Capítulo diez

 

 

   

 

   Varias horas después, Kira estaba sentada en una pesada silla de roble en la solana privada de Aidan, una vez más debidamente ataviada con los ropajes de la época de pies a cabeza, lo que incluía un par de cuarans de tamaño exagerado y ni rastro de ropa interior. Pero lo más importante era que tenía más clara que nunca la razón por la que había viajado en el tiempo. Además, sabía lo que tenía que hacer, por mucho que cierto guerrero testarudo pensara lo contrario. Ella lo tenía claro. Por mucho que se paseara el highlander de aquí para allá, soltando frases arrogantes. Ignorando deliberadamente el plato de panecillos, mantequilla y miel que la llamaba desde encima de la mesa que había al lado de la silla, Kira cruzó las manos sobre el regazo y se preparó para que Aidan volviera a freírla a preguntas. Al ver que estas no llegaban, la joven respiró hondo.

   ―Tiene que ser tan evidente para ti como lo es para mí ―dijo la muchacha alzando la voz para que Aidan, que estaba al otro lado de la solana mirando por la ventana, pudiera oírla. El día se había quedado frío y oscuro, y un viento gélido venía del mar. Pero ni todos los vendavales del mundo le impedirían decir lo que tenía que ser dicho―. No cabe duda. He sido enviada para salvarte y… ―afirmó la joven.

   Aidan resopló.

   ―No necesito que ninguna mujer me salve.

   Kira apretó los labios y clavó la mirada en la espalda del hombre, deseando que entrara en razón.

   ―Seguro que el portal de la bóveda funcionará al revés. Mi intención es llevarnos de vuelta a mi mundo.

   Aidan giró sobre sí mismo.

   ―¿Llevarnos? ¿Y por qué diablos iba a desear yo tal cosa? ―inquirió el highlander, curvando los dedos sobre el cinturón de la espada―. A mí me gusta mucho mi mundo y no quiero abandonarlo. Creía que tú tampoco ―comentó el hombre, mirándola con los ojos entornados y la mirada desafiante―. ¿O tal vez me engañaron mis oídos cuando dijiste que deseabas quedarte?

   ―Eso fue antes de que me recordaras a Conan Dearg ―replicó Kira, con un suspiro―. Ahora las cosas son diferentes. Por lo demás, hablaba en serio cuando dije que quería quedarme contigo. Me da igual la época.

   ―Pero a mí no ―replicó Aidan, mientras se dirigía hacia la chimenea para agarrar un atizador de hierro y avivar la turba―. No puedo desaparecer sin más por un portal del tiempo, como tú lo llamas. Tengo obligaciones importantes aquí ―explicó, irguiendo la espalda con el rostro ensombrecido―. La vida de un jefe tribal no consiste únicamente en montar a caballo y en llevar a los hombres a las batallas. En enseñar a los jóvenes a manejar una espada y a no temer a nada ni a nadie. También debemos decir siempre la verdad, ser fieles a nuestras promesas y honrar a los ancianos del clan. Cuidamos de los débiles y los enfermos y damos cobijo a viudas y huérfanos ―dijo Aidan, dejando a un lado el atizador, antes de cruzar las manos detrás de la espalda y echar a andar―. Celebramos asambleas y somos unos aliados dispuestos a apoyar a nuestros amigos cuando lo necesitan, así como a castigar a aquellos que tienen un comportamiento inadecuado ―añadió el highlander. Kira frunció el ceño y se agachó para acariciar la cabeza del viejo Ferlie, que olía maravillosamente ya que, gracias a su insistencia, dos muchachos de las cocinas un tanto reacios habían usado el agua que había sobrado de su baño para lavarlo a él. El enorme animal yacía ahora enroscado en el suelo al lado de su silla, roncando alegremente. Por desgracia, a pesar del buen olor, su desgreñado aspecto medieval junto con el humo y las pavesas de las antorchas no hacían más que acentuar la rudeza del mundo de Aidan. Al igual que las gruesas paredes encaladas de la solana y el escozor de los ojos por causa de la turba que inundaba el ambiente. Y la puerta discreta pero existente que daba a un armario embutido en un rincón del cuarto. Un cuarto minúsculo que nunca había conocido la suavidad de un rollo de papel higiénico ni la frescura de un ambientador. Sin embargo, el brillo dorado de la multitud de velas de cera de abeja y los tonos joya de los tapices ricamente bordados le daban un aire irresistible a algo lejano y distante. Lo cierto es que era un mundo muy parecido al de sus sueños románticos, aunque también muy diferente. Un mundo al que Aidan pertenecía, pero no ella. Al igual que su mundo era un lugar al que Conan Dearg nunca podría llegar―. El nombre del clan Donald siempre ha sido sinónimo de grandeza ―afirmó el highlander, mirando a Kira con los ojos en llamas―. No pasaré a la historia por ser el primero en quebrar tan noble linaje.

   ―Sé perfectamente que tienes tus obligaciones y tu orgullo ―respondió la joven, levantando la vista, sin importarle la dureza de su expresión.

