Capítulo seis

 

 

   

 

   Cuando Kira se despertó, lo hizo en medio de una profunda calma. Además de con un dolor de cabeza horrible, la nariz fruncida y apostaría que los ojos terriblemente hinchados. Como los de una rana. Rojos, abultados y doloridos. Incluso sin poder permitirse el lujo de mirarse en el espejo de su baño, sabía que debía de parecer un cadáver recalentado y servido sobre una tostada helada. Tan mal se sentía. Algo que, en los últimos tiempos, no era poco habitual teniendo en cuenta la irritación que le producían los paparazzi que insistían en seguir todos y cada uno de sus pasos desde que le habían atribuido el descubrimiento del barco vikingo en el puerto de Nueva Inglaterra. Desde entonces, todas las mañanas tenía que recurrir a la aspirina y al vaso de agua que había en su mesilla de noche. Se pasaba las noches sin dormir dando vueltas y más vueltas, lo que hacía que se le hincharan y le dolieran los ojos. Unas incomodidades a las que había acabado acostumbrándose. Pero aquellas gruesas mantas peludas que le hacían cosquillas en la nariz se salían de lo normal, al igual que el innegable olor a perro. O más bien a tigre. Aquello era mucho más que un ligero aroma en el frío aire teñido de turba. Se trataba de un ineludible hedor. Un intenso tufo a can tan real como la enorme cama medieval profusamente tallada en la que se encontraba. Aunque el animal no estaba por ninguna parte, era evidente que había estado allí. La certeza de la presencia perruna permanecía en el ambiente, sin lugar a dudas. La cama era igual de real y tenía las pesadas cortinas bordadas lo suficientemente abiertas como para permitirle ver las altas ventanas arqueadas y la mañana en ciernes. Un nuevo día en el que no iba a ver el aparcamiento atiborrado de gente del edificio de apartamentos baratos Castle Apartments de Aldan, Pennsylvania. Ni siquiera el pequeño y acogedor parking del diminuto hostal de Skye en el que no había pasado ni una noche. De hecho, si la hubieran metido en un cohete y la hubieran mandado a Marte, no habría estado en un lugar más extraño.

   A Kira se le aceleró el corazón y se le secó la boca. Su dolor de cabeza empeoró y, aunque habría preferido no admitirlo, nunca se había sentido tan mal. Como aquello no mejorara pronto, empezaría a pensar que era alérgica a los viajes en el tiempo. O a la Escocia medieval, por mucho que aquella idea le desagradara. No cabía ninguna duda de que allí era donde había aterrizado. Aunque no estuviera viendo la prueba a través de las cortinas, la ausencia de ruido era reveladora. Soplaba un viento fuerte, pero eso era todo. Inquietante y evocador como cabría esperar en un escenario como aquel, el viento soplaba y gemía, entrando con violencia a través de las ventanas arqueadas de la habitación. Podía oír sobre su cabeza el chasquido de lo que debía de ser un estandarte ondeando sobre el paramento. También se oían los ladridos ahogados de unos perros y el rítmico sonsonete de las olas bañando las rocas al pie del castillo. Lo que no se oía era el siglo XXI. El estruendo enloquecedor de los sopladores de hojas, de las máquinas cortacésped que sus dueños montaban como si fueran vaqueros y de la ensordecedora televisión del Sr. Wilson atravesando la pared del dormitorio de su apartamento. Ni rastro del repiqueteo de los camiones de la basura ni de las sirenas distantes. Ni siquiera del zumbido sordo del ordenador ni de los extraños golpes y sacudidas que su nevera no paraba de dar. Sencillamente, no se oía nada.

   Kira aguzó el oído. Aquel silencio era casi demasiado intenso como para ser verdad. Medio convencida de que su desbocada imaginación, de la que era consciente, estaba evocando aquella paz, la chica cerró con fuerza los ojos y volvió a abrirlos. El silencio seguía allí. Al igual que la habitación de aspecto medieval, el olor a perro y la enorme y negra mole de la isla de Wrath, perfectamente visible a través de las altas ventanas arqueadas.

   El estómago le dio un extraño vuelco. Aldan, Pennsylvania, no podía igualar aquellas vistas. Ni tampoco el castillo de Wrath, al menos en el ruinoso estado en el que ella lo había conocido.

