DIEZ

LA NOCHE ANTES DEL FIN

Sotelo siguió dos o tres días así, cada vez peor. La voz lo tenía loco con su jingle, «yo soy vos, puto puto puto. Yo soy vos, puto puto puto. Cáncer para to, dos, tra, la, la. Cáncer es amor». Había cobrado su medio aguinaldo, el pobre infeliz. Fue a comer a un boliche, después de casi 20 días tragando aceite y pan salado porque eran los únicos alimentos baratos a su alcance. No bien se sentó se le aparecieron De Quevedo y Teresa, en astral. El gordo había pedido churrascos (dos), ensalada mixta, vino y postre. El mozo, humano, se lo trajo todo junto para no hacerlo sufrir. Pero ellos no estaban dispuestos a dejarlo tranquilo. De Quevedo le dijo a Teresa: «mirá cómo come; igual a un cerdo». Ella asentía despreciativa. El gordo se puso furioso por primera vez en 168 horas (el hambre y la injusticia tienen sus propias leyes, aún cuando toda la teología se opusiese): «Y claro, por supuesto. Qué se creían. Si después de todo me espera el infierno, quiero ir bien comido al menos». De Quevedo no pareció impresionado por la explosión. Siguió diciendo a Teresa: «Como un cerdo. Exactamente igual a un cerdo». Luego de la amarga y vectorizada comida, Sotelo, ya sin hambre, balbuceó: «¿Puedo pagar?». «¿Al mozo, querés decir? Sí, por supuesto. Él es inocente, nada tiene que ver con esto. Yo siempre pago mis deudas». Quería significarle que el dinero de Sotelo no era del gordo, aunque la sociedad así lo pensara. «Págale al mozo con mi plata», deseaba darle a entender.

El gordo se fue a la pensión. Todos dormían y él se puso a escribir. No deseaba hacerlo, pero De Quevedo se lo ordenaba: «Tenés la obligación de crear, como hago yo, aunque todo se venga abajo. Es un deber. Un deber-ser». De manera que el gordo comenzó a copiar y corregir y corregir su novela inconclusa. No tenía correspondencia con el argumento (o sí, como que todo tiene que ver con el Todo, según la Tabla de Esmeralda) pero en un momento dado puso una frase que no era suya: «Pagarás por mi hijo muerto». Si algún día aquello se publicaba el lector quedaría muy sorprendido ante el exabrupto. Pero así quedó. Luego de trabajar dos terribles horas, sin ser, pero creando igual (dando algo cuando se tiene nada), Sotelo suplicó a su verdugo: «¿Me puedo ir a dormir ahora?». «Sí. Sí podés». El gordo se acostó y el otro le hizo prender su radio a transistores para localizar un informativo. Era un programa en cadena mundial. Los norteamericanos estaban por llegar a Ganímedes y daban cuenta de ello paso a paso. «Hubo inconvenientes de última hora, como ya se ha dicho. La sonda tripulada no se desprendía de la nave madre. Durante casi cuarenta minutos el mundo permaneció en suspenso. Ahora parece que los problemas se han resuelto. Están a punto de partir. De la Tierra dan el OK». Sotelo, manijeado, pensaba: «Es la última posibilidad que tengo: que no lleguen. Ése será el símbolo de que la profanación no es definitiva. Si el cosmos se salva quizá también yo pueda salvarme». La radio seguía diciendo: «Es un momento histórico. ¡Atención!: la cápsula acaba de desprenderse. Desde el centro de lanzamiento de Houston nos informan que la separación ha sido con toda felicidad. Edward Pinter y Harold Mac Namara serán los dos primeros seres humanos en posarse sobre la superficie de Ganímedes. La técnica del hombre está luchando contra las terribles fuerzas gravitatorias del planeta más grande del sistema solar, luego del Sol mismo. La tensión, en Houston, es enorme». Sotelo: «Que no lleguen, que no lleguen. Por favor, que no lleguen». «Pero van a llegar», le replicó De Quevedo. «Oh no, por favor. Por piedad». «Es al pedo que supliques. Acordate de las palabras: “Ello se ha consumado”». «Aquí Houston. La sonda se acerca a Ganímedes. Nos comunican que ya está dando vueltas alrededor del satélite de Júpiter. Entró en órbita. Ahora intentará el descenso. Edward Pinter y Harold Mac Namara emulan así la hazaña del ‘69 cuando Neil Armstrong pisó la Luna». «Que no puedan. Que no puedan. No es posible que yo me destr…». «Atención, atención, aquí Houston: ¡Está descendiendo!, ¡está descendiendo!». «Por favor. Ninguna criatura puede soportar el infierno, el verdadero infierno. No debería existir. Es inhumano». «El infierno es terrible para todos. Hay cosas que no se pueden hacer impunemente. Sos responsable de todo esto». «Aquí Houston: ¡La sonda está a pocos metros de Ganímedes! Ya casi lo toca. Ahora, ahora está. ¡Acaba de posarse! Termina de efectuar, con toda felicidad, un descenso suave sobre Ganímedes. ¡La raza humana ha triunfado!». «¿Lo ves? Yo te lo dije: Se ha consumado. Consumatum est». Sotelo apagó la radio. No obstante las sombras del cuarto, y que rodeaban su cama, vio recortado sobre la pared frente suyo al rostro de De Quevedo. Sólo el rostro. Parecía un astro más que una cara. Un astro parecido a Ganímedes. Con todos sus promontorios, fallas geológicas, volcanes apagados, cráteres de meteoritos. Una parte —casi la mitad de la faz— estaba en menguante. Con sombras que avanzaban hacia el centro. ¡Pero qué sombras!: las de la nada. Así, pues, aquel rostro de Maestro mostraba una progresiva destrucción. Era como el único objeto material que lo separaba a Sotelo del vacío eterno. La cabeza de De Quevedo aparecía invadida desde todos lados por una oscuridad grisácea en borbotones. Como un ácido corrosivo.

