CINCUENTA Y OCHO

NORMA MIRTHA CADENOWSKY

Tres meses después las novedades eran las siguientes. De Quevedo se había traído una mujer al departamento de French, para que viviese con él. Era la misma piba joven que el gordo vio en La termitera cuando aún estaba excomulgado por haber chocado la bola. Al gordo al principio le daba un poco de vergüenza que la chica lo hubiese conocido en medio de un renuncie (ponerse de rodillas para suplicar perdón, etc.), pero la otra tuvo calidad suficiente como para no hacérselo notar. Comían los tres juntos, por las noches, y por suerte el departamento poseía dos cuartos. Sotelo, a todo esto, se le había arrimado a la Cadenowsky. La otra no lo pudo creer al principio. Su principal asombro radicaba en el hecho del tiempo transcurrido desde que ella dejó deslizar la primera onda. ¿Justo ahora se le ocurría a este tipo acercársele? Los chichis, por su parte, manijeaban: «Claro, se te acerca porque se quedó sin mina. Te usa. No ha de ser tanto el interés que tiene en vos cuando que recién se acuerda». Este tipo de sugerencia telepática a ella la ponía infinitamente furiosa contra el gordo. «Pero claro, claro —se decía en esos casos—. Por supuesto: cómo no lo pensé antes; se quedó sin minas y ahora recurre a mí, como a su última chance. Qué hijo de puta. Mejor que ni sueñe en que le voy a dar bola». Pero a estas manijas las contrarrestaban Isidoro y Alaralena, de modo que al fin todo quedó resuelto por las vías naturales. Después de hacerse rogar un poco —no demasiado— la chica aceptó salir con él. Con el tiempo la Cadenowsky conoció el departamento de la calle French y la pareja con la cual el gordo compartía el lugar. Cenaban los cuatro, en ocasiones, y después Ana y De Quevedo se iban a su cuarto y el gordo pasaba la noche con Norma Mirtha. En ningún momento se habló de vivir juntos. Ello podría o no ocurrir. En un momento dado el gordo le dijo al Maestro: «¿Te acordás de aquella promesa de las máquinas, acerca de que en un momento dado yo me casaría y tendría varios hijos?». «Sí. ¿Y?». «Y a veces me impaciento un poco. Ya me tiene harto la espera. Me gustaría hacer una vida normal. Casarme como todo el mundo y tener esos hijos prometidos. Quisiera también criarlos, cuidarlos y mimarlos, aunque me rompan las bolas y no me dejen escribir. Después de todo, ¿para qué está uno, en esta Tierra? Los hijos, en verdad, son la principal obra». «Aparte que no son incompatibles con la literatura, como vos parecés creer. Ese pensamiento se te ocurre sólo porque nunca hiciste una vida de hogar. Cuando la hagas comprenderás finalmente que esa opción es falsa. De cualquier forma me parece un pensamiento muy sano que quieras lograr eso que me contás». «Pero, te confieso, a veces se me hace un poco cuesta arriba esperar. ¿Te parece que con la Cadenowsky…?». «Ah, no lo sé, querido amigo. Soy mago pero no adivino. Podría averiguarlo si quisiera, pero no quiero. Es tu opción y tu libertad, es tu experiencia vital. Una sola cosa te voy a decir porque a esto sí puedo, y además es mi obligación como Maestro: terminala con la historieta de que a cada mina que llega a vos la mires como al amor único, mágico, integral y final. Viví con más libertad tus relaciones. Lo otro… se dará o no. Dejá de joder con tus impaciencias». «Pero es que a veces… la cuestión de la Mujer del Futuro…, me tiene harto este continuo desplazamiento de la Mujer Enmascarada». «Más que agradecido podés estar. Mirá cuando todas las mujeres del futuro sean del pasado ¿eh? Ahí te quiero ver».