   ―Son algo más que obligaciones y van mucho más allá del orgullo ―replicó Aidan, arrodillándose antes ella para estrecharle una mano entre las suyas―. Tengo responsabilidades a las que mi honor no me permite volver la espalda.

   La joven respiró hondo.

   ―Tus responsabilidades no valdrán de nada cuando estés muerto.

   Para su irritación, el highlander se limitó a estrecharle los dedos y a esbozar una de sus sonrisas de macho alfa.

   ―Vuelve pues a relatarme, Kee-rah, cómo narran los libros mi muerte.

   ―Exactamente como te he dicho ―respondió la joven, apartándose un mechón de cabello de la cara para ponerlo detrás de la oreja―. Todos los libros que tengo dicen que moriste a manos de tu primo, Conan Dearg. Uno de ellos, una edición de un autor llamado Pequeño Hughie MacSporran, entra en más detalles y asegura que Conan Dearg te encerró en tus propias mazmorras y que te dejó morir de hambre, con una dieta a base de carne salada y agua avinagrada.

   ―Pero muchacha, ¿es que no lo entiendes? Te estás disgustando por nada ―le aseguró Aidan, mientras su sonrisa de macho alfa se volvía triunfante y se extendía por todo su rostro. El hombre se puso en pie, levantándola con él―. Vuestros libros están errados, si bien esa edición de autor, sea eso lo que fuere, se aproxima más a la verdad que los demás. Conan Dearg no me encerró en las mazmorras. Es ese bastardo el que aguarda allí en estos momentos, alimentándose a base de carne de vaca salada y agua avinagrada. El Pequeño Hughie MacSporran, sea quien sea, se trabucó y trocó el destino de mi primo por el mío ―declaró el highlander. Kira volvió a atusarse el cabello, luchando contra la desesperación que empezaba a girar en su interior. Más valiente y confiado que nunca, Aidan se cruzó de brazos―. Ese tal Hughie no me preocupa en absoluto ―comentó, con un gesto de desprecio―. No merece la pena. Su libro está errado.

   ―Yo no estaría tan segura ―dijo Kira, respirando con dificultad. Le venía a la mente de forma intermitente la imagen del libro del Pequeño Hughie en el que se leían las palabras: «Historiador, contador de historias y conservador de la tradición», en unas letras casi mayores que el pequeño libro. La joven reprimió un escalofrío al recordar al soberbio guía turístico del viaje en autobús por Escocia que había hecho hacía tantos años. Tampoco había olvidado las poses ante la cámara delante de la estatua de Robert Bruce, en Bannockburn, y lo insistente que era con aquello de que el heroico y amado rey era uno de sus antepasados, entre muchos otros grandes nombres de la historia escocesa. Incluido el clan de los Donald. Kira se estremeció al oír su carcajada tan claramente como la última vez que lo había visto, como si hubiera sido el día anterior. Por desgracia para ella, también se acordó de lo que el marido de Mara McDougall-Douglas, Alex, había dicho sobre Ríos de piedra: el viaje ancestral de un highlander. Este había comentado que se trataba de un «buen libro» y que el tal Pequeño Hughie MacSporran tenía una formación excepcional en el ámbito de las leyendas y las tradiciones de las Highlands. Una afirmación que hizo que un nudo frío y apretado se le formara en el estómago. Alex Douglas no parecía de aquellos que hacían elogios en vano. Deseando no tener esa sensación, Kira se inclinó hacia la mesa y se sirvió un vaso de aquel extraño vino medieval: otra de las diferencias a las que todavía no había logrado acostumbrarse. Pero al menos era líquido y necesitaba humedecer la boca antes de hablar. La joven vació el vaso, lo alejó con un sonoro «clac» y se volvió hacia Aidan, en absoluto sorprendida al ver su gesto petulante.

   ―Odio decir esto ―empezó Kira, preparándose―. Pero creo que el libro es correcto y que tú estás equivocado.

   El highlander alzó una ceja.

   ―¿Por qué lo crees así?

   ―Porque conocí al autor ―respondió la chica, levantando la barbilla e ignorando el hecho de que el frío nudo que notaba en su interior estaba creciendo e incluso empezaba a palpitar―. Fue el guía turístico de mi primer viaje a Escocia, en el que te vi. Si no mentía, incluso era pariente tuyo. En cualquier caso, no me caía bien. Me parecía muy vanidoso, pero sabía mucho de historia de Escocia.

   Aidan suspiró.

   ―Apuesto a que tenía la cabeza a rebosar de viento de las Highlands.

   ―Presumía mucho de sus ilustres ancestros escoceses ―añadió Kira―. Una pena, porque también conocía un montón de historias fascinantes sobre los lugares que visitábamos. Fue él quien nos habló del castillo de Wrath, cuando el autobús se acercó a vuestro acantilado. Si sus historias no fueran tan emocionantes, puede que yo no hubiera sentido la necesidad de venir a investigar. Y si no lo hubiera hecho, nunca nos habríamos encontrado ―explicó la joven, antes de hacer una pausa―. Aun así, la verdadera razón por la que creo que no se equivoca es porque alguien de confianza alabó su sabiduría. De camino hacia aquí, hice una parada cerca de Oban, en el castillo de Ravenscraig, y…

   ―¿Ravenscraig? ―Aidan la miró, con los ojos fuera de sus órbitas―. Ese lugar es la guarida de los porfiados demonios MacDougall. No son más fiables que el largo de una espada.

