Segundo prólogo

 

 

   

 

  Isla de Skye

  Muchos siglos después

   

   Pocos meses después de su décimo octavo cumpleaños y en el improbable entorno de un autobús turístico atiborrado de gente, Kira Bedwell se enamoró. De Escocia. De forma apasionada, inexorable y sin remedio. No de un buen mozo con kilt, hoyuelos en las mejillas al sonreír y ojos brillantes, como cabía esperar. Ni de un fornido gigante celta capaz de derretir a cualquier mujer a veinte pasos de distancia simplemente recitando el abecedario con su intenso y meloso ronroneo. De eso nada. Eso habría sido demasiado fácil. Kira, la defensora de las causas perdidas, se había enamorado de aquella tierra. Bueno, de la tierra y de unas cuantas fantasías secretas. Unas fantasías deliciosas que le aceleraban el corazón y la ponían a cien. El tipo de cosas que harían que sus padres lamentaran hasta el último céntimo que le habían dado para su viaje de graduación a Escocia. La tierra de sus sueños. Un lugar que despertaba y encendía los deseos de las mujeres como ningún otro. Los suyos se habían forjado desde que tenía uso de razón: las fantasías envueltas en tela de tartán adornadas con extravagantes historias tejidas por unos vecinos de origen escocés. Los MacIver se habían mudado, pero la magia de sus historias se había quedado con Kira, al igual que los sueños repletos de colinas cubiertas de niebla, páramos tapizados de brezo y valientes hombres armados con espadas.

   Kira frunció el ceño, cruzó las piernas y miró por la ventana. La imagen de un highlander indómito y guapísimo apareció sobre aquella tierra agreste y cubierta de brezos, en una imagen demasiado real como para resultar cómoda.

   La chica se humedeció los labios, decidida a ignorar el cosquilleo que le causaban los nervios en la tripa. Unos leves y encrespados titileos vertiginosos que la recorrían cada vez que se imaginaba a aquel hombre saliendo de la niebla para dejarla sin palabras. Se le aceleró el pulso y tuvo que respirar lenta y profundamente unas cuantas veces para recomponerse. Era increíble el efecto que podía causar en una chica pensar en un hombre guapo de mirada ardiente, vestido de pies a cabeza con el atuendo propio de las Highlands. Sobre todo si el hombre se disponía a hacerla suya.

   Intentando no parecer nerviosa, se pasó la mano sobre el pelo cobrizo que le llegaba por el hombro, fingiendo estar preocupada por el pasador de carey que siempre se le escurría en cuanto lo abrochaba. Aunque, en realidad, ni la preocupación por un pasador del pelo ni toda la fuerza de voluntad del mundo podían ocultar lo que sentía. ¿Qué mujer con sangre en las venas podría resistirse a un highlander de sonrisa lobuna y lengua tan melosa que cada una de sus palabras se deslizaba en su interior como en un sueño?

   Kira suspiró. Lo cierto era que no le importaría en absoluto correr aquella suerte. De hecho, estaría encantada de que así fuera. Pero no tendría esa fortuna. Los únicos hombres con kilt que se había topado hasta el momento en su viaje en autobús por las Highlands escocesas tenían más de sesenta años. Todos ellos eran casi unos ancianos, por mucho que hablaran con un ronroneo tan intenso que hacía que se le derritieran los huesos. La joven volvió a cruzar las piernas, un poco contrariada, definitivamente. Ni uno de aquellos galanes de más de sesenta años tenía siquiera unas rodillas bonitas. Para cuanto más unas pantorrillas sensuales. Eso por no hablar de rellenar el kilt... Patético.

   Kira frunció el ceño de nuevo y se revolvió en el asiento. Era un buen asiento al lado de la ventana al que no estaba dispuesta a renunciar. No después de haberse negado a bajar del autobús en las tres últimas paradas que habían hecho para hacer fotos para impedir que alguien se lo robara. Después de todo, aquello era Eilean a’Cheo, la isla de la Niebla. Más conocida como Skye y uno de los puntos fuertes de la excursión. Un punto fuerte que estaba pasando demasiado rápido. Aquel era el único día completo que pasarían en aquella isla cubierta de bruma y ella no quería perderse nada de nada. Ni lo más mínimo. Ni una de las preciosas vistas a través de la ventana que tanto le había costado conseguir.

   Una extraña sensación de nostalgia y misterio volvió a invadirla y Kira giró la cara para no ver a la mujer que estaba a su lado, comiendo patatas fritas sin cesar, y apoyó la frente sobre el cristal de la ventana. ¿Quién necesitaba patatas fritas con pimentón y refrescos light cuando podían devorar toda Eilean a'Cheo?

