DIECINUEVE

LA SALIDA DE UNIDAD 20

Según el parecer de Sotelo resulta imposible determinar si el Subalcaide Balaguer era más loco que verdugo, o más verdugo que loco. Prohibió, por ejemplo, que las visitas de los detenidos hiciesen llegar a éstos dulce de membrillo. Podían traerles queso y dulce de batata, pero no membrillo. Según Balaguer el alimento aludido, en manos de los presos, estaba en condiciones de convertirse en un arma secreta de resultados aterradores. El membrillo, por los ácidos que contiene, es capaz de penetrar las rocas más duras y disolver los hierros más recalcitrantes. Ríase usted del agua regia o del rayo láser. Los científicos, en su infinita ignorancia, no han descubierto las posibilidades del dulce de membrillo, ese reactivo maestro. Nadie piense que, como un desvergonzado plagiario, pretendo reclamar la paternidad del hallazgo. El pertenece exclusivamente a Balaguer, bienamado Subalcaide y candidato perpetuo al Nobel de Química. Sólo hago de divulgador, llevado por mi amor a la ciencia. Así, pues, no dejaba entrar al membrillo pues supo intuir que los presos, con diabólica inteligencia, moviéndose en las espesas tinieblas de la noche, rodearían los barrotes de las ventanas (cada uno grueso como un dedo) con el malhadado dulce. A las dos horas, poco más o menos, gracias a esa terrífica sustancia de apariencia inofensiva, los barrotes volveríanse frágiles como fideos. Nada nos cuesta imaginar el pandemónium en el penal, a la mañana siguiente: los guardias, presas de estupefacción, descubren que los detenidos han volado. He aquí las desastrosas consecuencias de ser extremadamente benévolo y poco previsor. Hay que ser diez veces más severo e implacable que antes. Es preciso prohibir, prohibirlo casi todo, pues el objeto más insignificante, en manos de los internos, puede transformarse en un arma letal. Los creo muy capaces, por ejemplo, de fabricar una bazooka antitanque pegando con cinta un cigarrillo tras otro, y usando fósforos como combustible impulsor de proyectiles. Balaguer era, tan simple como esto, un hombre previsor. Los que lo llaman loco, malo y verdugo al pedo, no hacen más que descender a la bajeza de un grosero infundio. Fue, por el contrario, un oficial correcto y ejemplar, que corrigió, aumentó y aplicó el reglamento.

Por todo lo antedicho es muy extraño lo que le pasó a este hombre sutil a quien nada se le iba pero se le fue un preso. Había en la Unidad un interno muy alto y fornido, con grandes aires paranoicos. Sotelo lo odiaba pues el otro paseábase todo el tiempo muy orondo hablando maravillas de sí mismo. Era, debemos reconocerlo, una persona un poco asquerosa. Cuando sus compañeros de Procesador lo convencieron de que había cometido la tontería de caer en el peor lugar, que su dependencia de los médicos era absoluta (médico que agarra no suelta), cambió de la noche a la mañana. Tornose filántropo, mudo, modesto, obsequioso al extremo. Aquello pasaba de humildad para convertirse en abyección. Qué se había hecho —preguntábanse todos— de su vanidad y altivez, de toda su altanería y petulancia. Cuando Balaguer entraba al comedor él solo se ponía de pie, con su gorrito de Encausados en la mano, ante el desprecio de los presentes (incluyendo al propio Balaguer, quien afectaba no verlo). Pero sí que lo veía. El Subalcaide, humano al fin, era de esos tipos envueltos en una coraza perfectamente impenetrable e imperturbable ante la dignidad o cualquier valor ajeno, pero corruptible ante la bajeza mamacalcetinesca. El servilismo era su dulce de membrillo (o para mejor: tenía en él las propiedades teologales y mágicas que no cesaba de atribuirle) y, poco a poco, le disolvió las rejas.