Norma Mirtha Cadenowsky compartía su departamento con otra chica. El gordo necesitó un tiempo para comprender el grado de perversión de su novia, a quien nada morboso le era ajeno. Una noche estaban los tres en casa de ellas. Sotelo con Norma Mirtha, en uno de los cuatros, y la otra en el comedor leyendo una novela. La puerta estaba cerrada. Al gordo no sé qué se le dio: «Tengo ganas de llamarla a tu amiga». «¿Llamarla? ¿Para qué?». (Mirándola con intención:) «Vaaaamos: vos sabés muy bien para qué». «¡No… no…!». (Frío, cruel:) «Sí. Me parece que sí: ¡Isabel!». «¡Noo, por favor! Estás loco». «¿Por qué? ¿Acaso no tenés ganas de que los tres estemos juntos?». «No, no…». «Sí, sí; yo creo. Me parece que tenés más ganas que yo todavía». La Cadenowsky tenía dos o tres resortes secretos; encontrárselos era la cosa, pero lo cierto es que una vez pulsados se excitaba por completo y al instante: «Mirá amor: hablá… Hablá fuerte pero despacio. Que sea ambiguo, hacémelo por la fuerza. Porque te prevengo que me pienso resistir y hacer quilombo como una hija de puta. Que ella oiga pero que no esté segura. Que piense en intervenir pero que no intervenga. Llamala pero despacio, para que no entre».

En realidad las dos minas habían dormido juntas varias veces y el gordo lo sabía muy bien, por la onda que largaba la compañera (no de celos, ni bronca, ni nada, sino de sexo compartido); y aunque era bastante feucha, la tal Isabel, el gordo le adivinaba cierta potencia perversa que la hacía atractivísima a sus ojos.


Una tarde, a French, entraron juntos el gordo y De Quevedo. Una mujer alta, rolliza y vieja, de cara muy vulgar y pelo corto, echó a Sotelo una mirada lastimera; incluso lo siguió con la vista hasta el ascensor. La tipa parecía tener dificultades para caminar e iba acompañada por una pareja que la tironeaba de los brazos. «Vamos, vamos, no te quedes», le decían. El gordo y el Maestro subieron al ascensor. Mientras el aparato marchaba De Quevedo le preguntó:

—¿Viste quién era, no?

—¿Quién? ¿Esa vieja horrible? Nos cruzamos dos o tres veces. ¿Pero qué mierda le pasa a esa tipa? ¿Está loca o qué? ¿Por qué me miraba en esa forma?

—Es Cristina.

—¿¡Quién!?

—¿Pero no te diste cuenta de que ella está podrida de las rótulas para arriba? Está muerta de celos, por eso te mira así. Cada vez que Norma Mirtha te visita se vuelve frenética y quiere aparecer en nuestro departamento a toda costa.

Horrorizado:

—Pero… ¿te parece que pueda?

—No creo, el sexo lo jode a Exatlaltelico y sus criaturas pierden fuerza.

Llegaron al piso y salieron. Mientras abrían la puerta del departamento De Quevedo agregó:

—Aparte a ese zombie le queda poca cuerda. Tu metejón con la Cadenowsky aceleró el proceso destructor. Me di cuenta ahora, al verla caminar. Quizás esta misma semana tengamos velatorio y entierro. Van a decir que se les murió un pariente, qué sé yo. Cualquier cosa. Cristina va a ser enterrada por segunda vez, sólo que en esta ocasión va a ser para siempre. De buena te has librado.

Prepararon mate y se pusieron a tomar (Ana en ese momento no estaba).

—De Quevedo… vos dijiste respecto a Cristina que… era algo así como que «el sexo lo jode a Exatlaltelico y sus criaturas pierden fuerzas», ¿no?

—Sí.

—Pero De Quevedo, ¿quién es Exatlaltelico?

—Es el mismo Dios Único Atón, que adoraba Akenatón, el gobernante teológico de Egipto. El monoteísmo adopta distintas formas: a veces se disfraza con dos, tres, o seis personas en apariencia diferentes. Son los distintos planos de energía en los cuales trabaja, pero en realidad se trata de un único Anti-ser verdadero.

—¿Entonces?

—Dioses hay muchos, y distintas maneras de verlos e interpretarlos, pero Anti-ser hay uno solo.

Una semana después hubo novedades, entró De Quevedo muy contento a la casa:

—¿Está Ana?

—Bajó hace tres minutos a comprar algo para la cena de esta noche. Un poco más y te cruzabas con ella —dijo el gordo.

—Bueno, oí bien. Tengo una noticia maravillosa. Se murió Cristina.

—¡Cuándo!