   Se dirigían hacia el norte por la carretera de un solo carril que bordeaba los acantilados y atravesaba el corazón de Trotternish, un paisaje lleno de rocas, mar y con un brillante cielo azul tan maravilloso que casi dolía mirarlo. De hecho, engullir comida basura ante aquella envolvente belleza natural debería ser ilegal. Ella era más sensata y sabía apreciar las vistas. Las relucientes bahías de rocas y las playas de guijarros, las ovejas de cara negra pastando en los prados más verdes que había visto jamás. Las centelleantes aguas del color azul más profundo, y el oscuro y accidentado litoral. Los riscos, las cuevas y las granjitas en ruinas con sus conmovedoras piedras ennegrecidas por el humo.

   Kira parpadeó. Una emoción inesperada hizo que le escocieran los ojos y amenazó con humedecérselos. La chica tocó el cristal con los dedos, deseando poder sentir el frío aire primaveral, escaparse de la excursión en autobús y correr entre los helechos y los brezos marchitos sin parar hasta desplomarse sobre la hierba al lado de una hoguera centelleante y revoltosa.

   La mujer de al lado le tocó el codo y le ofreció patatas fritas. La chica la ignoró, emitiendo simplemente un gruñido evasivo. Ya comería más tarde, cuando pararan en Kilt Rock a hacer un picnic a la hora del almuerzo. Por lo de pronto, lo único que quería era beber de un solo trago aquellas espectaculares vistas panorámicas. Las estaba grabando a fuego en la memoria, guardándolas a buen recaudo para evocarlas a su antojo cuando la excursión terminara y volviera a Pennsylvania, dejando atrás a su nuevo amor. Los MacIver tenían razón cuando juraban que nadie podía poner un pie en su tierra natal sin perder el corazón por las brumas y los castillos escoceses. Por el salvaje son de las gaitas y los vibrantes destellos de los tartanes. Desde luego, a ella le había dado fuerte. Estaba locamente enamorada, como dirían sus hermanas. Locamente enamorada de Escocia. Y locamente molesta por el constante sonsonete de la voz del guía turístico. Una agradable y profunda voz de las Highlands que habría encontrado atractiva si su dueño no fuera tan aburrido. Kira miró para él y apartó la mirada rápidamente. El hecho de que fuera el único hombre escocés con kilt más o menos de su edad no hacía más que empeorar la situación. Tenía las mejillas sonrosadas y era pelirrojo y regordete. Le recordaba demasiado a un oso de peluche gigante forrado de tartán.

   Kira se recostó en el asiento y dejó escapar un suspiro de frustración. Si albergaba alguna esperanza de tener un romance en aquella excursión, el Pequeño Hughie MacSporran no sería el agraciado.

   ―…el castillo de Wrath, antigua morada de los MacDonald de Skye, está ahora vacío y las que una vez fueron sus formidables paredes actualmente se encuentran en ruinas y sumidas en el silencio ―recitó con monotonía la voz del guía, diciendo por fin algo que llamó la atención de Kira. La chica se enderezó y aguzó el oído. El castillo de Wrath parecía interesante. Lo de las paredes en ruinas podía engancharle. Sobre todo si estaban sumidas en el silencio, resolvió, mientras intentaba pasar por alto que su compañera de al lado estaba abriendo una segunda bolsa de patatas fritas―. Hay quien dice que el castillo de Wrath está encantado ―continuó el Pequeño Hughie, al parecer ajeno al crujido de las bolsas de patatas fritas. De hecho, hinchó un poco el pecho mientras echaba un vistazo a su alrededor para comprobar el efecto de la historia que acababa de contar―. No cabe duda de que sus muros están manchados de sangre y de cada una de sus piedras es un recuerdo del pasado. De la turbulenta historia del ancestral jefe de los guerreros que en su día residió aquí― dijo el guía, antes de hacer una pausa para señalar las ruinas sobre la colina, claramente complacido por las expresiones de asombro de los turistas. Y por sus exclamaciones de admiración. Kira se unió a ellos. No pudo evitarlo. Rotundamente esculpido sobre el cielo y el mar, el castillo de Wrath, o lo que quedaba de él, parecía tan siniestro e inquietante como el Pequeño Hughie lo describía. De pronto Kira se estremeció, se frotó los brazos y se acurrucó en lo más hondo de su abrigo. Había visto un montón de castillos en ruinas desde que había llegado a Escocia, pero aquel la había dejado sin palabras. Era diferente. Romántico. De una forma deliciosamente espeluznante. La chica volvió a estremecerse y una serie de escalofríos recorrieron su columna vertebral. Aquellas solitarias ruinas ejercían sobre ella una atracción inexplicable. Kira apartó la vista de ellas y se volvió hacia el guía, por una vez deseando no perderse ni una palabra de lo que decía―. El castillo de Wrath fue en sus orígenes una fortaleza picta ―informó el joven al grupo―. Un dun. Esa primera fortificación fue invadida por los vikingos hasta que estos, a su vez, fueron desalojados por los Señores de las Islas―. El guía volvió a mirar a su alrededor y moduló la voz para resultar más impactante―. Esos primeros MacDonald eran fieros y poderosos. Su dominio sobre la costa occidental de Escocia era absoluto―. El chico hizo una pausa y sus manos estrecharon la bolsa de vinilo verde en la que Kira sabía que guardaba sus apuntes sobre historia y tradiciones escocesas. Aparentemente dispuesto a compartir dichos conocimientos, el guía se aclaró la garganta―. Las profundas muescas horadadas en la roca de la playa que hay a los pies del castillo dan fe de la pericia de los MacDonald en el mar, ya que se cree que dichas muescas fueron horadadas por las quillas de innumerables galeras del clan MacDonald que eran arrastradas hasta la costa. Esos hombres intrépidos fueron los que construyeron el nuevo castillo y son sus fantasmas los causantes de los ruidos de pasos, de los golpes y de los juramentos que se pueden escuchar…

