QUINCE

LOS TERRORES DE SALA 2

No bien Sotelo dejo de oír a De Quevedo, lo recibió un bloque sólido de toses, carraspeos intencionados y gruñidos que no auguraban cosas buenas. Muy malas, en realidad. Hermenegildo, a todo esto, continuaba dirigiendo batallas: «Ala derecha: cuarto de conversión a la izquierda. Ala izquierda: cuarto de conversión a la derecha. Von Pirañen: sostenga aún las posiciones de la caballería blindada. Yo le indicaré el momento justo de atacar. ¿El enemigo está haciendo un intento de irrupción en el sector A-5? Tanto más razones para sostener la caballería. Colina 101: mantenga dispositivo tipo martillo. 48° división: su sector, el A-6 enfrenta presión diversionaria. Nada serio. Contrataque y retroceso escalonado. El verdadero ataque es en A-5. ¿Cómo? ¿Cómo dice, comandante Quinto Cecilio Porcinus?, ¿que el número de divisiones es demasiado abultado en el sector A-6 como para ser una simple diversión? ¿Y qué dice la observación aérea? ¿Qué? ¿Que a los 5000 hombres de nuestra 48° división los atacan en este momento 7 000 000 de rusos que amenazan rebasar el sector A-6? Menos mal que no la hice avanzar y quedó como reserva estratégica. Escuche, Quinto Cecilio: a ver si se deja de hinchar las pelotas. Yo tampoco puedo constituir reservas. Le estoy mandando todo lo que tengo. Ordene a sus hombres un más duro espíritu de lucha. Pídales con fe, con fe fanática a sus 5000 hombres que aniquilen a las 1400 divisiones rusas que los atacan y ellos lo conseguirán. Pero es menester ordenarlo con fe. Con absoluta convicción. ¿Cómo? ¿El enemigo ha logrado desarticular el dispositivo en la colina 101? Ah, pero esto es gravísimo. Atención, aquí el comandante: ala derecha del 7º ejército: desplazarse hasta la colina 101 para frenar el intento de irrupción. Grueso del ejército dirigirse al sector A-6, para apoyar a la 48a división. Estamos ante una crisis en todo el Grupo de Ejércitos Centro».

Sotelo, al escucharlo, traducía: «Esto tiene que ver conmigo. Yo también tengo una ruptura de Frente. ¿Cómo dijo este loco?: “Ordene a sus hombres un más duro espíritu de lucha”».

Zapallo se paseaba por la Avenida del General Menéndez. Dijo: «Soy inocente, inocente». El Zapateador (un tipo que tenía la manía de creerse una máquina a pistones y resoplaba y zapateaba) le contestó: «Culpable». «¡No!: ¡inocente, inocente!, no doy bola a los locos». El Zapateador replicó irónico. «Él es culpable —el uso de la tercera persona del singular daba una rara distancia entre el fiscal y su víctima—. Oh no, si inocente va a ser. Culpable, culpable». «¡Inocente, inocente!». «Él es culpable». Eduardito: «Sí, él es culpable». Zapallo, al anterior y a su nuevo enemigo: «¡Inocente, inocente!». Xisto: «Todos dicen lo mismo. Hay otros que no dicen que son inocentes pero en el fondo lo piensan. Todos ésos van a ir a ranchar a donde arden las brasas de hielo». Sotelo tenía la certeza de que Xisto hablaba un lenguaje mucho más culto que el que le correspondía por educación. Franchi, un alemán autista, veterano del Frente ruso, monologaba al tiempo que paseábase en puntas de pie dentro de su calzado plástico (los enfermeros jamás pudieron acostumbrarlo a usar zapatos en forma normal: o en puntillas violentas, o como chancletas): «Porque tú tomas tu Luger y te vuelas los sesos en esa forma, mi estimado amigo. Hay que ser alemán para comprenderlo. Creían que era sólo cuestión de destruir a Alemania. Y ahora quién para a los rusos. Si no pudimos pararlos nosotros, con 170 divisiones ¿van a poder los norteamericanos, drogadictos y bobos? ¿Quién va a arreglar ahora el quilombo de Europa? Al quilombo de Europa no lo arregla nadie, mi estimado amigo. Yo he conocido todos los manicomios de Guatimotzín. ¿Usted quiere saber cómo dan electroshock en Oliva, mi estimado amigo? Yo le cuento: le ponen un aro de metal en las sienes, que le aprieta la cabeza, conectado a electrodos, hacen pasar la corriente, y a usted le vuelan los sesos de esa forma, mi estimado amigo. No aceptaron la mano que les tendía la instancia superior alemana; ¿cuál fue el resultado? La destrucción del Imperio Británico. Si hubiesen aceptado la alianza que les proponía la más alta instancia superior alemana, el Imperio Británico no se hubiese destruido, mi estimado amigo. Fuimos ingenuos, estúpidos y alemanes. Creíamos que por ser hermosos seríamos comprendidos. Y no fue así. Por eso ahora tú te vuelas los sesos en esa forma, mi estimado amigo».

