Capítulo tres

 

 

   

 

   Muchas horas y todavía más millas transatlánticas después, Kira aparcó el coche de alquiler, que funcionaba a las mil maravillas, en una supuesta área de descanso y apoyó la cabeza contra el volante. Acababa de pasar por Loch Lomond e incluso por Crianlarich, siguiendo meticulosamente la A-82, la ruta más panorámica de las Highlands. Pero no tenía claro que pudiera seguir mucho más allá. Tantas vueltas y curvas estaban empezando a afectarle y cada una de ellas la acercaba más al agotamiento. Se había mentido a sí misma con lo de conducir por la izquierda. De coser y cantar, nada. Era horrible. Y lo peor era la decepción que se había llevado al creer que los atascos de ovejas eran los únicos peligros de las carreteras escocesas. La verdad fuera dicha, como diría su highlander medieval, las únicas ovejas que había avistado hasta el momento eran unas criaturas lanudas que parecían encantadas de ceñirse a los verdes pastos que brotaban de la carretera imposiblemente estrecha.

   Kira suspiró. Menuda idea ponerse a hacer aquel viaje con el cansancio nublándole el cerebro y aumentando el factor miedo.

   Intentando con todas sus fuerzas no echarse a temblar y negándose rotundamente a llorar, bajó la ventanilla con la esperanza de que un buen soplo de aire fresco y limpio reforzara su confianza. Pero en lugar de ello, la ventana abierta solo le trajo el rugido de otro coche que se aproximaba y el fiuuu al pasar del deportivo, que iba a toda velocidad. El automóvil tenía matrícula local y pasó volando al lado del área de descanso a una velocidad de vértigo, antes de desaparecer entre la espesura de Rannoch Moor sin que a Kira le diera tiempo siquiera a parpadear, y mucho menos a preguntarse por qué había pensado que podría emprender aquel viaje sin una buena noche de descanso para recuperarse del jetlag. Si su intención era reflexionar sobre aquel aprieto, el sonido igualmente rápido de dos autobuses turísticos y un vehículo de recreo extraancho dio al traste con su esperanza de regodearse en la autocompasión.

   ―Madre mía ―dijo Kira, exhalando un suspiro mientras se aferraba al volante.

   Parecía que al final sí iba a tener que llegar a gatas hasta el castillo de Wrath. Hacerse a un lado temblando e intentar calmarse cada vez que algún conductor impaciente se situaba zumbando detrás de ella no la llevaría a ninguna parte. Pero tal vez su maravilloso mapa de las Highlands sí. Eso y las instrucciones cuidadosamente escritas por su madre para llegar hasta el castillo de la hijastra de la Arpía de Cairn Avenue, cerca de Oban. Ravenscraig, se llamaba el sitio, si no recordaba mal. Supuestamente, hasta albergaba la recreación de una aldea de época de las Highlands (One Cairn Village) con tiendas de artesanía, un salón de té y alojamientos turísticos.

   Soltando el volante, Kira se inclinó hacia la izquierda para acercar el bolso. Buceó dentro de los enormes bolsillos laterales en busca del papel doblado con las anotaciones de su madre. La chica las leyó con rapidez, le echó un vistazo al mapa y se animó al instante. Solo necesitaba conducir un poco más hacia el norte y luego girar hacia el oeste en la A-85, seguir recto hasta Glen Lochy y el Paso de Brander antes de continuar por Loch Etive hasta llegar al castillo de Ravenscraig. Según su madre, era imposible que se perdiera, ya que tanto el castillo como One Cairn Village estaban perfectamente señalizados. Kira sonrió. Lo de las señales era un punto a favor. Además, la A-85 pasaba por Loch Awe y podría gozar de las hermosas vistas del pintoresco castillo de Kilchurn. La sonrisa de la joven se hizo más amplia todavía. También podría disfrutar de las atracciones turísticas que encontrara por el camino.

