Primer Prólogo
Castillo de Wrath, Isla de Skye, 1315
―Que el diablo lo hierva y lo cubra de ampollas ―maldijo Aidan MacDonald, orgulloso jefe tribal de las Highlands, mientras se paseaba por las almenas de su fortaleza situada en lo alto de una colina, dominado por la ira y con la sangre encendida de incredulidad e indignación. Era un hombre de sangre feroz que se encendía con facilidad, como buen descendiente de un extenso linaje de intrépidos nórdicos y de los antiguos jefes tribales del gran clan de los Donald, una raza de hombres afamados y respetados en todas las Hébridas y fuera de ellas. Un hombre fuerte que creía que los highlanders eran tan buenos como cualquier otro hombre, aunque mejores que la mayoría, y cuya imponente figura se recortaba sobre las aguas brillantes que se extendían a sus pies. Con casi un metro noventa y cinco, y agraciado con el indómito garbo de las Highlands, Aidan destacaba por su altura entre el resto de los hombres, llamaba la atención y causaba fascinación allá donde iba. En aquel momento, con su oscuro cabello agitado por el viento y tan refulgente como la enorme espada que llevaba sujeta a la cadera, y los ojos centelleantes, hasta el aire parecía incendiarse y abrirse a su paso. Lo cierto era que ya en un día cualquiera pocos eran los hombres lo suficientemente valientes como para desafiarlo. Y en un día como aquel, solo un loco se atrevería a hacerlo. Aidan de Wrath tenía fama de poder llegar a ser muy violento. Sobre todo cuando aquellos a quien amaba corrían peligro. Y, esa mañana, estaba sediento de sangre. Concretamente, de la sangre de su primo, Conan Dearg―. ¡Maldito sea ese cobarde! ―exclamó el highlander, mientras se volvía para mirar a su bienamado primo, Tavish―. Alimentaré con las partes nobles de ese cabrón a los lobos. En cuanto a ti ―continuó el hombre, al tiempo que miraba al mensajero de labios apretados y frondosa barba que se encontraba a unos cuantos metros, pegado a la pared del parapeto―, ya que no piensas revelarnos tu nombre, me gustaría saber si eras conocedor de lo que decía el pergamino ―preguntó Aidan, antes de avanzar un paso hacia él, estrechando con fuerza en la mano la condenada misiva―. ¿Y bien? ―inquirió el highlander. El mensajero levantó la barbilla, con los ojos fríos y entornados―. Tal vez te venga bien que te refresque la memoria ―comentó Aidan, con una voz tan gélida como la expresión del hombre―. Pues bien, en esta misiva hay garabateadas algunas palabras que habrían significado mi muerte. La mía y la de todos los hombres, mujeres y niños de mi clan ―dijo Aidan, explicando lo que habría sucedido si la carta hubiera sido entregada al destinatario correcto y no a él, como por error había sucedido. Con el aliento marcado por la rabia, dejó que su mirada vagara por la agitada mar hasta los escarpados acantilados de la vecina isla de Wrath y vio sus brillantes muros negros de contención salpicados por penachos de espuma. El highlander apretó los puños y entornó los ojos, clavándolos sobre las gigantes y largas olas coronadas de blanco que rompían sobre las rocas. Con él no podrían tan fácilmente. Esa vez, Conan Dearg había ido demasiado lejos. Aidan se volvió hacia el mensajero―. ¿Cuántos de los hombres de mi primo conocían la conspiración?
―¿Qué importa eso? ―replicó el hombre con arrogancia, dignándose finalmente a abrir la boca―. Oír sus nombres no cambiaría nada. Todo ser viviente de estas islas sabe que habéis jurado no derramar jamás la sangre de vuestros parientes.
―Tiene razón ―susurró Tavish, tomándolo del brazo―. Conan Dearg es tu primo, como yo. Él...
―Conan Dearg ha agraviado cualquier lazo con esta casa cuando decidió planear nuestra muerte ―manifestó Aidan, mientras estrujaba el pergamino que tenía en la mano de tal forma que su superficie curva parecía casi viva. Aciaga―. Y pensar que pensaba rebanarnos el cuello mientras estuviéramos sentados a su mesa, como invitados a un banquete celebrado en nuestro honor ―añadió el highlander mientras permanecía firme, con las piernas separadas y los hombros hacia atrás, y con el extremo de su tartán ondeando al viento―. No puedo dejarlo pasar, Tavish. Esta vez no.
