Capítulo once
Kira se fijó en dos cosas cuando entró detrás de Aidan y Tavish en el salón principal, que estaba iluminado por la luz de las antorchas y lleno de humo: en la rapidez con que dos highlanders enrollados en sus tartanes eran capaces de abrirse paso entre una multitud de hombres, y en el olor metálico y penetrante de la sangre. Intentando no centrarse en este último, se apresuró a seguir a los dos hombres. No pudo evitar fijarse en que la mitad de los presentes apartaban la mirada cuando ella pasaba. Lo que no le sorprendió es que la otra mitad la observaban boquiabiertos y con sus barbudos rostros llenos de desconfianza. O de hostilidad. Solo una persona la ignoraba. Un gigante rollizo de rostro rubicundo al que solo le faltaba un chaleco de piel y un casco plateado para parecer uno de los vikingos que, en su momento, habían dominado Wrath. Alto, de hombros anchos y con una mata salvaje de cabello rubio rojizo, habría estado genial vestido con cualquier otra cosa que no fueran aquellas ropas sombrías y oscuras. Puede que hasta disfrazado de un alegre y colorado Papá Noel nórdico, si no estuviera tan concentrado en el joven que estaba tendido de espaldas al otro lado de la mesa de caballetes, al lado de la chimenea. Obviamente, se trataba de un curandero. Estaba de pie en la cabecera de la mesa, mientras palpaba con suavidad una protuberancia que Kendrew tenía en la frente. El hombre levantó la cabeza cuando Aidan se acercó.
―No está en sus cabales ―dijo el gigante en voz alta, rompiendo el silencio del salón―. El golpe en la cabeza le hace decir disparates. Se sentirá mejor después de descansar.
Aidan resopló.
―Quiero saber lo que ha sucedido. De boca del muchacho o de la de quien sea. Y que alguien, cualquiera, reúna a un grupo de hombres para peinar el castillo y sus alrededores ―dijo el highlander, subiéndose a la mesa y frunciendo el ceño cuando Kendrew gimió―. El muchacho no está así por haberse peleado con un jirón de niebla.
El curandero se encogió de hombros.
―Tal vez el canto afilado de los adoquines le haya hecho el corte del hombro. El golpe de la cabeza bien podría deberse también a los bloques de piedra ―sugirió el curandero, atusándose la barba―. Depende de la fuerza con la que haya caído.
―¡Bah! ―los interrumpió una anciana que estaba allí cerca―. El muchacho no se ha caído. Conan Dearg le ha atacado. Él mismo lo ha jurado.
Una segunda mujer, igualmente canosa, concordó con la primera. Esta sujetaba una palangana mientras la otra sumergía un paño en el agua ensangrentada y después frotaba con él el hombro de Kendrew.
―Sí ―parloteó la anciana, mirando a Aidan con los ojos brillantes―. El muchachito dijo que vuestro primo le lanzó algo extraño mientras se reía y le decía que así «vería llegar a todos los enemigos antes de comenzar la batalla». La vieja enderezó sus delgados hombros, sonrió mostrando su boca desdentada y bajó la voz para hablar con un susurro conspirador―. Conan Dearba bajó de la bóveda, tiró al pobre del muchachillo contra las escaleras y le golpeó la cabeza con aquel objeto.
―¿Qué objeto? ―preguntó Aidan, cruzándose de brazos.
―La cosa con la que le dijo que vería aproximarse a cualquier enemigo ―pió la otra anciana, mientras volvía a introducir el trapo en la palangana.
Kira miró horrorizada a las dos mujeres, sin oír apenas lo que balbuceaban. Solo veía la herida del joven y aquel trapo asqueroso en las manos viejas y sucias de la mujer. Medicina medieval en todo su esplendor. Y un cero en higiene. Con un escalofrío, la muchacha tomó a Aidan del brazo y lo alejó de la mesa.
―Diles que paren ―le rogó, levantando la voz cuando la mujer que sujetaba el paño chorreante lo tiró sobre las pajas del suelo y sacó otro, al que se sonó antes de ponerlo sobre las heridas de Kendrew―. ¡Acabará con una infección! Podría morir. Esos trapos asquerosos están llenos de gérmenes.
―Silencio, Kee-rah ―dijo Aidan, dándole un golpecito en la mano―. Nils y las hermanas parteras saben lo que hacen.
―De eso nada ―replicó Kira mirando para ellas y temblando―. Solo están empeorando las cosas.
―Déjalo, muchacha ―le advirtió de nuevo Aidan, pero tres rostros asustados miraban ya en su dirección. La mujer más pequeña y arrugada la miró con agudeza y reprobación, apretando los labios. La que sumergía el paño parecía confusa y su mano nudosa todavía apretaba el peligroso trapo sobre el hombro de Kendrew, hasta que Nils hinchó el pecho y se lo arrebató. Pero, en lugar de tirarlo sobre las pajas, lo dejó caer a sus pies.