   Por otra parte, Ravenscraig era una buena idea porque estaba más cerca que la isla de Skye, donde la chica había alquilado una habitación en un pequeño hostal familiar. Con los ojos como papel de lija, el sueño cerniéndose sobre ella y la mandíbula medio dolorida de no parar de repetirse «ve por la izquierda», pensar en una ducha caliente y en unas sábanas suaves y limpias era gloria bendita.

   Y gloria bendita le pareció cuando, tras un largo pero panorámico trecho de carretera de las Highlands, se encontró en el corazón de One Cairn Village, en Ravenscraig, y se sintió transportada a Brigadoon. Aquello era el encanto celta elevado al máximo exponente. Y tan increíble que mitigó la mayor parte de su jetlag.

   ―Dios mío ―exclamó Kira, mientras se detenía al lado de un enorme túmulo conmemorativo coronado por una cruz celta que estaba rodeado por un puñado de casitas típicas de las Highlands de gruesas paredes y puertas azules que la dejaron sin habla. Había montones de plantas de floración tardía y de brezos por todas partes, brotando de barriles de aspecto rústico partidos por la mitad y llenando los senderos tapizados de musgo. De las chimeneas cuadradas de varias de las casas de techo de paja salían volutas de fragante humo de turba y, aunque la luz de la tarde se estaba debilitando, quedaba la suficiente como para proyectar un otoñal fulgor dorado sobre la aldea de aspecto añejo. Kira miró a su alrededor y dejó que la magia del lugar la envolviera. Era como entrar en uno de sus libros sobre la vida en las Highlands, como si hubiera parpadeado y se hubiera encontrado dentro de las fotografías de color sepia de tiempos pasados y olvidados. El tipo de fotografías que siempre la hacían soñar despierta―. Dios mío ―repetía la chica una y otra vez, con los ojos empañados. El fornido highlander que estaba a su lado se rió. El joven, que se había presentado como Malcolm, le sonrió y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas. ―Eso fue lo que la Sra. Mara dijo la primera vez que vio el castillo ―comentó el chico con su dulce voz de las Highlands, casi tan excitante como la aldea sacada de Brigadoon―. Me parece que tú te inclinas más por las cosas más sencillas ―comentó Malcolm. «Te inclinas más». Kira suspiró. Aquella simple frase, tan anticuada y escocesa, hizo que se le pusiera un nudo en la garganta. La chica parpadeó e intentó enjugarse la humedad de los ojos de la forma más discreta posible. Pero Malcolm la vio y extendió la mano para secarle las mejillas con un pulgar fuerte y encallecido―. No te avergüences de tus emociones, muchacha. Aquí he visto llorar a hombres hechos y derechos. Es el efecto que causa Escocia sobre la gente.

   Kira asintió y sus palabras hicieron que se le humedecieran todavía más los ojos. ―Siempre me ha encantado Escocia ―dijo la chica parpadeando, incapaz de disimular el tono de emoción de su voz―. Las tristes montañas y los profundos valles, los páramos cubiertos de brezos y los lagos escondidos. Y sí, son las cosas sencillas las que más me emocionan. Una voluta de humo de turba en el frío aire otoñal o las risas y los cánticos de los ceilidhs. De los ceilidhs de verdad, en granjitas y casas de campo, no las veladas horteras de canciones y bailes escoceses que se ven en los grandes hoteles turísticos―. Kira hizo una pausa y volvió a enjugarse las lágrimas―. A veces pienso que pertenezco a otra época. A los tiempos de las batallas entre clanes y de las leyendas celtas, cuando los sonidos de las gaitas y los gritos de guerra alentaban a los hombres a desenvainar las espadas y… ―la chica se interrumpió, sonrojándose―. Lo siento, me he dejado llevar.