   Con el corazón todavía acelerado, apretó las peludas mantas contra el pecho mientras echaba un vistazo a través de la rendija que había en las cortinas de la cama. Además de las hornacinas de las ventanas y de las vistas, pudo ver las paredes encaladas y los tapices eróticamente decadentes que tanto la habían alarmado la noche anterior. El primer indicador indiscutible de que se encontraba en la habitación que recordaba de sus sueños. Ahora, horas después, Kira tragó saliva. La paja del suelo del cuarto, de aspecto no tan apetecible, y las antorchas sujetas con sus soportes de hierro ahuyentaron cualquier duda que pudiera albergar sobre su presencia en el mundo de Aidan. Allí estaba, atrapada y desnuda. A menos que el viaje en el tiempo no solo le hubiera causado un terrible dolor de cabeza, sino que además le hubiera afectado a la memoria. La joven hundió los dedos en la almohada, valorando aquella posibilidad. Recordaba claramente haberse desnudado bajo las mantas, pero al echar un rápido vistazo al suelo no consiguió descubrir dónde había dejado la ropa. O, mejor dicho, dónde la había tirado. Principalmente, las bragas y el sujetador. Ninguna pieza crucial de ropa interior se veía por ninguna parte. Y tampoco había ni rastro del resto de su ropa, a menos que estuviera muy equivocada. Todo había desaparecido. Incluso sus queridas botas de montaña y su reloj suizo barato de imitación. No quedaba nada que le recordara al mundo que había dejado atrás. Y lo que era todavía más preocupante: Aidan también había desaparecido. No era posible que hubiera sido fruto de su imaginación. No podía haberse imaginado aquellas tórridas miradas y sus besos de infarto. Ni aquella responsable caballerosidad pasada de moda que le había resultado tan adorable. De hecho, la había cortejado. El highlander solo había cometido un error: esconderle la ropa no era la forma de ganarse su corazón. Ni dejarla sola en una habitación extraña que olía a perro, por mucho que fuera el cuarto de sus sueños. Había demasiadas personas enormes y peludas que querían hacerse con ella, y no precisamente con las mismas intenciones que su señor. Los que estaban en su contra también llevaban espadas. Y, siendo medievales, seguro que sabían cómo usarlas. Los highlanders medievales eran especialmente sanguinarios. Todo el mundo lo sabía.

   Kira se mordió el labio inferior, con el pulso acelerado. Una cosa era estar en la antigua Skye con Aidan a su lado durante el día y velándola por la noche, y otra estar allí completamente sola. Además, tenía más hambre que en toda su vida. Y la imperiosa necesidad de visitar aquello que los medievales llamaban «meaderos», ¡qué horror! Con un poco de suerte, encontraría uno de aquellos minúsculos retretes ocultos en algún armario de una discreta esquina de la tan señorial alcoba de Aidan. Si no, tendría que buscar algo que cubriera su desnudez para ir en busca de uno. Pero antes respiró hondo y echó un último vistazo a la habitación, solo para asegurarse de que el can no estaba al acecho en algún rincón oscuro y enmohecido, esperando para saltarle encima. No es que no le gustaran los perros. Le encantaban. Pero los que había visto ladrándole en el patio del castillo no eran precisamente de esos perritos de jardín tan monos, que se paseaban felices por la acera y que tanto le gustaban. Las bestias peludas de afilados colmillos que se habían reunido bajo la bóveda de la casa del guarda parecían de todo menos amigables. Estremeciéndose al recordarlos, la joven saltó de la cama, segura de que no quería tener nada que ver con aquellos monstruos. Todavía podía sentir sus miradas perturbadas.

   ¿O se trataba de la mirada perturbada de alguna persona? Kira estaba notando una sensación inquietante procedente de dos lugares distintos: del otro lado de la puerta de roble maciza, cerrada a cal y canto y, curiosamente, del exterior de las altas ventanas arqueadas. A la muchacha se le erizó el vello de la nuca y se cubrió con una almohada, por si en la sala había uno de esos agujeros en las paredes para espiar, que sabía que existían en los castillos medievales. Temerosa de que así fuera, se deslizó alrededor de la enorme cama con cortinas y se sintió aliviada al ver un montón de ropa apilada sobre el enorme baúl reforzado con hierro de Aidan. No era su ropa, por desgracia, pero obviamente era para ella. Eso si descubría cómo ponérsela. Dudando que aquello fuera posible, tomó una prenda que solo podía ser un arisaid. Un yarusatch, murmuró Kira, consciente de que aquella era la versión femenina del antiguo kilt con cinturón. Pronunciara bien el nombre o no, aquello seguía pareciéndole una sábana extralarga. Estaba hecha de una bonita tela blanca con rayas negras, azules y rojas. Por desgracia, no se le ocurría ninguna forma de ponérsela que no le hiciera parecer un fantasma. Ni siquiera con el pesado broche de plata tallado que alguien había tenido la consideración de esconder entre sus pliegues.