―¡Muchacha! ―exclamó el hombre, mirando a Kira con sus brillantes ojos azules―. ¡No entiendo la mitad de lo que decís pero, por lo que he comprendido, nos advertís exactamente de aquello que llevo intentando meter en las cabezas duras de ciertas mujeres durante años! ―comentó el curandero, mirando con el ceño fruncido a las dos ancianas, con los rollizos brazos en jarras―. Y pensar que se hacen llamar parteras ―criticó el hombre, aunque en tono benévolo―. Yo he visto el trabajo de los grandes curanderos de Oriente y, aun así, hay quien por estos lares todavía osa desoír mis consejos cuando les digo que usen paños limpios y agua fresca sobre las heridas.
―Agua limpia y hervida ―se arriesgó a añadir Kira, viendo en Nils a un aliado. Aunque los paños que él consideraba limpios y que se estaba sacando de unos bolsillos escondidos entre los ropajes, distaban mucho de tener una blancura nívea. Seguramente nunca habían conocido la lejía ni habían sido desinfectados. Sin embargo, la mejora era considerable en comparación con los trapos asquerosos que tanto les gustaban a las hermanas parteras. Con un escalofrío, la joven se dispuso a abrir la boca para añadir algo más, pero primero miró a Aidan. Se sintió aliviada cuando él hizo un rápido gesto con la mano en señal de aprobación. A su lado, Tavish sonrió.
―Nils aprendió las artes de la curación en Jaffa ―la informó el hombre, acercándose un poco para que pudiera oírlo―. Estuvo allí de joven, con su tío. Este iba de peregrinación al Santo Sepulcro, pero el pobre hombre sucumbió durante el camino. Nils se quedó allí atrapado durante muchos años, antes de poder regresar. Nada de lo que le digáis podría sorprenderle.
«¿Ni aunque le hablara de máquinas voladoras o de autobuses turísticos llenos de “ameri-canes”?». Kira tuvo la certeza de oír a Aidan susurrando aquellas palabras entre dientes. Pero no pensaba hablar de aquello, no en aquel salón. La joven vaciló mientras miraba alternativamente al curandero, a Tavish y a Aidan. Luego miró a Kendrew. Su rostro pálido y sus ojos vidriosos hicieron que se decidiera. Tenía que ayudarlo.
―Esto también hay que hervirlo ―dijo la joven finalmente, señalando dos enormes agujas de hueso que había sobre un taburete cercano. Un sospechoso hilo de crin de caballo revelaba su función―. A Kendrew podría infect… Podría ser muy malo para él no limpiar como es debido esas cosas antes de usarlas.
Las dos ancianas resoplaron al unísono.
Los hombres que habían estado observando a Kira con los ojos entornados desde que había entrado en el salón, la miraron expectantes. Los que habían apartado la vista, sacudieron la cabeza y refunfuñaron. Pero la curiosidad venció a su tozudez y todos ellos se aproximaron.
Nils, el vikingo, soltó una carcajada y la tomó del brazo, acercándola más hacia la mesa. Sonriendo, le puso uno de los paños casi limpios en las manos.
―¡Lo va a hechizar! ―protestó alguien, entre la multitud.
―¡Ten cuidado, Nils! ―convino otro―. ¡Puede que te topes con uno de esos paños transformado en serpiente la próxima vez que lo toques!
Ignorándolos, Nils le tendió a Kira un cuenco con una pasta de aspecto desagradable.
―Esto es un ungüento ―le dijo el hombre―. Mi ungüento especial. Si no sois débil de corazón, podéis aplicarlo sobre el hombro de Kendrew. Ayudará a extraerle el mal de dentro.
―Claro ―dijo Kira, agarrando el cuenco y armándose de valor―. Antes debería lavarme las manos ―añadió con una sonrisa forzada, sin ánimo de ofender―. Y tú también. Cualquiera que toque…
―¡Eh, Nils! Hablando del mal, yo creo que el mal es ella ―exclamó una voz femenina muy clara y con un tono de enfado, interrumpiendo a Kira. La voz sonaba muy cerca―. ¡Decirle a un curandero y a sus ayudantes cómo cuidar al muchacho!
Kira giró sobre sus talones y a punto estuvo de tropezarse con la persona que había hablado: una hermosa mujer de piel lechosa y con el cabello más brillante que había visto jamás. Un pelo que refulgía bajo la luz de las antorchas y que su dueña llevaba recogido en una trenza que se balanceó cuando su dueña puso a los pies de Nils unos paños limpios, antes de dar media vuelta y desaparecer entre la multitud, sin mediar palabra.
Kira abrió la boca para protestar, pero la sumergidota de trapos se escabulló para ponerse delante de ella y arrebatarle el paño y la palangana.
―Sinead y los demás dicen la verdad ―dijo la mujer, alejando a Kira con un codo huesudo―. Con todas las cosas extrañas que están sucediendo estos últimos días, no es buena idea que la dejemos toquetear al muchacho.
Con la piel de gallina, Kira se frotó las costillas.
