Capítulo dos

 

 

   

 

   ―Vamos, muchacha. Te estoy esperando. Me estoy consumiendo por ti.

   Aidan MacDonald estaba de pie al lado de la enorme ventana arqueada de su alcoba, con una mano alrededor del cinturón de la espada y sujetando con la otra los extremos con borlas de un tapiz profusamente bordado que adornaba orgullosamente una de las paredes. Una colorida exhibición de valerosos caballeros y hermosas damas semidesnudos correteando por el bosque. Sus eróticos juegos estaban tan explícitamente representados que el highlander apenas podía soportar mirarlo. Lo cierto era que si su estado de ánimo no mejoraba pronto, arrancaría aquella cosa de la pared y la tiraría por la ventana. La soltó, se pasó la mano por el pelo y frunció el ceño. Hacía bastante más de una semana que no era capaz de ponerse en contacto con su bruadar. Con aquella moza bien torneada de sus sueños a la que había visto apenas una vez y nunca más había sido capaz de quitarse de la cabeza. Ni del corazón. Eso por no hablar de lo que hacía con su cuerpo.

   ―Que el diablo me lleve ―suspiró el hombre, sin poder dejar de pensar en el olor y el tacto de la muchacha. Un agridulce tormento tan real y tan vivo que hasta dolía. Que lo atormentaba con un dolor profundo y lacerante que no conocía cura. Salvo ella. Sus suaves y lujuriosos labios abriéndose bajo los suyos, sus generosas curvas, cálidas, sedosas y suaves, apretadas contra él mientras la estrechaba entre sus brazos y la hacía suya una y otra vez. Esa vez sin dejarla marchar. El highlander frunció más el ceño y apretó los puños―. Me consumo por vos, muchacha ―gruñó, mientras miraba hacia las frías aguas agitadas por el viento que se revolvían con indiferencia bajo la ventana de su alcoba y hacia los escarpados acantilados de la cercana isla de Wrath, donde cada una de sus relucientes fisuras, negras como su estado de ánimo, avivaban su frustración. Y su ira por tal revés del destino. Apretando la mandíbula, apoyó las manos sobre los laterales de la ventana arqueada y se inclinó hacia fuera para que el viento nocturno lo refrescara y le quitara el calor de la cara, si no de la sangre―. Por todos los dioses, muchacha, os necesito ―reconoció Aidan, mientras la opresión que sentía en el pecho le hacía saber hasta qué punto era así―. Por el amor de nuestros ancestros, ¿dónde estáis?

   ―Hace tiempo que se ha ido, eso es lo que sucede ―le reprochó una profunda voz a sus espaldas―. Por todos los dioses, amigo mío, ¿qué le has hecho?

   Aidan se giró en redondo.

   ―¿Qué le he hecho a quién?

   Tavish MacDonald se limitó a alzar una ceja. El primo de Aidan era la persona en la que más confiaba, aunque había quien murmuraba que eran medio hermanos debido al gran parecido que había entre ellos. El hombre se acercó más y extendió la mano para apagar el pábilo de una lámpara de aceite colgante.

   Aidan lo fulminó con la mirada, intentando por su vida recordar si en alguna ocasión había caído tan bajo como para ofrecer a sus amigos alguna historia de la muchacha de sus sueños.