   ―Es el efecto de las montañas ―dijo Malcolm el del pelo rojo, mientras levantaba de nuevo las maletas―. Si no tienes sangre escocesa, apuesto a que en algún momento la tuviste ―añadió el chico. Aquella idea templó a Kira como el sol asomándose entre las nubes. Pero, antes de que pudiera decir nada, el highlander señaló una de las casitas, cuyas ventanas con postigos azules resplandecían con una luz parpadeante que procedía de lo que parecían unas velas―. Ahí está Heatherbrae. Será tuya por esta noche. Y no, lo que hay en las ventanas no son velas de verdad ―dijo el chico, como si le hubiera leído la mente―. Son eléctricas. Puede que las casitas parezcan de otro siglo, pero tienen todas las comodidades del nuestro. Aquello de allí es el taller de jabones y velas de Innes ―dijo Malcolm, señalando una casita bien iluminada que había al final del sendero, un poco mayor que las demás―. Si te pasas por allí, verás que siempre tiene un plato de mantecados y de té recién hecho preparados para las visitas.

   Kira miró anhelante hacia Heatherbrae.

   ―Pero…

   ―Necesito unos minutos para preparar tu casa ―dijo el joven, disculpándose con una sonrisa―. No estábamos seguros de si vendrías, ¿sabes? La Sra. Mara y su Alex insisten en que les brindemos una auténtica bienvenida de las Highlands a los huéspedes: un cálido fuego en el hogar y una copita esperando en la mesilla de noche. ―Eso suena maravilloso, y también lo del té y los mantecados de Innes ―dijo Kira, observando el enorme túmulo conmemorativo que, según rezaba su placa de bronce, estaba dedicada a los ancestros de los MacDougall. Pero no quiero molestar a la señora ―añadió la chica, mientras se fijaba también en una señal cercana que marcaba el inicio de un sendero entre los árboles. Un paseo al atardecer seguramente le haría ver las cosas de otra manera.

   Malcolm siguió su mirada y sus mejillas rosadas se ruborizaron todavía más.

   ―Lo siento, muchacha, pero Innes te estará esperando. Ella… esto… Se entretiene mirando por las ventanas de la tienda porque no tiene mucho más que hacer durante el día. Tú sonríe y asiente si menciona a lord Basil.

   ―¿A lord Basil? ―inquirió la joven, pero no había acabado todavía de pronunciar aquellas palabras cuando la imagen de un hombre elegantemente vestido y de nariz aguileña apareció ante ella, con una mirad aristocrática, altiva y fría. Kira parpadeó y el hombre desapareció, dejándola sola en el camino con la piel de gallina. Malcolm «el Rojo» también se había ido. La puerta entornada de Heatherbrae y la rendija de luz cálida y amarillenta que iluminaba el jardincillo de la casa no dejaban lugar a dudas sobre adónde había ido. Al igual que tampoco tenía ninguna duda de que la habían estado observando, a menos que el jetlag o su don de la videncia le estuvieran mostrando a otro de los antiguos habitantes de Ravenscraig. Una mujer de pelo blanco la vigilaba desde el otro lado de una de las ventanas del taller de jabones y velas. Se trataba de una mujer diminuta de pelo blanco, como descubrió minutos después al entrar en la tienda. Una mujer ataviada con un mandil de volantes, que parecía un pajarito y que le dio la bienvenida sonriendo con alegría y con una mirada un tanto reveladora en sus claros ojos azules.

   ―¡Entra! ―gritó la anciana con entusiasmo, alejándose apresuradamente de la ventana para ir hacia una mesa cubierta con un mantel de tartán donde había un servicio de té y una montaña de lo que parecían mantecados caseros―. Soy Innes, fabricante de buenos jabones y velas. Debes de ser tú, el joven estadounidense lord Basil nos dijo que era probable que vinieras ―comentó la mujer mientras servía el té con mano temblorosa y manchada por la edad―. A lord Basil le gustan las yanquis ―dijo la anciana, antes de hacer una pausa―. Hasta se ha casado con una ―añadió Innes, en un susurro conspiratorio. Kira la miró, suponiendo que debía estar confundiendo al marido de Mara McDougall, jefe tribal de las Highlands, con un tal lord Basil que, sin duda, era el aristócrata con pinta de estirado que había visto en el sendero. Estaba bastante segura de que su madre había dicho que el marido de la hijastra de Euphemia Ross se llamaba Alex. Sir Alex Douglas―. Tú eres yanqui, ¿verdad? ―le preguntó la anciana acercándose más a ella y tendiéndole una temblorosa taza de té con su platito.