Un día de tantos, cuando Balaguer inspeccionaba la Av. del Libertador Menéndez, el preso del gorrito —gorrito en mano— se le acercó. Con asqueroso tono e hilillo de voz pidió trabajar: ya no soportaba esa vida de autoindulgencias que llevaba; los remordimientos y el triste espectáculo de su alma corrompida impedíanle conciliar el sueño. Bien recordaba una a una las edificantes palabras del Subalcaide a favor del trabajo. Que le diese las tareas más abyectas: todo lo aceptaba en pro de su regeneración. Con humildad repelente: «Por favor, señor, se lo ruego: no se olvide de mí». «Ya veremos. No le prometo nada», refunfuñó Balaguer haciéndose el enojado. Pocos días después lo empezaron a sacar al patio —dos o tres horas por jornada— para cavar zanjas, picar ladrillos que sirvieran para la platea de una nueva garita de guardia y otras boludeces por el estilo. Sus antiguos compañeros de Encausados se le fueron al humo: «¿Qué te pasa? ¿Te volviste gil laburador? Miralo vos al chorro viejo», le dijo Cardala. Metrone era aún más agresivo: «Vos no hagás caso, pibe. Dale que vas bien. Un paso más y ya podés convertirte en confidente de la yuta». El preso del gorrito, que era grande y muy fuerte, como toda respuesta bajaba los ojos. Todos se apartaban de él asqueados, como si tuviera lepra o fuese el agente transmisor del cáncer. Lo trataban peor que a Sotelo en la época dorada de las toses, sólo que él (a diferencia del gordo) podía dormir, comer pan y beber toda el agua que quisiese. Jamás replicaba a los insultos. Hasta Zapallo le hacía chistes: «Usted es culpable —le graznaba Zapallito, enteramente feliz—. Usted es las cuatro cosas porque mató al turco. De aquí no se va más porque es un criminal y un gil laburador. Culpable, culpable, culpable». El preso del gorrito bajaba los ojos y continuaba caminando con humildad y lentitud. Así un mes. Entonces, cuando ya los guardias se distrajeron llevados por su despreciativa confianza, él se las tomó. Saltó el muro y se fue a una velocidad pasmosa. Todavía ahora lo están buscando.

La alegría de los presos y el terror de los guardianes (todos encanadísimos) no puede ser descripta con facilidad. Los internos sentíanse identificados, vengados. El preso del gorrito dejó de ser el último orejón del tarro para convertirse en un héroe. Todos hacían fuerza para que no lo cazasen. La rogativa fue escuchada. Balaguer, con esta sola, pagaba por el dulce de membrillo y otras. Cuando sus subordinados le dijeron temblando que el preso del gorrito no aparecía por ninguna parte, quedó helado. Se puso a gritar: «¿¡Por qué pusieron a ese hombre a trabajar en el patio!? Yo había dado órdenes expresas de que lo vigilaran estrechamente». Mentira. Él mismo autorizó que le dieran trabajo. Intentaba con desesperación echarle la culpa a los otros, porque también a él ahora se le venía encima el chichi. La cosa iba a ser cuando debiera llamar por teléfono a la superioridad para admitir la fuga de un interno. Ya se veía en el Sur, de comandante, en el regimiento de castigados. Después de todo no se podría quejar: ¡un ascenso! Nada más que de pensar en los 40°C bajo cero ya se le helaba el culo. Hitler, cuando deseaba «premiar» a un general molesto y recalcitrante, le daba el mando de una división en Rusia. Los presos deliraban. Todos tenían la picha dura. Balaguer se lo mereció y no sólo por el ajfaire membrillo, sino también porque la única vez que el chino pudo tener visita (un ex interno que le tomó simpatía y le trajo algunas cosas) no le permitieron verlo, pues según el Subalcaide, no lo toleraba el reglamento. «Sólo si es de la familia». Autorizó en cambio, llevado por su infinita generosidad, a que le entregasen los obsequios… previo asegurarse de que entre los nombrados no había dulce de membrillo, por supuesto. Este falso alimento, verdadera pomada sólida de Satanás, es el causante de las guerras, la inflación, el desempleo, los genocidios y la muerte del turco. La juventud empieza con el dulce de membrillo, luego pasa a la «yerba» y, por fin, desciende al pozo sin fondo de las drogas heroicas. Debería prohibírsele terminantemente a los niños. Así es como después se corrompen. El día que estas ideas se hagan públicas, Balaguer no sólo recibirá el Nobel de Química; también el de la Paz. Además no lo dudo.