   ―Parece mentira que permitas que una lámpara arda tan cerca de la ventana en una noche tan ventosa ―dijo Tavish, mientras agitaba una mano para alejar la humareda que se había formado―. En cuanto a quién me refiero ―continuó el joven, mirando a Aidan con los ojos entornados―, hablo la viuda de MacLeod. De ella propia y de todos sus hombres―. Aidan se relajó, pero solo por un instante. Se volvió de nuevo hacia la ventana, entrelazó las manos a la espalda e inspiró hondo mientras observaba cómo la luna aparecía y desaparecía entre las nubes. Al menos no había abierto su corazón a Tavish en una noche impregnada de cerveza en su salón principal. La partida de aquella mujer del clan MacLeod era un problema totalmente distinto. Sus hombres le habían ayudado a rastrear las montañas y las islas colindantes en busca de Conan Dearg. El problema era que no estaba dispuesto a pagar el precio de los hombres y las galeras de Fenella MacLeod―. Ha partido indignada ―le informó Tavish―. Se ha ido con la marea y con el ceño más fruncido que tú ―comentó el hombre. Aidan se alejó de la ventana y se dirigió hacia una brillante mesa de roble que había al otro lado de la habitación, bien surtida de pechuga de pollo fría, pasteles de avena y queso. Además, sobre ella había un aguamanil de cerveza recién servida. Aquellas ofrendas pretendían ser su ágape nocturno, pero las circunstancias le habían robado el apetito. Y si sus días no tomaban pronto un rumbo mejor, talvez nunca volvería a recuperarlo―. Lady Fenella te ofreció su ayuda con presteza ―dijo Tavish, merodeando de nuevo a sus espaldas―. Pocos en estas islas tienen una flotilla mayor de drakkars. O en mejor estado. Sus hombres son fieros y están bien armados. Te habría prestado un buen servicio.

   Aidan estuvo a punto de atragantarse co la cerveza que se acababa de servir. El highlander frunció el ceño más todavía y se bebió el resto de un solo trago antes de posar la jarra ruidosamente sobre la mesa.

   ―¡Por todos los dioses, Tavish! Cierto es que la dama deseaba servirme ―dijo Aidan mirando a su amigo, mientras notaba que el calor le subía por el cuello―. Acudió a mí vestida únicamente con la camisola de noche y con el cabello suelto colgando hasta las caderas ―explicó Aidan, apretando la mandíbula porque la decencia le impedía revelar cómo la mujer se había colado en su alcoba, había echado el cerrojo de la puerta y se había abierto la camisola para mostrar sus generosos pechos de grandes pezones y la maraña de densos rizos de color azabache que tenía entre los muslos―. No dejó lugar a dudas sobre la razón que la había llevado a llamar a mi puerta a esas horas de la madrugada ―continuó el hombre, intentando no estremecerse al recordarlo―. Esa mujer es una desvergonzada, te lo digo yo. Y una insolente.

   Para su enojo, en lugar de responderle, Tavish fue hacia la mesa y se tomó su tiempo para servirse una enorme ración de pollo en lonchas y una rebosante jarra de cerveza. Por si fuera poco, el primo de Aidan se sentó en una silla al lado del fuego, posó las vituallas sobre un taburete cercano y estiró las largas piernas hacia el calor de la turba, que brillaba suavemente. Parecía encontrarse irritantemente cómodo y miró a Aidan de una forma demasiado suspicaz.

   ―Fenella MacLeod es una mujer ardiente. De formas generosas y vigorosa, y de ojos astutos ―dijo Tavish, mientras se recostaba en la silla con una mirada demasiado audaz, para el gusto de Aidan―. Rara vez he visto a una mujer con los pechos más grandes. Y también tiene unas buenas piernas. Se las vi una vez, cuando se levantó las sayas para subir a bordo de una de las galeras de su difunto marido ―comentó el hombre, antes de hacer una pausa para levantar una mano y examinarse los nudillos―. De hecho, muchos son los hombres de tu salón que se la llevarían con gusto al lecho.

   Aidan arqueó una ceja.

   ―¿Incluido tú?

   ―No, yo también la habría ahuyentado de mi puerta.

   ―Me alegra oírlo. De no ser así, habría dudado de tu honor ―replicó Aidan, asintiendo complacido al comprobar que su buen amigo no osaría cruzar la línea del honor al yacer con la viuda de un antiguo aliado―. Aunque no negaría a los hombres de mi guarnición tal devaneo. No si la dama así lo deseara.

   ―Va y viene como le place, como por todos es sabido ―comentó Tavish, atusándose la barba con gesto pensativo―. No tiene vergüenza de mostrarse, ni de dar a entender que ciertas atenciones serían bien recibidas. Ciertamente hay hombres entre nosotros deseosos de disfrutar de sus encantos. En cuanto a ti ―añadió Tavish, mientras continuaba examinándose los nudillos con detenimiento―, el espectro de tu antigua aliado, su difunto esposo, no es la única razón que te ha hecho rechazarla.