   ―Me llamo Kira Bedwell. Y sí, soy estadounidense. De Aldan, Pennsylvania, cerca de «Fili» ―dijo Kira, mientras aceptaba el té y bebía un sorbo―. Filadelfia ―añadió, por si la mujer no había oído nunca el término «Fili».

   ―Lord Basil es de Londres ―la informó Innes, como si ella no hubiera dicho nada.

   Decidida a ser educada, Kira abrió la boca para responder, pero las palabras se le atragantaron. Todo pensamiento sobre Innes y sus aparentes delirios la abandonó cuando vio un pequeño expositor de libros sobre historia y fauna locales, desde donde la observaba el Pequeño Hughie MacSporran. El engreído guía turístico que había acompañado hacía años aquel viaje en autobús por Escocia y que no hacía más que hablar de su supuesta ascendencia noble. Pues ahí estaba de nuevo, pavoneándose con prepotencia en la cubierta de un libro titulado Ríos de piedra: el ancestral viaje de un highlander. Kira frunció el ceño, casi segura de que esa vez el jetlag realmente le estaba jugando una mala pasada. Pero cuando se acercó no le cupo la menor duda. Era el guía turístico. Aunque parecía un poco más corpulento de lo que lo recordaba. En el libro ponía su nombre: Pequeño Hughie MacSporran, historiador, contador de historias y guardián de la tradición. A Kira casi se le cae la taza de té. Típico de aquel petulante añadir tantos méritos a su nombre. Con curiosidad, la joven posó la taza y alcanzó el libro, probablemente un pretencioso trabajo periodístico. Sus dedos estaban a punto de tocarlo cuando una hermosa voz habló detrás de ella. Una voz característica de las Highlands que se parecía tanto a la de Aidan que el corazón se le subió a la garganta.

   ―Un buen libro ―comentó la voz―, escrito por un hombre de la zona muy versado en nuestras leyendas y tradiciones. Puedes quedarte con uno, si quieres. Un pequeño regalo de bienvenida a Escocia.

   Kira se volvió, estrechando el libro contra el pecho.

   ―Gracias. Conozco al autor. Era el guía de un viaje que hice hace años. Y tú debes de ser…

   ―Lord Basil no ―dijo el highlander, haciéndose a un lado para dejar pasar a un vetusto Collie cuando el animal se acercó arrastrándose para tumbarse ante sus pies―. Era el marido inglés de la difunta señora de Ravenscraig. Y este es Ben ―explicó el hombre, mirando con cariño al Collie―. Él es el verdadero amo de Ravenscraig ―aseguró el highlander. El perro sacudió el rabo y miró hacia arriba, asintiendo con sus ojos castaños―. En cuanto a mí, soy Alex. El esposo de Mara ―la informó, mientras tomaba uno de los mantecados que había sobre la mesa y se lo daba a Ben―. Tú debes de ser Kira Bedwell. Lamentamos no haber podido recibirte ―se excusó Alex, bajando la vista hacia su kilt y encogiéndose de hombros―, pero hemos tenido una tarde de folclore para un grupo de niños de un colegio en el Victorian Lodge. Tal vez hayas visto las torretas del Lodge de camino aquí ―dijo, mirando hacia atrás, hacia la semioscuridad enmarcada por la puerta entreabierta de la tienda―. Es un montón de piedras viejas que está al otro lado del sendero del bosque.

   Kira lo observaba anonadada, muy consciente de que estaba hablando, pero apenas capaz de percibir ni una sola palabra de lo que estaba diciendo. De hecho, estaba casi segura de que tenía la boca abierta, pero se sentía incapaz de hacer nada al respecto. Sir Alexander Douglas causaba ese tipo de efecto. Era alto, fornido y guapo, tenía una densa cabellera de color castaño que le rozaba los hombros y una intensa mirada de color verde mar que Kira habría jurado que solo existían en las páginas de las novelas históricas románticas.