―Solo pretendía ayudar ―se justificó, tratando de ignorar el intenso dolor que sentía y sorprendida porque aquella diminuta mujer pudiera haberle propinado un codazo como aquel―. Sé que tenéis buenas intenciones, pero…
―¿Qué sabréis vos? ―dijo un enorme hombre del clan con una gran barba, acercándose a ellos y mirando a la joven con gravedad―. No os parecéis a ningún curandero que haya visto.
―Mi padre era curandero ―replicó Kira, levantando la barbilla, con la esperanza de que no se le notara en la cara que estaba mintiendo. Pero mejor eso que decirles lo que sabía sobre la vida en un mundo futuro―. Trabajaba para un rey ―añadió la chica, aprovechando el apellido del jefe de su padre, Elliot King, de Baldosas Bonanza. Se armó un revuelo en el salón. Los hombres se empujaban entre ellos para acercarse y un montón de cejas pobladas se juntaron, observándola con escepticismo. Aidan también frunció el ceño. La observaba con los brazos todavía cruzados y con una expresión sombría, que hablaba por sí misma. La estaba avisando para que lo dejara, pero ella hizo caso omiso―. De verdad que mi padre trabajaba para un rey ―repitió Kira, poniendo los brazos en jarras y mirando a su alrededor, para desafiarlos―. Yo lo ayudaba a veces.
Lo que no dijo era que su ayuda consistía en haber trabajado durante los veranos en la tienda, hacía años.
―Demostradlo, pues ―dijo uno de los hombres acercándose más, claramente poco impresionado, mientras apuntaba a Kendrew con el dedo, que estaba ya profundamente dormido―. Haced algo por el muchacho.
Kira tragó saliva. Estaba empezando a invadirla una sensación de calor abrasador. En poco tiempo, el rubor se le expandiría por el rostro y les revelaría a todos que era un impostora.
―No es tan sencillo ―dijo la chica, enderezando la espalda, consciente de todos los ojos que la observaban―. Mis conocimientos no están muy frescos, hace años que no ayudo a mi padre ―añadió, a punto de atragantarse con las palabras.
Habían pasado más que años. Teniendo en cuenta la época en la que estaba, su padre ni siquiera había nacido. Y, aunque estuviera allí, era un vendedor de baldosas, no un curandero de reyes.
Kira contuvo un gemido. Esa vez había ido demasiado lejos. Aidan tenía todo el derecho del mundo a enfadarse con ella.
―Bien, muchacha ―dijo el highlander, acercándose a ella para ponerle un brazo alrededor de los hombros―. Haré que traigan agua hirviendo para los paños y las agujas de coser ―señaló el hombre, haciéndole un gesto a Nils y a las dos parteras―. Y ahora, dinos qué más sabiduría posees. ¿Tal vez conoces la forma de hacer que merme el dolor del joven Kenderw?
Kira suspiró y se pasó una mano por el pelo. Kendrew necesitaba morfina y penicilina. Además de una cama limpia y fresca en un hospital con olor a desinfectante, y enfermeras simpáticas y sonrientes que cuidaran bien de él. Pero, en lugar de ello, estaba al cargo de un gigante que parecía un vikingo y por dos mujeres menudas como pajarillos que olían como si no se hubieran bañado en siglos. Si es que alguna vez lo habían hecho. Kira las miró, con la esperanza de que la amenaza de Aidan de hacer que sus hombres se lavaran fuera aplicable también a ellas. Aunque eso no les iba a cambiar la mirada hostil.
―¿Lo veis? ―dijo la sumergidora de trapos, señalándola con el dedo―. No os responde, señor ―añadió con regocijo, mirando para Aidan.
―Vamos, muchacha ―la animó Aidan, estrechándole los hombros. Aquel gesto le dijo coraje―. Demuéstrales a Ella y a Etta que sabes de qué estás hablando.
Kira suspiró y cerró los ojos para concentrarse. El silencio llenó el aire, mientras todos esperaban. Un enorme silencio omnipresente, solo interrumpido cuando un recuerdo lejano le vino a la mente y le llenó los oídos con los quejidos y los lamentos de su padre. Y con la infinita agitación del día en que lo llevaron a casa desde el trabajo con un enorme chichón en la cabeza, después de que una pesada caja de baldosas se cayera de una estantería y lo golpeara. La joven casi sonrió al recordar también que su madre había envuelto hielo en un paño y le había dado un par de aspirinas. Kira abrió los ojos y sonrió, segura de tener la respuesta.
―Sé cómo tratar el golpe de la frente de Kendrew ―anunció, haciendo que su voz sonara como la de la legítima hija de un curandero―. Necesito algo frío. Realmente frío ―declaró, zafándose del brazo de Aidan y enfrentándose a la multitud, con los brazos en jarras―. ¿Qué me podéis traer que esté tan frío como el hielo del invierno?
Un mar de rostros inexpresivos le devolvieron la mirada.