―Podemos desterrarlo a la isla de Wrath. Y con él a su hombre, si se niega a hablar ―sugirió Tavish, antes de mirar hacia la escarpada pared de acantilados del islote vecino―. Con las aguas revueltas y los arrecifes que rodean la isla, no tendrían escapatoria. Sería el lugar más parecido al infierno que cualquier alma podría encontrar por estos lares ―comentó el primo de Aidan. Pero este negó con la cabeza. Conocía la isla de Wrath, un averno azotado por el mar con tan mala pinta aquella hermosa mañana como en una fría tarde de densa niebla gris. Sin embargo, la apariencia siniestra de la isla engañaba. Con un poco de astucia, cualquier hombre podía sobrevivir allí. No era el lugar para Conan Dearg. El highlander respiró hondo y la bilis caliente se le subió a la garganta―. No encontrarían mucha comida en la isla ―dijo Tavish y escupió sobre la pared del parapeto, en un gesto que hablaba por sí solo―. Ni mujeres.
Aidan miró para él, frunciendo todavía más el ceño. El apuesto rostro de Conan «el Rojo» parpadeó ante él, con una radiante sonrisa tan falsa como largo era el día. Con estatura, encanto y altivez en abundancia, era el tipo de hombre que llamaba la atención de las mujeres y se ganaba sus corazones. Y también los de los hombres, que caían fácilmente en las redes de su fanfarronería y su gallardía. Qué necios. Tanto como él mismo lo había sido. Pero eso se había acabado. Con la rabia oprimiéndole el pecho, Aidan se volvió hacia el mensajero.
―Te lo vuelvo a preguntar: ¿Cuántos de los hombres de mi primo estaban al tanto de esta perfidia? ―inquirió el highlander. El correo se frotó la nuca, con expresión desafiante. Pero no dijo nada. Aidan hizo crujir los nudillos―. Puede que pasar un rato en el pozo sirva para soltarte la lengua. Es un pozo viejo y en desuso, que da al mar. Hombres más importantes que tú han revelado sus secretos tras una noche en sus salobres profundidades.
―Antes nos veremos en el infierno ―replicó el hombre que, todavía sonriendo, sacó de repente una daga de la capucha de la capa y arremetió contra Aidan―. Saludad al diablo de mi part…
―¡Salúdalo tú mismo! ―exclamó el highlander, al tiempo que sujetaba la muñeca del hombre y lo hacía volar sobre el parapeto antes incluso de que la daga se le cayera de las manos. Aidan la agarró rápidamente y la tiró tras él, sin molestarse en comprobar dónde habían aterrizado ni el hombre ni el cuchillo. Fuera en el mar o fuera en las rocas, el resultado sería el mismo. A su lado, Tavish carraspeó.
―¿Y Conan Dearg?
Su primo se limpió las manos con el kilt.
―Reúne a un grupo de guerreros inmediatamente. Envíalos a su castillo. Hasta los confines del mundo, si fuera necesario. Quiero que lo encuentren y que me lo traigan vivo.
―¿Vivo? ―preguntó Tavish con los ojos abiertos de par en par.
―Eso he dicho ―confirmó Aidan―. Por deferencia a nuestro linaje y a mi promesa, no seré yo quien acabe con su vida. Ya lo hará él mismo, cuando se canse de las comodidades de mi mazmorra y de la dieta de carne de vaca salada y agua amarga.
―¿Carne de vaca salada y agua amarga? ―volvió a repetir Tavish, empezando a comprender―. Ningún hombre puede sobrevivir mucho tiempo con algo así. Si no muere de hambre, la sed lo volverá loco.
―Sí, así será ―dijo Aidan, asintiendo sin pizca de remordimiento.
―Y daremos un banquete para celebrar la captura de ese cobarde y su plan malogrado. Encárgate de que Cook haga los preparativos.
Tavish asintió brevemente mientras se adentraba en las sombras de la escalera de la torre.
―Así será.
―Ciertamente ―replicó Aidan.
En cuanto echara el cerrojo de la celda de Conan Dearg, agasajaría a su clan con la celebración más bulliciosa que jamás hubiera visto el castillo de Wrath. Correría la cerveza y las mujeres serían igualmente generosas con sus encantos. Sería una noche digna de recordar. Para siempre.