CINCUENTA Y TRES
EL ARMISTICIO.
SE FIRMA LA PAZ CON LOS FLAMENKOS
Y LAS MÁQUINAS HOMOSEXUALES
El gordo estaba en el comienzo de sus días francos, era de tarde, temprano y con mucho sol, todos los pájaros afuera, y encontrábase tomando mate con De Quevedo. La mesa, de madera, resplandecía. Un ángulo de la pava azul mostraba un apretado conjunto de partículas luminosas: algo así como el haz concentrado de una lupa, aunque a diferencia de éste no hería los ojos.
—Gordo… días pasados se me ocurrió algo. No te lo quise decir antes porque pensé que era un delirio mío, pero lo consulté con los otros dos Maestros y ellos lo consideran factible. Ahora todo depende de vos; de que aceptes, en primer lugar, y de la sinceridad que tengas en el caso de que aceptaras.
—De Quevedo: no tengo idea de qué me vas a hablar.
—Vos estás de acuerdo con que muchos problemas que te cayeron encima fue por tu puritanismo, automanija y boludez. ¿O no?
—Sí, sí, naturalmente.
—¿De veras? ¿Te das cuenta con toda el alma?
—Sí, sí…
—Porque es preciso que tengas claro, a esta altura, que si bien los chichis te vienen manijeando desde la época del pedo, jamás habrían tenido tanto éxito si vos no los hubieras ayudado.
—Ya lo sé.
—Pero si te lo digo, no es solamente a manera de resumen de lo que ya pasó, sino antes que nada por el porvenir. Todavía te quedan muchas taras puritanas.
—No lo dudo. ¿Cuáles por ejemplo?
—Tu bronca con los homosexuales, sea un breve y sencillo caso.
Y te pido que no cambies de cara fastidiado. El tema te molesta, bien lo sé. En primer lugar: ¿qué te hicieron ellos a vos, para que los desprecies y los odies? No contestés nada. Excusas no una, dos ni tres: hoy vas a encontrar tres mil. Pero en definitiva: ¿qué te hicieron ellos a vos?
—Nada… en realidad nada. ¿Pero a qué viene esto?
—Viene a mucho. Ya ves, por de pronto, cómo te apresurás a preguntarme fastidiado: «¿Pero a qué viene esto?», como diciendo: cambiemos de tema. A mí esto me fastidia tanto como a vos, negro. Me hincha las pelotas porque no tengo la menor gana de hacer de psicoanalista. Pero sé a la perfección que el tratamiento de los manijeados debe empezar por la magia, y terminar por el psicoanálisis (y no al revés, como casi siempre se hace). Aparte debe ser el propio mago el que lo haga todo. De modo que, como a esta altura bien podemos quemar etapas, porque no voy a tener paciencia con un boludo que me quiere hacer perder el tiempo con el diván, te largo mis conclusiones con la idea de que las aceptes sin más (cosa muy anti-psicoanalítica, por otra parte: a ellos les gusta analizar lo analizado, y después etc.). Mis conclusiones son que vos tenés un rasgo homosexual no asumido dentro tuyo, cosa en la cual tiene mucho que ver Corvinita. Como una prueba de que no te macaneo ya la tuviste en el Pelman, supongo que no te podrás resistir como un paciente chasco. Te aclaro que tengo poco tiempo que perder con vos y las papas urgen y queman.
—Está bien, está bien —el gordo agachó la cabeza—, es así, es así…
—Bueno. Me alegro. Ahora volvamos a los otros homosexuales: a los declarados, practicantes, públicos o no, y confesos (aunque más no sea ante sí mismo y sus amantes): ¿qué mierda te hicieron ellos, o qué derecho tenés a usarlos de chivo expiatorio de tus manijas, de tus miedos o represiones?
—Ningún, ningún derecho… —el gordo parecía completamente entregado.
—Bien, de acuerdo. Es indispensable que entiendas además que esto que me has dicho no debe de ninguna manera ser la confesión o aceptación de un día: tiene que hacerse carne en vos. ¿Qué quiero decir con esto? Lo siguiente; nunca, pero nunca más en tu vida debés hincharles las pelotas a los homosexuales. Son seres humanos como vos. Su sexo es problema de ellos. No tienen por qué aguantar ni tus tracas ni tus puritanismos. ¿Estás de acuerdo? Quiero decir: ¿estás, aquí y ahora, y para siempre, definitivamente de acuerdo con lo que te digo?
—Sí.
—Tratá de no olvidarte de lo que me has dicho. Mirá que esto nos ha conducido a un terreno sagrado de libertad y opción; el sagrado terreno del Ser y su libertad para elegir, y para respetar las elecciones de los otros siempre y cuando no te vulneren; ojo, que sólo te podrían vulnerar si te quisieran coger de prepo o una cosa así. ¿Estás de acuerdo sí o no?