―El agua del pozo de la cocina está fría ―dijo Tavish, alzando la voz―. ¿Sirve?
Antes de que a Kira le diera tiempo a responder, Mundy el irlandés dio un paso adelante.
―Hay una fuentecilla cerca de los establos con agua mucho más fría que la de la cocina. Un trago es suficiente para hacerle pensar a un hombre que se le van a quebrar los dientes.
―¡Eso es! ―exclamó Kira, batiendo palmas―. Traedme algunos cubos de ella. Y manda a alguien a la cocina a buscar unos sacos de guisantes secos ―añadió la joven, mirando a Aidan.
El highlander la miró y sus cejas empezaron a juntarse de nuevo.
―¿Guisantes secos?
―Sí ―repuso ella―. Y comprobad que los sacos estén lo más limpios posible ―añadió, con la esperanza de que los sacos fríos de guisantes medievales fueran tan eficaces a la hora de reducir el edema como las bolsas congeladas de su madre.
Un músculo se movió en la mandíbula de Aidan.
―Muy bien. Guisantes ―dijo, no demasiado convencido.
―No te preocupes. Sé lo que estoy haciendo ―lo tranquilizó Kira, extendiendo la mano para tocarle el tartán, deseando que confiara en ella―. Cuando estén lo suficientemente fríos, le pondremos a Kendrew el saco sobre la cabeza hasta que deje de estar frío. Le pondremos un saco nuevo cada dos horas, por lo que alguien deberá seguir trayendo agua fría de la fuente.
―¡Tavish! ¡Mundy! ―exclamó Aidan, volviéndose hacia ambos hombres―. Aseguraos de que vuestras órdenes se cumplen ―dijo el highlander, asintiendo satisfecho cuando los dos salieron corriendo. Luego miró de nuevo a Kira.
―¿Y qué más?
―Solo necesitamos hacer eso lo más rápidamente posible.
―Así será ―le aseguró Aidan, mirándola con ardor. Hasta tal punto, que el calor le llegó a Kira a los dedos de los pies―. Sí, así será ―repitió―. Tus deseos so órdenes.
La joven parpadeó, con el corazón desbocado. Lo que quería era continuar lo que habían empezado en la solana. Pero, obviamente, aquel no era el mejor momento. Así que se limitó a tocar agradecida la mano de Nils el vikingo y a dedicar a Ella y a Etta su mejor sonrisa. Esperaba que firmaran una tregua si la hinchazón del chichón de pobre Kendrew bajaba tan rápidamente como ella esperaba. Aidan también parecía esperanzado y eso la complacía más de lo que habría creído. El hombre volvió a cruzarse de brazos y miró triunfante a sus hombres.
―Pronto Kendrew estará bien ―anunció triunfante, casi como si hubiera sugerido él lo de los sacos de guisantes.
No es que a Kira le importase. En realidad, le daba absolutamente igual. Mientras él la compensara cuando volvieran a estar a solas… Entonces le diría a Aidan exactamente lo que quería. A juzgar por la forma en que acababa de mirarla, él estaría más que dispuesto a cumplir sus deseos.
La joven sonrió, excitada.
Para haber sido una noche con un final tan amargo, parecía que las cosas no estaban yendo tan mal.
* * *
Varias horas después, Kira estaba sentada sola delante de una pesada mesa de roble, en la habitación de Aidan, frunciendo el ceño mientras observaba un montón de hojas de pergamino. La luz de la luna entraba inclinada a través de una de las ventanas de dintel arqueado y dos pesadas velas de cera iluminaban los engorrosos pergaminos. Su intento de dejar constancia de su viaje en el tiempo para Dan. De todo lo que le había sucedido desde que había llegado a escocia, incluida la misteriosa pelea de Kendrew y su presentación de los sacos de hielo a los buenos de los habitantes del castillo de Wrath. Por desgracia, no podía escribir todavía sobre los resultados de ese hielo. Ella había permitido, aliviada, que Aidan la escoltara fuera del salón cuando Nils el vikingo había puesto un pedazo de madera blanda entre los dientes de Kendrew, justo antes de que las hermanas parteras se pusieran manos a la obra con las agujas de hueso y el hilo de crin de caballo. Kira se estremeció, segura de que había hecho bien en irse. Al menos, gracias al apoyo de Aidan y a la mente abierta del curandero, las hermanas habían usado agujas esterilizadas.