Keidany, un lituano con delirio mesiánico, caminaba solemne y con rostro carismático. Recitaba trozos de los Evangelios de Exatlaltelico: «Y entonces en aquellos días vino Chichétl predicando en el desierto de Atacamalátl diciendo —Keidany canta—: Arrepentios porque la Bestia de loo profundo-se-ha soltaaado». No bien hubo finalizado este trozo tan particular el lituano detuvo su marcha, justo al lado de Sotelo y, con lentitud, se dio vuelta para mirarlo. El gordo quedó helado. El otro estuvo un rato así y luego siguió su camino.

Gómez, el que esa mañana remoleonó en la cama, alzó los brazos: «¡Soy el Rey Salomón! Tengo las mujeres más hermosas de la Tierra. Un harén con un millón de mujeres: blancas, negras, japonesas, chinas; incluso mujeres ya muertas, que robo del pasado. Mía es la suprema hermosura de todas las edades. Hermosísimas y muchas son mis hembras. Todas desnudas y con ajorcas de oro en sus tobillos izquierdos como única vestimenta». Don Martínez, sardónico: «¿Así que tenés muchas mujeres, Gómez? Qué tal si te traés algunas, para los muchachos». «Sería inútil que lo hiciese porque aborrecen la vista de los hombres. Sólo de mí están enamoradas. No soportan la presencia de ningún otro macho». «Bueno, pero si vos les ordenás que se encamen con nosotros, como son tus esclavas te van a obedecer». «Obedecerían, sí, pero a costa de sus vidas. Morirían de un ataque de asco». «¿Por qué, ché?, ¿tan feos somos?». «No se trata de eso. Están habituadas a dormir con un Rey-Dios. El contraste sería demasiado violento. Sólo con que alguien que no fuera yo las mirase en bolas ya estallarían sus arterias y vasos capilares. ¡Todo pulverizado!: como cristales cayendo sobre agudas rocas. La muerte, la muerte por siempre jamás». «Decíme, Gómez, ¿y cómo hacés para ir a ver a tus mujeres si estás encerrado aquí?». «Las visito en sueños. No bien pongo la cabeza sobre la almohada viajo astralmente hasta donde me esperan mis servidores y palacios. En mi país no hay nieve: hay topacios. Los obreros municipales palean topacios para abrir camino a los automovilistas y despejar las calles. Cuando no topacea los chanchos caminan libres por las avenidas, y son tantos y sin dueño que cualquiera que lo desee puede carnear uno y hacer allí mismo un “asadiyo”; estoy diciendo, con otras palabras, que en esa tierra dichosa nadie pasa hambre y todos tienen plata y carne porque no faltan chanchos ni topacios. Los propios mendigos son ricos y viven en cuartos con aire acondicionado y piden envueltos en pieles de martas cebellinas, para no tener frío mientras limosnean. Las propinas a los mozos nunca son inferiores a un millón de dólares. —Don Martínez, Eduardito y algunos otros se reían a carcajadas—. Pero mi palacio es el más hermoso de todos los palacios. Cuartos calefactados inmensos, con paredes hechas con losas de mármol de un kilómetro de alto. El dormidero de las Áreas Centrales, que es donde yo cojo, es una vasta estancia calefactada con cama tridimensional: hay un centro gravitatorio y levitante, donde estoy yo, y a mi alrededor la pléyade del millón de mujeres, quienes rotan alrededor mío como electrones o los planetas. Son niveles cuánticos sexuales, y donde hay una mujer no puede haber otra al mismo tiempo. Y si alguna es entrometida y jode, las otras enseguida defienden el derecho usurpado y le chillan y tiran de los pelos. He alcanzado la estabilidad con mi millón de números cuánticos. Un millón de fuertes enlaces electromagnéticos aseguran la estabilidad perdurable del edificio atómico». «Che, Gómez —continuó interrogando Don Martínez—, lo que yo quiero saber es cómo hacés para coger con tantas minas». «A muchas las gozo a distancia. Algunas llegan a estar con un poco de mala suerte, a un año luz. Pero a otras no». «¿Cómo, cómo es eso? ¿Pero vos no lo hacés igual que las demás personas?». «Muy lógicamente no. No, muy lógicamente. Todo se da por el inverso. Allí uno no les mete el pito, sino que ellas se meten con todo el cuerpo dentro del bichofeo». Don Martínez largó la carcajada: «Yo creí que se te metían en el culo. ¿Y no duele?». «No, no duele. ¿Viste que el agujero del pito del hombre parece una conchita? Bueno. Ellas lo dilatan