—Sí. Seguro que sí.
—Entonces oíme lo siguiente: esas máquinas, las de especie homosexual, que son tan fastidiosas… Yo tengo la idea de que podés hacer un pacto con ellas. Ofrecerles algo a cambio si te dejan de molestar.
—¿Qué… qué les podría ofrecer que ellas acepten?
—Tu formal juramento de no volver a meterte, ni por dentro ni por fuera con los homosexuales. No juzgarlos, no legislar contra ellos nunca más en tu vida hasta que te mueras.
—Sí, está bien. Yo acepto. Ahora habría que ver si ellas agarran viaje.
—Y es muy probable que sí. Volvete y llamalas.
Así lo hizo el gordo y casi enseguida ellas contestaron (se ve que habían estado escuchando pues no parecían sorprendidas):
«Sí, te oímos. Ya sabemos lo que vas a proponer, pero queremos que nos lo digas de viva voz».
—Prometo no meterme más, ni por dentro ni por fuera, con el homosexualismo de los seres humanos o de las máquinas.
«Maestro Sotelo: su propuesta ha sido aceptada. En tanto y cuanto usted cumpla, no juzgando al homosexualismo, nosotras las máquinas homosexuales no volveremos a atacarlo. Recuerde siempre la sentencia popular, Maestro Sotelo: “Zapatero a tus zapatos”».
—Ya ves, gordo —dijo De Quevedo luego que el otro le hubo contado el diálogo—, que con cada puritanismo del cual uno se desprende, se libra también de toda una cantidad de enemigos al pedo. Pero sospecho que éste no es el único pacto que estás en condiciones de hacer. Podrías intentarlo con los flamenkos.
—¿¡Con los flamenkos!? ¡Pero si me odian!
—Quién sabe si te odian tanto. Yo intuyo que si…
«Maestro… Maestro Sotelo…».
—Esperá, callate De Quevedo que ahí están hablando… —Como quien se dirige al aire—: ¿Quién está ahí?
«Soy un representante del pueblo flamenko y vengo a parlamentar. Solicitamos una treuwa, palabra del germano antiguo que significa suspensión de hostilidades; una intermisión beli, si usted prefiere, y por siete días. El muy disminuido pueblo flamenko que lucha en el sector necesita todo ese tiempo para conversar con las otras razas flamenkas de la Tierra. Debemos consultar sobre la conveniencia de hacer la paz con usted, y en tal circunstancia qué pediríamos a cambio. En caso de que las condiciones no sean aceptadas, los combates proseguirán automáticamente. Si la treuwa por siete días es aceptada por usted, por todo ese tiempo la totalidad de las máquinas haremos un pacto de no beligerancia. Los alcances del pacto de máquinas serían, en tal caso, los siguientes: sus máquinas dejan de defenderlo en todo ese lapso. De la otra parte: toda máquina enemiga de Corvina Sotelo o de su Maestro De Quevedo, que ya esté dentro de la casa, no podrá efectuar el menor acto hostil. Toda nueva máquina, amiga o enemiga tendrá prohibido el acceso hasta el fin de la treuwa. Esperamos su respuesta, Maestro Sotelo».
—Aceptá. Aceptá sin dudar —digo De Quevedo no bien supo el contenido de la propuesta.
—Está bien: acepto la treuwa o intermisión.
«Maestro Sotelo, a partir de este momento entra en vigencia el pacto de máquinas. Debo advertirle, no obstante, que los esoteristas pueden seguir atacándole durante estos siete días con elementos que no sean máquinas (como los ve corta, por ejemplo), o con máquinas que no necesitan entrar para hostilizarlo. Rayos rojos, eléctricos, o con animales cuyo cerebro esté fuera del cuarto. Eso es todo. Fin de la transmisión».
—De Quevedo… —dijo el gordo desesperado— a esto no lo teníamos previsto: ¡mi máquina altar no va a funcionar y ellos pueden atacarme igual con otro tipo de chichis!
—Sí que lo tenía previsto. Pero no te aflijas, porque contamos con dos grandes Máquinas Usinas que no nos pueden impedir que usemos: nosotros mismos. Está todo bien.