A Sotelo, en efecto, le habían mejorado sus horribles cosas. Comenzó a tener visitas: la de su padre, en primer lugar, quien recibió al gordo en el locutorio con cierta timidez. Pensaba, con toda evidencia, que un padre siempre tiene la culpa si su hijo se vuelve loco. No es tan así, por supuesto. Se trata de una culpa compartida. Hay que ser nietzcheano, en este caso. La locura es una forma de selección natural. Hay que sobrevivir a ella, como un fuerte, o, mejor aún, no caer jamás en la tentación de la patología. Aflojar hace que todo se vuelva más difícil. Lo primero que le preguntó el supergordo al gordo fue si él realmente estaba o estuvo loco (vaya pregunta para hacerle a un loco). Sotelo hijo contestó que sí. Dio esa respuesta para simplificar. No podía contarle toda la historia, obviamente. Su padre el tendero lo informó de las últimas novedades judiciales: los forenses lo habían declarado inimputable. El Dr. Vedia, por su parte, luego de hablar con él le declaro que «se encuentra mucho mejor. En realidad… su mejoría es notoria. Pienso dar mi visto bueno para que pase al patio». (Allí se llamaba «patio» al manicomio general, de puertas semiabiertas, que no pertenecía a Penales. Basado en el buen informe de Vedia el forense autorizaría el traslado, pues los médicos no se patean entre sí los tarritos).

El viejo Sotelo vaciló. Luego dijo: «Hay una persona que desea verte, pero… yo aún no la he autorizado porque no sé si cuenta con tu aprobación y… no quisiera que se te impusiese una visita. Es un viejo amigo tuyo… De Quevedo». Al gordo le pareció que le daban otra vez electroshock. Disimuló todo lo posible. «Pero sí, papá. Por supuesto. Decíle que tengo muchas, pero muchas ganas de verlo».

Después lo visitaron sus tías, unas viejas amorosas y buenísimas y, por último, una tarde le dijeron desde la puerta llena de candados: «Interno Sotelo: al locutorio». El gordo ya sabía. Sabía. Y era él, por supuesto. «¿Cómo estás, gordo?», preguntó él. «… bien… Maestro». «¿Cómo te tratan?». «Bien. Ahora bien». «¿Fue duro?». «Sí. Fue… pero usted ya lo sabe». De Quevedo asintió. «¿Cómo se llama él?». «¿El que te representa? Keidany». El gordo alternaba el tuteo con el «usted» respetuosísimo. «No. No te pregunto eso. Cómo se llama el tipo del banco». «Ah… pero eso ¿qué importancia tiene? Maestro: ¿qué debo hacer?». «Quedate tranquilo. La situación está controlada. ¿Ya te dijo tu viejo que pronto salís al patio?». «Usted lo sabe». «Bueno, está bien. Pero igual quiero que me lo digas». «Sí. Sé que salgo rápido». «Muy bien. Gordo, quiero que me escuches con atención: De ahora en adelante no tenés que darle bola a ninguna tos, a ninguna voz, orden mágica ni un carajo. ¿Oíste? La orden actual es: comer, dormir, tomar agua, ir al baño a cagar y mear cuando tengas ganas, y dejarte de rarezas. Cualquier cambio sólo será cuando yo te lo dé en persona, de viva voz. Se terminaron las telepatías y cuanta cosa. ¿Está claro?». «Sí Maestro». «Ahora me tengo que ir, por desgracia. El verdugo de Balaguer sólo me autorizó a verte cuando le mostré una orden de Presidencia. Ni el visto bueno de tu viejo fue suficiente. Sí: tuve que subir hasta el Presidente de la República para que este hijo de puta aflojara. Necesité de todas mis artimañas, no me preguntes cómo porque es largo de contar. Fue dificilísimo. Aún así me dio pocos minutos y no quiero permitirles a estos chichis que me digan que se terminó el tiempo. Prefiero irme antes. Nos vemos. Nos vemos pronto».

Una semana después de la entrevista con De Quevedo, Vedia mandó a llamar a Sotelo a enfermería. Luego de preguntarle cómo andaba, si estaba contento y otras pelotudeces, el médico le dijo una cosa muy rara: «Te vamos a pasar al patio. Ya hablamos con el médico forense. Ahora quiero que oigas algo muy importante que te quiero decir y que es indispensable que comprendas. Todo lo que te ocurrió, Sotelo, fue por tu soledad. No tenés que andar más solo cuando salgas. Aprovechá la oportunidad que te da la vida».

El gordo tuvo ahí la certeza respecto a lo que ya intuía respecto al otro: Vedia no era mal hombre. No hacía el mal por sadismo, sino por el proceso vicioso de la escuela excesivamente mecanicista y materialista (casi dialéctica) en que estaba formado.