No muy segura de que aquello sirviera para algo, visto lo visto, la joven se sirvió un poco de vino que alguien había dejado cuidadosamente al lado de sus pergaminos. Todavía no se había adaptado demasiado al sabor un tanto picante de las bebidas espirituosas medievales, Kira arrugó la nariz y se limitó a beber un pequeño trago. Una nube pasó por delante de la luna, dificultándole la visión. La muchacha parpadeó y acercó las dos velas para ver mejor. Varias manchas de tinta habían emborronado algunas de sus palabras, lo que le hizo doler la cabeza de irritación. Frotándose las sienes, Kira observó las líneas torcidas, sin saber si culpar a la falta de práctica en el uso de la pluma y la tinta o si el hecho de trabajar con un teclado simplemente había dado al traste con su caligrafía. De cualquier modo, solo esperaba que, si alguna vez los pergaminos llegaban a manos de Dan, este fuera mejor descifrando su letra que ella. Otra cosa que esperaba era que Aidan volviera pronto. La luz de la luna hacía que lo echara de menos. Su brillo pálido se derramaba no solo sobre la mesa y los pergaminos, sino también sobre los hermosos cobertores de su enorme cama, al otro lado del cuarto. Cada vez que miraba hacia allí, Kira sentía una deliciosa oleada de anticipación que calentaba sus partes íntimas, haciéndola temblar de excitación. Él había prometido volver pronto y el beso rápido y ardiente que le había dado en la puerta, sugería algo más que eso.
Estremeciéndose, Kira respiró hondo y olvidó sus escritos mientras las palabras pronunciadas por Aidan con anterioridad empezaron a girar en su interior, como un dulce y embriagador vino.
«Tus deseos son órdenes».
La joven sonrió, mientras la recorrían unos deliciosos escalofríos. Aquellas palabras le enviaron un calor en espiral, aunque su cuerpo estuviera temblando. Su respiración se aceleró y su corazón empezó a latir de una forma lenta y errática. Kira casi podía sentir cómo entraba en el cuarto, reclamándolos a ambos como propios mientras iba hacia ella. Pensando en poseerla, él le levantaría las faldas y se pondría debajo de ellas, diciéndole que sabía exactamente lo que necesitaba y que él lo deseaba todavía más que ella. Con un escalofrío, Kira se mordió el labio. No quería excitarse demasiado antes de que él llegara. Además, necesitaba seguir escribiendo mientras lo tenía todo tan fresco en la cabeza. Pero le resultaba difícil concentrarse y las líneas torcidas cada vez tenían un aspecto peor. Algunas hasta parecían bailar y nadar delante de ella.
―¿De verdad tu padre era curandero de reyes? ―preguntó Aidan, justo a su lado.
―¡Oh! ―exclamó Kira, sobresaltada. El corazón le dio un vuelco. La chica levantó la vista y la pluma se le cayó de la mano, desperdigando la tinta por los pergaminos. Se puso de pie y se tambaleó. Los nervios o el cansancio hacían que se sintiera atontada―. ¡Madre mía! ―dijo la chica, frunciendo el ceño, mientras se apoyaba en el respaldo de la silla en busca de seguridad. La joven tragó saliva, reuniendo todas sus fuerzas para seguir en pie y parecer normal. Imperturbable por el cansancio e inmune al fulgor de la luna. Totalmente indiferente a la mirada oscura y penetrante de su amado highlander. O a lo que fuera que hacía que tuviera la boca tan seca y las piernas como dos tiras de goma. A la forma en que él cambiaba el aire con su presencia. Kira parpadeó, con los dedos todavía sobre la silla―. ¿Kendrew está bien?
Para su alivio, él sonrió.
―El muchacho está durmiendo ―respondió Aidan. Parecía satisfecho. Y lo que era igualmente positivo era que no parecía haberse dado cuenta de que ella se estaba aferrando a la silla con todas sus fuerzas―. Nils le administró un fuerte tratamiento para dormir, después de que Ella y Etta lo cosieran. Dudo mucho que se despierte antes de mañana a mediodía.
―¿Y la hinchazón de la cabeza? ―preguntó la chica, temerosa―. ¿Ha bajado?
La alegría invadió los ojos del highlander.
―Ah, sí. Y con una rapidez notable, para sorpresa de todos.
Kira exhaló un suspiro de alivio.
―Gracias a Dios.
―Entonces dime, muchacha ―dijo el highlander, alejándose de ella para cruzarse de brazos y volver a adoptar su tono más señorial―. ¿Tu padre era realmente un curandero? ¿Y de reyes?
―Ahhh… ―vaciló Kira. Quería contarle la verdad, pero su lengua no formaba ninguna palabra y parecía demasiado grande para su boca. La chica tragó saliva y volvió a intentarlo―. No, no lo es. Pero me pareció que era lo más diplomático que podía decir. Es un vendedor de baldosas de cerámica.
Aidan alzó una de sus cejas negro azabache.
―¿No tiene nada que ver con ningún rey?
Kira negó con la cabeza.
―Solo con uno. Trabaja para un hombre que se apellida King{3}.
La sonrisa regresó.
―¡Ja! ―exclamó el highlander, con una pequeña carcajada―. Justo lo que suponía.
―¿No estás enfadado? ¿Ni siquiera un poco decepcionado?
La joven creía que lo estaría. Al menos hasta que ella se explicara. Pero, en lugar de ello, Aidan se quedó mirándola con una sonrisa cada vez más amplia. El calor de su mirada se deslizó en su interior, se le enroscó en el corazón y haciendo que sus rodillas de goma se volvieran todavía más inestables.