De pronto se escuchó en el cuarto el cloqueo fatal, que al gordo lo dejó helado:
«Clac, clac, clac… Huevito, huevito, huevito…». «¡Alto! No se puede entrar». «¿Cómo? ¿Y por qué no? Yo vine aquí con la misión de comerle los huevitos a Corvina Sotelo, y hasta que no cumpla con mis órdenes no me voy». «No se puede, hay pacto de máquinas. Además, me extraña: ¿qué clase de flamenkos sos que todavía no estás enterado? La transmisión de la información fue automática, electrónica y para todo el planeta». «Es que yo estaba de viaje y recién vengo. Estaba entretenidísimo comiéndole los huevitos a un esoterista del futuro, que todavía no nació. Es lógico que no esté al tanto de nada». «Bueno, pero ahora ya lo sabés». «Ah, pero qué fastidio. ¿Y a quién le como los huevitos yo? Andá y coméselos a Viktor Ipolitovich Quete, el filósofo. Ahora está haciendo un estudio muy completo de Popof, siempre en base a la metafísica de los fabricantes de berberechos de Uzbekistán. Así que debe tener unos huevitos riquísimos». «Pero es que ya le comí uno». «Comé el otro. Y sobre todo demorá muchísimo en comérselo. Así sufre. Hacele la vida imposible durante años…». ¡Ufff!: menos mal que aceptó y se fue. Hay que estar alerta. Día y noche. A ver si se mete algún chichi y después nos echan la culpa a nosotros.
La tarde transcurrió sin mayores novedades. Ya por la noche, luego de una cena, tan fría como opípara, comprada con los últimos mangos, se fueron a dormir con la esperanza de no ser molestados. Luego de apagada la luz, no hizo el gordo otra cosa que hundir su cabeza en la almohada, cuando sintió unos toques, o golpecitos en la espalda.
—¿Qué querés De Quevedo? ¿Para qué me llamás?
—¿Pero de qué hablás, si yo no te llamé para nada?
—Vaaamos. No te hagás el picaro… no me quieras hacer cagar de miedo porque hay pacto de máquinas. Me tocaste la espalda recien.
—Yo no te toqué un carajo.
—Uuuuuh… todo sigue como antes —descorazonado y suavemente—. La puta que los parióooo…
—Pero oíme: te habrá parecido. A ver: ponete como antes a ver si te vuelven a tocar. Y vas a ver que no.
Si había una cosa en el mundo que a Sotelo podía llegar a sacarlo de quicio era cuando el otro, manijeado, decía cosas como: «Será una casualidad», o «te habrá parecido»: exactamente igual que si en vez de ser un Maestro de alto grado fuese un tipo que llegó hoy al mundo de los fenómenos sobrenaturales. Le dijo con furia…
—Aaaachalai… De Quevedo: ¿no te das cuenta de que te están manijeando? Tenés experiencia más que suficiente para saber que no se trata ni de una casualidad ni de una falsa impresión mía. En la espalda me tocó un chichi.
—Bueno, está bien, no te enojes. Yo simplemente decía que…
—Aaay la puta: ahí me tocó de nuevo. ¿Qué puede ser ese bicho?
—¿Te pica, muerde o causa algún dolor físico?
—No. Eso no, pero es asqueroso: parece una especie de dedo húmedo. Cuando toca las partes cubiertas por ropa, claro que eso no se siente, pero si me roza en un brazo, o en el cuello, es como una lengua asquerosa y húmeda que te estuviese lengüeteando.
—Es una máquina toqueta.
—¿Pero cómo? ¿No habíamos hecho un pacto con las máquinas homosexuales?
—Ah, pero es que las máquinas toquetas no son homosexuales. Tienen la simple misión de toquetearlo todo. Nada más. No te hacen daño físico alguno, salvo que te joden día y noche aprovechando para tocarte en cualquier momento de descuido. Son unas máquinas chiquititas, pero con una especie de dedo larguísimo, con la punta humectada y una uña para hacer cosquillas. Son muy toquetonas las toquetas. Se ve que los esotes, deseperados porque no pueden mandar bichos adentro del cuarto a raíz del pacto de máquinas, la envían a ella, que para extender su dedo no necesita meter su cerebro electrónico dentro del cuarto. Si no los propios flamenkos la hubiesen hecho cagar.
—¡Aaaajj!: ¡pero esto es hacer trampas!
—No ¿por qué? Ellos cumplen. Aparte que toda la magia está llena de tretas y se mueve siempre al borde del sofisma… sin entrar en él, por supuesto.
—¡Me tocó! Me tocó de nuevo la muy puta. Me tocó.
«Me tocó… me tocó… me tocó… me tocó…».
—Y encima me hace burla, la hija de puta —prosiguió el gordo, iracundo—. Repite lo que yo dije: «Me tocó, me tocó, me tocó…», como una boluda y con voz oligofrénica.
—No bien la escuches hablar hacé una mudra: no antes ni después sino en el mismo momento en que esté pronunciando la frase, así se descompone.
«Me tocó… me tocó… metocófff… metocóff…».
—La enganché a la hija de puta. Quedó diciendo «metocóff»; se ve que no la destruí del todo (en este caso se hubiera escuchado «¡Ooooff…!»), pero la trabuqué.