   ―Creo que paso ―dijo Kira, sacudiendo la cabeza y volviendo a doblar cuidadosamente el pedazo de tela para colocarlo sobre la cama. Con su broche celta para el hombro y todo. Salir de la habitación vestida como Casper travesti solo conseguiría que los ceñudos hombres del clan de Aidan volvieran a gruñirle. Segura de ello, examinó las otras prendas, aliviada al ver que parecían más fáciles de poner. Había un sencillo vestido de lana de un intenso color azul oscuro y un sobrevestido de color verde esmeralda que solo podía estar hecho de seda. El tejido se le escurría entre los dedos, frío y lujurioso. El tercer vestido, obviamente una ligera combinación de algodón, resultó ser igual de delicada. Por desgracia, también parecía ser la única ropa interior que había en el montón. Kira frunció el ceño. Esperando que no fuera así, volvió a rebuscar entre las prendas, pero no hizo más que confirmar sus temores. La ropa interior tal y como ella la conocía y apreciaba, al parecer no existía en el mundo de Aidan, por mucho que este pudiera permitirse delicadas sedas y broches de plata. Al menos había zapatos. La joven los observó, en absoluto sorprendida por no haber reparado en ellos: aquellos cuarans de piel de venado eran difíciles de distinguir sobre la paja del suelo y entre las sombras que proyectaba la cama. Eran poco más que unas pantuflas ovaladas ribeteadas por un fino cordón de cuero que le habrían recordado a unos mocasines si no parecieran tan exageradamente grandes. Pero enormes o no, tendrían que servir, así que Kira se puso la combinación de seda y el resto de la ropa lo más rápidamente que pudo, ignorando explícitamente el arisaid con su broche. Además, intentó no reparar en lo raros que le quedaban aquellos cuarans gigantes de suela blanda en los pies. Y en la ausencia de ropa interior. En lugar de ello, se armó de valor y dio unos cuantos pasos de prueba con aquel amago de zapatos. No tenían nada que ver con sus cómodas botas de montaña y se le salían de los pies a cada paso que daba, haciendo que caminar le resultara casi imposible. Las sayas largas y flojas que se le enredaban en las piernas tampoco ayudaban mucho. Volviendo a fruncir el ceño, se las recogió sobre las rodillas para poder aventurarse en busca de una letrina. Y, aunque tenía bastante claro dónde podía encontrar una, cuando abrió la puerta le resultó imposible atravesarla al toparse con un chico envuelto en tartán que llevaba una enorme bandeja de comida en las manos. El chico, rojo como un tomate, dio un respingo e intentó mirar en cualquier otra dirección salvo en la suya.

   ―¡Uy! ―exclamó Kira, al tiempo que soltaba las sayas precipitadamente y casi chocaba con el chico, que se sonrojó todavía más. La bandeja de comida que portaba despedía unos aromas maravillosos que le hicieron la boca agua, pero tenía otras necesidades más urgentes, que estaban incluso por encima de la buena educación—. Perdón —dijo la chica, con una sonrisa forzada, mientras intentaba escabullirse—. Si eso es el desayuno, te lo agradezco. Déjalo por ahí y me pondré con ello cuando vuelva. —No habrá ninguna necesidad de regresar, ya que no vais a ir a ninguna parte —dijo un highlander barbudo y corpulento, apareciendo de repente entre las sombras, mientras que el acero que brillaba sobre él subrayaba la autoridad de su profunda y autoritaria voz—. El señor ha dado órdenes de que no abandonéis sus aposentos.

   Entonces apareció un segundo hombre. Tan fornido y de aspecto tan fiero como el anterior, le arrebató al chico la bandeja de las manos y miró a Kira con los ojos entornados, receloso.

   —Podéis romper vuestro ayuno sola, si es que coméis comida de verdad. Nosotros cuidaremos de que nadie os moleste.

   Kira se enfureció.