   Aidan bajó la jarra que estaba a punto de rellenar.

   ―¿Qué estás diciendo?

   Tavish levantó la vista, olvidándose de los nudillos.

   ―Nacimos y nos criamos juntos ―dijo su amigo, mirando a Aidan a los ojos―. Te conozco como pocos hombres en este mundo. Tengo la fortuna de poder conocer tu honor, el privilegio de tu confianza y el placer de tu amistad. He visto la rabia de tu furia en la batalla y me he sentido seguro sabiéndote a mis espaldas. Además, sé que eres un hombre muy dado a la lujuria ―añadió Tavish, inclinándose hacia adelante.

   Aidan se cruzó de brazos.

   ―¿Y? No me llamaría hombre si no lo fuera.

   ―Ciertamente, y yo tampoco ―coincidió su amigo, estudiando de nuevo sus nudillos―. Por eso no rechacé a la rolliza calientacamas que el barón ladrón de Pabay tuvo la consideración de proporcionarme cuando navegamos hasta allí en busca de Conan Dearg ―dijo Tavish, mientras Aidan fruncía el ceño. Su amigo lo miró más fijamente todavía―. A pesar de la rudeza de los hombres, las mozas de esa isla de saqueadores eran más que agradables. Frang «sin Miedo» te ofreció a la más hermosa de todas y aún así ―Tavish levantó la jarra de cerveza para beber un trago―, si la memoria no me falla, dormiste solo.

   ―Déjalo ―le advirtió Aidan, percatándose con desagrado del músculo que empezaba a tensarse en su mandíbula―. No debiste de disfrutar mucho de tu noche en Pabay si estabas tan ocupado observando la mía.

   Aparentemente tranquilo como una mañana de primavera, Tavish cruzó los tobillos.

   ―Lady Fenella no ha sido la primera hembra que se ha ido de aquí contrariada últimamente ―dijo lentamente Tavish, mientras se sacudía las migas de pastel de avena de las piernas―. Ni has yacido con Sinead, la lavandera irlandesa, desde hace más tiempo del que puedo recordar.

   Aidan notó que su rostro enrojecía.

   ―Con quien yazco y cuándo es asunto mío y de nadie más ―le espetó el highlander, especialmente furioso porque Tavish le hubiera recordado a la irlandesa de cabellos encendidos. Solo había una muchacha de rebeldes mechones a la que deseaba y no era precisamente la lavandera ligera de cascos del castillo de Wrath.

   Tavish levantó la mano, en un gesto de rendición. Aunque Aidan estaba seguro de que se trataba de una falsa claudicación.

   ―Solo me preocupo por ti ―declaró el muy necio, demostrando que no tenía intención alguna de zanjar el tema―. Se te echa de menos en el salón. Todos saben que estás aquí arriba, melancólico, encerrado en tus aposentos o vagando por las almenas a todas horas, gruñendo como una bestia encadenada.

   «¡Me siento como una bestia encadenada!», estuvo a punto de rugir Aidan. Como una criatura privada de libertad, atrapada, famélica y rebosante de ira. Y a punto de hacerle daño físicamente al hombre que más quería de todos, como aquel tremendo insensato que tanto se parecía a él y que tan bien conocía su corazón no dejara pronto de importunarle. Aidan dio media vuelta para que su amigo no le leyera más la mente de lo que lo había hecho ya y fue hacia la ventana para observar la extensión de oscuras aguas que separaba sus propios acantilados de la mole negra como boca de lobo de la isla de Wrath. El oleaje era fortísimo y la rápida corriente le recordó al otro tema que tanto pesaba sobre su conciencia. Un problema para el que, súbitamente, halló respuesta. A punto estuvo de sonreír. De hecho, en otras circunstancias, lo habría hecho. Bastaba con que ahora tuviera la mente suficientemente lúcida como para sofocar las preocupaciones de Tavish. Sintiéndose más él mismo que hacía mucho tiempo, Aidan regresó al lado del fuego y adoptó deliberadamente su pose más majestuosa. No por primera vez, también agradeció a los dioses en silencio los dos centímetros y medio más de altura que le habían dado para superar a su amigo.