   ―¿Has visto las partes nobles de nuestro guía?

   Kira parpadeó.

   ―¿Las partes nobles?

   La chica miró a su compañera de asiento, segura de que había oído mal. Pero la mujer asintió, sin dejar de mirar al Pequeño Hughie.

   ―Son impresionantes.

   Kira se quedó boquiabierta. Cierto era que no había visto a muchos hombres desnudos, pero sí a los suficientes como para saber que las partes nobles del Pequeño Hughie eran lo único de su anatomía que hacían honor a su nombre. Había visto de refilón su «orgullo escocés» cuando algunos de los participantes en la excursión lo fotografiaron en Bannockburn. Mientras posaba al lado de la famosa estatua del rey Roberto I de Escocia, había mantenido su majestuosa actitud hasta que una inapropiada ráfaga de viento había revelado lo que un auténtico escocés llevaba ―o no llevaba― bajo el kilt. Una racha de viento que había demostrado que el Pequeño Hughie MacSporran era de todo menos impresionante. La chica frunció el ceño al recordar aquello y miró al guía.

   ―A mí no me han parecido nada…

   ―Es descendiente del clan MacDonald, de los Señores de las Islas ―comentó entusiasmada la compañera de asiento de Kira, clavándole un dedo en el brazo para dar más énfasis a sus palabras―. Del mismísimo Somerled. Conozco a genealogistas allá en casa que darían lo que fuera por tener unos antepasados tan ilustres ―añadió la mujer, antes de hacer una pausa para llevarse una mano al pecho y suspirar―. Lleva un árbol genealógico de su linaje en esa bolsa verde. Se remonta a dos mil años atrás.

   ―Ah ―respondió Kira, con la esperanza de que la mujer no se hubiera dado cuenta de su error. Había olvidado el ancestral pedigrí del guía. Sus supuestas raíces nobles. No creía ni una palabra de lo que había dicho. Cualquier descendiente de Roberto I de Escocia o de cualquier otro grande de la historia sería probablemente gallardo y audaz, y tendría unos ojos oscuros y brillantes rebosantes de fervor y pasión. Tendía una belleza salvaje y primitiva. Además de ser pecaminosamente sexy. Sería musculoso en lugar de regordete y, por supuesto, estaría bien dotado.

   Kira se hundió en su asiento, segura de que se había ruborizado. Como también lo estaba de que no pensaba hacer ningún picnic en Kilt Rock con el arrogante MacSporran y el grupo de la excursión. Como impelida por una fuerza irresistible, la chica volvió a mirar a través de la ventana del autobús las ruinas tan precariamente posadas sobre el pico de la colina. Hombres valientes, poderosos y fuertes, habían considerado suyo aquel romántico montón de piedras y si sus ecos todavía seguían allí, estaba decidida a encontrarlos. O al menos a disfrutar de su bolsa de almuerzo rodeada de soledad. Lejos de comedores de patatas fritas y de pavos reales engreídos. El autobús podía pasar a buscarla más tarde, si convencía al conductor para que se lo consintiera. Impulsada por su determinación, se acercó a él poco después, durante la parada obligatoria al lado de la carretera para hacer fotos. Era un hombre bastante amable, más o menos de la edad de su padre, que se volvió cuando se percató de que Kira merodeaba cerca de él. Su sonrisa se desvaneció al ver la bolsa de la comida que la chica llevaba en la mano.

   ―Lo siento, muchacha, pero no hay tiempo para comer aquí ―dijo el hombre, sacudiendo la cabeza―. Tenemos que parar en la tienda de artesanía de camino a Kilt Rock.

   ―No me interesa la artesanía ―replicó Kira, precipitándose hacia él antes de perder el valor―. Prefiero comer aquí que en Kilt Rock.