   —Hazlo tú —replicó la chica, levantando la barbilla y poniendo los brazos en jarras—. Tengo que ir al tocador. Al aseo, si eso lo entendéis mejor —añadió la joven. Pero al parecer no fue así, porque los dos hombres se limitaron a observarla, inexpresivos, y claramente poco dispuestos a colaborar. Consciente de que la retirada no era una opción, Kira no se dejó intimidar—. Vuestro señor no deseará que me incomode —continuó la joven, intentando hablar con un tono más medieval—. Él…

   —Lord Aidan no está —dijo el hombre de la bandeja, acercándose, mientras parecía aumentar de tamaño a medida que se cernía sobre ella—. Nos ha encomendado que cuidemos de vos y así lo hemos hecho, trayéndoos sustento.

   —Nos lo podemos llevar con la misma facilidad, si las viandas no os complacen —le comunicó el otro hombre.

   Kira apretó los labios, intentando no empezar a dar saltitos sobre un pie y luego sobre el otro.

   —No es eso —respondió la chica, mirando más allá de ellos hacia el pasillo tenuemente iluminado, mientras se preguntaba si podría salir corriendo—. Tengo que… —Creo que quiere usar los meaderos —intervino el chico, mientras miraba avergonzado alternativamente a ambos highlanders de aspecto enfadado—. El señor dijo que podría necesitar ir…

   —El señor no está en sus cabales, últimamente —lo interrumpió el primer hombre, mientras agarraba a Kira por el brazo y la arrastraba de nuevo al interior de la habitación—. Si tiene tales necesidades, la bacinilla que está debajo de la cama le bastará.

   —¡No con vosotros ahí! —exclamó Kira, mientras se soltaba y se quedaba mirando al hombre—. Ni con vosotros ni con nadie —añadió la chica, frotándose el brazo mientras el perro se colaba en la habitación, enorme y desaliñado, y se dejaba caer al lado de la chimenea, sin perder detalle de sus movimientos con su mirada lechosa—. Con nadie —insistió Kira, cruzándose de brazos.

   El segundo hombre posó de golpe la bandeja del desayuno sobre una mesa que había al lado de la tronera.

   —Cuidad vuestra lengua, muchachita. El señor pierde el interés en las mozas con más premura con la que el viento otoñal hace volar las hojas de los árboles.

   Kira resopló. No estaba dispuesta a mostrar ninguna debilidad. Echó los hombros hacia atrás y se acercó al fuego para acariciar la cabeza del perro, aferrándose a su firme convicción de que a una criatura tan vetusta, por mucho aspecto de fiera que tuviera, ya se le habían pasado los días de morder. Como para demostrarle que tenía razón, el perro le lamió la mano. La chica sonrió, al igual que el chico de la cara enrojecida que continuaba en el umbral. Los dos highlanders fornidos fruncieron el ceño.

   —Estaremos delante de la puerta —dijo el primero, mientras hacía un gesto con la cabeza en aquella dirección—. A nosotros no nos ganaréis tan fácilmente como al viejo Ferlie.

   Como si los hubiera oído, el perro enseñó los dientes y les gruñó. Los hombres fruncieron el ceño ante su actitud protectora.

   —El señor debería estar de vuelta al caer la noche —anunció el segundo hombre, dirigiéndose ya hacia la puerta—. Espero que no nos causéis ningún problema, a menos que queráis conocer su lado oscuro.

   Dicho lo cual, los dos hombres se fueron, cerraron la puerta tras ellos y la dejaron con una bandeja de desayuno llena a rebosar, un perro anciano de mirada distraída y un orinal al que estaba deseando echarle el guante. Por suerte, como ya sabía dónde estaba, no le resultó difícil encontrarlo. Kira no creía que llegara a encariñarse demasiado con aquel pintoresco objeto pero, visto lo visto, había artilugios peores en el mundo. Le vinieron a la mente los soplahojas. O el insistente y agudo timbre del teléfono cada vez que se sentaba para concentrarse en uno de sus artículos para Destiny Magazine. En comparación, un orinal medieval no era el peor de los males. Ni siquiera el perro, aquel animal que parecía un cruce entre un lobero irlandés y un burro, le parecía ya tan sobrecogedor. Se reservaría su opinión sobre sus amiguitos del pasillo.

