DOCE
El DESPERTAR
Los despertaron los guardias. A él y a todos. Quince tipos, más o menos, armados con barras de hierro. En forma disciplinada y distribuyéndose tareas, dividiéronse por grupos. Cada uno penetró en el sector que le correspondía (a su respectivo vicepabellón) por los agujeros sin puertas, y empezaron a golpear las rejas de las ventanas con sus barretas. Esto se hacía por si, durante las noches, algún preso había limado los barrotes. Barrote limado y a punto de caerse suena distinto a uno sólido. Luego del barroteo pasaron a las otras estancias: la de la cocina, la del televisor, etcétera. Casi todas tenían su respectiva ventana, y era preciso asegurarse. Los guardias se fueron. Luego vinieron los enfermeros. Tres de ellos. «A levantarse, a levantarse. Nada de quedarse de sobrecama como quien se queda de sobremesa. Arriba, arriba». La mitad de los internos (los más lúcidos, generalmente procesados pues los penados eran casi siempre verdaderos locos: sólo un alienado auténtico es capaz de venir a un sitio como éste, pese a todas las advertencias de los que tienen más experiencia) se puso de pie. No hacerlo así era mucho peor. Para qué exponerse a vejaciones al pedo. El resto, en su mayoría con deterioro mental, o en un intermedio entre la desmoralización y el autismo, remoloneaban. El cabo enfermero, el rengo Mendoza, le gritó a uno del grupo de quietistas (lo eligió como símbolo, pues no se quedaba pegado ni más ni menos que los otros): «Gómez: te lo digo por primera y última vez. Levantate. No me quieras hacer lo mismo que todos los días porque te voy a reventar. Así que levantáte». Gómez se conmovió un poco pero no lo bastante. Quizá se hubiese incorporado, pero ya había sido elegido como símbolo y para dar el ejemplo, de modo que el rengo se le acercó y con un manotazo le quitó las cobijas y las sábanas. Gómez quedó en bolas en invierno. «Vamos, levántate, la puta que te parió. Ya me tenés podrido. Seguí jodiendo que un día de estos vas a ir al calabozo». «Pero si ya me levanto, señor». «Sí, ya me levanto. Son hijos del rigor ustedes. Vamos, levantate. Ponete los zapatos a los pedos. —Al resto de los 40 hombres—: Todo el mundo a bañarse. Agarren sus toallas y a bañarse. Sin protestar y sin joder. Rapidito que hoy me levanté con muy poca gana de joda». Los presos hacían turno. Se bañaban de a tandas, cada una de siete tipos. El resto esperaba: cagados de frío pero envueltos en toallas secas. Le tocó a su vez a Sotelo. Habíase parado rápido en ésa, su primera mañana. En realidad estaba limpio, a causa del baño de la noche anterior, pero ahí el asunto venía igualitario y uniforme. Ya secos y vestidos, los 40 pasaron al comedor. El desayuno se componía de mate cocido y pan. Delante del gordo, y por pura casualidad, se sentó su vecino de cama. Supuso que era él pues dijo aquellas palabras tan raras que le escuchó la noche anterior: «Soy inocente, inocente. Soy inocente. No he muerto a nadie. El que dice que yo soy culpable se puede ir a al puta madre que lo parió. Soy inocente. Inocente». Don Martínez, el mismo preso que en la hora de su llegada vigiló su baño, ahora mantenía vigilancia en ronda, pegándole un grito a quien estuviera conversando con Exatlatelico, con su madre o dirigiendo batallas en vez de comer. Don Martínez dijo: «Dale Hermenegildo: comé si no querés que te pegue un garrotazo». Hermenegildo optó por abandonar la conducción de Grandes Unidades de Combate, delegó el mando de todo el Grupo de Ejércitos Centro al invisible general von Pirañen y continuó tomando mate cocido. Chacón, por su parte y a cuento de nada, largó una risotada. Se volvió a Don Martínez: «Che, Martínez. Primero vino el oficial principal Palavecino. Me dijo: “¿Qué estás haciendo vos ahí?”