   La joven volvió a parpadear, impresionada por la perfección de aquel hombre con tartán que no se limitaba a llevar un kilt como los estadounidenses que había visto en su país en los Juegos de las Highlands. De eso nada. Aquel hombre de verdad lo llenaba. Formaba parte de aquella prenda. Además, no había descuidado ni el más mínimo detalle de las Highlands. Cada centímetro de su ser hacía que a Kira le fallaran las rodillas. No por sí mismo, sino porque le recordaba a Aidan. Alex Douglas tenía su mismo aire medieval. Solo le faltaba la espada que, de repente, también apareció allí. Una enorme y ancha espada de temible aspecto que brillaba plateada en su cadera mientras el kilt del highlander se agitaba con una brisa imperceptible que incluso le revolvió el pelo a su paso.

   Kira tragó saliva y la imagen se desvaneció lentamente. La brisa se fue antes, pero la espada se quedó hasta el final. Y luego, desapareció. El único brillo plateado que quedó sobre él fue el del gran broche celta que sujetaba su kilt en el hombro y la boquilla de su elegante escarcela de gala. Una escarcela del clan MacDougall de piel de la mejor calidad y crin, con cadenas tachonadas en forma de diamante. En la pared había colgados varias escarcelas similares de diferentes clanes, tras la caja registradora de la tienda. A la joven se le aceleró el pulso. Imaginarse a Aidan con una escarcela tan rica casi hizo que se desmayara. Si las partes nobles de algún hombre merecían tal galardón, eran las suyas. Tragó saliva y notó que se ruborizaba.

   ―Lo siento, yo…

   ―No pasa nada. Las mujeres siempre tienen la misma reacción ante él ―dijo una joven guapa de cabello cobrizo y con acento de Fili, mientras se adelantaba para tenderle la mano―. Sobre todo las mujeres estadounidenses locas por el tartán ―añadió la chica, mientras eliminaba cualquier posible resquemor de aquellas palabras con una sonrisa―. Soy Mara y también estoy encantada de conocerte. Mi padre llamó y nos dijo que a lo mejor te pasabas por aquí. Me alegro de que lo hayas hecho.

   ―Y yo ―respondió Kira, estrechándole la mano y ruborizándose todavía más por no haberse dado cuenta de que la chica también estaba allí―. Este sitio parece Brigadoon. Es increíble.

   Mara McDougall Douglas parecía complacida.

   ―Esa es la idea.

   La mujer sonrió a su marido y se coló detrás de la caja registradora para enderezar una fotografía enorme y enmarcada de tres highlanders con las espadas en alto tomada durante el transcurso de lo que parecía una batalla. El póster estaba colgado al lado del expositor de escarcelas de los diferentes clanes y, al mirarlo de cerca, Kira vio que el highlander que empuñaba una espada en el centro de la imagen no era otro que el Alex, el marido de Mara.

   ―¡Eres tú! ―exclamó Kira, volviéndose para mirarlo. Pero el hombre se limitó a sonreír y a volver a encogerse de hombros.

   ―Sí, es él ―confirmó su esposa, claramente orgullosa―. Alex y dos de sus mejores amigos, Hardwic… Quiero decir, sir Hardwin de Studley, de Seagrave, y el más corpulento de mirada feroz es Bran de Barra.

   Kira alzó las cejas.

   ―¿Hardwin de Studley?

   Sus anfitriones se miraron. Alex carraspeó.

   ―Es un apellido muy antiguo. Se remonta a cientos de años atrás ―aseguró Alex, mirando la imagen―. Hace siglos que lo conozco. Y a Bran también. En su día eran los más temibles guerreros. De hecho, su pericia con la espada solo era superada por la de cierto inglesito al que también tenía el privilegio de llamar amigo.

   ―¿Tenías? ―Kira se giró para mirar a los hombres de la imagen―. ¿Están muertos?