enormemente y entran caminando. Después, acuclilladas, anidan en los huevitos. Pueden entrar hasta dos mujeres por sesión. Se dan baños, una en cada hueváceo como Popea, la mujer de Nerón, que se daba inmersiones en leche de burra para ser siempre hermosa. Por eso mis mujeres son eternas y bellísimas». «Claro, sólo que las tuyas se bañan en leche de burro: ¡¡Ja, ja, ja!!». Eduardito: «Gómez: oí. Yo te voy a contar una cosa. Vos no sos rey, ni Salomón. Sos Gómez. Cogiste una sola vez, hace 22 años, con Celia. No tenés un millón de mujeres. No tenés ni una. Estás preso. Es más: el rengo Mendoza ya te anotó que para mañana te den electroshock sin falta. Te van a cagar a manijazos a las nueve en punto». Sotelo se horrorizó: «¿Cómo sabe él que yo cogí una sola vez? Pero no fue con Celia ni hace tiempo… Ah, claro: las verdades aquí se dicen a medias. Hay que traducir la mayor parte. Interpretar, porque no viene directo. Creo…». El pobre Gómez se desesperó: «¡No! Aquí soy Gómez, cierto, pero allí… Y por otra parte: un rey no tiene que dar explicaciones. Sobre todo un rey tan sabio que puede hablar con los pájaros y descifrar el lenguaje de las manchas de humedad sobre una pared. Pensaba dejarte mirar a mis mujeres, cuando ellas estuviesen distraídas bañándose; te iba a prestar una lente ortóptica infrarroja…». Eduardito: «¡Ja, ja! A tu lente ortóptica te la podés meter en el orto, la puta que te parió. A mí qué me importan tus mujeres estúpidas que no existen. Vení, vení que te voy a reventar, guacho». Furioso se adelantó para pegarle a Gómez, quien se encogió espantado, pero Don Martínez le salió al cruce y lo trabó con brazo y pierna derechos: «Quedate quieto, Eduardo. Dejate de hinchar las pelotas. A ver si te anotan para el electro a vos también». Don Martínez y Eduardito constituían una «pareja», y los enfermeros lo sabían. Hacían manga ancha porque a Martínez le debían muchos favores y trabajos: delaciones, ayudaba cuando había que reducir a otro loco, y además era el jefe de los «trabajadores». El aludido, aunque consciente de su prebenda, no ignoraba lo fatal del abuso. Eduardito, cagado de miedo, se tranquilizó. Gómez gritaba: «¡Soy el rey! ¡Soy el rey!». Desde la enfermería vino a las rengueadas el rengo Mendoza: «¿Por qué mierda andás gritando vos, Gómez?». «¡Son ellos! ¡Ellos me provocaron! ¡Dicen que yo no soy rey!». «Escúchame bien, Gómez: vos ya sabés que yo te tengo entre ojos. Conmigo no jodás porque te voy a hacer pasar la locura a patadas. Así que dejá de hacerte el loquito y andá a tu cama». A Gómez la furia se le había ido como por encanto: «Sí, señor Mendoza». El rengo se volvió a Don Martínez; reprochó, aunque con tono considerablemente más suave: «Y usted… me extraña, Martínez. ¿Cómo se le ocurre andar rechiflándome a los locos?». El enfermero retornó a la enfermería. Don Martínez dijo a Eduardito: «¿Viste? Encima la ligué yo, por tu culpa. ¿Por qué te pusiste furioso?». Eduardito, apichonado y con un hilo de voz: «Es que ese hijo de puta me sacó. ¿Por qué nos viene a hablar de mujeres, de palacios, de cosas riquísimas a nosotros que estamos aquí para toda la vida? ¿Cuánto tiempo se cree que uno le va a aguantar que esté provocando y jodiendo?». Sotelo se aterró: «Ya no me aguantan. ¿Y si me pegan, o algo peor? ¿Qué podría pasarme? Me van a matar. Pero no: De Quevedo me va a proteger». Xisto, como hablándole al aire: «Sí Juan, créete y salí a contar. Subirás a la montaña junto al ave rompehuesos. Sí: subirás. Pero hasta allí te alcanzará mi mano. Bajarás al fondo del mar, hasta donde está la serpiente marina. Sí: bajarás. Pero hasta allí te alcanzará mi mano». Sotelo, observando a Xisto: «¿Será verdaderamente el Anti-ser materializado?». Xisto, sin mirarlo, lanzó una risa sarcástica: «¡Ja! Y todavía hay algunos que se dicen sabios, o intelectuales, y son tan chiquitos que no se dan cuenta de lo obvio». El lituano Keidany, que pasaba por allí, le dijo severamente: «No tanta alharaca, Xisto, que vos también estás metido aquí dentro». El aludido, por raro que parezca, no replicó. Keidany se volvió a Sotelo. Aquella era una mirada de simpatía. Parecía decir: «No te aflijas, que de este miserable me encargo yo».