. Nada, mi principal. ¿No ve que estamos tomando mate y fumando?’, le dije yo. Entonces él me contestó…». Pero Don Martínez no estaba para tolerarle idiosincrasias: «Qué principal, ni oficial principal ni qué mierda. Comé de una vez o te cago a patadas Chacón. Otro día me lo contás. Ahora comé y tomá. Comé y tomá de una vez o te reviento». Chacón no se lo hizo repetir. Como todos estaban tranquilos, ahora le tocó el turno a Don Martínez de salirse de la vaina. Se volvió a uno de los presos y lo interpeló: «Buenas, Eduardito». «Buenas, Don Martínez», contestó el otro en el acto. «¿Cómo durmió, Eduardito? ¿Todo bien? ¿Está contento? ¿La familia, la mujer y los hijos?». (Eduardito, de 22 años de edad, era un asesino que degolló a dos viejitas para robarlas. No tenía mujer ni hijos). Igual contestó: «Todos bien. Mi mujer le manda saludos, Don Martínez». El aludido sonrió: «¿Sí? Ah, qué suerte. Así da gusto; que se acuerden de uno». Eduardito abrió unos ojos muy locos: «Ahora que le voy a decir, Don Martínez: mi mujer anda medio preñada. No habrá sido usted como amigo de la casa, ¿no?». Martínez largó una carcajada: «Ja, ja… a ver cante Eduardito». Eduardito, sin levantarse ni nada empezó a cantar. Aquella voz era un intermedio exacto entre Lawritz Melchior y Victoria de los Ángeles (Cada uno con ochenta años arriba de los hombros, eso sí). Fue horripilante. A media partitura Don Martínez le pegó un coscorrón: «Bien. Suficiente. No cante más Eduardito». «¿No le gusta, Don Martínez?». «Sí. Me gusta mucho pero no cante más». «Soy inocente —decía Zapallo—. Soy inocente, inocente, inocente».
Luego del desayuno todos fueron al recinto del televisor, aunque no funcionase a esa hora. Todos menos los asignados a las cuadrillas de limpieza. Los internos que aceptaban colaborar tenían ciertas prebendas. Pocas, pero algunas: mejor comida («comida de los trabajadores», se la llamaba), dos cartones de cigarrillos por quincena, y unos pocos pesos que les permitían comprarse queso y dulce. También los enfermeros los trataban mejor y los guardias. Al surgir un pleito interno con otros presos, sus voces tenían más peso que las de sus adversarios. Don Martínez era el jefe de los «trabajadores». Éstos limpiaban con jabón en polvo, agua y escobas a las regiones o cubículos-dormitorios, en primer lugar. Cambiaban las sábanas cuando hacía falta, daban vuelta colchones para airearlos, y refregaban todo. Una vez bien aséptico venía el turno de sacar el mar de agua de los recintos y echarla al pasillo (Avda. del General Menéndez). Pasaban trapos de piso, etcétera. Era éste el momento en que los presos podían venir a sus respectivas subregiones, tomar mate, etcétera. Pero guay que se movieran hasta que no quedara inmaculada la Avenida Menéndez Bolivartzíng. Al pasillo iban a parar también las aguas del recinto del televisor, las del comedor y las de la cocina misma. Nadie salía de los cubículos mientras duraba la limpieza; estaban locos pero no tanto. Zapallo, el inocente, era el único que cada tanto asomaba la nariz para provocar. Al muy masoquista le encantaba que le pegasen. Don Martínez —o Eduardito, otro de los trabajadores—, cada tanto, le rompía un secador o dos en las costillas. «No he muerto a nadie», decía Zapallo, sangrante y feliz, volviendo a su cama. «Volvé a aparecer, hijo de puta, y ya vas a ver lo que te hago», vociferaba Don Martínez. «Mentira, soy inocente, no he muerto a nadie». «Sí: inocente. Criminal de mierda». «S’inocente ‘s’in’ún criminal» (que quería decir: «Soy inocente, no soy ningún criminal»). «Puto». «S’inocente ‘s’in’ún degenerado». («Soy inocente, no soy ningún degenerado»).