   ―No ―respondió Mara, mientras salía de detrás de la caja registradora―. Se refiere a que son expertos espadachines. Alex y sus amigos son actores que recrean la época medieval. Escenifican batallas medievales para los visitantes. Sobre todo en verano, cuando esto está lleno hasta la bandera.

   ―Ah ―dijo Kira, aferrándose con más fuerza al libro del Pequeño Hughie, segura de que había visto a Mara lanzar una mirada de advertencia a su marido.

   ―Me sorprende que Euphemia no le contara lo de las representaciones a tu madre ―comentó Mara, mientras entrelazaba su brazo con el de su esposo―. Alex y sus compañeros representaron un espectáculo bastante espectacular cuando ella y mi padre nos visitaron el año pasado.

   Innes dejó escapar una risilla nerviosa.

   ―Bah, esa bruja estaba demasiado enojada por lo de las apariciones como para prestar atención a nada más ―dijo la anciana, mirando fijamente a Kira―. ¿Tú recelas de las apariciones?

   ―¿Las apariciones?

   ―Los fantasmas ―explicó Alex, con una sonrisa en los labios―. Innes pregunta si te dan miedo.

   ―Tal vez sea mejor preguntarle si cree en los fantasmas ―propuso Mara, dejando de mirar a su marido para mirar a Kira―. En Estados Unidos la gente no es tan receptiva a ese tipo de cosas como aquí, donde simplemente se da por hecho que todas las casas, pubs y castillos están encantados.

   ―¿En serio? ―inquirió Alex, divertido―. ¿Y tú qué opinas, Kira Bedwell?

   ―¿De los fantasmas? Me encantan. O mejor dicho, me encanta la idea de que haya fantasmas ―repuso Kira sonriendo y dejándolo estar. No pensaba mencionar su talento, sobre todo después de haber visto al anterior señor de Ravenscraig. Si es que de verdad era un espíritu. Normalmente podía ver a través de los fantasmas, así que sospechaba que solo había vuelto a ver otra imagen del pasado. Una imagen del hombre en un sendero que seguramente frecuentaba. Segura de que así había sido, se volvió hacia Mara―. ¿En Ravenscraig hay fantasmas?

   ―Ninguno que deba preocuparte ―respondió de nuevo Alex, esa vez mientras chasqueaba los dedos hacia Ben y abría la pureta para que el perro pudiera salir de allí trotando―. Dormirás realmente bien en Heatherbrae. Ya debe de estar lista, así que si quieres acompañarnos...

   Kira abrió la boca para decir que sí y se quedó horrorizada cuando un feroz bostezo ahogó sus palabras. Por suerte, sus anfitriones ya habían salido por la puerta e Innes estaba demasiado ocupada murmurando para sus adentros como para darse cuenta. Aunque no quería entrometerse en el obviamente feliz espacio de la anciana, se permitió echar un rápido vistazo al libro del Pequeño Hughie antes de empezar a seguir a Alex y a Kira. Se saltó lo que parecían ser largos pasajes de prosa florida sobre sus ilustres ancestros y pasó a las ilustraciones y fotografías que había en el centro del libro. A punto estuvo de volver a dejar caer el libro cuando se fijó en las palabras Na Tri Shean. Inmortalizados en una brillante foto en blanco y negro, los tres montículos mágicos hicieron que un escalofrío le recorriera la columna vertebral. O ya había estado allí antes, o lo estaría en el futuro. Y por alguna razón que nada tendría que ver con el encargo de Dan Hillard y Destiny Magazine. Kira sacudió la cabeza para que sus anfitriones no creyeran al verla que había visto un fantasma, cerró el libro y salió de la tienda, caminando directamente hacia la siguiente sorpresa: el mundialmente famoso crepúsculo escocés. En el breve lapso de tiempo que había estado dentro del taller de jabones y velas, la tarde se había vuelto de un profundo color violeta azulado. Las suaves y ondulantes brumas habían descendido y bajaban en silencio por las laderas de las montañas. Aquella estampa salida de Brigadoon estaba ahora bañada por una agradable e inolvidable luminosidad a la que Kira sabía que los highlanders llamaban el momento entre las dos luces. Un momento especial y mágico lleno de místicas promesas. Con el corazón acelerado por aquella idea, la joven siguió a Alex y Mara por el sendero, con la esperanza de que la proximidad con el castillo de Wrath y la propia magia de One Cairn Village hicieran que Aidan la visitara en sueños esa noche. Hacía semanas que no lo hacía y lo necesitaba desesperadamente. Casi sintiendo su tórrida y anhelante mirada sobre ella, Kira aceleró el paso. Heatherbrae Cottage y su cama la estaban esperando. Pronto sentiría el cálido tacto del highlander, se perdería en la maestría de sus besos y se deleitaría con las deliciosas palabras de amor en gaélico que le susurraría sobre la piel desnuda.