A partir de ese momento los procesos parecieron acelerarse. Todo se llenó de referencias conectadas con Sotelo. Márquez, el no-escritor, canoso y de unos 45 años, el que tenía su cama entre las del gordo y Xisto, declaró al aire: «Son putos, viejo. Todos maricones. No van a cambiar nunca». Chacón: «Seguí jodiendo vos nomás. Ya vassss a ver lo que es bueno». «Soy inocente», declaró Zapallo a cuento de nada. «Él es culpable», le dijo el Zapateador mandándose una zapateada. «Mentira, soy inocente, no he muerto a nadie». «Sí, me imagino. Muy inocente. Él lo mató». «No. Soy inocente, inocente». «Él lo mato. Él fue». «No. Yo no fui». «Oh no, claro». Sotelo se preguntaba: «¿Tendrá que ver conmigo? ¿A quién maté yo? Si yo al bancario… Ah. No se refieren al bancario. De Quevedo. Lo maté a De Quevedo, que confió en mí y lo traicioné». Flores: «¡Julia!». «¿Julia? —se preguntó el gordo—. ¿Por qué insisten tanto con ese nombre? ¿Será mi mujer del futuro, la que pude tener y ya no he de encontrar?». «¡Julia!», volvió a gritar Flores. El flaquito sin dientes preguntó lleno de crueldad: «¿Julia? Yo conocí una Julia antes de que me metieran en cana. En un quilombo. ¿No será esa Julia la que vos buscás, Flores?». «¡Julia!», llamó el otro.

Flores estaba en el último grado de la esquizofrenia y el obligarlo a usar zapatos en forma correcta, pretender que Flores vistiese algo más que un calzoncillo era tiempo perdido. El infeliz, en los raros momentos que salía de su cama para pasearse lentamente por el pasillo, se cubría la cabeza con una sábana. La tela, pues, lo tapaba hasta las rodillas. Imposible ver delante suyo, por impedírselo el género, pero aunque así no hubiera sido carecía de capacidad para clasificar lo observado; era, ya, un puro estadio vegetativo. Caminaba apoyado en las paredes, como los ciegos, lanzando cada tanto su destemplado «¡Julia!». Destruido o no era muy fuerte. A veces se rebelaba contra enfermeros y médicos, como si supiera lo que le habían hecho. En cierta ocasión Vedia —El Electricista, como lo llamaban cariñosamente— ordenó llevarlo a la enfermería para darle electro. Según el psiquiatra, que un enfermo pronuncie más de diez veces por jornada el nombre de su mujer significa que «está excitado; en cualquier momento puede tornarse agresivo». Mendoza quiso conducirlo hasta la camilla, pero Flores opuso resistencia, por lo que el rengo llamó a los guardias. Éstos llegaron confiados (qué puede ser más fácil que cambiar una maceta de lugar). Pero cuando lo tocaron, ese delgado y pequeño vegetal quemado por la electricidad sin una neurona sana, con uno de sus brazos (más flacos que los de un asceta hindú) le pegó al cabo Agripino Saavedra una trompada tan terrible que lo hizo volar hasta una pared desde donde resbaló quedando, muy confortable, sentado de culo. Grogui. Sus compañeros tomaron a Flores de manera feroz. Mientras lo reducían el pobrecito dijo la única expresión diferente a «¡Julia!». de los últimos dos años: «No. Ustedes no me tienen que hacer esto». Y cuando Vedia —el paciente ya estaba atado a la camilla— se disponía a pasar la corriente, Flores lo miró repitiendo: «No. Usted no me tiene que hacer esto».