   —No eres precisamente un Jack Russell, pero me caes bien —le dijo Kira al perro, mientras observaba cómo la miraba. Todavía con la sensación de que la estaban espiando, la joven se estremeció mientras se lavaba las manos con el agua fría de un aguamanil y una palangana. Aunque no se había dado cuenta antes de la presencia de tales comodidades, ya entraba la suficiente luz grisácea de la mañana por las ventanas como para poder localizar rápidamente lo que antes había echado de menos. No solo el aguamanil y la palangana, sino también un pequeño tarro de barro con jabón con aroma a lavanda e incluso un peine. Además de un corto pedazo de tela doblado que supuso que era una toalla medieval. Lo fuera o no, daría buena cuenta de ella. Al igual que del desayuno, aunque todavía no tenía muy claro qué era todo aquello. Dispuesta a descubrirlo, se sentó a la mesa, complacida al reconocer los pasteles de avena y el queso, además de un cuenco de cerámica esmaltado en verde que parecía estar lleno de estofado de cordero. Otro plato del mismo tipo albergaba algo que parecían anguilas picantes encurtidas, una exquisitez que dudaba que fuera a probar. Una pequeña vasija de miel y una jarra de cerveza con aroma a brezo acompañaban a las viandas. Aquello no estaba nada mal. Desde luego, la comida tenía un aspecto mucho más apetecible que algunos de los platos sanos que su hermana Lindsay intentaba encasquetarle en ocasiones. Aunque el mero hecho de mirar aquellas anguilas le dieran ganas de vomitar. Su nuevo amigo de cuatro patas no sentía la misma aversión. Con las orejas desaliñadas levantadas y con la mirada más esperanzada que Kira había visto jamás en el rostro de un perro, este se puso de pie, cruzó la habitación y rodeó la mesa en busca de alguna potencial exquisitez en la bandeja de desayuno de Kira—. Vale, Ferlie —dijo la chica, mientras le daba un pastel de avena—. Has ganado esta batalla, pero la guerra no ha terminado.

   Sonriéndole al can, ella misma se sirvió uno y lo untó con el queso crema y la miel. Por desgracia, a pesar de intentar por todos los medios mantener el optimismo, no podía evitar sentirse incómoda. El extraño cosquilleo que sentía en la nuca se había multiplicado por diez desde que se había sentado a la mesa. Alguien la estaba observando. Y no podía seguir ignorando el lugar de donde procedía aquella sensación, cuando estaba sentada tan cerca de la fuente. Mientras los escalofríos le recorrían la columna vertebral, Kira se levantó con la mirada clavada en las altas ventanas arqueadas. Fuera quien fuera o lo que fuera, la estaba observando desde afuera, desde más allá de las contraventanas abiertas.

   —¡Ayyyyyyyyyyy!

   Aquel penetrante grito de mujer así lo demostró.

   Con el corazón desbocado, Kira se acercó corriendo a la hornacina de la ventana. Cuando se asomó, se quedó horrorizada al ver a una mujer meciéndose en las bravas aguas que había al pie de los mortales y perpendiculares acantilados de la isla de Wrath. —¡Santo cielo! —exclamó Kira, llevándose una mano al cuello al quedarse sin respiración por la incredulidad y la sorpresa.

   La mujer daba vueltas sin parar y parecía tener una cuerda atada a la cintura. Una cuerda llena de aves marinas colgadas por el cuello. Sin dar crédito a lo que veía, Kira se asomó todavía más por la ventana, pero no cabía duda. Incluso a través de las brumas que avanzaban con rapidez, pudo ver que la pobre mujer estaba rodeada de decenas de aves marinas atadas a la cuerda, cuyos blancos cuerpos la mantenían a flote mientras la rápida corriente la llevaba hacia mar abierto.

   —¡Eachann! —gimió la mujer, desesperada—. ¡No logro alcanzar las rocas!

   —¡Que alguien la ayude, por favor! —gritó una segunda voz más potente y profunda, cortando el aire de la mañana. Era el grito de un hombre y su voz revelaba todavía más terror que la de la mujer.

   —¡Aguanta, muchacha, no dejaré que te ahogues! —aulló el hombre. Entonces Kira lo vio, corriendo de aquí para allá por las cimas de los acantilados de la isla de Wrath. Este agitaba los brazos mirando hacia ella. Estaba claro que esperaba que alguien del castillo lo viera o lo oyera y acudiera en su ayuda. Que enviaran una barca y hombres para rescatar a la mujer que Kira supo por instinto que era su mujer. Su mujer y toda su vida. Lo era todo para él y su angustia le llegó al alma a la joven. Agitando ella también los brazos, Kira les respondió.