   ―¿Aquí? ―preguntó el conductor del autobús, arqueando las cejas. Luego miró la grumosa hierba que había al lado de la carretera y la pequeña hoguera de turba que ardía no muy lejos de donde se encontraban―. No te imaginas cuántas cagarrutas de oveja hay esparcidas por aquí. De eso nada, este no es lugar para parar a comer ―dijo el hombre con seguridad, antes de mirar hacia el resto de los integrantes del grupo, algunos de los cuales se dirigían ya al autobús―. No puedo permitir que nadie de este grupo pare a comer aquí.

   ―No hablaba de los demás ―dijo Kira, aprovechando la oportunidad―. Me refería solo a mí. No comería aquí, sino por el camino ―añadió la joven, mirando con anhelo hacia el castillo de Wrath―. Me gustaría pasar un par de horas en las ruinas. Comer allí y explorar un poco ―explicó Kira, mirando de nuevo al conductor y dedicándole su sonrisa más ilusionada―. Sería lo más memorable de mi viaje. Algo especial que recordaría para siempre ―declaró la joven. El conductor la observó durante unos instantes y luego se rascó la barbilla con el dorso de la mano. No dijo nada, pero la forma en que la miraba no resultaba en absoluto alentadora―. Podría parar a buscarme de vuelta a Portree ―dijo Kira atropelladamente antes de que el hombre pudiera decir que no―. Solo le pido dos horas. Si tarda más tiempo en volver me da igual. No me importará esperar.

   ―Esas ruinas están encantadas de verdad ―le advirtió el conductor―. El Pequeño Hughie no mentía. Dicen que ahí pasan cosas muy raras. Además, ese sitio es muy peligroso. No es uno de esas bonitas ruinas gestionadas por el Fondo Nacional ―dijo el hombre y se volvió para atravesarla con la mirada―. En Wrath todo sigue igual, la mano del hombre no lo ha tocado en siglos. De eso nada, no puedes ir allí. La montaña está plagada de túneles subterráneos, escaleras y salas, muchas de ellas ya se han derrumbado en el mar.

   ―Venga, por favor ―le suplicó Kira, con la sensación de que aquellas ancestrales piedras la llamaban de verdad―. Tendré cuidado, lo prometo.

   El conductor del autobús apretó la mandíbula y a Kira le dio un vuelco el corazón cuando el hombre miró el reloj.

   ―Vamos, muchacha. Piensa con la cabeza, no con el corazón. Iremos a visitar el castillo de Dunvegan por la mañana, antes de partir hacia Inverness. Te gustará mucho más Dunvegan. Está amueblado y tiene una tienda de regalos…

   ―Por eso el castillo de Wrath es tan especial ―replicó Kira, con un nudo en la garganta, sintiendo la imperiosa necesidad de subir hasta las ruinas―. Mis padres hicieron horas extras durante un año para regalarme este viaje y no creo que pueda volver aquí. Visitar Escocia no entra dentro de mi presupuesto.

   El conductor refunfuñó. Luego miró hacia un grupo de raíces de brezo y su vacilación le dio esperanzas a la joven.

   ―Nunca le ha pasado nada a nadie en mis excursiones ―dijo el hombre cuando volvió a mirar a Kira, con el ceño fruncido de preocupación―. Un paso en falso allá arriba y caerás en alguna cámara subterránea, o en lo alto del acantilado el suelo podría ceder bajo tus pies y podrías caer directamente al mar.

   ―No me pasará nada ―lo tranquilizó Kira, mientras apretaba con fuerza la bolsa de la comida―. Había minas de carbón abandonadas cerca de la casa de mis abuelos. Sé cuidarme de ese tipo de peligros ―le aseguró la chica, omitiendo el hecho de que sus abuelos la habrían despellejado si se le hubiera ocurrido acercarse a las minas―. Además ―añadió con confianza―, para alguien que está acostumbrado a andar por el centro de Filadelfia, las ruinas de un castillo escocés son un paseo.

   ―No me digas ―respondió el conductor, antes de suspirar con resignación―. Aun así sigue sin gustarme la idea. En absoluto.

   Kira sonrió.

   ―No le daré razones para preocuparse.

   ―Tendría que volver por el mismo lugar para venir a buscarte ―señaló el hombre, volviendo a rascarse la barbilla―. Hay un camino directo que va hacia el sur desde Kilt Rock a Portree. Puede que a los demás no les…

   ―Los compensaré ―exclamó Kira, encantada―. No volveré a llegar tarde al autobús y prometo no pedir nunca más tiempo extra en las librerías.

   ―Me basta con que tengas cuidado ―repuso el conductor mirándola todavía con el ceño fruncido―. Wrath es un lugar extraño, tan cierto como que estoy aquí. Si te ocurriera algo, nunca me lo perdonaría.