   ―No estoy melancólico ―negó el highlander―. He estado pensando.

   Tavish lo observó.

   ―Me atrevería a decir que así ha sido.

   ―Pero no en ninguna moza ―replicó Aidan, que conocía bien a Tavish. Dado lo último que deseaba que aquel necio le leyera la mente, el highlander se volvió de nuevo hacia la ventana y recordó el traicionero viaje que habían hecho a la isla de Wrath hacía unos días. Una travesía peligrosa que no había servido de nada, ya que en todas las horas que habían pasado registrando las cuevas y las ruinas de la isla lo único que habían hallado habían sido malhumoradas aves marinas y huesos de oveja podridos. Ni rastro de Conan Dearg. Había sido una tarea que tenía intención de llevar a cabo solo, ya que no deseaba poner en peligro a nadie más que a él mismo. Tavish, como el gran y querido entrometido que era, había expresado otra opinión y le había asegurado a Aidan que iría nadando tras su barco si no le permitía subir a bordo. Y Tavish MacDonald, que los dioses lo bendijeran, siempre cumplía su palabra. Razón de más para agradecer su compañía, aunque fuera a regañadientes. Aidan miró a su amigo, exhaló un enorme suspiro y le abrió el único compartimento de su corazón que estaba dispuesto a compartir―. Me apena haber contrariado a la viuda del clan MacLeod, pero me preocupa más no haber encontrado todavía a Conan Dearg. Hemos levantado hasta la última piedra de esta isla, entre otras, e incluso hemos navegado hasta la infame guarida de ladrones de Pabay, además de haber rastreado hasta el último traicionero centímetro de la isla de Wrath. Por ello ―concluyó el hombre, bajando la mano para rascar detrás de las orejas a su perro favorito, Ferlie, cuando el enorme animal se acercó pesadamente a él y aquella peluda mole se pegó a sus piernas―, aunque lamento haber perdido el favor de Fenella MacLeod y sus galeras, dudo que las hubiéramos necesitado para encontrar a Conan Dearg.

   Tavish le lanzó a Ferlie un pedazo de pollo asado.

   ―¿Eso crees?

   Aidan asintió.

   ―Tras haber buscado en todos los sitios donde ese bastardo redomado podría haberse escondido, considero que solo hay un lugar donde puede encontrase. Está en Ardcraig.

   ―¿En su propia morada? ―preguntó Tavish, parpadeando incrédulo―. Ya estuvimos allí y registramos su guarida desde las mazmorras hasta el paramento.

   ―Vimos lo que esperábamos ver ―replicó Aidan, llevando una mano a la empuñadura de su espada para acariciar con el pulgar la piedra preciosa que adornaba su pomo―. La próxima vez buscaremos lo inesperado y lo encontraremos. Tengo ese presentimiento.

   ―Brindemos pues por tu corazonada ―dijo Tavish, mientras se ponía de pie, sonriendo―. Nunca he visto que erraras con ninguna.

   ―Ni yo ―coincidió Aidan, observando cómo su amigo les servía una generosa ración de cerveza. Solo esperaba que la que tenía sobre su bruadar fuera igual de acertada. La de que la torneada y apasionada mujer que se le presentaba en sueños como si de una visión se tratara era en realidad una tamhasg. Una aparición nocturna de la mujer destinada a ser su futura esposa. En cuanto encontrara a Conan Dearg y lo encerrara en las mazmorras para poner a salvo a su gente de su perfidia, pensaba aclarar aquel asunto, le costara lo que le costara. Nunca había tenido nada tan claro.

   

 

* * *

   

 

  A varios mundos y un océano de distancia, Kira estaba de pie en medio de la zona de facturación del Aeropuerto Internacional Newark Kiberty, casi ajena a todo salvo a su preciada tarjeta de embarque Newark-Glasgow que estrujaba en su pequeña y caliente mano. Puerta C-127, asiento 24A. Al lado de la ventanilla y detrás del ala, en el lado izquierdo para poder ver el amanecer sobre Irlanda y luego la interminable sarta de las islas Hébridas mientras el avión descendía hacia Escocia.