   —¡Aguantad! ¡La ayuda está en camino! —gritó, al tiempo que daba media vuelta y salía corriendo hacia la puerta. Se lanzó hacia ella, pero no necesitó abrirla, ya que esta se abrió de golpe en su cara. Sus dos guardianes aparecieron ante ella, con los brazos en jarras, observándola.

   —¿Habéis perdido el juicio? —inquirió el más grande de los dos, mirándola como si le hubieran salido cuernos—. Dejad de alborotar y de vociferar como una loca. El señor…

   —¡El señor os despellejará si permitís que una pobre mujer se ahogue! —exclamó Kira, al tiempo que le daba un empujón cargado de adrenalina y salía corriendo por el pasillo, gritando—. ¡Ayuda! ¡Que alguien salga con una barca! ¡Hay una mujer en el agua!

   —¡Eh, volved aquí! —exclamaron los hombres, precipitándose tras ella y dándole alas con el sonido de sus pasos. Kira se subió las faldas y dobló corriendo una esquina del pasillo pobremente iluminado. Los enormes cuarans se le salían de los pies y le impedían caminar como era debido.

   —¡Mierda! —maldijo la chica, cuando uno de ellos se le escapó. Kira se lo arrancó de un tirón y siguió corriendo, pero los guardianes la alcanzaron y el más grande la agarró de un brazo.

   —¡Moza insensata! Mal hecho —dijo el hombre, fulminándola con la mirada—. ¿Creéis que no ayudaríamos a una mujer que se estuviera ahogando?

   —Si es que la ha visto —añadió el otro hombre, furioso y jadeante—. Yo no la creo.

   —Claro que la he visto —insistió Kira, intentando zafarse—. ¡Y pronto estará muerta si no dejáis de discutir y vais a salvarla!

   El hombre más grande miró fugazmente al otro.

   —No me quedaré aquí parado mientras una mujer se ahoga. Yo digo que nos apresuremos y vayamos a buscarla —propuso el highlander, antes de levantar a Kira en el aire, echársela sobre el hombro y salir corriendo hacia las escaleras de la torre—. Alguien del salón podrá echarle un ojo a esta mientras no volvemos.

   —Para entonces habrá huido —se mofó el otro, resoplando tras ellos—. Está mintiendo. Ninguna mujer de dentro de estos muros es tan tonta como para caerse por los acantilados.

   —¡Bah! —discrepó el primer hombre—. Puede que haya resbalado sobre las rocas de la playa. Tal vez sea una de las lavanderas o…

   —No —lo interrumpió Kira, retorciéndose entre los brazos del hombre—. Se ha caído de los acantilados de la isla de Wrath.

   El hombre que la llevaba, se detuvo de repente.

   —Eso no puede ser —le aseguró, frunciendo el ceño, mientras la posaba en el suelo—. Nadie vive en la isla de Wrath. Está más vacía que el aire, es un erial.

   —Yo no la he visto caer, pero sé que lo ha hecho —aseguró Kira—. Su marido corría a lo largo de la colina. Lo llamaba «Eachann».

   El hombre abrió los ojos de par en par.

   —Conque Eachann, ¿eh?

   —Sí —asintió Kira.

   Los hombres se miraron.

   —¿Habéis notado algo más en la mujer? —se interesó el más grande—. ¿Algo extraño?

   Kira tragó saliva. No le gustaba la forma en que la estaban mirando.

   —La mujer llevaba una cuerda atada al cuerpo —respondió la chica, igualmente—. Una cuerda con aves marinas muertas colgando.

   —¡Por todos los dioses! —exclamó el hombre más grande, retrocediendo de un salto y haciendo un gesto para espantar al maligno.

   El otro se puso pálido como un fantasma.

   —Te dije que había algo raro en ella.

   —No, por favor —exclamó Kira, mirándolos alternativamente—. Tenéis que ayudar a la mujer. Se ahogará, si no lo hacéis.

   —Eso no es posible —respondió el hombre más grande, negando con la cabeza—. La esposa de Eachann MacQueen ya se ha ahogado. Su cuerda de seguridad se rompió cuando él la subía por los acantilados, después de haber estado cazando aves marinas. Sucedió casi hace cien años. Los bardos todavía narran esa historia.