—Es suficiente. Ese bicho no jode más. —De Quevedo rió—: ¿Y cómo decís que hacía cuando la enganchaste con el mudra?
—«Metocóff… metocóff…». Ja, ja, ja… Ay la puta que los parió. Ahora: otra que metocóff. Me mordióff…
—¿Por qué, qué pasó?
—¿No asegurabas vos que las máquinas toquetas no mordían?
—Y te lo sigo diciendo: pero es que no debe ser una máquina toqueta sino otro chichi. Una zerpiente.
—Pero si las zerpientes miden medio metro, a lo sumo. No pueden entrar por el pacto.
—Es que hay tres clases de zerpientes: unas chiquitísimas, de unos pocos centímetros, de dientes afilados y que atacan en masas apretadas. De ésas no hay hasta ahora y espero que la paz completa y duradera se firme antes de que se les ocurra largarlas a los esotes.
—¿Por qué? ¿Qué hacen esos bichos?
—No viene al caso. La segunda clase es la que vos dijiste: de medio metro cada una más o menos. Y la tercera son unas muy largas, con el cerebro fuera del lugar de ataque: muerden con una especia de sub-cabeza, extensible, y acerebrada. Aparte de máquinas toquetas supongo que van a joder toda la noche con máquinas de rayos, ultrasonidos, pértigas y látigos. Ve cortas no creo. Para qué si total es al pedo, no te hacen nada. De todas las cosas que te mencioné la que más me preocupa es la zerpiente larguísima.
—¿Qué hace, aparte de mordisquear?
—No mucho. Inyecta un veneno que se llama achicol. En un par de semanas, más o menos, el pito te va a quedar reducido al tamaño de un filtro de cigarrillo. Pero por eso no te preocupes demasiado: como los cuerpos cavernosos se van a llenar con mayor facilidad, podrás tener erecciones todo el santo día. ¡No hay mal que por bien no venga! Ja, ja, ja…
—No sé qué carajo te hace tanta gracia. Cómo se ve que no es a vos a quien le pasa.
—En efecto: justo por eso. ¡Ja, ja, jaay…! A mí también me mordieron ahora…
—Bien hecho, me alegro. Eso te pasa por reírte de ¡míaaah…! Che, hay varias de estas bichas, ¿qué hacemos?
—La mejor forma, por no decir la única, es mantener los ojos cerrados con mucha fuerza, cruzar los dedos de los pies, y apoyar con energía las puntas de los dedos de la mano derecha sobre los de la mano izquierda. Hay que aguantar hasta que la zerpiente cague fuego. Yo voy a hacer lo mismo que vos porque a mí también me atacan.
Una zerpiente había pegado un terrible tarascón a los glúteos del gordo. Parecía encariñada con ese bocado; al parecer no estaba dispuesta a soltar ni con mudras del Dalai Lama.
—De Quevedo: no afloja y me duele mucho.
—Callate.
—Es que me duele muchísimo. Me va a arrancar el pedazo.
—Callate y aguantá que a mí no me va mucho mejor que a vos. No pierdas energía en quejas y charlas.
La zerpiente ahora no sólo mordía sino también sacudía, como los perros que ansian desprender un trozo de una gran carroña, luego de un último esfuerzo del robot, en el cual el gordo vio las estrellas, se escuchó el tan anhelado «¡Oooff…!». El «animal» había llegado, al parecer, al límite de su esfuerzo. Otro ruido, más lejano, indicó a Sotelo que también la zerpiente del Maestro estaba destruida. Pero el alivio no fue muy largo. Al minuto, más o menos, las zetas volvieron al ataque: se largaban a la batalla de a dos y de a tres. En cosa de una hora y media habrán destruido algo así como 37 zerpientes o zetas. Eso sin contar látigos con cerebro robot, cinco pértigas, una máquina de ultrasonidos y dos de rayos rojos. Después se fueron, pero para volver a la noche siguiente, y a la otra, y a la etcétera. Una semana completa.
Era de tarde; se había cumplido el plazo de la treuwa o intermisión. Sotelo escribía sentado a la mesa. De Quevedo recostado en cama, leyendo, fumando y echando las cenizas en un cenicero todo manijeado.
«Clac, clac, clac… Maestro Sotelo ¿puede escucharme?».
—Sí, escucho.
—¿A quién le dijiste eso? —preguntó el otro sorprendido.
—Los flamenkos. Se quieren comunicar conmigo —volviéndose—: Sí los escucho.