   Kira recordaba perfectamente las vistas que le habían robado el corazón y la habían dejado sin aliento mientras observaba la costa salpicada de islas y se deleitaba con las imágenes de altísimos acantilados, profundas ensenadas y relucientes bahías claras como el cristal. Con aquellas largas olas atlánticas que rompían sobre escarpados arrecifes de oscuros dientes y con diminutas playas en forma de media luna de refulgente arena blanca, inaccesibles trocitos de paraíso, prístinas y casi demasiado hermosas para mirarlas. Y, finalmente, las Highlands extendiéndose en el horizonte, con sus montañas cada cual más alta que la anterior bañadas por el suave brillo de color dorado rosáceo de una nueva mañana. El día que tanto tiempo había anhelado. Un lugar de brumosa paz y esplendor tan diferente al frenético estilo de vida que ella odiaba, que el mero hecho de pensar que pronto estaría allí hacía que se quedara extasiada.

   Ignorando el caos del aeropuerto, Kira pasó un dedo sobre las letras negras recién impresas de su tarjeta de embarque. Mantuvo el dedo sobre la palabra Glasgow, segura de que cada una de aquellas letras eran mágicas. Podía notarlo. La tarjeta de embarque vibraba en su mano y su palpitante calor le hacía estremecerse.

   Hasta que se dio cuenta de que no era la tarjeta de embarque la causante de aquella sensación sino el temblor de sus propios dedos, de sus manos que se sacudían debido a la vertiginosa emoción. Fuera en carne y hueso o no, Aidan estaría esperándola. Había oído su llamada, podía sentir su voluntad de atraerla hacia él. Cabía la posibilidad de que, una vez allí, pudiera volver a verlo. Pero verlo de día, sin los efectos ahumados y espejados de sus sueños. Si había sucedido una vez, podría volver a pasar. El hecho de ser consciente de aquello junto con la emoción de regresar por fin a Escocia, la estaban poniendo al límite. Casi se mareaba.

   Kira respiró hondo y guardó la tarjeta de embarque en un bolsillo lateral del bolso. Luego se secó las palmas de las manos húmedas con su gran capricho: una bonita y estilosa chaqueta llena de bolsillos con capucha y todo, a prueba de mal tiempo.

   ―Kira, estás pálida. ¿Te encuentras bien? ―le preguntó Dan Hillard, tomándola del codo, con los ojos azules rebosantes de preocupación―. Todavía podemos recuperar tu equipaje. No tienes que ir, si no quieres.

   ―¿Estás de broma? ―replicó Kira mirando para él, mientras todo el zumbido, ruido y trasiego del aeropuerto hacía que volviera en sí y la arrastraba de nuevo a la bulliciosa y animada realidad―. Claro que quiero ir. Lo deseo más que nada ―le aseguró la chica, posando las manos sobre las suyas y estrechándole los dedos―. Estoy bien. Es solo que hace demasiado calor para mí aquí dentro. En este aeropuerto no deben de usar nunca el aire acondicionado.

   ―¿Lo tienes claro?

   ―Cristalino.

   Dan era un hombre alto, de mediana edad, con una cara transparente y rubicunda, y un desafortunado corte de pelo que le hacía parecer más un general del Ejército que el director general de una revista especializada en sucesos paranormales. El hombre le rodeó los hombros con un brazo y la estrechó contra él en un abrazo paternal. ―¿Y lo de conducir por la izquierda? ―preguntó su jefe, echándose hacia atrás para mirarla. Aquella sencilla pregunta hizo que a Kira le diera un vuelco el estómago―. La última vez que estuviste allí fue en un autobús turístico con chófer. Esta vez hay un coche de alquiler esperándote en el aeropuerto de Glasgow. ¿Te las arreglarás?

   Kira puso la espalda recta para evitar las sacudidas del estómago y agarró la cinta para el hombro de su equipaje de mano.