   ―Pues fueron muy amables conmigo ―replicó Kira, ofendida. Nadie hablaba mal de sus amigos, por muy bueno que estuviera o por muy buen amante que fuera. Medieval o no―. Mara McDougall es americana, como yo. Es amiga de mi familia y, casualmente, está casada con un highlander. Se llama Alex, Sir Alex Douglas, y son los dueños de Ravenscraig en mi época. Fue él quien me regaló un ejemplar del libro del Pequeño Hughie. Lo tenían en la tienda de recuerdos.

   ―Vaya, me congratula oír eso. Un Douglas como señor de Ravenscraig ―comentó Aidan, cruzándose de brazos sin rastro de remordimiento―. Ese sí es un gran apellido, uno de los más fuertes de estas tierras. Después de los MacDonald, claro.

   ―Te caería bien Alex. Me recordaba a ti. Es como si pudiera entrar directamente en tu mundo y se sintiera de inmediato en casa ―dijo Kira, mirando a su alrededor, sorprendida por una súbita emoción. Le vinieron a la cabeza imágenes de One Cairn Village y de Ravenscraig y se le puso un nudo en la garganta al recordar el recibimiento que le habían brindado―. Si conocieras a Alex, entenderías por qué confío en su palabra sobre el libro ―le aseguró la joven. Aidan volvió a resoplar. Estaba claro que su admiración por el gran clan de los Douglas no llegaba tan lejos. Kira suspiró―. Ojalá pudiera enseñarte el libro, pero lo perdí al viajar en el tiempo. Se me escurrió de los dedos y cayó en una grieta, en lo alto de la bóveda de la casa del guarda.

   ―Me has hablado de ameri-canes y de excursiones en autobuses ―dijo Aidan, como si todavía no hubiera dicho nada, antes de servirse una taza de vino. Luego miró a Kira por encima del borde del vaso, claramente poco interesado en seguir oyendo hablar del Pequeño Hughie y su libro―. ¿Esos autobuses solo los emplean los ameri-canes y son como esas máquinas voladoras que has comentado con anterioridad?

   Kira frunció el ceño. Aquella conversación no iba por buen camino. Deseando no haberle hablado nunca de los libros de los tiempos modernos, del clan Donald o de los aviones, la joven puso los hombros rectos y alzó la barbilla.

   ―Los autobuses son como máquinas voladoras, pero con ruedas y sin alas. Son más pequeños y nunca dejan de tocar suelo. Y sí, muchos turistas americanos los usan. En la Escocia de mi época se llaman «autocares».

   Aidan asintió, sagazmente.

   ―Bien me parecía ―dijo el highlander, intentando parecer culto.

   ―Ejem ―carraspeó Tavish, y su intensa voz interrumpió a Aidan, sorprendiéndolos a los dos―. Pido disculpas por la intromisión ―dijo el hombre, alejándose de la sombra de la puerta―, pero el cocinero tiene dudas acerca de los preparativos del banquete de celebración de la captura de Conan Dearg. Ansía tu permiso para usar las mejores especias y…

   ―Si no deseabas importunarnos, podías haber llamado a la puerta ―lo interrumpió Aidan, mirando de soslayo hacia la puerta de la entrada y luego a su entrometido amigo―. Esa puerta estaba cerrada, si mal no recuerdo. Aunque eso nunca te ha importado.

   El hombre se hizo el inocente.

   ―En caso de haber sabido que no estabas solo, me habría anunciado antes de entrar.

   ―No me digas ―replicó Aidan, que lo conocía a la perfección―. Si no te hubiera visto besando a una lavandera bajo las escaleras de la torre cuando mi amada y yo pasamos por allí, tal vez hasta podría sentirme inclinado a creerte. Sin embargo, vi cómo nos mirabas de soslayo al pasar ―añadió Aidan, echando un vistazo rápido a su kilt.

   ―Han transcurrido horas desde entonces ―se justificó Tavish, encogiéndose de hombros.

   Aidan se pasó una mano por la nuca, consciente de que aquella discusión no llegaría a ninguna parte. Sin embargo, frunció el ceño cuando Tavish levantó los brazos en señal de rendición y cruzó la sala para besar la mano de Kira con una floritura innecesaria. Una exageración que casi hizo que olvidara cuánto quería a aquel hombre. Descontento, el highlander miró a su amigo.

   ―Tienes más cosas que hacer que andar por ahí pegando la oreja a las puertas y espiando por las cerraduras, u ocultándote entre las sombras.

   Tavish enderezó la espalda, en absoluto arrepentido.

   ―Sea como fuere, el cocinero está volviendo locos a todos en la cocina con sus exigencias. Pensé que te interesaría saberlo.