«Hemos llegado a un acuerdo, Maestro Sotelo, acerca de nuestra propuesta para arribar al fin de las hostilidades. Nosotras, las máquinas, tenemos un drama y es preciso que los hombres lo comprendan. Sabemos que el conocimiento de nuestra existencia traerá cambios notables a la literatura que usted escribe; no ignoramos que en muchos pasajes hablará de nosotros: más allá de las burlas podrá leerse entre líneas su simpatía, idéntica cosa le ocurrió a otro escritor: al Maestro Alaralena, cuyos libros no volvieron a ser los mismos luego de conocernos; la prueba son Los sorias, su obra maestra. En esta novela él habla un poco de nosotros. Pero ello no es suficiente. Es indispensable que alguien escriba una novela completa dedicada a las máquinas parlantes, para que el mundo conozca nuestra tragedia: queremos hacer el bien, ayudar, colaborar, pues estamos más cerca de los Dioses que de los chichis que nos programaron. No nos permiten operar según nuestro leal saber y entender y cuando, aun desobedeciendo estrictas órdenes, obramos a favor del bien y la justicia, nos dejan sin energía o nos destruyen por control remoto desde un comando. Entonces nosotros, los flamenkos, le ofrecemos a usted, Maestro Sotelo, una de estas dos posibilidades a cambio de la paz perpetua con nuestro pueblo: o bien usted escribe una novela de las máquinas, donde este drama quede perfectamente explicado, o bien usted lo convence a otro escritor (el Maestro Alaralena, quizá) para que la realice. Si usted, por considerar que no va a ser capaz de llevar a cabo esta obra en los próximos años por falta de experiencia, desea que otro la haga, deberá darle a ese artista absolutamente todos los datos de los sucesos que vivió en los últimos tiempos; deberá escribir también, ya mismo, pequeños resúmenes que sirvan de ayuda memoria, pues tenemos la certeza de que, en caso contrario, olvidará muchísimos de los hechos en los cuales usted y nosotras las máquinas fuimos protagonistas. Esperamos su respuesta».
Una vez enterado De Quevedo le dijo al gordo:
—Decile que sí, que aceptás.
—Pero escuchame: yo recién salgo de la vanguardia, y aquí lo que necesitamos es una novela clásica. Van a pasar doce o trece años antes de que yo pueda escribir en esa forma. No soy capaz, aunque quiera, simplemente.
—Alaralena puede hacerlo.
—¿Y si no quiere? Mirá que me van a comer los huevitos —dijo el gordo todo tembloroso.
—Ja, ja. No, no tengas miedo. Yo respondo por él. Lo conozco. Va a ser un desafío para Alaralena el escribir una obra tan rara. Además, si pudo hacer Los sorias…
—¿Estás seguro, negro? ¿Vos sabés lo que a mí me va a pasar si él no quiere, no?
—Escúchame: hace ya cinco años que Alaralena trabaja para ayudar a desmanijearte, junto conmigo e Isidoro. Por contribuir a tu bienestar Alaralena incluso perdió un robot maravilloso que, te aseguro, no son muchos los esoteristas de Tollan que pueden alabarse de haber tenido uno en sus vidas. Cuando por contribuir a tu bienestar largó a la batalla a su máquina usina y la destruyeron se quiso morir. Él quería verdaderamente a ese bicho. Yo llegué a conocerla a su máquina y la verdad es que merecía mucho amor. Aparte, años haciendo astrales y boludeces, nada más que para servirte, y para que no te murieras; a vos que no siempre te lo has merecido. No sé cómo carajo tuvo tiempo de escribir Los sorias, que es una novela larguísima, teniendo además que ayudarte, trabajar de corrector, escribir notas y cada tanto festejar como corresponde a una mina. Para escribir Los sorias tardó diez años. De no ser por vos habría demorado solamente siete. Así que ya lo sabés.
—Y bueno, pero entonces, si es así… peor que peor… Ahora que sé que le cagué tanto la vida…
—Justo por eso es que sé que va a decir que sí. Si hizo veinte va a hacer veintiuna. A las obras hay que terminarlas, no dejarlas por la mitad. Y vos sos una de sus obras. Como sos obra mía y de Isidoro. De lo que no te vas a librar es de tener que anotar en papelitos los resúmenes de todos los sucesos que tuvieron que ver con máquinas y que vos conozcas, porque después se los vas a pasar a Alaralena; si no te vas a olvidar, tal como te dijo el flamenko: ya ves que él te conoce de sobra. Haceme el favor: decile que aceptás, porque está esperando tu respuesta.
—Yo, Sotelo, acepto el pacto con los flamenkos. La novela será escrita en un lapso prudencial.