―Muchacha, tú nunca podrás decepcionarme ―dijo suavemente, con una voz que era casi una caricia―. No, no estoy loco.
―Pero no querías que interfiriera, lo vi en tu cara ―replicó Kira, volviendo a tragar saliva y todavía con dificultad para encontrar las palabras―. Mentí al decir que mi padre hacía algo que no hace.
Aidan posó un dedo sobre su boca, trazando la curva de sus labios.
―Esta noche me has deleitado y te has ganado a mis hombres con unos simples sacos de guisantes secos y un poco de agua helada del arroyo.
―¿Qué? ―preguntó la joven, parpadeando―. ¿Ya no quieren mi cabeza?
―Creen que eres de lo más inteligente. Incluso Ella y Etta te respetan, muy a su pesar.
―¿Las hermanas parteras? ―inquirió la joven. Apenas podía creerlo―. ¿Y qué hay de la mujer pelirroja? ¿La de la piel blanca como la leche?
Aidan frunció el ceño, desconcertado.
―Ah ―respondió al cabo de un rato―. Debes de hablar de Sinead, la lavandera.
Kira asintió, incluso sintiendo en ese momento la punzada de la mirada resentida de la mujer.
―No le gusto nada.
―A ella no le agrada ninguna mujer ―le aseguró el highlander, encogiéndose de hombros para restarle importancia―. Principalmente las que son hermosas y mucho más deseables que ella.
Las palabras de Aidan hicieron que se le desbocara el corazón.
―Eres un adulador.
―Solo digo la verdad ―afirmó él, inclinándose hacia ella para darle un leve beso en la frente―. Sinead es inofensiva. No debes sentirte amenazada por ella.
―Entonces, ¿por qué está aquí?
El hombre suspiró.
―Ella es lavandera y algo más. En un castillo con tantos hombres solteros, esas mujeres son necesarias. No significa nada para mí.
―Ah.
Debería haberlo adivinado. Deseando no haber mencionado nunca a aquella mujer y mucho menos haberla visto, Kira respiró hondo. Tan hondo como pudo con aquel peso que le oprimía el pecho. Se llevó una mano a aquella zona para tranquilizarse.
―Olvida a esa mujer. Hay un par de ellas más por estos lares. No es necesario que te sientas incómoda por ninguna de ellas ―sostuvo Aidan, antes de volver a besarla. Esa vez, en la cara―. Todos los hombres de Wrath beben a tu salud esta noche. Incluidos Ross y Geordie.
―¿Tan contentos están porque haya bajado la hinchazón de la frente de Kendrew?
―Sí, ciertamente, aunque apostaría a que su placer es más interesado ―comentó el hombre, atrayéndola hacia él para acariciarle la espalda―. No creerías lo que están haciendo en este preciso instante. Ni yo mismo lo haría, de no haberlo visto con mis propios ojos ―le aseguró Aidan, retrocediendo para mirarla con una sonrisa en los labios―. Si fueras allá abajo, encontrarías a la mitad de los hombres poniendo sacos fríos de guisantes secos sobre todas las partes del cuerpo que les duelen. Los demás los observan impacientes, a la espera de su turno, porque los sacos no llegan para todos ―dijo el highlander. Kira separó las manos de la silla para lanzarse a su cuello. Su sonrisa la estaba cautivando y aquel brillo oscuro de su mirada la hacía respirar de forma entrecortada―. Pareces sorprendida ―comentó el hombre, con voz profunda, grave y suave, con un acento que le arrebató el alma. La joven le abrazó los hombros y se acurrucó en su pecho, segura de que se derretiría de no hacerlo. Sus piernas parecían de goma. Kira frunció el ceño.
―Creo que hay algo que no está bien…
―Nada por lo que debas preocuparte ―le aseguró Aidan, tomando una de sus manos y llevándosela a los labios―. Mis hombres no son malos, Kee-rah. Sabía que, con el tiempo, te aceptarían ―señaló, mientras le soltaba la mano para retirarle el pelo de la cara―. Y cualquiera que albergue dudas todavía, pronto las dejará de lado. Te lo prometo.
Kira lo miró, no tan segura, e intentó centrarse. Ojalá las nubes dejaran de tapar la luz de la luna. O que la luz de las velas de la mesa fuera más intensa. A veces, parecía que su rostro desaparecía, perdiéndose en las oscuras sombras. La joven pestañeó, apretó los ojos y se sintió aliviada cuando la oscuridad remitió.
―A lo mejor debería hablarles a tus hombres de las botellas de agua caliente ―se ofreció, con una voz que sonaba muy lejana. Casi imperceptible, como si estuviera hablando dentro de un tambor.
―¿Botellas de agua caliente? ―preguntó Aidan, divertido―. ¿Son otro método de curación del futuro?
Ella asintió, lamentando de inmediato aquel rápido movimiento que casi le partió el cráneo.