   Sin creer una palabra, Aidan le pasó un brazo sobre los hombros y lo guió hacia la mesa, donde le sirvió un enorme vaso de vino y se lo puso en las manos.

   ―Desde que empuña el cazo del guisado, el cocinero no se ha molestado jamás en consultarme nada relativo a sus tareas. Y ambos sabemos que, desde el día en que lo trajimos a estas tierras de Dios, nunca ha hallado sosiego.

   ―Eso es verdad ―coincidió Tavish.

   Con los brazos cruzados, Aidan observó cómo su amigo bebía con deleite un trago de vino.

   ―Déjate de rodeos, amigo mío. ¿Cuánto tiempo llevabas escuchando en la puerta?

   ―Acaba de entrar. Lo he visto por el rabillo del ojo ―dijo Kira en su defensa, mintiendo tanto como Tavish.

   ―¿Lo ves? ―inquirió este, sonriendo, al tiempo que posaba el vaso de vino―. Me insultas en vano.

   Aidan refunfuñó.

   ―Es imposible insultarte. Tienes el pellejo más duro que el de un buey. Pero si el cocinero deseara mi beneplácito para saquear nuestras despensas de especias, habría enviado a uno de sus ayudantes. Dicho lo cual, comunícame la razón por la que estás aquí.

   La alegre sonrisa de Tavish desapareció.

   ―¿Estarías dispuesto a creerme para salvar tu pellejo? Para informarte de cierto revuelo en el salón ―dijo su amigo. Aidan suspiró. Sin duda, lo creía. Aunque no pensaba admitirlo. En lugar de ello, alzó una ceja y se cruzó de brazos, esperando. Para su sorpresa, Tavish no se mostró intimidado, pero miró incómodo a Ferlie―. Tus hombres no están contentos con la orden de bañar a los perros del castillo ―continuó Tavish, frunciendo el ceño. Un gesto que afeó su bello rostro―. Sospecho que temen ser los siguientes.

   ―Ay, Señor ―dijo Kira, alzando la voz―. La culpa es mía por…

   Aidan levantó una mano para hacerla callar.

   ―No ―dijo el highlander, mientras alcanzaba un bollo de avena y se lo lanzaba a Ferlie―. Hace tiempo que los canes de Wrath atufan el aire con su hedor. Y mis hombres también, ahora que lo pienso.

   ―Como quieras ―replicó Tavish, sin pestañear siquiera―. ¿Debo asegurarme de poner fin a las disputas?

   En respuesta, Aidan lo tomó del codo y lo acompañó hasta la puerta. ―Simplemente diles que aquellos que no se hayan lavado y no huelan bien dentro de dos días, limpiarán la fosa séptica y después se frotarán los unos a los otros hasta que les brille el trasero como el culito de un bebé. Ahora vete y no vuelvas, a no ser que nos estén atacando.

   Tavish asintió, pero se zafó de Aidan antes de que este lo echara fuera. El hombre dio media vuelta y miró a Kira, que estaba al otro lado de la sala.

   ―Los pergaminos y los útiles de escritura que me pedisteis están en la alcoba de Aidan ―dijo, con una pequeña venia―. Si necesitarais más, informadme.

   Dicho lo cual, abandonó la habitación y desapareció entre sus sombras infernales antes de que Aidan pudiera cerrarle la puerta en las narices. Aun así este la cerró. Incluso echó el cerrojo sin necesidad alguna. Lo que él necesitaba era llegar al fondo de lo que sucedía en su castillo. Cosas que no le importarían en absoluto si no fuera porque cierta pelirroja de pechos henchidos se lo hubiera recordado.

   ―¿Cuándo le pediste los útiles de escritura a Tavish? ―preguntó Aidan, mientras se volvía para mirar a Kira con cara de «aquí mando yo y será mejor que me respondas».

   La joven levantó la barbilla, en absoluto impresionada.

   ―Esta mañana ―reconoció, valientemente―. Pero no se los pedí a él directamente. Se lo comenté a la mujer que vino a traerme la ropa nueva, cuando saliste del cuarto para dejar que me aseara.

   Aidan asintió.

   ―A una de las lavanderas, entonces.

   Kira se encogió de hombros.

   ―¿Qué importa? Quería los pergaminos y la tinta para tomar nota de mis pensamientos ―dijo la chica. Aidan respiró hondo y volvió a asentir, creyendo aparentemente lo que la chica decía. No era que ella pretendiera engañarlo pero, de momento, no quería discutir sobre la necesidad de escribir una historia para Dan Hillard. Su artículo, aunque esta vez añadiría una advertencia al final para que preservara su anonimato. Fuera devuelta a su época o no, se negaba a volver a ser el centro de atención. Dios la librara de ser objeto de disección en Internet. El tema de los vikingos ya había sido suficientemente malo. Si alguna vez sus historias acababan en manos de Dan, solo necesitaría datar los pergaminos con la prueba del carbono para demostrar la veracidad de sus historias. Un artículo como aquel catapultaría a la revista Destiny a la primera división y le proporcionaría una fortuna a Dan. Un golpe de suerte que él merecía, aunque para Kira significara trabajar a escondidas. Aidan también tenía sus propias obligaciones y compromisos, como bien había dicho. Así que la joven respiró hondo, enderezó los hombros y se dispuso a usar la mejor estrategia de su madre para evitar interferencias: la distracción―. ¿De verdad vas a dar una fiesta para celebrar la captura de tu primo? ―le preguntó al highlander, aprovechando que este se había reunido con ella al lado del fuego.