—Anoche. Yo te dije que a ese chichi le quedaba poca cuerda. Toda la mañana se la pasaron de gran velatorio en el segundo piso. La enterraron al atardecer, a última hora.

—¿En Boulogne?

—¿Eh?

—Te pregunto si la enterraron en Boulogne. Porque de ahí la sacaron.

—Ah, tenés razón. La verdad es que no sé. No creo. Para qué la van a llevar tan lejos. Meter es más operativo que sacar, la deben haber sepultado por aquí nomás —De Quevedo sonrió—. Grande fue lo que me dijo el portero. Él tuvo que entrar al departamento esta tarde, en medio del velatorio, no recuerdo a qué carajo. Me lo encontré en el hall y me dijo: «Usted va a pensar que yo estoy chiflado, señor De Quevedo, pero estoy seguro de haber visto que ella… ahí en el cajón rodeado de flores… por favor no se ría de mí… movió uno de sus dedos. Lo vi como lo estoy viendo a usted». «Vamos, López —le dije haciéndome el estúpido—. Le habrá parecido». «Pero no, señor De Quevedo: movió una, dos veces el dedo meñique de la mano derecha. Para mí esa mujer estaba viva. No me atreví a decir nada. Tuve miedo de que me tomaran por loco». «Quédese tranquilo, López. Esa mujer estaba muy enferma. Está muerta y bien muerta, se lo aseguro. Murió de un ataque al corazón ¿no?». (Yo no sabía qué habrían dicho los dueños del zombie, pero me tiré un lance). «Sí, eso me dijeron». El tipo tenía un cagazo padre. Y eso que no conocía la verdad. Es evidente que al chichi aún le quedaban algunas energías. No como para marchar y seguir jodiendo, naturalmente, pero sí para mover uno de sus dedos. Y los va a seguir moviendo cada tanto, en el cajón, ahora que está bajo tierra. Después la descomposición va a ser muy rápida, más que en un cadáver normal. Antes del año de Cristina no quedan más que los huesos.

—¿Te diste cuenta, De Quevedo, que así como en una época todo me iba mal ahora me va bien en todos los frentes? Ando con una mujer que me gusta, pronto voy a tener plata y estamos ganando la guerra.

—Cierto. Y así suelen darse las cosas. O muy arriba o muy abajo. Tenés que aprovechar que estás en creciente, antes de que venga el punto de inflexión. Eso no quiere decir que no vayan a existir otros momentos de ascenso en tu vida pero… Gordo: quiero contarte una cosa, un sueño que tuve. Aprovechemos que Ana todavía no subió (ya sabés que ella no cree en la magia, ni en sueños reveladores); cuando ella vuelva hablarte sobre el asunto va a ser un poco incómodo.

—Pero sí, por supuesto. Dale.