Durmió esa noche, aunque parezca mentira. Al otro día fue al banco. El capataz le ordenó bajar y quemar basura en los grandes incineradores. El gordo echaba paladas de papeles, y porquerías varias. Dijo en la soledad del sótano: «Maestro: no aguanto más. Cualquier cosa es preferible a esto. Seguramente habrá algo que yo pueda hacer. Algo. Cualquier cosa. Por terrible que sea. Ordéneme. Déme una última oportunidad. Ya sé que no merezco nada, pero démela porque no aguanto tanta culpa». «No sé… es difícil. Quisiera Ayudarte. No tanto por mí —ya sabés que yo no tengo miedo— sino por vos. Podemos intentarlo pero… No. No creo que puedas». «¡Pídame!, ¡pídame cualquier cosa!». «Después de haber comido anoche como un cerdo, demostrá que sos capaz de un sacrificio supremo. Tomá todos los billetes de tu medio aguinaldo en uno de tus puños y metelo en el vacío». «¿Cómo? No entiendo». «¿No entendés? ¿Seguro?». Entonces Sotelo comprendió: El fuego del incinerador. «Sí. Ahora ya sé». «¿Te das cuenta? Hasta que los billetes se carbonicen: aunque para conseguirlo debas quemar tu mano hasta transformarla en huesos blancos. Sólo un sacrificio heroico de tu parte puede parar la progresión de destrucción que iniciaste. Demostrá que podés. Resultaría igual a un Dios que, dentro de la nada, tiene el coraje de poner algo suyo en un lugar todavía peor. Es como colocar un miembro dentro del infierno. Tu símbolo sería suficiente para anular a los otros símbolos anteriores, maléficos, que desataste. Si podés hacerlo, si tenés amor suficiente, quizá podamos salvarnos los dos. Pero el amor nunca puede ser unilateral. No basta con el mío. Se precisa que vos demuestres el tuyo».