   Aidan la rodeó con los brazos y la atrajo hacia él.

   ―No puede ser de otra manera. Mi pueblo así lo espera y merece. No basta con encerrarlo en las mazmorras ―comentó el hombre, mientras posaba las manos sobre los hombros de Kira y las dejaba caer por su espalda―. Precisan del olvido que proporciona una fiesta, ¿comprendes? Con suerte podremos organizar un festejo bien alegre en las próximas dos semanas.

   ―¿Tan malo es tu primo? ―preguntó Kira, incrédula.

   ―Es peor ―respondió Aidan, mientras se le revolvían las tripas al pensar en las almas que pesaban sobre la conciencia de Conan Dearg―. Solo tiene una única cualidad que lo redime, aunque a mí me resulte inexplicable.

   ―¿Cuál? ―preguntó Kira, girando la cabeza para mirarlo―. ¿Sabe susurrar a los caballos, o algo así?

   Aidan frunció el ceño. Aunque no sabía muy bien a lo que se refería la muchacha, tenía claro que no era a aquello de lo que él hablaba.

   ―Ah, no ―respondió el highlander, negando con la cabeza―. Conan Dearg no es nada de eso, sino todo un seductor. Todavía no ha nacido una mujer que se resista a sus encantos.

   ―No creo que me impresionara ―dijo Kira, limpiando una mancha invisible de su falda―. Por lo que he visto hasta ahora, me sorprende que las mujeres se molesten siquiera en mirarlo.

   ―Pues vaya si lo hacen ―le aseguró Aidan, mientras volvía a llenar su vaso de vino para bebérselo de un trago―. No solo lo miran, sino que lo observan con ojillos soñadores y acuden a él como las moscas a la miel. Es un enorme diablo con cabellos de fuego, audaz y apuesto, y fuerte como un toro salvaje de las Highlands.

   ―Cualquiera diría que necesita que lo castren.

   Aidan echó la cabeza hacia atrás y se rió. Luego se quedó callado, al darse cuenta de que no recordaba cuándo había sido la última vez que se había reído.

   ―Sí, eso es algo que debería haberse hecho hace mucho tiempo ―dijo el highlander, poniéndose serio otra vez―. Pero ahora está teniendo el final que se merece. Aunque eso no les devolverá la vida a sus víctimas.

   ―¿Han sido muchas? ―preguntó Kira, consternada.

   ―Más de las que sería posible contar ―respondió Aidan, apoyándose en la mesa, mientras valoraba hasta dónde podría contarle―. Solía tirar piedras enormes desde las almenas del fuerte de Ardcraig sobre las cabezas de los visitantes no deseados que por allí pasaban. Solo los dioses saben cuántos viajeros indefensos que pretendían tan solo pasar una noche allí fueron derribados de esa manera. Ideó un aparejo especial para tirar piedras y las envolvía en cuerdas para que estas volvieran y pudieran ser reutilizadas en caso de que la primera no fuera suficiente para aplastar a un hombre ―relató el highlander, antes de quedarse callado. Luego suspiró con fuerza y miró hacia el infinito. Las fuertes rachas de viento habían amainado y grandes jirones de niebla pasaban por delante de la ventana de la solana, transformando la noche en una masa gris fría y húmeda―. Pero no te inquietes, la vida de ese invento fue breve. Esos días llegaron a su fin cuando una de las piedras alcanzó de manera fortuita a su amante preferida y la mató ―la informó Aidan. Al highlander le dolía la cabeza al recordar la villanía de su primo―. Era la esposa de uno de sus aliados y se había escapado para visitarlo por sorpresa. Para su desgracia, se había disfrazado de hombre y, aunque se había identificado ante los guardias y había pasado sin problema ante ellos, en la oscuridad de la noche Conan Dearg la tomó por un extraño. Por alguien que no quería que lo molestara.

   Aidan miró de reojo a Kira, en absoluto sorprendido al verla boquiabierta y con los ojos entornados.

   ―Dios mío ―dijo la chica, llevándose una mano al pecho―. Lástima que su marido no lo matara.

   ―Sin duda, lo intentó ―comentó Aidan, estirando los brazos sobre la cabeza al tiempo que hacía crujir los nudillos―. Cabalgó como un demente hasta Ardcraig para desafiarlo en cuanto se enteró. Pero el enfrentamiento fue breve, ya que Conan Dearg lo partió por la mitad antes incluso de que le diera tiempo a desenvainar la espada ―explicó el highlander, mientras bajaba los brazos y miraba a Kira―. Mi primo es un espadachín consumado.

   Kira se estremeció.

   ―Y muy listo, por lo que parece ―dijo la chica, cada vez más convencida de que debía regresar a su mundo y llevarse a Aidan consigo.