   ―Pues claro que sí ―respondió, esperando que así fuera. «Por llegar al castillo de Wrath sería capaz de conducir sobre el agua, si fuera necesario». Por la derecha, por la izquierda o boca abajo. Kira se abstuvo de verbalizar aquellos sentimientos y se obligó a esbozar su sonrisa más radiante―. Los estadounidenses conducen por Escocia constantemente ―añadió la joven, con unas palabras destinadas tanto para sí misma como para tranquilizar a Dan―. Además, he estado mirando algún mapa y, si no recuerdo mal, el único peligro en relación al tráfico por el que hay que preocuparse son los atascos de ovejas ―dijo Kira, mientras se hacía a un lado para dejar pasar a una chica que arrastraba tras ella a dos niños llorones.

   ―Si tú lo tienes claro… ―respondió Dan, que todavía no las tenía todas consigo.

   ―Lo tengo.

   ―¿Tanto como para llegar hasta esos tres montículos mágicos que quiero que investigues?

   ―¿A Na Tri Shean? ―preguntó Kira, sonriendo, al tiempo que su euforia regresaba y hacía que las preocupaciones por lo del coche se desvanecieran. Las tres colinas mágicas en forma de cono de las que hablaban Dan eran supuestas entradas hacia el Más Allá por las que se accedía a la Tierra de las Hadas. Aunque a ella le importaba un bledo a dónde llevaban aquellas colinas o los seres mitológicos que podían vivir allí. Lo que más le interesaba era que Dan aseguraba que se rumoreaba que Na Tri Shean era también un portal para viajar en el tiempo. Una posibilidad que le gustaría explorar y que no podía desaprovechar. Y menos con lo cerca que estaban aquellos tres montículos mágicos, supuestos portales para viajar en el tiempo, de la isla de Skye. Y más concretamente, del castillo de Wrath. A Kira le vino a la mente la imagen de las ruinas situadas en lo alto de la montaña. El corazón le dio un vuelco y el pulso se le aceleró. Pudo ver a su Aidan allí de pie, tan fiero y alto, con el tartán colocado orgullosamente sobre el hombro y su brillante cabello azabache azotado por la brisa marina. Estaba mirando hacia el oeste, buscándola. Estaba segura. La joven ahogó un suspiro antes de que se le escapara y le sonrió a Dan, confiada―. Llegaré hasta tus montículos mágicos ―le aseguró―. Iré a gatas, si es necesario. Conducir será coser y cantar.

   Aparentemente más tranquilo, Dan carraspeó y miró el equipaje de mano de la chica.

   ―¿Tienes la información que te he dado? ¿Los testimonios de la gente de la zona y de los turistas sobre los sucesos extraños que tienen lugar en los alrededores de los tres montículos? ¿Y las copias de las antiguas leyendas celtas que los mencionan?

   Kira le dio una palmadita a su abultado bolso.

   ―Lo tengo todo.

   Incluido un manoseado ejemplar de Los clanes de las Hébridas, un libro delgado pero fascinante cuyas páginas estaban dominadas por el clan Donald, Señores de las Islas y amos indiscutibles del litoral occidental de Escocia en la Edad Media. Había encontrado a Aidan en aquel libro y no pensaba separarse de él.

   ―¿Has leído las historias? ―le preguntó Dan, mirándola―. ¿El estrés de los últimos días no te habrán impedido echarles un vistazo? No quiero que te tropieces con nada sin estar preparada. Las antiguas leyendas siempre están basadas en algo real. Quién sabe qué…

   ―Todo irá bien ―le aseguró Kira, inclinándose para darle un beso en la bigotuda mejilla―. No te preocupes, tendrás tu artículo, sea como sea. Si Na Tri Sheam no me dice nada, tengo unas cuantas ideas más que triunfarán seguro.

   Dan le devolvió la sonrisa.

   ―¿Por ejemplo? ¿Que al ir a visitar Culloden te tropiezas con un guapo highlander de metro noventa y descubrís que sois almas gemelas? ¿Algo sobre la reencarnación de unos desventurados amantes muertos hace tiempo? ¿O tal vez la historia del infame Lobo de Badenoch y su gran amor, Mariota?

   Kira sintió un breve escalofrío. Aunque no tenía pensado acercarse a Culloden, sí estaba colgada por un highlander de metro noventa. O al menos estaba bastante segura de que esa debía de ser más o menos la altura de su sensual jefe guerrero medieval.