   Kira suspiró.

   Lo deseaba. Aunque el hecho de que le hiciera el amor en suelo escocés podría resultar un placer más sensual de lo que era capaz de soportar. Solo esperaba tener la oportunidad de descubrirlo.

   

 

* * *

 

   

   Solo a unas cuantas horas hacia el norte, pero a muchos siglos de distancia, Aidan MacDonald paseaba por las altivas almenas del castillo de Wrath, frunciendo el ceño con fiereza. Estaba sintiendo en sus propias carnes la dura y resentida alma que su buen amigo Tavish le había acusado de tener. Una bestia de mal carácter y corazón frío, como algunos de sus sirvientes más jóvenes le habían llamado, ignorando que los estaba oyendo. Al recordarlo, se pasó una mano por el pelo y ahogó una risa de desdén. Pronto los muchachitos de las cocinas asegurarían que tenía los ojos de color rojo brillante y que escondía un rabo bajo el tartán. Hasta los miembros de su guardia lo evitaban. De hecho, los muy gallinas de la patrulla nocturna huían al fondo del paramento en cuanto él abría la puerta de las escaleras de la torre y aparecía entre la niebla nocturna. Y no era de extrañar. Últimamente, hasta su perro favorito, Ferlie, había empezado a mirarlo como si se hubiera vuelto loco. Y admitía que tal vez así era. Aidan dejó de pasear y se detuvo ante una de las almenas abiertas con cañoneras cuadradas del paramento. ¿Quién sino un lunático iba a desear carnalmente al fruto de un sueño?