   Y dicho aquello, se alejó con unas grandes zancadas para pastorear a los turistas hacia el autobús como si necesitara irse rápidamente de allí para no cambiar de opinión. Una posibilidad que a Kira le pareció muy factible. Por eso contuvo el aliento hasta que el gran autobús azul y blanco de Highland Coach Tours se alejó retumbando y desapareció finalmente tras una curva del camino.

   Por fin sola, la chica se permitió mirar dubitativamente las cagarrutas de oveja que había por allí cerca, segura de que de repente habían aumentado en tamaño y número. Pero Kira se armó de valor con la misma velocidad, echó los hombros hacia atrás y levantó la barbilla para prepararse para la larga caminata que le esperaba a través de los pastos antes de llegar a las ruinas. Lo cierto era que, ahora que estaba tan cerca del castillo de Wrath, nada iba impedirle llegar hasta él. Al menos no unas cuantas cagarrutas de oveja. Para algo tenía dos ojos: para mirar dónde pisaba. Además, todas aquellas ovejas y corderos que retozaban por todas partes eran una monada. Algunas incluso se volvieron a mirar para ella cuando echó a andar y la saludaron con unos balidos que nada tenían que ver con los ruidos de las calles de Aldan, Pennsylvania. Eran perfectos para aquel mundo sin prisas lleno de colinas, nubes y niebla. ¿Niebla? Kira parpadeó. Había oído lo rápido que podía cambiar el tiempo en las Highlands, pero aquello era demasiado. Volvió a parpadear, pero la niebla seguía allí. Sin duda, el día se había nublado y se había vuelto un pelín desapacible. La chica miró hacia atrás para ver la carretera que estaba a sus espaldas, pero en aquella dirección el cielo estaba tan despejado, radiante y azul como antes. Unos penachos de humo de turba todavía se elevaban desde la chimenea de una granjita que había cerca del lugar donde había aparcado el autobús y si el mar brillara con más intensidad, necesitaría gafas de sol. Pero el castillo de Wrath estaba sumido en las sombras y aquella inquietante silueta que se recortaba silenciosa sobre las aguas había adquirido el color de la fría y oscura pizarra. Unas nubes bajas y grises estaban entrando rápidamente desde el mar, anunciadas por los estallidos de las olas que rompían contra las rocas, al pie de los acantilados.

   Kira inspiró hondo y mantuvo la barbilla bien alta. La bruma del mar ya le mojaba las mejillas y la fría humedad del aire hacía que el día oliera a turba y a viejo. No, a viejo no. A antiguo.

   La joven reanudó la marcha, negándose a inquietarse. Le gustaban las cosas antiguas y aquel era exactamente el tipo de ambiente que había ido a ver a Escocia. Entonces, ¿por qué le sudaban las manos? ¿Por qué estaba empezando a ponerse nerviosa y tenía la boca seca como un hueso? Kira frunció el ceño. Los Bedwell no eran ningunos cobardes. Pero la palabra «hueso» no había sido la mejor elección. Le recordaba a las historias del Pequeño Hughie sobre los aullidos y los pasos de los fantasmas, pero la chica alejó aquellas palabras de su mente, optando en lugar de ello por sumergirse en el resto de imágenes que el guía había evocado. Sobre todo en las de grandiosos y poderosos jefes tribales del clan MacDonald. Prefería pensar en cómo habían sido en sus días de gloria que en cómo serían en la actualidad, vagando por las ruinas de lo que una vez fue su fortaleza, lamentándose durante siglos, con sus antiguas consignas de guerra perdiéndose en el viento.

   Valorando la posibilidad de inventarse un grito de guerra propio, Kira continuó la marcha con cuidado de no pisar las cagarrutas de oveja y se arrebujó más aun con el abrigo. La niebla corría veloz ante sus ojos y el martilleo de las olas se hacía más fuerte a cada paso que daba. Todavía veía el castillo de Wrath, que se erguía sobre la parte más alejada del elevado promontorio de tres caras, pero el paso rocoso que llegaba hasta él había resultado ser más estrecho y empinado de lo que creía. No es que le dieran miedo las alturas. De eso nada. Pero no se esperaba tener que recorrer aquel camino casi doblada por la mitad por culpa del viento huracanado. Quería hacer un picnic en el castillo de Wrath, no salir volando desde los acantilados. Así que se limitó a seguir caminando encorvada. Dar media vuelta no tenía sentido. El autobús de Highland Coach Tours no volvería al menos hasta dentro de dos horas. Además, ya casi había llegado. La pared más cercana de las ruinas ya se erguía sobre la niebla y sus piedras oscurecidas por el paso del tiempo parecían hacerle señas.