   ―Me sorprende que hayas oído hablar del Lobo y su Mariota ―comentó la chica, esperando que Dan no oyera el estruendo de su corazón.

   Su jefe se encogió de hombros.

   ―En la universidad salí con una chica de Inverness. Era aficionada a la historia y siempre hablaba de esos dos. Estaba obsesionada con las parejas amorosas más legendarias de Escocia ―dijo el hombre, antes de hacer una pausa para rascarse la barbilla―. Así que en caso de que el famoso Lobo no vuelva a la vida en Culloden, ¿qué otras ideas tienes?

   Kira sintió una punzada de vergüenza pero la hizo a un lado. Dan y Destiny habían sido buenos para ella.

   ―No sé ―dijo Kira, mientras volvía a cambiar de sitio su equipaje de mano―, algo del tipo «Seducida por un Selkie{1}» o «Encuentra al Gran Hombre Gris de Ben MacDhui{2} Durmiendo en su Bungalow».

   ―¿A Ben Mac qué? ―preguntó Dan, sacudiendo la cabeza.

   ―«Ben» es «montaña». El Gran Hombre Gris es como Bigfoot ―explicó Kira, sonriendo―. Es el Yeti de las Caringorns escocesas.

   Dan se echó a reír.

   ―Me parecerá bien cualquier historia que me traigas. Tú cuídate ―le pidió su jefe, volviendo a mirarla con preocupación―. Tengo la sensación de que esos montículos mágicos podrían ser auténticos. Como lo del lago de Cape Cod.

   ―Si lo son, no olvides tu promesa.

   ―Un portal para viajar en el tiempo sería una historia mucho mejor que un barco vikingo hundido, Kira ―dijo Dan. Luego vaciló―. Te harías mundialmente famosa.

   ―No si mantienes tu palabra y no asocias mi nombre al artículo ―replicó Kira, levantando la barbilla, sin intención de ceder―. He tenido suficiente fama estos días para el resto de mi vida. Concédele el honor a uno de los trepas de la oficina, se quedará encantado.

   Dan parecía incómodo.

   ―¿Estás segura?

   ―Completamente.

   ―Entonces lárgate de una vez ―dijo su jefe, atrayéndola hacia él para darle un rápido abrazo―. Odio las despedidas largas.

   Y Kira también, pero antes de que le diera tiempo a decirlo, Dan se había marchado. Había desaparecido entre el laberinto de pasajeros y el personal del aeropuerto con cara de agobio que pululaban por la sala. Mientras volvía a cambiar de hombro su equipaje de mano una vez más, la chica recordó qué más odiaba. Sobre todo cargar con cosas innecesarias presionada por su bienintencionada familia. No era de extrañar que la bolsa le estuviera haciendo un surco en el hombro. Decidida a aligerar su carga (y a evitar consumir un exceso de calorías que en realidad no se podía permitir), se acercó a la papelera más cercana, abrió la cremallera de su equipaje de mano y sacó una enorme bolsa de plástico llena de galletas ecológicas con pepitas de chocolate de Lindsay, una gruesa cuña de una especie de queso de soja que imitaba al cheddar, una misteriosa barrita energética hecha en casa que su hermana le había jurado que eliminaría el jetlag y medio sándwich submarino mal envuelto que su padre debía de haber metido sin que se diera cuenta en la maleta después de haber visto a Lindsay darle aquella comida sana tan poco apetecible. Kira lo tiró todo, se sacudió las manos y volvió a cerrar la bolsa, ya mucho más ligera. Al hacerlo, vio el libro de Los clanes de las Hébridas. El corazón le palpitaba con fuerza. Emocionada, volvió a sacar la tarjeta de embarque y se dirigió a la larga fila del control de seguridad. La esperanza de poder ver a su propio jefe tribal de las Hébridas de carne y hueso, y despierta, hizo que acelerara el paso. Con un poco de suerte y si su don especial de la videncia no la abandonaba, todo era posible. Y no se le ocurría nada que le apeteciera más.