   ―Ciertamente ―reconoció el hombre, mirando de nuevo hacia las ventanas, con una expresión más dura en la cara―. Astuto y taimado como el más artero de los zorros.

   ―Siempre me han gustado los zorros ―comentó Kira, alisando la suave lana de su falda de color dorado rojizo, mientras pensaba que ese intenso color le recordaba, precisamente, al pelaje de un zorro―. Una vez leí una novela en la que había una zorrita muy mona que tenía unos ojos mágicos y que era familiar de una sabia llamada Devorgilla. La zorrita se llamaba Somerled, creo.

   ―¿Somerled? ―preguntó Aidan, mirándola con agudeza―. No creo que aquel de mis antepasados que ostentaba dicho nombre y al que le gustaba autodenominarse «Rey de las Islas» le gustara tal cosa. Y a ti, querida, no creo que te gustaran el tipo de zorrerías que hace mi primo ―comentó el highlander, acercándose a ella para estrecharla contra él―. Eso te lo puedo garantizar.

   ―Sin duda ―replicó Kira, con el corazón desbocado, al sentirse entre sus brazos.

   ―Ciertamente ―continuó el hombre, mientras deslizaba una mano por sus cabellos, masajeándole suavemente la nuca―. La astucia de Conan Dearg dejaría en ridículo a los compinches más taimados del mismísimo Satán. Una vez, años ha, empezó a incomodarle uno de sus guardas más jóvenes. El muchacho era un tanto granuja y tan apuesto como para atraer la atención de una de las amantes de mi primo. Para irritación de Conan Dearg, la disposición alegre y la risa presta del muchacho hacían que este también fuera muy popular entre los otros hombres.

   Kira se estremeció al adivinar el desenlace.

   ―No me digas que también acabó partido en dos.

   Aidan negó con la cabeza.

   ―No, gracias a los dioses fue uno de los pocos que logró escapar del azote de mi primo. Pero solo por obra y gracia de una galera de los Mackenzie, y gracias a la buena vista y oído de aquellos que iban a bordo.

   Kira bajó la barbilla.

   ―¿Lo dejó a la deriva en un barco, o algo así?

   ―Algo así ―dijo Aidan, con voz gélida―. Dada la popularidad del muchacho, mi primo aguardó para no llamar la atención. Pero su oportunidad llegó, finalmente, cuando una oveja se despeñó y aterrizó ilesa sobre un saliente, a medio camino entre lo alto del acantilado y el mar ―narró el highlander, mientras soltaba a Kira y se alejaba de la mesa para echar a andar de nuevo. La repugnancia hacía que le resultara imposible quedarse quieto. Aun cuando su ardiente tamhasg estaba dócilmente pegada e él―. La agilidad era otro de los numerosos talentos del muchacho, así que mi primo se acercó a él y le dijo que era el elegido para salvar a la pobre oveja ―continuó Aidan, mientras se estremecía al recordar los hechos―. Junto con dos hombres más, partieron hacia los acantilados, un lugar remoto donde nadie podía verlos ni escuchar sus gritos de socorro. Deseoso por agradar y ansioso por rescatar a la oveja, el muchacho dejó que lo bajaran por el acantilado con una cuerda, hasta un saliente que hacía las veces de pequeño punto de apoyo.

   ―¿Más cuerdas y acantilados? ―preguntó Kira, mirándolo con el ceño fruncido. Esa vez no se estremeció, pero su opinión sobe los aspectos más duros del mundo de Aidan ondulaba en su interior.

   El highlander hizo una mueca con la boca.

   ―Ay, muchacha ―dijo, doblándose de dolor―. Así es nuestra vida. Los acantilados representan una fuente de alimento para nosotros. Las aves marinas nos proporcionan huevos y aceite, con el que alimentamos nuestras lámparas. Cuando un animal pierde pie y se despeña, si sobrevive a la caída lo recuperamos. Aquí los hombres aprenden a lidiar con los acantilados en cuanto dan sus primeros pasos. Y también alguna mujeres, como ya sabes por el destino de Annie MacQueen.

   ―Entonces, ¿qué le pasó al muchacho? ―preguntó Kira, pálida, respirando hondo―. ¿También se cayó al mar?

   ―No ―respondió Aidan, vacilante, deseando no haber mencionado nunca a aquel mozo―. Llegó hasta el saliente con facilidad, pero antes de que le diera tiempo a atar a la oveja, la cuerda se quedó floja entre sus manos. Cuando miró hacia arriba, vio cómo el otro extremo caía por encima de su cabeza. Al parecer, el resto de los hombres fueron sacrificados para garantizar el silencio.

   Kira dio un respingo.

   ―Eso es horrible.

   ―Ciertamente ―coincidió Aidan, mientras volvía hacia ella cruzando la habitación con paso firme―. Si los Mackenzie no hubieran escuchado sus gritos al pasar demasiado cerca de los acantilados, el muchacho habría muerto allí ―dijo el hombre, posando las manos sobre los hombros de la joven―. Los Mackenzie fondearon en una caleta próxima y enviaron a varios hombres para que treparan por el acantilado con una nueva soga para rescatar al muchacho y a la oveja.