Sotelo abrió la puerta del incinerador. Las llamas estaban altas, a plena potencia. Tomó los billetes de su medio aguinaldo y los metió con puño y todo. Se sostuvo unos momentos. Sintió un dolor completamente increíble: una progresión geométrica de dolor. Durante un segundo pensó: «Cómo sería si todo mi cuerpo estuviese adentro». También vino la respuesta, en un instante: «Es preferible entrar sin mano al paraíso y no ir de cabeza, completo, al infierno». Pero no pudo aguantar. Sus reflejos lo traicionaron. Con un alarido soltó los billetes, que se terminaron de carbonizar, y sacó su brazo. «Fracasé —pensó horrorizado—. Debí quedarme por lo menos hasta que los billetes se consumieran en mi mano». Sintió un gran silencio por parte de su Maestro, quien no parecía asombrado. Como si le hubiese dado una oportunidad final, aun sabiendo que no sabría aprovecharla. El gordo tenía quemaduras de primer, segundo y tercer grado. El fuego era muy violento y se quedó lo bastante como para producirse una buena destrucción (aunque no fuera suficiente desde el punto de vista teológico, si lo era desde el físico). Subió con el ascensor. «Tengo que hacer algo». «Matate si no sos capaz de otra cosa. Deja de profanar el mundo». «Si me mato voy al infierno». «Quién sabe. Si te matás en las condiciones del Ser…». «Me voy a tirar por el balcón». «Si tenés el coraje de largarte al vacío… Cuando uno fracasa por cobardía luego se ve obligado a hacer cosas más difíciles». «No voy a poder. No creo que pueda. Va a ser muy difícil. Largarse desde un balcón y nunca más ser. Dejar la Tierra…». El gordo se asomó por la ventana del banco. Afuera, la calle. «Déjeme en paz, déjeme en paz Maestro. Mire que no creo ser capaz de hacer esto siquiera. Sé que matándome haría algo lo bastante difícil y heroico como para limpiarme, pero no tengo el coraje». «¿Preferís entonces esperar la muerte natural, con la condenación que va a encerrar para vos?». «Es que no puedo». (Miraba los coches más abajo). Lo pensó muy seriamente, se sintió caer, destrozarse de un golpe tan terrible como nadie imagina a menos que lo haya hecho o haya pensado seriamente en hacerlo: el dolor del suicidio por caída es algo por completo distinto a lo que la gente imagina: todos suponen que no se siente nada. Pero están equivocadísimos. Como nunca llegaron al borde jamás sintieron el otro lado, con total lucidez, desprovista de mentiras y masoquismos. El dolor y la nada eternos. «Cerrá la ventana». «Pero…». «No podés. Cerrá la ventana». Sotelo bajó la escalera. «Te comunico que esto no puede quedar así —le decía De Quevedo—. Tenés que hacer algo o cada vez va a ser peor para todos». «¿Pero qué, si no tengo coraje ni para quemar mi mano hasta la carbonización ni para arrojarme al vacío?». «Ah, no sé. Tendrás que pensar en algo». «El bancario…». De Quevedo no comentó nada a esto último. Dejó que el gordo decidiese. Sotelo siguió pensando: «Sí. El bancario». Pero igual tenía miedo: ¿matar al bancario? Después lo reventaría la policía. Justo en ese momento tuvo una iluminación: la vio a Teresa que abría una ventana para arrojarse por ella. «¡No!: que ella no se mate por mí», dijo el gordo. «No se puede impedir —replicó De Quevedo—. Ni yo puedo. Ella perdió el chico por tu culpa y aquí nadie se hace responsable. Nadie hace un acto sagrado que compense y permita la continuación de la vida. Cuando los culpables no se responsabilizan, los inocentes deben pagar. Hasta que todo el Universo se destruya». «¡Esperen!: todavía no —gritó Sotelo—. Voy a hacer algo». El gordo tomó una planchuela de acero y la envolvió en papeles que encontró en un cajón. Fue hasta la oficina del sindicalista. Farallón comprendió a medias que se le venía encima algo muy pesado pero no lo entendía del todo. Le preguntó al gordo, al verle el envoltorio: «¿Qué te pasa, hermano? ¿Qué llevás ahí?». Al ver la cara homicida de Sotelo se volvió a otro compañero de tareas y le dijo: «Esperate, Campos: este muchacho no se encuentra bien. Pedí que vengan a atenderlo. Hay que llamar a un médico. Tocá el timbre para que…».