Sotelo miraba a Flores caminar por el pasillo. Le tenía horror sin comprender del todo por qué. El otro, parecido a un cadáver de la sala de autopsias que se hubiese incorporado con sábana y todo, se detuvo al lado del sector del gordo. Allí éste comprendió su temor: Flores era como la Muerte. «Pero sí: simboliza la destrucción. La destrucción eterna». Luego de cumplir con su cometido: mostrar el símbolo que encarnaba (o descarnaba), su tarjeta de presentación, Flores continuó desplazándose con lentitud.

Dos sectores más allá de Sotelo tenía su cuartel general un gordito que mató a cuatro tías. Una noche se declaró en joda y partió en gran caminata o periplo gigante procurando enlazar los domicilios de todas sus parientas. Llevaba una cuerda de seda, como los tug (en realidad una chalina, confeccionada con dicho material). Sus tías lo iban recibiendo, de a una, sin sospechar nada. A lo sumo les extrañaba un poco la hora, pero ya se sabe cómo son de desconsiderados ciertos sobrinos. En cada caso el procedimiento fue el mismo.

Ellas lo invitaban con vermut, quesitos, choricitos y aceitunas (pobres viejas, después de todo) y él, de lo más charlatán, se las ingeniaba para contarles la historia de los tug de la India. Parece que durante la época del dominio inglés existía una secta en el subcontinente, adoradora de la Diosa Kali. La tradición oral sagrada de estas personas encantadoras aseguraba que cientos de miles de años atrás existió en la Tierra la raza de los gigantes, enemigos de los hombres. Tales monstruos, infinitamente horribles, mataban seres humanos por pura diversión. Era necesario, desde todo punto de vista, tomar medidas. Chantapranasoma, el más grande de los héroes hindúes —especie de Sigfrid— tomó su espada Nothung (o como quiera que se diga en sánscrito, o en pali) y partió muy decidido a destripar a tales seres malvados y enormes. Llegado que fue el héroe los desafió a combate singular. Daba miedo nada mas que con verlos. Parecían una versión corregida y aumentada de los monos Bandar Long, ocupando la ciudad mítica y abandonada de El libro de las tierras vírgenes, de Kipling. Pero Chantapranasoma, sin miedo alguno, cortó la cabeza del primero de los gigantes. Gran estupefacción ante la gesta, entre los hombres altos fósiles reunidos en el medio de los menhires and the old old Cromlech. Estupefactos pero no tanto pues los muy malditos sabían lo que ignoraba Chatapranasoma. En efecto: de cada gota de sangre vertida por el gigante muerto salió un nuevo gigante. Y con cada titán que Chantapranasoma destruía ocurrió lo mismo. Desesperado, el héroe replegóse. Todos los hombres oraron entonces a la Divina Diosa Kali para que los ayudara a librarse de esta amenaza. Y la Divina Diose Kali se reveló en un sueño a Chantapranasoma y a él le dijo: «Sólo hay una forma de librar a la humanidad de esa raza titánica y enemiga. Toma una cuerda de seda y estrangúlalos. Uno por uno. De tal forma no se derramará sangre y el hechizo racial quedará roto». Así lo hicieron Chantapranasoma y otros héroes y al tiempo todos los gigantes habían desaparecido. Entonces, desde aquella época legendaria y como homenaje a la Divina Diosa Kali, libertadora de los hombres, sus adoradores, cada tanto, le sacrifican víctimas. Éstas deben ser estranguladas. Ni una sola gota de sangre habrá de verterse en la ceremonia. Jamás deberán faltarle víctimas a la Diosa; por razones de agradecimiento, en primer lugar, y además, para que los titanes no vuelvan.