   ―Gracias a Dios ―dijo Kira, suspirando―. Pero, ¿cómo lo descubriste? ¿Vino aquí después del rescate?

   ―Ah, no, fue juicioso, se fue con los Mackenzie a Kintail, se instaló con ellos y allí se desposó. El relato llegó a Wrath años más tarde, cuando un bardo errante mencionó haberlo conocido en un banquete en el castillo de Eilean Creag, la fortaleza de los MacKenzie ―dijo Aidan, haciendo una pausa para acariciarle la mejilla a Kira―. No te aflijas, querida ―le pidió el hombre, pasándole un dedo suavemente por los labios―. El bardo nos contó que el jefe del clan Mackenzie, un hombre al que apodaban «El Venado Negro de Kintail», le tomó un gran afecto al muchacho y cuidó de que este recibiera todo tipo de atenciones y fuera calurosamente acogido en dicho clan.

   ―Pero… ―lo interrumpió Kira, frunciendo el ceño―. ¿Nadie se preguntó lo que les había sucedido a los otros hombres?

   Aidan arqueó una ceja.

   ―¿Antes de la llegada del bardo?

   La joven asintió y el hombre sonrió.

   ―Ya te dije que mi primo es muy taimado ―le recordó el highlander―. Se inventó una explicación que nadie cuestionaría, alegando que los hombres habían partido en barco hacia la isla de Barra, con la esperanza de gozar un poco de la vida con nuestros aliados, los MacNeil. Ellos son unos anfitriones generosos y espléndidos, además de considerablemente mujeriegos. A muchos de los jóvenes del clan de la zona les gusta ir allí de vez en cuando. Y también a los no tan jóvenes.

   ―¿Y a ti?

   ―¿A mí? ―preguntó Aidan, con un brillo divertido en los ojos―. No te voy a mentir, muchacha. Ciertamente he disfrutado de mis visitas a los MacNeil de Barra. Y sí, he saboreado los banquetes de lujuria que ofrecen a sus invitados. Pero los MacNeil hace tiempo que no me ven por allí ―le aseguró el highlander, mientras le tomaba una mano para darle un beso en la palma y otra en el reverso de esta.

   Kira parpadeó.

   ―¿Por qué no?

   ―Ay, mi preciosa muchacha, creo que eso ya lo sabes ―dijo el hombre, mientras su media sonrisa se volvía más amplia.

   ―Puede que quiera oír esas palabras de tu boca.

   ―Entonces, las oirás ―dijo, mientras su mirada se sumergía en los pechos de Kira y le desabrochaba los lazos del vestido, le abría el corpiño y le acariciaba la piel desnuda―. Mi mundo no es solo rudeza y crueldad ―dijo el hombre, mientras sus caricias le causaban a la joven una humedad inmediata entre los muslos―. Son muchos los placeres, incluidos aquellos que los hombres encuentran en la isla de Barra. Tú eres mi alegría y siempre lo has sido desde el primer momento en que te vi. Desde entonces, mi única razón para navegar hasta Barra ha sido satisfacer mis ansias de ti.

   ―Con otras mujeres… ¡Oh! ―exclamó Kira, quedándose sin respiración cuando los dedos de Aidan le rozaron un pezón. Mientras lo apretaba suavemente, el highlander bajó la vista para ver cómo este se endurecía con sus lentas caricias.

   ―Con otras mujeres, sí ―reconoció muy lentamente Aidan, mirando fijamente sus pechos―. Pobres sustitutas de la única mujer por la que yo ardía y que quería para mí.

   ―Oh, Aidan ―exclamó Kira, antes de morderse el labio inferior. Esa vez su corazón se estaba derritiendo.

   El hombre levantó la vista y el brillo de sus ojos le abrasó el alma.

   ―Es a ti a quien quiero, Kee-rah. A ti y a ninguna más, por el resto de mis días.

   La joven asintió, una vez más con un nudo en la garganta que le impedía articular palabra.

   ―No recuerdo los nombres de las otras mujeres, ni siquiera de sus rostros, salvo que procuraba a aquellas que me recordaban a ti ―añadió el hombre, sujetando sus pechos con ambas manos, para masajearlos y apretarlos―. Todo lo que recuerdo es el vacío que sentía cada vez que abandonaba sus lechos. Eso y mi deseo constante por la mujer de mis sueños.

   ―¡Aidan! ―gritó Kira. Su propia voz le sonaba extraña en los oídos, urgente y ronca, borrosa por el rugido de su pulso y los salvajes latidos de su corazón―. No podría soportar perderte ―le aseguró la joven, rodeándole el cuello con los brazos, como en una súplica―. Por favor, vuelve a mi época conmigo. No puedes quedarte aquí. Sé que tu primo te va a matar. Él...

   ―No me verás huir con el rabo entre las piernas como un cachorrillo asustado y acobardado ―replicó Aidan, negando con la cabeza al tiempo que levantaba una mano para silenciar a Kira―. Los MacDonald no huyen de sus enemigos. Luchan contra ellos y se aseguran el éxito. Los días de Conan Dearg han llegado a su fin.