   Kira se quedó de piedra. Debería haberse dado cuenta de que estaba reviviendo aquella tragedia gracias a su don de ver el pasado. Pero los gritos de la mujer parecían tan reales… Había experimentado el terror del hombre que estaba allí, vivito y coleando, y que la había dejado sin habla. Aunque lo cierto era que, como ya estaba en un pasado tan remoto, no esperaba asomarse a unos tiempos todavía más lejanos. Pero, al parecer, se había equivocado. Y aunque sus dos centinelas todavía no habían pronunciado la palabra que empezaba por «B», la opinión que tenían de ella saltaba a la vista.

   —No soy ninguna bruja —les aseguró, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba—. Por favor, no temáis. Puedo explicároslo todo.

   El hombre más grande negó con la cabeza y retrocedió uno o dos pasos. El otro resopló.

   —Y lo haréis, pero no ante nosotros. Será el señor el que deseará saber cómo es posible que hayáis visto algo que sucedió antes incluso de que ninguno de nosotros hubiera nacido. A menos que seáis de verdad un hada o una de esas otras criaturas cuyo nombre nos han prohibido pronunciar.

   —Tampoco lo soy —protestó Kira y abrió los ojos de par en par cuando el hombre sacó una daga de debajo del cinturón y empezó a empujarla por el pasillo, en dirección contraria a la habitación de Aidan.

   —¿Adónde me lleváis? —protestó, corriendo igualmente delante de su punzante daga. La bravuconería solo llegaba hasta cierto punto y la suya acababa donde empezaba el filo de un cuchillo. Al parecer, las ganas de hablar con ella de los dos guardianes también habían desaparecido, ya que al echar un vistazo hacia atrás vio que sus rostros eran pétreos y que tenían los labios apretados. Aunque no necesitaba pistas acerca de su destino. La metieron por un estrecho pasillo lateral, un pasadizo inclinado con olor a humedad al final del cual había una puerta de aspecto desagradable. A Kira se le aceleró el corazón y se le secó la boca. Había visto aquel tipo de corredores en el viaje que había hecho hacía años a Escocia y sabía perfectamente a dónde conducían, sin excepción—. ¡No, por favor! —exclamó la chica y, olvidándose de su orgullo, clavó los talones en el suelo y apoyó los brazos contra las frías paredes cubiertas de limo. Un brusco pinchazo de la daga que tenía en la espalda hizo que volviera a ponerse en marcha—. Por favor, no me dejéis ahí —suplicó Kira—. No os molestaré, os lo prometo. Pero dejadme volver a la habitación de vuestro señor. Por favor. Ni siquiera os daréis cuenta de que estoy allí —les aseguró. Uno de los hombres resopló, mientras el otro abría la puerta y la arrastraba más allá del umbral. Por suerte, la oscuridad ocultaba las cosas que la joven sabía que no deseaba ver, aunque el chapoteo de sus pies al entrar fue más que suficiente. Sobre todo porque había vuelto a salírsele el zapato de uno de ellos. En cuanto a los ruidos de las patas de las ratas, haría lo posible para fingir que no los había oído. Al igual que aquel goteo de agua fétida y rancia. El olor era abrumador. Kira se estremeció, mientras pensaba que aquel sería el momento perfecto para salir pitando de la Escocia medieval. Pero, en lugar de ello, se encontró metida en una celda oscura como boca de lobo cuya pesada puerta se cerró a sus espaldas antes de que le diera tiempo ni a pestañear—. ¡Un momento! —gritó Kira, volviéndose para aporrear la puerta mientras uno de los hombres bajaban la tranca—. ¡Por favor, escuchadme!

   —Os escucharan a su debido tiempo —le aseguró uno de los hombres—. En cuanto el señor vuelva del combate.

   —¿Del combate? —repitió Kira. A la joven se le cayó el alma a los pies. Las contiendas medievales podían durar siglos. Que Dios la ayudara, como no regresara—. ¿Adónde ha ido? Creía que habíais dicho que volvería por la noche.

   Pero nadie respondió.

   El pánico se apoderó de Kira y la muchacha se puso de puntillas para intentar ver algo por el agujerito de la puerta, pero fue imposible. Puede que los hombres se hubieran marchado ya, dejándola sola en la mazmorra del castillo de Wrath. Así que la chica hizo aquello por lo que los Bedwell eran famosos cuando se enfrentaban a alguna adversidad: respiró hondo y se puso a pasear, mientras intentaba por todos los medios no ponerse a gritar.