Luego de la limpieza general todos quedaban en libertad de ir y venir a su antojo. Miraban mal que un interno fuese a tomar mate a la subregión de un amigo, pero no se insistía demasiado en el asunto. Los enfermeros, a lo sumo, refunfuñaban un poco. Eran absolutamente implacables sólo cuando dos presos se mostraban demasiado cariñosos el uno con el otro («Están haciendo pareja», decían). Ahí, sí, los separaban a garrotazos. No había gas, de modo que los alienados veíanse forzados a usar del ingenio para prepararse mate: ponían el extremo pelado y vivo de un cable eléctrico dentro del agua de su pava o jarro, y la resistencia poco a poco calentaba el fluido. Aquello implicaba un costo enorme de energía y no habría sido sorprendente que lo prohibieran. Pero en ese sitio eran raros. Reprimían cosas inofensivas, como el dulce de membrillo (del cual ya hablaremos) pero mostraban una inesperada manga ancha con respecto a otros usos y costumbres.
Sotelo, al igual que Zapallo y varios más, perteneció en un principio al grupo de los menesterosos; esto quería decir que no tenía pava para tomar mate, yerba, cigarrillos ni nada. Como el gordo aún no sabía lo que le esperaba limitábase a mirar todo con interés. Dedos cruzados y vista al frente. Observó a sus vecinos: Más allá de Zapallo estaba un hombre canoso, de unos 45 años, cara de pocos amigos. Se llamaba Márquez, como el escritor. En realidad era un buen tipo, pero Sotelo, que lo ignoraba, le tenía un miedo horrible. La cama que seguía era de Xisto: estatura mediana, mezcla de español y timbú. No bien salido del baño y recién seco, su piel tornábase trigueño tornasolada. Sólo ciertos indígenas americanos poseen ese trigueño levemente violáceo.
Muy al contrario de lo que le había ocurrido con Márquez, con ése no sintió prevención alguna.
El pobrecito de Chacón se asomó por encima de su pared divisoria y le dijo a Sotelo:
—Compañero: ¿quiere venir a tomar unos mates con nosotros?
Sotelo, por su inexperiencia, no estaba en condiciones de darse cuenta de que había asistido a un hecho de lo más infrecuente: Chacón en un lapso de lucidez. Las gomeadas en el baño, las calaboceadas y, sobre todo, los electroshocks y los pastillazos, lo habían transformado en una cosa. El gordo se disponía a responder agradecido cuando en ese momento, desde la enfermería, con una muy clara voz sin grito:
—Sotelo, interno Sotelo. Presentarse en enfermería.
Chacón:
—Lo llaman para que lo vea el médico. Cuidado con lo que dice, compañero, o no sale más. —Perdiendo la lucidez—: Después vino Mabel. Me dijo: «¿Qué estás haciendo ahí, vos, hijo de puta?». «Naaada, señor», le contesté. «¿No ve, señor, que estamos tomando mate y fumando?». Entonces el teniente primero Mabel me pegó una patada en el culo y me metió en el calabozo. Ya está. Ya estuvo. Lo metieron. Lo meten aquí.
Sotelo, mientras atravesaba la Avenida del General Menéndez, pensaba con rapidez. «No me conviene que me encuentren demasiado cuerdo —se decía— porque si no cómo explico lo del planchuelazo que le di al bancario. Tengo que mostrarme moderadamente loco, hasta que el juez dictamine inocencia por alienación. Afuera seguirá mi lucha teológica». Tontolín de ti, Sotelo comido por las moscas.