   A Kira se le aceleró el pulso. Empezó a andar más rápido y su entusiasmo creció cuando vio por primera vez la bahía de Wrath y las profundas muescas horadadas en las rocas completamente lisas de la costa bañada por la espuma. Tal y como el Pequeño Hughie MacSporran había descrito. Y, entonces, las ruinas se presentaron ante ella. Kira se quedó boquiabierta. Todos los pensamientos sobre el puerto medieval y las antiguas marcas de quillas se le borraron de la mente. Ni siquiera le importaban ya el frío y el viento huracanado. El castillo de Wrath era perfecto. Las ruinas eran un laberinto de muros toscamente labrados, suelo desigual y piedras caídas que la dejaron sin habla. Los restos de la muralla que rodeaba la fortaleza se aferraba a los bordes de los acantilados, azotados por el viento y peligrosos, pero lo que en realidad llamó su atención fue la parte superior de una imponente puerta medieval. Todavía conservaba restos de motivos celtas hermosamente tallados y se erguía entre los escombros enmarcando el mar y las escarpadas rocas negras de la vecina isla de Wrath con su arco cubierto de hierbajos.

   Kira se quedó inmóvil, segura de que la magia desaparecería si osaba siquiera respirar. Nunca había visto un lugar tan salvaje y romántico. En su día había sido una fortaleza nórdica y los vikingos habían caminado y se habían emborrachado por allí. Vikingos de carne y hueso. Hombres grandes y fornidos que invocaban a Thor y a Odin mientras alzaban cuernos rebosantes de hidromiel y roían enormes costillas de ternera asada al fuego.

   La joven inspiró hondo, intentando por todos los medios no emocionarse demasiado. Sobre todo al pensar en los sucesores de los hombres del norte. Los jefes guerreros celtas del Pequeño Hughie MacSporran, el tipo de héroes épicos con los que le encantaba fantasear. Hombres valientes y viriles que solo podían venir de un sitio como aquel. Un lugar mítico y legendario. Kira miró alrededor y tuvo la certeza de ello. Las cambiantes cortinas de niebla se arremolinaban por todas partes, vagando sobre la hierba demasiado alta y la mampostería derruida, suavizando sus ángulos y mostrándolo todo como si estuviera viendo el mundo a través de un velo de seda translúcido. Y menudo mundo. El constante rugido del mar y el intenso zumbido del viento también encajaban a la perfección y le daban al lugar un aire sobrenatural que nunca habría podido apreciar en un día despejado de sol radiante.

   Kira posó la bolsa de la comida y se puso al resguardo del viento pegada a una de las paredes, para no estropear el momento. Por eso y porque no era ninguna insensata. La salvaje hierba tumbada y las piedras caídas no eran las únicas cosas que había en el suelo de lo que debían de haber sido en su día el patio interior del castillo. En medio de una agreste maraña de ortigas y zarzas, unas profundas y oscuras grietas en la tierra reclamaban su atención. Unos silenciosos abismos de negrura que solo podían ser las galerías subterráneas, las escaleras y las criptas sobre las que le habían advertido. Misteriosas aberturas que daban a la nada. Unos huecos oscuros que se estaban convirtiendo en la mayor tentación que jamás había tenido que resistir. Casi podía saborear la necesidad de explorar aquellos abismos. Inspiró hondo, bebiéndose el frío aire rebosante de intenso sabor a mar y a piedra mojada. Sintió un irresistible escalofrío de excitación cuya causa apenas se atrevió a reconocer: la fantasiosa idea de que el corazón en su día palpitante del castillo de Wrath todavía latía bajo la superficie de sus piedras ajadas y oscurecidas por el paso del tiempo.

   Kira apoyó las manos contra un muro y extendió los dedos sobre la fría y áspera superficie de las piedras, sin sorprenderse en absoluto al notar que una vaga vibración ronroneaba en sus profundidades. Sintió un tamborileo distante, lo suficientemente real como para causarle un escalofrío e incluso para hacerle imaginar una explosión de ruidosas carcajadas masculinas y cánticos. También le pareció oír las agudas notas de unas fanfarrias. Hasta a unos perros ladrando y una serie de chillidos finos y agudos. Gritos femeninos de excitación. Kira frunció el ceño y apartó las manos del muro. Los sonidos cesaron de inmediato. O, más bien, la joven identificó su verdadera procedencia: solo había sido el aullido del viento. Por mucho que el hormigueo que le recorría el cuerpo dijera lo contrario. Un curioso cosquilleo que sabía que no cesaría hasta que se asomara a uno de los huecos atascados por la tierra y los escombros del patio del castillo de Wrath. Olvidándose del almuerzo, Kira sopesó sus opciones. No pensaba atravesar el patio lleno de ortigas y arriesgarse a caer en algún hoyo medieval sin fondo que acabara siendo su tumba precoz. O a torcerse un tobillo y arruinar el resto de su viaje. Pero a escasos quince metros de ella, hacia la izquierda, se encontraba el armazón de una de las enormes torres de tambor del castillo de Wrath, ligeramente inclinada. Lo mejor de todo fue que en la penumbra de la imponente torre pudo distinguir los restos de una escalera. Una oscura escalera de caracol que se adentraba en el suelo y que la fascinó de tal manera que no se percató de que había echado a andar hasta que se encontró ante su erosionada entrada. Aquello estaba negro como boca de lobo. La oscuridad era tan impenetrable y tan profunda que su fría humedad y su olor a tierra hizo que se le pusiera de punta el vello de la nuca. Allí abajo había algo. Algo más que nervios e imaginación. La repentina presión que sentía en el pecho y el nudo frío y duro que se le estaba formando en el estómago se lo aseguraban. Al igual que la sequedad cada vez mayor de su boca, el pulso acelerado y la parpadeante luz de la antorcha que iluminaba el hueco de la escalera.