―Es como las piedras calientes que ponéis en las camas para calentarlas, pero mejores. Solo hay que llenar una pequeña bota de piel con agua hirviendo para tener un calor reconfortante allá donde fuera necesario.
La sonrisa de Aidan se volvió pícara.
―Se me ocurre otro tipo de calor reconfortante ―repuso el hombre, mientras volvía a tomarla de la mano, esa vez para darle un beso en la palma―. Un calor escurridizo, resbaladizo y húmedo que llevo esperando toda la noche.
―Oh ―jadeó Kira, mordiéndose el labio, mientras el calor del que él hablaba empezaba a palpitar a modo de respuesta.
―Quiero que verte desnuda. Necesito nuestros dos cuerpos desnudos ―dijo el highlander, acercándose más a ella y mirándola de una forma que indicaba lo sensualmente intensa que se volvería aquella noche―. Siento la urgencia de besar y lamer cada milímetro de tu cuerpo.
―¡Sí, por favor! ―repuso Kira, inclinándose hacia él con un hormigueo entre las piernas tan intenso que le dio la sensación de que la habitación empezaba a girar. Santo Dios, toda ella era un hormiguero. Incluso su boca, sus labios y sus dedos. Aquello era todo lo que ella quería y deseaba.
La sonrisa de Aidan se había vuelto lobuna. El hombre alcanzó el enorme broche celta que tenía en el hombro y lo desabrochó con mayor rapidez de lo que los ojos de Kira fueron capaces de captar. Luego se quitó el tartán con premura, y el cinturón de la espada, la túnica y todo lo demás desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, hasta que el highlander estuvo completamente desnudo ante ella. Desnudo, orgulloso y sin dejar lugar a dudas del deseo que sentía por Kira.
El hombre levantó los brazos sobre la cabeza, hizo crujir los dedos y se retiró el cabello por detrás de los hombros. Su mirada hizo que la joven se humedeciera.
―Estoy hambriento de ti ―gruñó Aidan, mientras la agarraba y le quitaba la ropa tan rápidamente que, antes de que a Kira le diera tiempo a abrir los ojos, se encontró desnuda entre sus brazos. El hombre cruzó la habitación con paso firme y, con facilidad, y la tumbó sobre la cama. Luego se puso a su lado y la besó larga e intensamente, mientras una de sus manos le trabajaba ágilmente los pechos y la otra se deslizaba entre sus muslos, acariciando y sondando la húmeda suavidad de ese lugar. Con un gemido, el highlander la sujetó con firmeza, mientras la humedad y el olor almizclado de su excitación se la ponía dura como el granito. Ella se insinuó suave y flexible contra su cuerpo. Sus dulces gemidos y la forma en que pegó la boca a la suya le incendiaron la sangre en las venas, haciéndolo estallar de deseo por ella―. Necesito saborearte ―dijo el highlander, antes de darle la vuelta sobre la cama, cubrir su cuerpo con el de él y centrar su atención en sus pechos, hundiendo el rostro en su plenitud. Aidan se los lamió y los recorrió con su lengua, jugueteando con sus pezones antes de enterrar uno en la boca y succionarlo. Mientras tanto, seguía frotando su sedoso calor, con cuidado de seguir dibujando círculos con el dedo en su punto más sensible. Kira gimió y arqueó las caderas para pegarse más a su mano. Luego volvió a quedarse sin fuerzas y un enorme estremecimiento se apoderó de ella.
―No pares ―le imploró la joven, abriendo las piernas para dejarle vía libre. Su voz no era más que un susurro.
―Ay, muchacha, podría estar amándote durante días ―le aseguró el highlander, mientras se apoyaba sobre los codos para observarla. La visión de sus labios hinchados entreabiertos y sus ojos encendidos de pasión hicieron que se le pusiera todavía más dura. Los latidos de su corazón eran tan feroces como el pálpito ardiente de su ingle. Aidan volvió a centrarse en los pechos de Kira para lamer de nuevo su piel suave como el satén, antes de empezar a bajar y besarla con ardor en el bajo vientre, hasta detenerse al llegar a aquel triángulo de suaves y fragantes rizos que desprendía un olor a almizcle que casi le partía el alma―. ¡Por todos los dioses! ―exclamó el highlander, llevándose la mano al miembro viril para apretarlo con fuerza hasta que su aguda cabeza retrocedió. No quería correrse antes de devorarla entera.