En la enfermería lo esperaban dos médicos y el rengo Mendoza; éste en un rincón, cuidando. Los profesionales eran el doctor Vedia (alias El Electricista; el gordo pronto conocería el sobrenombre y el porqué de tal), y el doctor Elpidio del Valle Ciempolluelos Nágera, también llamado: el enemigo de la castración. En efecto. El doctor Del Valle Cienpolluelos tenía 60 años. Siendo muy joven y médico recién recibido tuvo oportunidad de presenciar una terapia muy interesante como técnica pero, por desgracia, infructífera. Sus Maestros, previo anestesiar a un enfermo (sin familia, claro está) le abrieron las piernas y le sacaron los testículos. Claro que después cosieron la bolsa y dejaron todo sin gérmenes, no fuera cosa que el paciente muriese de una infección. Quien diga que los Maestros del doctor Del Valle sentían una emoción sexual mientras castraban a un ser indefenso mienten de la manera más desfachatada y perversa. Tales infundios hacen un enorme daño a la psiquiatría de avanzada. Ocurre que, pese a la buena voluntad, a veces algunas audacias fallan. El doctor Nágera pudo verificar, observando la evolución psicofísica del paciente, que «no se ha observado mejoría alguna» (textual). De modo que a partir de ese momento él se mostró enemigo de la castración por considerarla inocua. Era otra época, por lo demás. Ya no se hacen cosas como ésa. A lo sumo una lobotomía o dos que, si bien vegetalizan, anulan todo tipo de agresión; a la larga resultan un beneficio enorme para el propio paciente, pues permiten ponerlo en libertad. Claro está, la últimamente mencionada es una terapia in extremis. Antes hay muchos otros métodos a los cuales apelar y, por cierto, se apela. Pero de ello ya hablaremos.
En realidad, y ya que estamos en el asunto, digamos que Sotelo, pese a su enorme desgracia, que en ese momento no conocía del todo, se había salvado de lo peor. En vez del doctor Elpidio del Valle Cien Polluelos Nágera, a Unidad 20 tenía que venir un amigo de este último: el doctor Paris (un tomista partidario de la Enciclopedia, valga la aparente contradicción, y cazador de lobos en sus ratos libres: quiero decir que era lobotomista). Si, en efecto, a la Sala 20, el día que interrogaron a Sotelo, venía el otro, al gordo lo lobotomizaban. Se salvó de una buena.
—Siéntese —le dijo El Electricista.
Sotelo se sentó. Un largo silencio. Vedia miraba el expediente. Nágera, en cambio, dedicábase a observar al gordo.
—Cuéntenos qué le ha pasado, señor Sotelo. Me cuentan que ha tenido un incidente en el banco donde trabaja.
El médico, según se reparará, no dijo: «… el banco donde trabajaba» sino «… donde trabaja», en tiempo presente. Esto se hace así para no darle al interno la sensación de algo definitivo, irreparable. Ello permite interrogar mejor.
Viendo que el gordo vacilaba, Vedia insistió:
—¿Sabe por qué está aquí?
Sotelo pensó en De Quevedo, en Teresa y en el delito teológico que había cometido contra ellos. De modo que, como no podía decir la verdad en detalle pero tampoco mentir, contestó:
—Sí. A causa de Dios.
Una chispa de interés en los ojos de Nágera. El Electricista, en cambio —era un hombre mucho más alto y gordo que Sotelo en las épocas en que era gordo— mostraba un rostro imperturbable, y cuerpo envuelto en sotana blanca. Había algo ascético en él; y también aséptico y escéptico. Así imaginaría uno a un monje dominico. No era un sádico y tampoco un frío y eficiente científico. No se trataba, claro está, de un hombre bueno; pero tampoco de un malvado. No en el sentido usual. Tratábase, sí, de un hombre movido por una fe. Movido por un principio. Inquietado por lo experimental.
—¿Por qué se peleó con ese hombre? —interrogó Vedia.
—Porque traicionó —dijo Sotelo, luego de un suspiro.
—¿A quién traicionó? ¿A usted?
—No. A Dios.
—¿Por qué a Dios? ¿De qué lo deduce?
—Del hecho de que yo traicioné. Puedo ver mi imagen en él. Fue un castigo teológico.
—¿Con qué lo golpeó?
—Con un arma absoluta.
A Nágera el aburrimiento se le había ido como por ensalmo. En su rostro se leía auténtico gozo. Largó un gemido de placer. Con seguridad, si Úrsula Andress se le hubiese aparecido desnuda diciéndole: «Vení, macho: haceme lo que vos quieras», no habría mostrado tanta pasión. Se volvió hacia Vedia como significado: «¿Te das cuenta qué maravilla?». Éste captó lo que a su colega le pasaba por dentro, pero rechazó con un gesto casi imperceptible. No compartía sus sentimientos. Para él aquello tenía un interés exclusivamente médico.