   ¿La parpadeante luz de la antorcha?

   Kira abrió los ojos de par en par y se quedó boquiabierta. Se agarró con fuerza a los lados de la puerta en ruinas que daba a la escalera, pero no cabía duda. La luz era cada vez más intensa; brillaba con fuerza iluminando las frías paredes de piedra y al jefe tribal de las Highlands de aspecto increíblemente medieval que la observaba desde el final de las escaleras mientras el hueco abovedado que constituía el salón principal de su castillo, bien iluminado y rebosante de gente, se cernía a sus espaldas. Porque estaba clarísimo que el castillo era suyo. Apostaría el billete de avión de vuelta a Newark a que aquel era el hombre con más pinta de terrateniente que había existido jamás sobre la faz de la tierra. Y también el más sexy. Un gigante de pelo azabache, envuelto en un tartán de aspecto tosco y cuero de becerro, ataviado con una reluciente cota de malla y adornado con llamativas joyas celtas. Emanaba poder y un magnetismo masculino y animal que la dejó sin aliento y le hizo temblar las rodillas. Además de poner en duda su cordura. Tal vez alguien de la excursión en autobús le había puesto algo en el té tibio de la mañana. Algo que la estaba haciendo alucinar. E imaginar a aquel guapísimo highlander que era imposible que estuviera allí. Como también era imposible que estuviera oyendo los sonidos de una celebración medieval. Era el ruido de una fiesta, estaba segura. Y las mismas carcajadas estridentes y los sonidos de las fanfarrias y los cánticos que había oído antes. Era el estruendo colectivo de una multitud que estaba de celebración. Aunque a ella eso le importaba bastante poco. Una banda entera de metales podía pasar desfilando atronadoramente y hacerla volar hasta lo alto de la colina que, mientras él siguiera mirándola, el mundo como Kira Bedwell lo conocía y amaba, dejaría de existir. Aquel tío bueno era deslumbrante. Cada uno de sus musculosos centímetros lo era. Y la observaba fijamente con el ceño fruncido, como solo un fiero highlander de mirada ardiente podía hacer. Una verdad que no había conocido hasta ese preciso instante, pero que se llevaría consigo a la tumba. Si llegaba allá. Puede que aquel highlander que estaba demasiado bueno para ser real tuviera un claro atractivo sexual, pero también iba armado hasta los dientes. Una colosal espada de doble filo pendía del ancho cinturón de cuero que llevaba cruzado sobre el pecho y un reluciente despliegue de armas medievales de aspecto igualmente maligno la espiaban bajo su tartán. Aunque Kira no sabía para qué necesitaba tal despliegue de acero. Seguro que un hombre como aquel arrancaba árboles con la mano para hacer ejercicio. Árboles enormes. Y, en aquel momento, ella se identificaba mucho con un árbol.

   Kira tragó saliva y apretó los dedos con más firmeza contra los bordes empedrados del arco de la puerta. Moverse no era una opción. Le fallaban las piernas y aunque fuera capaz de dar un paso atrás para alejarse de la entrada, estaba convencida de que si lo hacía el hombre se lanzaría hacia ella escaleras arriba. Unas escaleras que ya no estaban gastadas y ruinosas, sino nuevas y limpias, sin escombros encima, tierra ni maleza, como hacía unos instantes.

   La joven cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir.

   ―Esto no puede estar pasando ―dijo Kira con voz entrecortada, separando las manos de golpe de los laterales ahora suaves del arco de la puerta.

