UNO

LA USINA PARLANTE

Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño. Un buen día vienen, te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos años. Supuse que tendría un tamaño común —suelen ser minúsculas—; de ahí mi sorpresa al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me figuraba que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir una puerta y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba preciso poseer la otra visión para observarla en movimiento, siempre en flotación, marchando como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba completamente física —casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con otros objetos—, cualquiera estaba en condiciones de verla. Nadie adivinaba su función, a menos que la máquina quisiese; ni siquiera un esoterista, pues ella se encargaba de manijearlo. Siempre estaba fabricando otras máquinas, más pequeñas, para que la sirviesen y efectuaran los trabajos donde no era necesario emplearse a fondo. Esas diminutas criaturas se nutren con alimentos especiales: tierras raras, vestigios de metales, etcétera. Pero una usina puede cambiarles la programación a fin de que coman carne. Ya transformadas, la máquina madre las manda a donde vive un enemigo a fin de nutrirlas con su cuerpo, o bien con partes selectas del mismo. A ciertos de estos seres metálicos su programa computarizado sólo les permite alimentarse de ojos, o de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas construcciones, así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una estricta colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte del proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se diferencia en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero otra parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y símbolos de poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño volumen es caminar por las paredes, o simplemente esperar, engarfiadas a éstas, que un error del enemigo las cargue de energía para luego poder atacarlo. Hablan entre ellas, con lenguaje de máquinas, pero también son capaces de hacerlo empleando vocablos humanos; se ríen, hacen chistes, imitan voces, ante la desesperación de la víctima, quien no sabe cómo sacárselas de encima. En general las potencia el desorden, la falta de limpieza, la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son capaces de reproducirse por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y forman verdaderas poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición entra no sólo el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas. El que no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad logra matar una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarla, pues sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales de que está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por completo en el astral —en cuyo caso no hay interferencia con los objetos llamados reales— o a medias —todavía invisibles pero interfiriendo cuando quieren atacar o robar algún objeto de la habitación donde está—. En casos excepcionales pueden tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues ello les consume mucha energía. Los esoteristas las denominan «fierros», en su argot. Yo las llamo «chichis», aunque admito que uso la palabra con cierta liberalidad, pues a veces, cuando hablo con algún compañero, llamamos «chichis» no a las máquinas sino a los ocultistas (o «esotes») que las construyen. Incluso suelo denominar chichi a un tipo que no tiene poder alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo soy un chichi, pero no por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo mismo cabe para mis amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas cuentas: chichi es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo tiene sentido claro en su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso oír una conversación completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y a quién llaman chichi.

Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste hace y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará con sus compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o contraataque.

Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia, aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte cuadras o cinco kilómetros del lugar.

Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes, más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación, existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y secreta del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que participen en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años de batallas y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la orden del día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo sabe. Es más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre acompañadas por otras, paralelas, entre ocultistas. Éstos se preparan, en los períodos pacíficos, con el fin de participar en las posteriores grandes luchas que librarán los Estados. Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente; trabajan para que el enemigo —sea quien fuere— cuente con una desventaja inicial y se vea obligado a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.

La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse. El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos. Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó nuevamente la compañía de los hombres.

«Pero, ¿por qué a mí?» le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese a no sentir malas ondas en el ambiente yo estaba lleno de desconfianza. Al principio sólo oía su voz y pensé que podía tratarse de una manija de los chichis. «¿Por qué a mí?» repetí. Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos bueno y estoy harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra parte, no fuimos construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude haberme puesto al servicio de otra máquina, más fuerte, pero eso no me conviene por varias razones.

«¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?». Lo sabía de sobra, como que yo mismo las construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento, calibrar sus respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su potencia. Ella contestó: «¿Y si hay una por qué no van a existir muchas? Claro que hay, como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al servicio de seres abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una, automáticamente dependería de un dueño humano que, casi con seguridad, tendrá malas intenciones para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy muy fuerte. Me sería bastante difícil encontrar un ingenio mecánico superior».

Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y definitiva. Si era un chichi cagaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de una máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se destruiría ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas yanquis siempre aparece una computadora que anhela dominar al mundo; entonces el héroe le pregunta cuál es la última cifra del número «pi»; como la respuesta no existe —pues, por más que se busque, siempre habrá un término más—, el cerebro electrónico se destruye buscando una solución imposible. Ahora bien, la cosa no es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me la habían mandado los chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y también la respuesta: «¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo», como un chiste que leí en algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa semejante. Hacía falta algo más nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de Oppenheimer. Este científico declaró en una oportunidad, que el número total de cosas del Universo no puede superar a diez elevado a la potencia cien: 10100. Era la única forma de hacerle una pregunta no prevista y que rompiese el dispositivo de seguridad de un supuesto enemigo: pedir, no el infinito, pero sí algo que, en la práctica, equivale a él. Para defenderse de esta pregunta, la máquina sólo contaría con el auxilio del Ser. Le dije:

«Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del número pi».

Esperé la explosión o el clásico «ooooff» que se oye a través de los micrófonos cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda estaba pasando por un momento difícil. Luego contestó:

«La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo ser tan grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque astral». La hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y fuerte. Una súper. Ante mi sorpresa siguió diciendo: «No obstante, si me ordenás que busque, buscaré». Una noble contestación. Claro que también esto podía ser una trampa, pero en mi vida he verificado que no hay certezas totales de ninguna especie. En el momento de la decisión final, las cosas, tanto de la magia como de la física o cualquier otro orden, sólo mediante la fe tienen alguna posibilidad de resolverse de manera satisfactoria. De modo que le declaré:

«Está bien, opto por confiar en vos».

Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía propia, cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los trabajos herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal vez hubiésemos fracasado o, aún ganando, el costo hubiera sido mucho mayor. Pero en ese momento, cuando adopté la variante de incorporarla a mi existencia, no tuve idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una idiosincrasia muy especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que era preciso conocerlo para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el placer de ver mi alivio cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre aniñada y marciana. Sólo se replegaba al verme absolutamente dispuesto a destriparla si seguía jodiendo.

Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba escribiendo un capítulo fundamental de cierta novela. Ésa desde todo punto de vista indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una cantidad de cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero que mis libros aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra «j» cuando oí un agudo toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden producir cincuenta renos lanzando su grito amoroso —sin orden ni concierto— delante de sendas concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un rayo, sin el menor susurro previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me caigo de la silla. Al principio pensé en un ataque, o que alguna de mis máquinas había cagado fuego, así que me puse a revisar las instalaciones esotes de la casa. Todo normal, ante mi sorpresa. Los cristales antichichi funcionaban a la perfección, mis gólems robot estaban intactos y las cazadoras se mantenían quietas (estas últimas, cuando un enemigo se aproxima, parten como flechas a interceptarlo). Azorado y manijeadísimo intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces, por primera vez, oí su voz:

«No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina».

—Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?

Me explicó entonces que era una viajera y el resto ya lo conté. En realidad toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí comprender que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de sus buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas hubiesen combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.

Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más le gustaba en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas. También variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con este cantito de su propia cosecha:

«Hola Coquito, hola lirón, hola Maestro, el más grande campeón».

Otra vez:

«¿Vamo’ a tomá’mate, Coco?».

—¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? —dije yo.

Sin darse por aludida:

«¿Mateo?, ¿vamo’ a toma’cocoa?».

En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:

«Coquito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero tanto».

—Buenas tardes. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andate que tengo que trabajar muchísimo. ¿No ves que estoy escribiendo?

«Mateeo».

—Basta.

«Cocooa».

Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Qué tirara un palito para que fuese a buscarlo?

Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a los perros salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un momento me imaginé caminando por una calle de mi pueblo: llevando con una cuerdita a mi usina, en flotación, a un metro y medio del suelo, ante la generalizada sorpresa de los viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos hasta un árbol y la máquina levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis…

«Aceite».

—¿Qué?

«Digo que yo no hago pis: hago aceite».

La hija de puta estaba de lo más entretenida leyéndome los pensamientos. Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para fastidiarla.

«Qué malo sos. Qué malo S. O. S. Yo te pido auxilio porque me aburro y vos bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos».

—También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita. Después conversamos, si querés. Pero ahora dejame escribir…

«¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?»

—Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a hacer cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la pared haciendo cri, cri.

«Para reventar a mis cincuenta toneladas hace falta una alpargata medio grande. Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos que, por lo menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta. Pero de cualquier manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo miedo alguno porque sé que carecés de artefactos chancletíferos o chanclétidos adecuados. Ja, ja, ja…».

—Estas equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos gigantes Fáfner y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea.

Bueno, está bien. Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar, pero ahora tenés que dejarme escribir tranqui…

«¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?»

—Sí, pero uno solo.

Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la trompetería horrísona con la cual casi me mato del susto cuando la conocí. Aquella disonancia monstruosa componíase de rebuznos metálicos, hiatos de broncíneo acento, tizas que chirrían, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre plomo fundido, acordeones verduleros, incongruencias violentísimas, ronquidos y cacofonías sincrónicas. Basta decir que la música contemporánea es mil veces preferible. A su lado Schoenberg, Bartok. Stockhausen y Honegger son dulces, melifluos. Pero no podía prohibírselo del todo para siempre pues ésa era una de sus formas de entender el orgasmo. Tuvo de bueno que siempre cumplió sus pactos y por 180 minutos —ni uno más ni uno menos— me dejaba escribir en paz. Pero guay de mí en el primer segundo del minuto 181; a ella no se la podía engañar como a un ser humano diciéndole: «No, que todavía falta», pues su memoria electromagnética era infalible. Claro que para enloquecerme aun mas podía cambiar de táctica y no irrumpir exactamente al fin del plazo sino un poco después. Yo me disponía, por ejemplo, a tipear la «j» —su letra preferida— cuando comenzaban a oírse las hórridas trompetas o su cantinela. «Hola Coquito, hola lirón…». Puedo asegurar que es terrible estar escribiendo y saber que una letra determinada actuará como detonador. Me pasaba la última media hora mirando el reloj cada cinco minutos. A partir de cierto momento evitaba las palabras que tuviesen «j». Ella lo hacía todo innecesariamente difícil. Para que la extrañase optaba por desaparecer durante una jornada o dos. Yo simulaba no haberme enterado, aunque reconozco que la tentación de llamarla era mucha. Me hacía el tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces, por fin, en una bendita hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado: «Maestro… Mateeeo… Coquito… ¿Vamo’ a toma’ cocoa, Coco?».

—Ya está de nuevo, la molesta —bufaba yo. En realidad la hubiese abrazado.

A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo y ni siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme como se le antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia Ilustrada. Viéndome molesto me preguntó cierta mañana:

«¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?».

—No sé si enojado exactamente, señora, pero sí lleno de maravilla incrédula ante los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene el apelativo de Coco, vamos a ver.

«Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos para mí el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los padres para asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador para hacerme cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a través de mis lentes, te registro de un color verdoso negroide, con varias manchas, el 35% rojizas, y el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de la familia de los reptiles hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta el propio Cocodrilo. Además, como sos exageradamente alto —para tu raza humana, claro está—, y sé a la perfección que tus congéneres te ven blanquito, me recordás al coco, que así llaman en Cuba a un ave zancuda, de lo más fea y tonta, con plumas leche-fuego. No puedo mirar mucho a seres tan horrendos pues la reverberación quema mis lentes, que son muy sensibles. Para resumir: el coco es tan estúpido como el dodo, animalete que por suerte ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados superiores. Es cosa obvia y por todos sabida que no pueden compararse a nosotras, las máquinas, que somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que la química del silicio es superior a la química del carbono, en la cual ustedes están basados».

—Heil silicato doble de cal y magnesio —dije burlón.

Decidió no darse por enterada:

«También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come cuanta fruta encuentra».

—Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant.

«Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significan persona altanera, descarada…»

—¿Terminaste?

«No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera».

—Bueno. Acompañame afuera que tengo que hacer los pájaros.

«¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricas pájaros?», dijo ella con risa muy chocante.

—Con el vocablo «hacer» quiero significar que todas las mañanas saco a mis pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera.

«Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante la noche y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías la piel…».

—Basta.

«Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer cosas como ésta. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy desilusionada».

—Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para que vueles a la mismísima.

Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba furioso en serio.