Continuó la indagatoria:
—¿A qué se refiere al decir «un arma absoluta»?
—El agente físico fue un palo —Sotelo, con la astucia propia de los manijeados, trataba de disminuir su delito hablando de «palo» en vez de «planchuela»; como si la verdad no figurase en el expediente—, pero la intención fue teológica, de ahí que yo hable de un arma absoluta.
Nágera no estaba hecho para lo sutil. Casi desilusionado, aunque siempre gozando:
—Ah: yo creí que lo había golpeado con un rayo láser —y dirigióse una vez más a Vedia. Éste lo volvió a rechazar, siempre dentro de un silente código profesional. Quería darle a entender: «Me extraña mucho tu actitud. Estamos ante un problema serio». Luego del mudo reproche se tornó a Sotelo:
—¿Cuánto tiempo trabajó en el banco? —todo ello, una vez más lo digo, figuraba en el expediente. Ocurre que Vedia, con su experiencia, sabía que preguntar lo que ya se conoce resulta enormemente útil, pues, las respuestas sobre lo cotidiano, a la larga terminan por descubrir el síntoma psicótico.
—Nueve meses. El tiempo de gestación.
Nágera ya no cabía. Simplemente levitaba. Como los santos. Lanzó otro gemidito. Por tercera vez se volvió hacia Vedia. El rostro de aquél decía: «Por fin, por fin un loco interesante. Se terminó el aburrimiento». Ya no le importaba el enojo del otro. Todo su ser mostrábase con la misma expectativa biológica que tendría un hombre sano que se aprestase a embarazar a una hembra hermosísima. Como quien dice: para mejorar la continuación racial.
El doctor Vedia estaba a punto de fastidiarse muy en serio con su colega. Le parecía inadmisible un comportamiento tan inhumano (o, dicho en otra forma, demasiado humano). Dudar de la capacidad profesional del aludido estaba por completo fuera de la cuestión, claro está; pero de no ser tan ecuánime hubiera llegado hasta ese límite. Muy fastidiado. Sí. Reprimiendo la perturbación de la interferencia continuó interrogando:
—Permítame que insista sobre este asunto, señor Sotelo. No está del todo claro para mí a qué se refiere cuando habla de «traición» y «castigo teológico», al hacer referencia al otro hombre. No termino de comprender su relación con él.
Sotelo habló con suficiencia. Casi imparcial. Casi olvidando su drama:
—Pero si es muy sencillo. Él, yo, todos, una vez por lo menos a lo largo de la vida, nos encontramos con Dios. A quien no está preparado él lo destruye. —Sotelo puso una sonrisa muy rara y especial; dijo mirando a Vedia intencionadamente—: Y cuidado, que a usted también le puede pasar.
Por primera vez el rostro de Vedia abandonó su imperturbabilidad. El gordo lo notó. Había querido decirle que aunque estaba tan seguro dentro de su sotana blanca, bien pudiera ocurrirle un día que no lograse rehuir la mirada interior; un vistazo al espejo existo-esencial. Sotelo se dijo: «Notable. Se dio cuenta». Vedia, por el contrario, si cambió la cara fue porque pensó que el otro deseó significarle: «Cuidado: no me jodas o te voy a pegar un fierrazo a vos también». El gordo ni en sueños imaginaba que el psiquiatra le tuviera miedo físico. Miró al médico lleno de admiración, aunque desde afuera, meditando: «Qué curioso. Casi nadie es capaz de escarmentar en cabeza ajena. Y este hombre, sólo con oír una frase, entiende todo. Quizá mi tragedia le sirva para salvarse. Útil para él, no para mí. Yo, es casi seguro, no tengo salvación». El doctor Vedia que, muy al contrario de lo que Sotelo imaginaba, entendía cero dividido por dos, dio por terminada la entrevista.