La tía de turno oía la maravillosa narración completamente fascinada, como toda vieja que oye cuentos extraños, sin imaginarse que el asunto la afectara de alguna manera. Entonces el gordito, corriéndose detrás del asiento de ella le decía (mientras, disimuladamente, sacaba la chalina de seda): «Voy al baño y vuelvo, tiíta». Cruzando sus brazos, con la seda bien tensa entre sus puños, gritaba: «¡¡Kaaaliii!!». Antes que la pobre vieja pudiera volverse o intentar alguna defensa apresábale el gaznate con la cuerda sacrificial. Así liquidó a las cuatro en una sola noche.

Ya en su casa el nuevo sectario se dijo: «Esto es bueno como aprendizaje, pero la Diosa puede ofenderse por el hecho de inmolarle nada más que ancianas. Es necesario buscar primicias. Víctimas jóvenes. Puedo empezar con mi vecina. Recuerdo esa película con la actriz Grace Kelly (Encaje de medianoche, me parece) donde su marido intenta estrangularla y ya la tiene media refocilada del todo en un diván, con el cuello enroscadísimo, la pollera levantada hasta más arriba de las rodillas, todo sumamente erótico… Sí. Mi vecina. Yo creo que… Además nadie me podrá acusar de plagiarlo al Estrangulador de Boston. Ya me imagino los diarios: EL TUG VUELVE A GOLPEAR. Sí. Mi vecina…». En ese mismo momento cayó La Ley y se lo llevó pa’siempre al manicomio.