No pudo decir más. Sotelo se le abalanzó. Al gordo el tiempo lo estaba urgiendo: veía que Teresa, una vez y otra, se tiraba por la ventana, y escuchaba el comentario de De Quevedo, como un disco rayado: «Es que ya no se te aguanta, es que ya no se te aguanta, es que ya no…». Pegó un golpe terrorífico sobre el cuello del bancario (o por lo menos lo intentó). Tuvo lugar entonces una cosa muy extraña: la planchuela pareció rebotar en el aire. Como si un colchón invisible protegiera la cabeza del otro tipo. Éste no se defendía pues desde que vio las intenciones de Sotelo quedó paralizado, sin embargo fue como si alguien, con un golpe de karate, hubiese hecho un bloqueo arrojando luego la planchuela lejos del cuello de la víctima y de la mano del gordo. Quedó, pues, desarmado. Sotelo gritaba enloquecido: «¡Traidor!… ¡Traidor!… Es un traidor a la vida, igual que yo. Cómo no voy a saber que es un traidor si yo soy un traidor a la vida. ¡Traidor!…». Y se arrojó con todo su peso y la fuerza que da la locura sobre el cuello del bancario para estrangularlo. El otro ni siquiera gritaba; tal era su cagazo que apenas atinaba a gemir de horror. Su compañero Campos hizo sonar la alarma contra asaltos. Al minuto eso se llenó de policías. Intentaron reducirlo. Más fácil habría sido inmovilizar al Carlanco. Cuatro agentes del orden y no bastaban. Tuvieron que pedir refuerzos. No querías pegarle pues Sotelo sólo forcejeaba y el lugar se había atestado de personas (una nota de color en sus vidas grises; «No sabés lo que te perdiste, Julia; hoy en el banco un tipo se volvió loco y…»). Campos, el otro bancario, sufrió un ataque de histeria: «¡Soltalo, soltalo hijo de puta…! ¡Ahhhhh!». Pero tenía prudente cuidado de mantenerse a distancia. Después los policías fueron siete. Sólo así pudieron reducirlo. Pero antes, en medio del combate —en realidad no fue combate completo, pues Sotelo no se animaba a pegarle a la cana ni ésta a él; ellos no lo reventaban porque había público, y él porque su Maestro fue policía— el gordo, con los ojos desorbitados, le dijo a uno de los agentes: «Matante… Matame… ¿qué esperás?». (Sotelo pedía aquello con toda sinceridad). El policía, por supuesto, no sacó el arma porque no era boludo: él, que estaba acostumbrado a habérselas con pizzeros fuertísimos que destruyen locales enteros en un ataque de locura, sabía que la cosa no venía por el lado del caño. A ese gordo de mierda era preciso sujetarlo con la menor efusión de sangre posible. De cualquier manera le echó una mirada muy rara, de esas que sólo otro policía o un preso entiende; una mirada que era la suma de dos fuerzas: «Si te salvás de que te pegue un tiro no será ciertamente porque no tenga ganas, gordo pelotudo»; y esta otra: «No. No tenés que matarlo: ¿no ves que está loco? Pobre infeliz».

Por último lo dominaron: dos sujetaron sus piernas terribles (no por ex gordezuelas menos fuertes), otros sus brazos, el tórax, etcétera. Al bancario, a todo esto, se lo llevaron con los pies para adelante, como en los chistes. Su espalda descansaba en los brazos de dos porteadores solícitos, en tanto que los tacos de los zapatos (delante suyo, repito) arrastraban por el suelo imponiendo a éste sus frotamientos. De modo que era algo inexplicable: ¿cómo puede ser que a alguien lo saquen de un sitio con los pies en el piso? ¿Cómo no saltan, sus tacos, al vencer los frotamientos en forma discontinua? Desde chicos sabemos que si marchamos con una rama delante cuya punta toca el suelo, ella se comporta como un canguro. Pero se lo llevaban y en esa forma. El tipo gemía dulcemente: «¡Aaaagh…!, ¡aaah…!, ¡ghghgh…!». Qué cagazo. La horripilancia penúltima («Aquí se me termina todo»). Por un momento dejó de existir la Línea General, el Partido y hasta el Sindicato. Cómo habrá echado de menos, durante fracciones de segundo, las pequeñas cosas de todos los días («Cuánto me gustaría estar en…»; o si no: «Qué ricas son las ensaladas mixtas. Yo que siempre comí distraído y a la disparada, reconozco que me gustaría sentir en mi boca —justo ahora— un buen bocado de lechuga con aceite, cebolla, tomate y sal; incluso con un poquito de vinagre»). Farallón tenía la misma cara de la Unión Soviética cuando la invadió Alemania. Al final ganaron, ciertamente, pero buen susto se llevaron. Tú di —como diría un panameño— que la ayudaron los Estados Unidos de Norteamérica y la Comunidad Británica de Naciones, pues porque de venir la mano de otra guisa, al camarada Stalin se le habrían quemado los bigotes hasta el sótano, incluyendo a las cápsulas de fundación y a la firma del arquitecto.