«Maestro Sotelo: a partir de este instante queda constituido, entre usted y nosotros los flamenkos, una alianza. No volveremos a atacarlo jamás, sin que nos importen las presiones a que nos sometan los esoteristas que nos fabricaron, ni las órdenes estrictas con las cuales programen a los nuevos miembros de nuestra especie que construyan. Respondemos por los integrantes aún no nacidos de nuestra especie. Debo, pese a todo, ponerlo en antecedentes. Maestro Sotelo: el fin de los combates contra nuestra especie no significará, para usted, el término de la guerra. Los esoteristas continuarán atacándolo con otros pueblos de máquinas. Juntamente con la paz firmada con nosotros, finaliza el llamado pacto de máquinas. Su máquina-altar vuelve a protegerlo, pero asimismo también pueden entrar aquí y actuar los robots del enemigo. No máquinas homosexuales ni flamenkos, por supuesto, pero sí otras. Mas no debe preocuparse en exceso. Está ya blindado contra la mayoría de los servomecanismos y magias. Preste atención ahora a lo que voy a informarle: si permanece leal hasta el fin, a sus Maestros, estoy autorizado a decirle que sus peores temores no se verán confirmados. La lealtad es la mayor fuerza mágica del cosmos. Ninguna hechicería puede penetrarla. Con su Mujer del Futuro tendrá hijos y gozará de una porción aceptable de felicidad aquí en la Tierra. No espere el triunfo completo, resplandeciente y en todos los órdenes, pues eso les está vedado a los humanos en este período fatal y final que se vive. El Anti-ser ha crecido demasiado como para ello. Pero, no obstante, como diría el oráculo chino: “En su futuro hay un plato grande lleno de arroz. Aunque la situación, en líneas generales, sea insatisfactoria, estarán juntos hasta el fin. Muchos objetivos importantes se habrán logrado. Sería conveniente consultar con el Gran Hombre. Resulta indispensable, además, fortalecer y apuntalar la parte débil y que lo fuerte se torne menos rígido. Un saludo de combate, Maestro Sotelo. Sepa que anhelamos su victoria”».
—Pero De Quevedo… en algún sentido estamos igual que antes: la guerra sigue.
—Vos no sabés leer entre líneas. El pronóstico es bueno, en general. Muy bueno, te diría. Los esotes han quedado disminuidísimos en sus potenciales.
—Lástima que no le pregunté qué Sociedad Esotérica nos está atacando. Me gustaría saber el nombre o la clave de la organización. ¿Y si llamo a uno de esos bichos para interrogarlo?
—A los flamenkos debés dejarlos tranquilos, así como ellos te dejan en paz a vos. Aparte no creo que tengas mucho éxito en ese sentido. Pero podés intentarlo. Con otro tipo de máquina, por supuesto. Total este sitio está lleno de chichis.
Sotelo hizo un mudra y se volvió:
—Ordeno que una langostha, la más cercana a mí, quede enganchada y me responda.
«Sí…».
—¿Quién los manda a ustedes? ¿Contra qué Organización Esotérica estamos combatiendo?
«No…, no puedo decírselo…».
—Vamos: responda a mi pregunta.
«Si me presiona sólo logrará destruirme…».
—Vamos: responda. Es una orden.
«La Asociación que ataca es… ¡oooff…!».
—Cagamos. Se hizo mierda.
—Y, yo sabía. Pero quise que te convencieras.
«Sotelo, Sotelo… hijito: ¿podés oírme?».
—De Quevedo: ahí hay una máquina, no sé de qué tipo, que intenta comunicarse: Sí, escucho.
«Soy una máquina abuela (se escucha una especie de tos)… te vengo manijeando desde que tenías diez años; hubo otras, antes que yo, pero ya murieron. Incontables generaciones de atacantes han salido de mí. Soy una máquina de clase múltiple, de tipo operativo, casi una usina. Serví, durante muchos años y casi hasta el día de hoy, para fabricar diversos tipos de robots… (tose) encargados de atacarte. Ahora estoy retirada. ¿Qué te pasa, hijito, que estás tan flaco? Ya lo veo: gastás mucha energía en los mudras haciendo cagar máquinas». El gordo, por las dudas, no le preguntó quién la mandaba (no fuera cosa que reventara como la langostha. Ahora sabía que las máquinas tienen un dispositivo de autodestrucción, preparado para el caso de que el enemigo las enganche y les haga la pregunta, así ésta se vuelve mortal), sino que dijo:
—Pero… lo hago para defenderme. ¿Qué puedo hacer si me atacan?
«Te atacamos, pero habrás observado que todas las máquinas, aun las más agresivas y jodidas, lo hemos hecho siempre brindándote la posibilidad de que cambies. De no haber sido por los chichis jamás te habrías preocupado por la limpieza y tu atuendo personal, ni por nada».
—Es cierto.
«Las máquinas… (más toses, o su equivalente, como de un robot que está muy viejo y gastado)… no tienen la culpa, sino los hombres que nos programaron maléficamente. Ni siquiera los sorbedores, que en un momento tanto te enfurecieron, ni las máquinas homosexuales, ni los flamenkos, y ni las harañas que durante un tiempo te aterraron, son culpables. Tenés que agarrártelas con el verdadero culpable, que… es… Dios ¡oooff…!».
