Kira lo sabía muy bien. El rápido destello de unas agujas teñidas de envidia que se le clavaron en el corazón lo demostraron. Casada con un potentado escocés y viviendo en las Highlands. En un castillo de verdad. La joven echó un vistazo a su mesa de trabajo y a la foto de las ruinas del castillo de Wrath que reclamaba con orgullo su lugar desde un marco de plata, justo al lado del pedazo de granito. A Kira le encogió el corazón y el calor teñido de envidia empezó a extenderse por su pecho, dificultándole la respiración―. Phemie y el padre de la chica fueron a verlos el año pasado ―continuó su madre―. Aunque Phemie no pudo soportar dormir en el castillo. Dijo que era demasiado húmedo, que olía a moho y que estaba lleno de fantasmas. Ella...
―¿Phemie es Euphemia Ross? ―preguntó Kira, incrédula―. ¿Esa mujerzuela de lengua viperina de tu club de bridge? ¿A la que todos llaman la «arpía de Cairn Avenue»?
―Ya basta, Kira ―dijo Blanche Bedwell, con su tono de voz más apaciguador―. Ahora se llama Euphemia McDougall. Y sí, su hijastra, Mara, se ha casado con un verdadero jefe tribal de las Highlands. Sir Alexander Douglas, creo que dijo Phemie que se llamaba. Su castillo está cerca de un sitio llamado Uban, o algo así.
―Oban ―la corrigió Kira―. La puerta de entrada de las Hébridas. Está en la costa oeste de Escocia. En el viaje que hice hace años paramos allí. Tuvimos una hora para visitar el castillo de Dunstaffnage.
―Bueno cariño, si alguna vez vuelves, estoy segura de que Phemie te dará el número de Mara y su dirección. Seguro que se alegraría de verte. Pero… ―La madre de Kira se quedó callada mientras el timbre de la puerta sonaba de fondo―. Debe de ser Lindsay. Ha hecho una hornada de brownies ecológicos para tu padre. Llámame si me necesitas.
―Lo haré ―dijo Kira, mientras su madre colgaba.
Aunque ni su madre ni ninguna otra persona podía ayudarle en lo que ella necesitaba. Consciente de que ni ella misma podía ayudarse, colgó el teléfono y empezó a quitarse la ropa arrugada mientras iba hacia el baño. Una vez desnuda, abrió la cortina de la ducha, que tenía un estampado de cardos, y se metió bajo el humeante chorro de agua a presión. Hasta que el teléfono volvió a sonar. Esa vez era el fijo. Kira esperó a que saltara el contestador y la voz del director ejecutivo de Destiny Magazine emergió entre el ruido del agua corriente. Su tono de voz la tranquilizó. Dan Hillard parecía muy emocionado. «Kira, nena», dijo el hombre, llenando el baño con su atronadora voz. «Sé que estás escondida y que puede que hasta estés pensando en dejar el trabajo, pero tengo un nuevo encargo para ti».
―¡Ah, no, de eso nada! ―exclamó Kira, mientras se enroscaba en una toalla para entrar corriendo en la habitación y apagar el contestador―. Al menos no por ahora.
«Esto no querrás perdértelo», la persuadió Dan, casi como si la hubiera oído. «Te alejará de este circo mediático».
Kira vaciló, mientras acariciaba con los dedos el teléfono. Había algo en su voz que la atraía y que hacía que se le acelerara el corazón.
«Es en el extranjero, Kira. Con todos los gastos pagados».
La chica cerró los ojos y respiró hondo. Estaba a punto de negarse, cuando otra voz interrumpió a Dan.
―Vamos, muchacha, os estoy esperando.
Kira se volvió, dejando caer la toalla. Pero allí solo estaba la cama. Aunque el eco de la voz de Aidan todavía resonaba en sus oídos. Profunda, intensa y sensual, y tan rebosante de deseo que le fallaron las rodillas. La había llamado. Estaba segura. Temblando, se agachó para levantar la toalla mientras esperaba a que Dan dijera algo más. Pero él también se había ido. No quedaba ni rastro de su jefe ni de su críptico mensaje, salvo la insistente luz roja parpadeando en el contestador automático. Aunque Kira no necesitaba oír sus palabras. Su corazón ya lo sabía. Se iba a Escocia.