   ―No, tenéis razón ―coincidió el highlander, con una voz similar a un profundo ronroneo aterciopelado, mientras inclinaba la cabeza hacia ella, entornando los ojos―. Creía que vos me explicaríais la razón ―exclamó el hombre, desafiándola con audacia, mientras el recelo de su mirada se transformaba rápidamente en otra cosa. En algo enigmáticamente seductor y peligroso―. Ciertamente, me gustaría escuchar la razón de ello ―añadió, echando hacia atrás el pelo y mirándola de una manera que casi era como si la estuviera tocando―. No es que una hermosa muchacha no sea bienvenida en mi salón... por muy extraño que sea su atavío.

   ―¿Atavío? ―repitió Kira, parpadeando.

   ―Vuestras calzas, preciosidad ―dijo el highlander, bajando la vista hacia sus piernas y demorándose en ellas lo suficiente como para hacer que la chica se avergonzara―. Nunca he visto nada igual en una mujer. No es que me parezca mal…

   ―No puedes existir. Ni siquiera estás ahí ―dijo Kira, y tragó saliva.

   ―¡Ja! ¿Eso creéis? ―replicó el hombre, y bajó la vista hacia su kilt para agarrarlo por un extremo―. Si mi kilt es real, juraría que yo también lo soy. No, muchacha, sois vos la que no podéis estar aquí.

   ―Eres un fantasma.

   El hombre se echó a reír.

   ―Dado que todavía no he muerto, eso no es posible.

   ―Me habían dicho que en Escocia todo era posible y ahora lo creo ―dijo Kira, mirándolo fijamente―. Seas lo que seas.

   El highlander esbozó una sonrisa pícara y avanzó hacia ella, subiendo los estrechos y serpenteantes escalones con pasos largos y firmes

   ―El señor de este castillo, eso es lo que soy ―aseguró el hombre con un ronroneante acento escocés que llenó todas las escaleras con su intensidad y sonoridad, y que parecía tan real como la piel de gallina de los brazos de Kira―. Y también soy un hombre... como puedo demostraros, si así lo deseáis ―insinuó el caballero mientras llegaba hasta ella, la tomaba de los hombros con sus manos fuertes y firmes y la hacía entrar en calor incluso a través del grueso abrigo. El hombre se acercó más, tanto que la joven notó el puño de su espada en la cadera―. Bien, muchacha ―dijo el highlander con una mirada abrasadora―. Contadme. ¿Os parezco un espectro?

   Kira tomó aire.

   ―No, pero…

   ―Muy bien ―respondió el hombre, y su boca dibujó una sonrisa triunfal―. Sois vos la que estáis fuera de lugar, no yo. Aunque juro que tampoco parecéis ninguna aparición.

   Su sonrisa entonces se volvió perversa y su mirada se hizo más profunda mientras acercaba a la muchacha hacia él y bajaba la cabeza como si fuera a darle un beso firme e intenso. Pero, en lugar de ello, sus labios se limitaron a rozar los de Kira suavemente, sin apenas tocarla, antes de desaparecer en la oscuridad.

   Kira gritó, pero solo el viento y el mar embravecido respondieron. Y el vacío de la escalera. La negrura absoluta, gélida y con olor a humedad que había estado mirando todo ese rato. No podía haber otra explicación. Se había dejado llevar por la imaginación. Deseaba un highlander de sonrisa lobuna y lengua meliflua, y lo había hecho aparecer. Así de simple.

   La joven se recostó contra el muro en ruinas de la torre de tambor hasta que las rodillas dejaron de temblarle antes de tomar la bolsa del almuerzo, que no había tocado, y volver a la carretera para esperar el autobús turístico. Cuando iba a medio camino, se dio cuenta de que llevaba consigo algo más que la bolsa de la comida. Con el corazón todavía desbocado, observó su mano izquierda y la abrió poco a poco. Dentro, tenía un pedacito cuadrado de granito que debía de haber arañado al agarrarse con tanta fuerza a los laterales en ruinas del arco de la escalera. Kira frunció el ceño. Era como si la piedra la mirara con un reproche mudo. Pero, en lugar de ir a devolverla, la joven aceleró el paso y guardó la piedra en el puño como si fuera un precioso tesoro. Para ella lo era. Un recuerdo de su highlander. Algo tangible para recordarlo. La chica se detuvo a unos cuantos metros de la carretera y volvió la vista atrás para observar las ruinas. El sol había salido de entre las nubes para fundir la niebla y bañar las paredes caídas con los refulgentes tonos azules y dorados del crepúsculo primaveral. Hasta el viento había amainado y los oscuros y escarpados acantilados de la isla de Wrath ya no parecían tan amenazadores. El castillo en ruinas ya no era un hogar de fantasmas. Kira se autoconvenció de que solo era una carcasa vacía, al igual que decidió ignorar el doloroso nudo que tenía en la garganta y el punzante calor que le aguijoneaba el fondo de los ojos.

   Fuera quien fuera o lo que fuera, aquel impresionante highlander no podía ser real. Ni en sueños.