El oficial a cargo tranquilizó un poco a Sotelo. Contribuyó bastante a ello el hecho de que se llevaran a su enemigo. Lo condujeron por las buenas hasta el patrullero. Uno de los policías lo invitó con un cigarrillo mentolado, que eran los que solían fumar ciertos policías por esa época. El gordo no fumaba pero aceptó. Ya en el calabozo desnudo, el horror volvía por momentos: no por lo que había hecho sino por la culpa, que no lo abandonaba. La culpa por Teresa, entiéndase bien. Vio cruzar delante de la reja de su celda a un policía, a toda velocidad; se quedó helado, pues era igual a De Quevedo. No podía entenderlo: El otro había pedido la baja y además nunca trabajó en esa seccional. «Yo estoy en todas partes». «Sí, ya sé, pero… Además no comprendo: luego que le pegué al bancario tuve la sensación de que en realidad Teresa nunca estuvo a punto de tirarse por la ventana». De Quevedo, siempre en astral, se rió: «Por supuesto, ¿o te creés que yo iba a permitir que ella sufriese algún daño?». «¿Y entonces?». «Pero en el mundo de los símbolos es igual».

Esa noche quisieron interrogarlo. Incluso lo llevaron hasta una sala donde estaba Farallón (la cana, por las dudas, los separó con muchos muebles de por medio). El tipo, sintiéndose seguro, ahora se permitía el odio. Miraba al gordo como si quisiera matarlo. Sotelo sonreía y preguntó a De Quevedo: «¿Nos comunicamos con él?». «¿Por qué no?». Así pues el gordo lanzó una onda telepática —sostenida energéticamente por el Maestro— y le dijo a Farallón: «Traidor». Pese a que la voz sonaba dentro de su cerebro y el hecho de ser realista socialista, el bancario supo que le hablaban y que no se trataba de su imaginación (pues uno siempre sabe, en esos casos). Interrogó a su vez, pese al odio: «¿Por qué?». Sotelo no se dignó a contestar.

Al rato vino el abogado del Partido. Según declararon había intentado asesinarlo, etcétera. El oficial de guardia tenía muy hinchadas las pelotas, tanto con la víctima como con su abogado, pues se mostraban sobremanera arrogantes, como si ya hubiesen ganado en todo el mundo. De modo que tomó el bando de Sotelo. Por desgracia el gordo estaba tan manijeado que negábase a contestar. El oficial pensaba para sus adentros: «Qué te cuesta decirme, gordo pelotudo, que se pelearon por cuestiones de trabajo o por una mina. Dame una excusa por lo menos. Este idiota no se da cuenta que quiero tomarle declaración y dejarlo ir». Pero el gordo seguía impertérrito encerrado en su mutismo. El otro no tuvo más remedio que llamar al médico forense para que diagnosticara sobre su salud mental. El susodicho, no bien lo vio, dijo riendo: «Está loco». Y firmó una orden para internarlo en el Hospicio de las Larguezas o de las Sacerdotisas Exateístas Calzadas, o Dr. Tomás J. Pelman, que por todas estas denominaciones era conocido el manicomio del Estado de Guatimotzín. El gordo creía que lo iban a largar. Cuando lo sacaron del calabozo para llevarlo otra vez al patrullero, incluso le preguntó a uno de los agentes qué tenía que tomar para volver a su casa. Y arriba del coche el chofer preguntó: «¿Adónde vamos, mi oficial?». «Al J. Pelman». Ahí, por fin, Sotelo comprendió algo. Pero no del todo. Sonrió. Pensaba que, como artista que era, su momentáneo veraneo en Exateístas Calzadas le serviría para escribir otra obra. Pobre infeliz. Infelicillo: no sabía ni remotamente lo que le esperaba. Mientras lo llevaban al manicomio el gordo rememoró algo que le había escuchado a un policía decirle a otro, mientras él estaba en la celda: «¿Y con éste qué hacemos?». «Por ahora nada. Pero si sigue sin querer hablar, dentro de un rato lo vamos a empezar a tener a los pedos. Claro que todo esto depende del oficial de guardia». Sotelo meditaba: «Menos mal que no llegamos a eso. Dentro de todo tuve suerte y no me puedo quejar. Más suerte de la que merezco: me salvé de una paliza». Tontito.