   ―Por la sangre de todos los dioses ―gruñó el highlander, mientras aquella insensatez lo atravesaba con una hoja más punzante que el acero afilado cual cuchilla de su espada. Pero incluso entonces, el mero hecho de pensar en aquella moza hacía que se excitara y que su mente se llenara de pensamientos sobre la cálida suavidad de su piel, el agradable y mullido peso de sus pechos, sus pezones deliciosamente erectos, que suplicaban que los acariciara, sobre el húmedo y sedoso calor que albergaba entre sus muslos y sobre los suspiros de placer que emitía cuando la tocaba. Eso por no hablar de su desbocada pasión. Por él, por su tierra y por todo lo que él representaba. Lo veía en la reverencia con que tocaba su kilt y con que pasaba el dedo sobre los intrincados diseños celtas del cinturón de su espada. En cómo se quedaba sin habla y en la forma en que sus ojos se maravillaban cuando su mundo se colaba en sus sueños y ella veía su alcoba forrada de tapices, el fuego de turba que ardía enfrente de su cama o los negros acantilados de la isla de Wrath a través de las altas ventanas arqueadas de su alcoba. «Maravillas», llamaba ella a ese tipo de cosas, mientras sacudía la cabeza como si nunca hubiera visto nada igual. Como si las amara tanto como él. Aquella pasión también ardía dentro de ella y el hecho de saberlo hacía que apreciara a aquella muchacha de una forma que nada tenía que ver con lo bien que se sentía cuando la tenía entre sus brazos. Ni con el hecho de que solo mirarla le hiciera arder en llamas. Su entrepierna se dilató y se endureció, dolorida por el deseo hacia la muchacha. La necesitaba de inmediato. Pero lo único que podía hacer era enterrar los puños en las caderas y observar los densos jirones de niebla que pasaban deslizándose por delante de las almenas. Fría, empalagosa e impenetrable, la niebla parecía burlarse de él, ocultándolo todo con sus bandas de color blanco grisáceo salvo la húmeda piedra del paramento que Aidan tenía delante. Como si sus sueños hubieran empezado a levantar una barrera indestructible para alejarlo de ella y dejarle ver solo el inmenso vacío que se cernía sobre él en su ausencia. Pero esa noche era diferente. El highlander echó un último vistazo a la niebla y empezó a pasear de nuevo. Sentía la presencia de la muchacha con tanta intensidad como hacía unos instantes, mientras estaba sentado a la alta mesa de su salón celebrando un consejo con Tavish y varios de sus hombres de confianza. Estaban planeando el ataque sorpresa al castillo de Ardcraig, la guarida de Conan Dearg, cuando había notado un impacto en su interior y la había sentido. Había percibido su presencia, tan vibrante y viva que habría jurado que la muchacha se las había arreglado de alguna forma para entrar en el castillo de Wrath y estaba justo detrás de su silla. Su dulce fragancia femenina, tan fresca y limpia, lo había envuelto colmando sus sentidos y haciendo que el corazón le aporreara las costillas. Un aroma que todavía lo acompañaba incluso allí, en la fría oscuridad de las almenas. Desde luego, aquel perfume no era de él. Y, con certeza, tampoco provenía de sus centinelas, aquellos necios que seguían disimulando en el otro extremo del parapeto, como impresionables bufones, que hacían todo lo posible para fingir que él no estaba allí. No, tampoco era de ellos. Su olor tiraba más a sobaco y cuero viejo. Y a lana y a lino que no habían visto el agua en Dios sabía cuánto tiempo, un aroma maravilloso aderezado con un toque de cerveza rancia, caballo y perro―. Sí, con certeza eres tú, preciosidad ―susurró Aidan, seguro de ello. La visión de sus sueños, su tamhasg o fuera lo que fuera, andaba cerca. Tanto que casi podía saborearla y ver sus ojos iluminarse al verlo por primera vez, sentir sus brazos rodeándolo y estrechándolo contra ella, animándolo a hacerla suya―. Muchacha ―musitó el highlander. Aquel apelativo cariñoso le obstruía y le quemaba la garganta mientras entrelazaba las manos deseando que apareciera. Pero no lo hizo y el hombre contuvo un gruñido de frustración y dio media vuelta para alejarse de la noche vacía caminando apresuradamente hacia la escalera de la torre y hacia los peldaños curvados iluminados con antorchas que lo llevarían de vuelta a sus aposentos. Donde su enorme cama de madera de roble y sus sueños lo esperaban. Unos sueños que eran su última esperanza de encontrarla esa noche. Y varias horas después, creyó que así había sido. Aidan se revolvió en sueños al notar que unos suaves besos, cálidos y húmedos, bañaban su mejilla, mientras un aliento caliente penetraba dulcemente en su oído, despertándolo. Pero en lugar de la brillante mirada de su tamhasg dándole la bienvenida, se topó con unos ojos marrones, conmovedores y puede que un tanto preocupados, que lo observaban. Unos ojos caninos―. Ay, Ferlie ―exclamó el highlander, mientras se sentaba y se pasaba una mano por la cara. El amor que le profesaba a aquel enorme animal impidió que demostrara su decepción―. Ella estaba aquí, o en algún lugar cercano.

   Pero su aroma había desaparecido. La cama de Aidan estaba indudablemente vacía, salvo por él mismo y su enorme y desgreñado perro. Solo permanecía su certeza. Algo en su mundo había cambiado. Había algo en el aire, una ondulación en el viento que nunca había estado allí y Aidan lo sabía. Fuera lo que fuera, apostaría su mejor espada a que tenía que ver co ella. Y si los dioses estaban de su parte, pronto conocería la respuesta.