—Aidan… ―suspiró la muchacha en un tono todavía más suave, como una leve brisa o un jadeo imperceptible, sobre el ruido atronador de sus oídos. Pero entonces Kira abrió más las piernas, dándole lo que necesitaba, su carne de mujer resbaladiza, mojada, brillante y hermosa bajo la luz de las velas, solo para él. No podía desearla más. El hombre la miró y bebió toda su belleza, mientras deslizaba las manos hacia abajo y hacia arriba por el interior de sus muslos. La acarició una y otra vez, separándole más las rodillas con cada caricia posesiva de sus manos. Lejos de resistirse a tal intimidad, ella se limitó a gemir suavemente, permitiendo que la abriera completamente para contemplarla a sus anchas. Después, cuando Aidan tuvo la certeza de que iba a explotar, por mucho que apretara su miembro, enterró el rostro entre las piernas de ella y la frotó con brusquedad, inspirando enormes y excitantes bocanadas de su aroma caliente y femenino. Gimiendo, abrió la boca sobre toda su plenitud y la lamió, succionando con fuerza. Necesitaba saborearla. La codiciaba y ardía por ella con una locura que nunca había sentido por ninguna otra mujer―. Nunca me cansaré de ti ―susurró Aidan sobre su vibrante calor, besando su sexo brillante―. Ni en mil vidas. Eres mía para siempre ―añadió. Kira no respondió, pero la recorrió otro pequeño espasmo. Juraría que sentía cómo se intensificaba el olor de su excitación, al igual que la humedad de su calor resbaladizo―. ¡Pero qué dulce eres! ―exclamó el hombre, frotando la cabeza contra ella, saboreándola, lamiéndola y mordisqueándola. Sobre todo lamiéndola. Acariciándolo intensamente con la lengua, con su lengua golosa, minuciosa y demandante. La ferocidad de su deseo lo inflamaba y su necesidad era tan potente que metió las manos debajo de ella y enterró los dedos en sus nalgas para levantarla y atraerla todavía más hacia su lengua exploradora. La misma lengua que a esas alturas la estaría haciendo retorcerse de éxtasis si la estuviera devorando en sueños. Pero Kira ni se movió. Lo cierto era que estaba completamente inerte. Los salvajes latidos del corazón de Aidan amainaron y el feroz rugido de la sangre en sus oídos se calmó lo justo como para percatarse de que sus dulces gemidos y jadeos también habían cesado. Frunciendo el ceño, empezó a lamerla más lentamente hasta que su lengua descansó sobre la tersa humedad de su resbaladiza feminidad. Algo iba mal. Terriblemente mal. Con la pasión menguada, Aidan se sentó con el orgullo herido al comprobar que ella Kira se había quedado dormida. Todavía tenía la boca entreabierta, pero sus ojos estaban cerrados. Unos ojos que sospechaba no lo habían mirado con deseo lascivo, sino con la pesadez del sueño inminente―. ¡Por el condenado martillo de Thor! ―exclamó el highlander, pasándose la mano por la cara y respirando hondo. La frustración se enfrentaba a su orgullo herido y a cierta parte dolorida de su cuerpo que por un momento se planteó aliviar él mismo. Sin embargo, rápidamente descartó la idea. Kira dormía demasiado profundamente. Su maldición tenía que haber sido suficiente para despertarla. Sin embargo, estaba dormida como un tronco. Su dulce cuerpo yacía inmóvil y su rostro pálido bajo la luz de la luna―. ¡Kee-rah! ―exclamó el hombre, saltando de la cama para agarrarla por los hombros y sacudirla. Pero ella continuaba sin moverse, con los ojos cerrados y la cabeza caída hacia un lado―. ¡Muchacha, háblame! ―le rogó Aidan, sacudiéndola de nuevo mientras la sangre volvía a rugir en sus oídos y el corazón se le desbocaba y chocaba ferozmente contra sus costillas―. ¿Qué te acontece? ―pero solo obtuvo el silencio por respuesta―. ¡Maldición! ―bramó el highlander, mientras la recostaba sobre las almohadas, sintiéndose aliviado cuando acercó el oído a su corazón y escuchó sus latidos, débiles pero constantes. Tenía la piel fría y su débil respiración estaba teñida de algo que antes no había notado. Intentando determinar de qué se trataba, le pasó la mano por el cabello, alejando el primer pensamiento que le vino a la cabeza. ¿Cómo era posible que hubiera enloquecido hasta el punto de no haber notado un olor tan intenso? Aidan volvió a fruncir el ceño. Se había vuelto loco de deseo. Hasta el punto de dejarse embriagar por el cálido aroma de su almizclada femineidad y olvidarse de todo lo demás. Aterrorizado, inspiró el aliento de Kira y atravesó el cuarto corriendo hasta el vaso tan inocentemente situado al lado de los pergaminos. Un vaso de vino medio lleno que, obviamente, ella había estado bebiendo. Tanto el vino del aguamanil como el del vaso tenían un fuerte olor a matalobos. La misma hierba de la poción que Nils le había dado a Kendrew. Un buen antídoto para el dolor y un gran somnífero, aunque mortal cuando la dosis era administrada por las manos erradas. Un pavor gélido le recorrió la espina dorsal. Aidan tiró el aguamanil y el vaso al fuego y recogió su tartán de un manotazo. Sin olvidarse de la espada, el highlander abandonó la habitación con dos cosas en mente: salvar a Kira y asesinar a quien había intentado matarla. Pero, sobre todo, debía mantener con vida a la muchacha. Cualquier otra opción era inconcebible.