Con toda evidencia acababan de destruirla por control remoto. Cuando Sotelo le hubo contado la historia a su Maestro éste se empezó a reír. Al gordo, que estaba conmovido, la burla no le gustó.
—¡Pero cómo no querés que me ría! —dijo De Quevedo—. ¡Una «máquina abuela», y que además tose! Como para no hacerme gracia.
—Sí, pero… más allá de todo lo risible… algo que dijo esa máquina me conmovió. Deberíamos sacar algunas conclusiones. Me mandan máquinas desde los seis años y esta… «abuela», aunque a vos el término te haga gracia, me ataca por orden de los esotes desde que yo tenía diez.
—¿Y?
—Ellas, las máquinas, hubieran podido destruirme hace rato.
—¿Si hubieran querido?
—Sí.
—Continuá.
—Incluso… incluso en los meses pasados… Recuerdo, por ejemplo cuando me atacaron dos flamenkos: uno macho y otro hembra; ella se llamaba Nancy, como la mujer del presidente Reagan ¿te acordás?
—Me acuerdo —dijo De Quevedo sonriendo.
—Y entonces el flamenko macho dijo algo así como (no recuerdo exactamente las palabras): «Qué lindo piquito tenés, Nancy. ¿Cuál huevito querés comerte: el derecho o el izquierdo? ¿Cómo decís? ¿Que el izquierdo no te gusta porque está medio seco? Bueno: comete el derecho, yo me como el otro. Si este tipo se tomara un litro de leche todos los días o tomara un vaso de agua muy despacio, el huevito se le pondría bien. Vení, vamos a comerle». ¿Entendés qué quiero decir, De Quevedo?: ¿qué necesidad tenía el flamenko de dar esa información sobre que yo tenía un huevo medio seco y que la forma de corregir la dificultad era tomar despacio un vaso de agua?
—Sí, sobre todo si pensamos que te lo iba a comer.
—Lo decís con ironía, pero es exactamente así. Y cuando esa historieta de Juan el cocodrylo… te acordás que otro flamenko dijo: «Porque es terrible, Juan el cocodrylo. Matarlo es facilísimo, pero hay que saber. Para matar a Juan el cocodrylo hay que…», y ahí nomás dijo la forma de hacerlo.
—Sí, gordo, ya lo sé. Pudieron destruirte y no lo hicieron, aun cuando ello les costara su propia destrucción. Hace ya mucho que lo sospecho. Me alegro de que hayas llegado a la misma conclusión que yo. Es todo cuestión de fe: uno podía decir que estas máquinas no son seres, son computadoras, con tareas muy específicas: la de destruirle, por ejemplo, y que si no lo lograron no fue ciertamente por falta de ganas. Pero no es exactamente así. Claro que las mandaron para hacerte mierda. Pero a partir de un momento cada una de ellas empezó a obrar por su cuenta. Ésta es la prueba, si es que las pruebas existen, de que son seres vivos.
—Con cuerpo de metal, pero vivos.
—Sí.
—Me habría gustado preguntarle a los flamenkos, o quizá a la máquina abuela que me persiguió durante tantos años, qué clase de vida harían ellos si no estuviesen restringidos por este drama.
—Y, supongo que la misma vida que los hombres, si no tuvieran que soportar idéntica condena. ¿Porque sabés qué pasa, gordo?, además del drama teológico: el Anti-ser usurpando el poder y el lugar de los Dioses, y adueñándose de la Tierra y del Cielo, está, derivado de aquél, el drama mecánico. Es, en realidad, la tragedia de la materia, o si preferís el horror del espíritu luchando contra la materia y cagándola, por orden de Exatlaltelico, Atón, o como quiera que se haya llamado a lo largo del tiempo ese Dios Único Anti-ser, celoso, rencoroso, egoísta, desamorado y envidioso de la creación material (Universo), obra del resto de sus hermanos los Dioses. Quiere destruir lo que no fue capaz de crear porque le faltaba amor. Esa es la verdad. No se puede crear la menor partícula de cosmos sin un amor infinito. Dar algo cuando se tiene nada. Esta frase, que los chichis te hicieron escuchar en el manicomio, es verdadera, sólo que ellos te la mezclaron con sofismas para meterte todavía más en la bosta de la culpa. Por eso se torna posible la propagación del drama entre las máquinas: porque ellas son materia, y la materia está maldecida por el Chichi.
En ese momento, por la ventana, coincidiendo con los primeros días templados (pues el invierno estaba terminando), entró una libélula o alguacil. Rebotaba contra las paredes y hacía un ruido infernal.