—Es un sueño medio extraño, y quizá no signifique nada, pero… En realidad no es un sueño sino un astral, tal como sabía perfectamente mientras lo hacía. Entré a un lugar muy raro, quizás otra dimensión: una especie de mercado, con piso de tierra. No existe ningún lugar así en el mundo: absurdo y antihigiénico. Comprendí en medio del astral que buscando una cosa me había metido a mirar otra, tal como suele ocurrir en este tipo de trabajos. No tenía ganas de andar gastando un astral en cualquier boludez: quemar neuronas, gastar energía con cosas fútiles. En alguien que está aprendiendo a hacer astrales se justifica que entre en otras dimensiones, averigüe cosas curiosas pero inútiles, etc. Pero no es lógico ni aceptable en un Maestro de alto grado. Pese a ello me quedaba, por alguna razón. Quería saber qué era todo eso rarísimo; aparte que ya me había entrado la duda respecto a si todo el asunto me sería útil o no. La propuesta del lugar era más o menos así: allí resultaba factible afanar comida (leche, café, queso, galletitas, dulce, miel); incluso podías robarte una suerte de gelatina de pescado, producto desconocido en el mundo de hoy. Era como pescado crudo hecho papilla, con gusto y olor a pescado: una masa gelatinosa dentro de un pote hermético. Yo ignoraba la manera de prepararlo, ya que comerlo así era imposible y horrible. Por fin renuncié a llevarme de esos potes. También vendían o entregaban unos panes largos, como los que fabrican en Francia. Recuerdo que tomé muchísima leche, aproveché para comer queso, etc. En ese lugar se podía afanar, te repito, pero a sola condición de no llevarlo oculto: era indispensable simular que uno trabajaba allí y portarlo a la vista. A la hora del cierre del mercado dejaban las mercaderías tiradas por cualquier parte, con infinita confianza. En ese lugar había stands dedicados nada más que a marcas de café (y a ninguna otra cosa), de las cuales pude ver infinitas. Otros locales estaban abarrotados sólo con sachets de diferentes marcas de leche (algunas existen hoy, y otras eran para mí desconocidas). Y así sucesivamente. Todo imposible, como ya comprenderás, porque en la realidad que conocemos ningún stand puede darse el lujo de trabajar únicamente con leche o tan sólo café; aparte que no hay, de hecho, tantas marcas, y resultaría antieconómico. Pero lo que más me llamaba la atención en ese lugar rarísimo era la gente: al lado de objetos suntuosísimos, la más total muestra de sumisión y pobreza; todos los empleados usaban anticuados y antiestéticos overoles, como uniformes. La onda, te repito, era de completa sumisión, y ningún Sindicato lo permitiría en nuestros días. Los tipos, pues, usaban verdaderos uniformes de ilotas. Nadie parecía preocuparse demasiado por nada; se tomaban las cosas con mucha calma. En un momento dado tomé un ascensor que me condujo al primer piso. Todo el interior del local al que entré (se hallaba vacío, te digo de paso) estaba construido con cemento y hacía un calor terrible. La iluminación era azul. Al fondo había una puerta entreabierta. «¿Pero qué hago aquí? —me pregunté—. A ver si se creen que estoy robando y me meten preso».

Y entonces me fui y volví del astral. El sitio era como una especie de mercado socialista del futuro, o no sé qué carajo. Para vos esto no tiene sentido ¿cierto? Es todo un disparate, ¿verdad?

—No estoy tan seguro —dijo el gordo muy pensativo—. Esa… puerta del fondo, a donde no entraste. Hiciste bien. Esa debió ser la entrada a la sala de los reactores atómicos. Capaz que por eso hacía tanto calor.

—No sé. Todo el sitio era muy raro, en el primer piso hasta las repisas estaban hechas con cemento.

—¿No escuchabas un rumor, como un zumbido?

—Sí.

—Y bueno: eran los reactores. Menos mal que no se te dio por entrar al cuarto del fondo.

—Estaba muy oscuro. Por eso no entré. Recuerdo que al salir, y antes de volver del astral, tomé mucha leche.

—Bien hecho: hiciste eso para descontaminarte de las radiaciones. Se ve que subconscientemente vos te habías percatado.

—No sé. Puede ser. Pero quiero hacer un nuevo astral para terminar de averiguar qué carajo era eso. Dice Isidoro que él tampoco sabe, y que puede ser importante. Quizá entré en otra dimensión.

—O en el futuro, luego de la guerra atómica. De ahí la pobreza y el sometimiento. Deben haber evolucionado todos los Estados hacia una generalizada falta de respeto por los derechos humanos.

—Claro que no hace falta que la guerra atómica haya tenido lugar para que en el planeta se produzca una esclavitud universal. Sobre todo me llama la atención el piso de tierra del mercado: como si esos tipos estuviesen consumiendo los últimos restos de la sociedad industrial, pero sin intenciones de restaurar nada, y mucho menos hacer crecer cosa alguna. Y te digo que ese piso del mercado me llamó la atención porque hoy día están apareciendo ecologistas que fabrican casas que no tienen pisos de cemento, ni baldosas ni un carajo, sino de tierra. Ellos odian al cemento.

—¿Y entonces qué debemos deducir? ¿Que los ecologistas van a llegar a mandar en una parte del planeta?

—No sé. Podría ser una explicación.

—Pero hay un detalle que no concuerda. Arriba, en el primer piso, todo era de cemento: hasta las repisas.

—Claro, pero no abajo, en la parte del contacto con la tierra. Te repito: esta clase de tipos tienen chinches muy especiales: los espacios verdes, no tocar la tierra con cemento, etc.

—Si tu deducción es cierta, no cabe duda de que nos están armando un mundo muy hermoso.

—Sí, hermosísimo.