Sotelo vio a Chacón que, con una pava y un mate en las manos, visitaba al gordito tug. Chacón, deteriorado y hermético, le iba diciendo mientras cebaba: «Che, gordito (el otro no pareció ofenderse en absoluto por el apelativo): allí en Rawson, donde yo estaba… Primero vino el oficial principal Palavencino. Ahí estábamos con Lucio, con Evaristo… todos tomando mate. Después vino… Mabel. Vino el teniente primero Mabel y dijo: “¿Qué estás haciendo vos, hijo de puta?”. “Naaada señor… ¿No ve que estamos tomando mate?”. Entonces Mabel nos pegó una patada en el culo a cada uno… Ya está. Ya estuvo. Al calabozo. Lo metieron». El tug se ríe: «Qué malos que fueron con ustedes, ¿no Chacón?». «Pero te voy a decir. Ahora las cosas cambiaron mucho. Sí. Allá en Rawson demolieron la muralla. Ahora, si vos querés… Ahora no es como antes. Cualquiera puede salir. Sí. Al principio se escapaban de a miles cuando voltearon la muralla. Ya están todos adentro de vuelta. No hay agua, no hay liebres. Pura pampa. Solos volvían. Ya está. Ya estuvo. Los meten. Los metieron. Los meten aquí. Recuerdo a… muchos compañeros del penal de Rawson. Me acuerdo… Quinto Plumón Pugio. Oscar Alberto Masa Esnaola, Pedro Aníbal Pinto… todos con condenas de… cincuenta años, treinta y cinco, cuarenta y dos años…». El tug carcajea divertidísimo: «¿Cincuenta años?, ¿pero qué: les tiraron con el Código en la cabeza?». «Según. Ahí teníamos a Jorge Vidal… a Bienvenido Ocote Soria, o al Tomasín Castillo, sin ir más lejos, todos con condenas de ciento quince años, noventa y nueve. Doscientos años…». El gozo del tug alcanza nivel de orgasmo: «¿Noventa, doscientos años? ¿Pero qué hicieron para que les den tanta condena? Es imposible. ¿Cómo les van a dar tanto?». Chacón —que a veces ponía cara terrible y amenazante, aunque en realidad era un pobrecito absolutamente inofensivo, sólo peligroso para sus fantasmas, masculló entre dientes: «Sí. Vos reíte, nomás. Chileno’e mierda. Ya vass-a ver lo que es bueno. Hacete el picaro». El tug comprendió que la bronca no era con él y se sirvió el mate que Chacón le tendía. Comentó, más que nada para decir algo: «Bueno, amigo Chacón. No lo tome así», y tornó su vista a Sotelo, que los observaba por encima de las paredes petisas, para lanzar a éste un guiño de inteligencia. Luego le propuso al gordo: «Oiga, compañero, usted no tiene ranchada, ¿no quiere venir a tomar mate con nosotros?». El gordo aceptó porque tenía unas ganas bárbaras de tomar mate y se fue al sector de Chacón. No bien entró, la maldita voz dijo pensando en el tug: «Soy puto. Él es puto. Entre putos cómo no nos vamos a entender. A este gordito le hago el culo. Él es puto. Me lo cojo fácil. ¡Ja, ja, ja…!». Como si lo hubiera oído, el tug, que esbozaba una sonrisa de bienvenida, se puso serio. Muy serio. Sotelo se aterró. «¡Me escuchó! ¡Todos me escuchan! ¡Me van a matar y con justa razón!». El tug sacó la pava de manos de Chacón y sirvió él mismo un mate. Le dijo al gordo extendiéndoselo: «Tome, caballero». Esta palabra, caballero, no auguraba cosas buenas. En su vida Sotelo había escuchado algo tan amenazante. Se sirvió y, al tomar, la voz parloteaba y jodía jodiendo: «Así, de esta misma y precisa manera, este gordito me la va a chupar dentro de poco. Este gordito amoroso. ¡Ja…!». El tug lo miraba lleno de odio, violeta de furia. La voz, imprudente, continuaba enloquecida. «Vamos, gordito lindo, no simules, si todos sabemos que vos sos un degeneradito. Entre pieles sucias y roñosas no entendemos. Si vos mataste a esas pobres viejas porque sos un cobardón. A que no me matás a mí, a Sotelo, un escritor, un intelectual. Un hombre. A que no te animás». Al gordo le temblaban las manos y, en el borde de la desesperación, intentaba dialogar con la voz: «Escuchá: estos tipos, éste y todos, son peligrosísimos. Nos van a matar. Callate, por favor». «Bah, qué tanto miedo —replicaba la voz, muy suelta de cuerpo—. Yo no temo porque soy puto. Los putos no tienen miedo. Nos van a matar, claro está. Pero antes nos van a coger y eso será ma-ra-vi-llo-so. Maravilloso. Éste es un gordo asesino sucio que asesinó a sus tías. Yo lo denuncio. Me da asco. En este lugar todos son asquerosos…». «¡Callate, por favor, dejá de provocar o nos destripan!». La voz, a los gritos por todo el pabellón: «¡En este lugar toda la gente es despreciable! No hay uno solo que haya estudiado. Gente vulgar, que le dicen. Además cuento con una muy precisa información. Estoy perfectamente enterado de que todos ustedes cogieron a sus madres. Mueran las madres, mueran, mueran. La madre es el receptáculo de todas las inmundicias. La última ramera del mundo es preferible a la mejor de las…». «¡Callate, hijo de puta, callate, no te autorizo…!». «Si alguien escucha una sola palabra de todo esto que lo crea porque es todo cierto. Señoras y señores, yo voy a explicarles. La madre, considerada como ser biológico y sexual, es un ser abominable, reptilesco, bueno para nada, que…». Sotelo, en su angustia infinita pensaba: «Puede que estos tipos no entiendan. Como está usando un lenguaje demasiado culto, quizá…». La voz se cagó de risa: «¿Qué no entienden? Claro que entienden. No cazan algunas de las palabras, pero sí el sentido general. Saben que estás insultado a sus madres, a quienes veneran. Mirálos». Y era cierto: todo el pabellón estaba conmovido. Hasta los tipos más endurecidos del mundo tienen a sus madres en un altar. Si Sotelo hubiese dicho aquello a viva voz lo habrían matado al instante. Como las frases eran telepáticas aún aguantaban. El gordo no sabía, eso sí, por cuánto tiempo. «De Quevedo les impide hacer lo que tienen ganas: cocinarme a puñaladas. ¿Pero qué va a pasar cuando a él se le gaste la fuerza? Cada vez las exigencias energéticas son mayores porque la voz se desata más. El otro crece. El otro, el Anti-ser. El Anti-ser, que soy yo». Xisto lanzó una horripilante carcajada triunfal: «Bueno mi amigo. Ya lo decía yo. Nadie puede controlar lo incontrolable. Se creen que es cuestión de rogar. Aquí las rogativas son vanas. Al pedo es. Se acerca. La hora de la verdad está próxima. Ahí los quiero ver a esos dos, que hace rato se me vienen escapando. Creen que pueden venir a mi casa, a mi casa nada menos, a desafiarme. Pero pobres infelices».

Sotelo miró la cara del tug, cerrada a la amistad para siempre. Se había ganado un enemigo mortal de la manera más gratuita.