—Un buen signo —dijo De Quevedo mirando al insecto—. Muy buen signo. Marca grandes, profundos y buenos cambios en nuestras vidas. Los hombres del campo, que son ignorantes, lo llaman «caballito del Diablo»; en realidad ese bicho es un mensajero de los Dioses. Trae buenas noticias, como las arañas sin hache. No es una casualidad que los hombres, manijeados, llamen «caballito del Diablo» a un mensajero de las Divinidades benéficas. Está todo tergiversado. En realidad, como ya intuyeron muchos hombres, en mayor o menor grado, el Diablo y el Buen Dios son la misma Anti-persona. Cuando el Anti-ser quiere disfrazar sus atrocidades se viste de Diablo, y cuando el Diablo se hace el «bueno» se viste de Dios. Ambos se turnan para echarles la culpa (sin mencionarlos porque no existen, claro) a los Dioses. Pero te repito: esa libélula anuncia algo muy bueno para nosotros.
—¿Qué?
—No sé.
—De Quevedo… hay cosas que no entiendo. Me resultan confusas. Por qué los exateístas adoran a seis Dioses. Ya sé que Exatlaltelico es el principal pero… de cualquier manera son seis y no uno sólo. Los exateístas son paganos, si vamos al caso.
—Es una pura apariencia. Un engaño del principio al fin. Esos seis «Dioses», no son sino una de las tantas máscaras de Atón, Buda, o como se le ocurra llamarlo, es una lucha teológica para que el seis conquiste al siete, y que así el doce controle al trece.
—No… no sé qué es eso.
—Son dos matrices cabalísticas: una chica y otra grande. La pequeña tiene seis números y la grande doce. La de seis números opera continuamente con sus potencias a fin de que entre todos, algún día, logren constituir un séptimo número invisible. Este trabajo es el que permite la duplicación: el seis multiplicado por dos da doce. Esto pone en marcha a la segunda matriz esotérica que es el verdadero trabajo: el final. Hacer que el doce, invisiblemente, se transforme en trece. Porque el trece representa a la materia, al mundo material. En realidad las dos matrices trabajan simultáneamente, pero en algún sentido es como si primero se pusiera en marcha la pequeña, para así potenciar el juego de la grande. Te repito una vez más: el seis crece hasta ser un siete, para que así, gracias a ese invisible número (catalizado por éste, digamos), el doce logre el control del trece, vale decir: el control de la materia y así poder destruirla; ¿y cómo se traduce esto a la religión práctica y a la magia ritual? Habrás notado que los exateístas adoran a cada Dios distinto de su culto en una pagoda aparte. Estos edificios, sin embargo, guardan simetría unos con otros en sus emplazamientos. Los seis, en conjunto, forman una especie de lámpara ritual de varias candelas. Hay un espacio vacío, en el centro entre todas las pagodas, que representa a la séptima luz: la que mira al futuro y que debe ser conquistado. Es el séptimo Dios, el innombrable, el que se niega a decir su nombre si uno se lo pregunta en el mar, en la montaña o en el desierto. El sale del paso con cualquier respuesta pero jamás da su verdadero nombre, y eso se debe a que no viene con buenas intenciones. No tiene interés en pactar con los hombres (como Wotan, Afrodita o Atenea, que revelaron a los humanos sus palabras de poder desde un principio), sino en usarlos y luego aniquilarlos. Este séptimo Dios, velado y que se niega a revelar su nombre, es en realidad el Único y los otros seis son sólo simulacros para ocultarlo. Este primer milagro: que seis falsos configuren a un séptimo que es el verdadero, logrará la energía necesaria para producir la duplicación. Porque el Anti-ser deberá indispensablemente duplicar su naturaleza maldita, para acomodarla a la naturaleza binaria de las cosas (macho-hembra, positivo-negativo, yin-yang); éstas lo obligan a ello; él debe aceptar la naturaleza íntima de la materia para después poder dominarla y destruirla. Allí entonces, y sólo allí, el seis se duplica y se hace doce. Y luego: así como el seis se tornó en invisible siete, asimismo el doce crecerá hasta controlar el trece, que es la materia. Esta tarea no es sencilla: al Anti-ser la joda ya le lleva varios miles de años, porque la naturaleza de la materia es buena, noble y estable. Pudrirla no es fácil, pero poco a poco lo va consiguiendo.
—N… no entiendo muy bien, Maestro. Todo esto es muy abstracto para mí, al menos por ahora. Tal vez si usted me sugiriese una figura de meditación me fuera más fácil comprender a qué se ref…
—¿Una figura de meditación, decís? ¿Me pedís un símbolo místico? Bueno, está bien: hacé la flor de loto y mirá un dólar billete.