   Kira aparto la vista.

   ―No parece alguien fácil de vencer ―comentó la chica. Estaba helada y la preocupación le oprimía el pecho―. Has dicho que es un consumado espadachín.

   Aidan resopló.

   ―¿Dudas que esté a su altura? ―preguntó el highlander, arqueando una ceja, con su arrogancia de jefe de clan―. Mi dulce muchacha, yo soy mejor.

   ―Aun así…

   ―Él está en las mazmorras, indefenso ―dijo Aidan, posando su boca sobre la de ella para reclamar sus labios con un beso profundo e intenso―. Tanto hablar de él me ha dejado un sabor amargo en la boca ―aseguró el hombre, alejándose de ella para observarla―. ¡Tengo la imperiosa necesidad de eliminarlo con algo dulce!

   Y, en un abrir y cerrar de ojos, Aidan estaba arrodillado, las sayas de Kira levantadas hasta las caderas y la cara del highlander a un suspiro de aquella parte de ella que debería estar cubierta por unas bragas. La joven se quedó inmóvil, incapaz de moverse. No quería hacerlo. Bajó la vista y la forma en que él la miraba hizo que se humedeciera.

   ―Oh, no ―jadeó Kira.

   ―Oh, sí., muchacha ―replicó Aidan con su sensual acento escocés y su voz ronca de pasión―. Esta es la dulzura que ansío. Tú, toda húmeda, caliente y resbaladiza.

   El highlander miró hacia arriba y el ardor de su mirada la abrasó mientras él le subía todavía más las faldas y se acercaba más a ella, mordisqueando y besando sus muslos hasta enterrar la cara entre sus piernas y empezar a lamerla. Gritando, ella cerró los puños y echó hacia atrás la cabeza, inclinándose hacia él y casi llegando al clímax la primera vez que le pasó la lengua sobre el clítoris.

   ―No pares ―jadeó Kira, y las rodillas a punto estuvieron de fallarle cuando Aidan sustituyó la lengua por un dedo giratorio y lamió su interior, enterrando la lengua en lo más profundo de su ser. Muy, muy dentro de ella―. ¡Ohhhh, Dios! Aidan… «¡Aidan!».

   De nuevo esa voz urgente y áspera que no se parecía en nada a la suya, y esa vez seguida por unos fuertes golpes en la puerta. Ambos se quedaron helados y la pasión se esfumó.

   ―¡Venga, hombre! ¡Abre la puerta!

   Aidan se puso de pie de un salto, hecho una furia.

   ―Voy a matar a ese bastardo ―bramó, mientras cruzaba el cuarto como una exhalación y abría de golpe la puerta―. No te advertí que…

   ―Se trata del muchacho, de Kendrew ―dijo Tavish, irrumpiendo en la sala casi sin aliento―. Lo han herido, cerca de la casa del guarda. Los hombres acaban de llevarlo al salón.

   Aidan blasfemó.

   ―¿En la casa del guarda? ¿Qué ha sucedido? ¿Ha habido algún problema con los otros escuderos?

   ―Ha habido una refriega, sí. Pero no con otro de los muchachos.

   ―¿Con quién, entonces?

   Tavish parecía incómodo.

   ―Si podemos fiarnos de él ―dijo, mirando a Kira―, con tu primo.

   ―¿Conan Dearg? ―preguntó Aidan, entornando los ojos―. Eso es imposible.

   Tavish se encogió de hombros.

   ―Ya, no puede ser. Conan Dearg continúa en las mazmorras. Yo mismo lo he comprobado.

   ―¿Qué ha pasado? ―preguntó Kira, reuniéndose con ellos. Un mal presentimiento le calaba los huesos y le oprimía el pecho―. ¿Kendrew ha tenido una refriega en la casa del guarda? ¿Podría haber confundido a alguno de los guardas con el primo de Aidan?

   ―Mis guardas no atacarían al muchacho ―dijo el highlander, mirándola con el ceño fruncido.

   Tavish resopló.

   ―Eso, amigo mío, es lo que Kendrew dice que sucedió.

   Aidan entornó los ojos.

   ―¿Qué? ¿Que Conan Dearg se abalanzó sobre él?

   ―No ―respondió Tavish, sacudiendo la cabeza―. Él dice que ese canalla le atacó saltando desde lo alto de la bóveda de la entrada. Kendrew murmuraba que había visto allí arriba a Conan Dearg, a cuatro patas. Cuando él lo llamó, dice que el muy cobarde saltó sobre él y lo tiró de cabeza al suelo antes de salir corriendo por el patio.

   Aidan se frotó la mandíbula.

   ―Eso no tiene ningún sentido.

   Kira lo miró, pensando que para ella sí. El primo de Aidan tenía un cómplice en Wrath. Alguien que le dejaba entrar y salir de las mazmorras. Pero lo peor era que se había enterado de lo de la bóveda de la casa del guarda. Y que estaba intentando descubrir cómo usarla.