CUARENTA Y SIETE

LA NOCHE EN QUE CASI PASA DE TODO

Esa mismísima y maravillosa noche, en el acto, no bien apagaron la luz, se empezaron a oír voces:

«Che, Rogelio». «¿Qué querés, Zapata?». «¿Vos sabías que tenemos ingenieros para cualquier cosa, no? Ah, pero sí: expertos en mecánica genética, por ejemplo, esta misma noche los esotes, como parte del ataque y por las dudas de que el hijo de puta saliese vivo, le van a hacer microcirugía, para alterarle el mosaico cromosómico (una distorsión genética, vos entendés, Rogelio); eso lo va a llevar a tener hijos deformes. Si no le nacen todos mogólicos le va a pegar en el poste». «Pero escuchame, Zapata… Ni necesidad que hay de manijearlo a él. Basta con meterle a ella, a la relojerita, cuando esté preñada». «¿Te parece, Rogelio?». «Pero y claro. Sólo a un tipo como él se le ocurre traer a una mina a este lugar lleno de bichos». «Y, pero… ponete en su lugar. Yo quisiera cortarle las bolas, bien lo sabés, pero no puedo menos que reconocer que no tiene otro sitio para encontrarse con su mina. Y menos ahora, que el relojero llenó la otra casa (donde vive con su familia, te quiero decir) con toda clase de trampas mágicas, eso por si putas al gordo se le diera por encamarse con la piba en ese lugar, cuando él no esté». «Sí, bueno, pero no es tan así. Él podría pedirle ayuda a su viejo. No lo hace por puritano». «¿Y si él se decidiera a pedirle la guita al viejo, pero después la mina se echa atrás y no quiere vivir con él? Porque eso también puede ser, aunque el tipo no lo crea». «Ah, bueno, eso ya es decisión de ella. Es la libertad que tienen todos los seres. Si nosotras las máquinas podemos elegir, y eso que estamos programadas, con cuanta más razón ellos, que son de carne y hueso». «Cierto. Bueno, pero todo esto qué carajo nos importa a nosotros. Estamos aquí hablando como unos boludos en vez de ponernos a trabajar. Mirá, Rogelio, vamos a hacer lo siguiente: primero le largamos el combustible eléctrico, y si tiene el ojete de sobrevivir, ahí nomás, sobre el pucho, le mandamos el cortapijas, el invento preferido de Barrios. Te acordás de Barrios y de Mendoza, ¿no? Cagaron fuego en el ataque anterior. Pobrecitos, y tan buenos que eran. Dos máquinas excelentes y buenas compañeras. Bon camarad et bon legionaire, como decían en la Legión Extranjera. Bajas de combate. En fin, los soldados estamos para eso. Como dijo el general von Bock (y te aclaro que yo no comparto sus ideas, porque soy una máquina liberal, pero más allá de eso): “Morir de un balazo, en medio de una batalla, es una muerte muy de agradecer”. Y tenía razón. Pero volviendo a Barrios y a Mendoza: me parece mentira que de ellos no quede ahora más que un poco de óxido. Si esas máquinas estaban vivas hasta hacer un rato». «Consolate, Zapata. Esta misma noche los vengamos. Si no da resultado la electricidad en polvo lo reventamos con el cortapijas». «Bien dicho: a la carga».

—Gordo: no te asustés.

—¿Qué es eso de, de el cortapijas? —Sotelo, con toda evidencia, había registrado sólo una parte (la que más lo manijeaba psicológicamente, en razón de su pasado).

—Claro, a vos el combustible eléctrico no te preocupa ¿no? Vos, de lo inmediato, jamás te ocupás ¿cierto?

—¿Y qué, qué es el combustible eléctrico?

—Es una especie de electricidad en polvo, que los esoteristas desparraman sobre y alrededor de la cama de la víctima cuando ésta duerme, o está por dormir. Se enciende con una chispa. Es peor que el fuego griego; una vez iniciada la combustión ya no hay forma de pararla.

—¿Y qué hay que hacer?

—En primer lugar te aclaro que no pienso tolerarte ataques de histeria. Te lo digo por lo mucho que te conozco. Cuando te diga qué tenés que hacer vas a rebelarte.

—No.

—¿Seguro?

—Sí. Seguro.

—Eso espero, porque tenés que hacerlo de todos modos. Quieras o no. Te vas a meter un tapón de sidra en el culo. Y no me digas que no tenés, porque yo sé que los otros días te tomaste a escondidas una botellita sin invitarme.

—¡Es cierto, me la tomé, pero ya iba a comprar otra para que la tomásemos juntos! —dijo desconsolado.

—¿Y vos qué te creés? ¿Qué yo me llamo Una Botellita de Sidra? Me importa un carajo. Si me importa es por vos, porque es malo como síntoma. Pero de cualquier forma que sea, en este momento no estamos tratando eso. Lo cierto es que te la tomaste solo pero no tiraste el corcho. Es típico. Vamos a capitalizar tu egoísmo brutal: agarrá el corcho y te lo metés en el culo. Ya. Y apurate y no discutas que están por largar la arena.

Cualquiera de nosotros, a priori, puede asegurar, aunque no lo haya hecho nunca, que un corcho de sidra en el culo, duele. En efecto. El gordo se lo bancó como un duque.

—Muy bien hecho —dijo el Maestro y luego agregó algo irónico—: Qué lástima que no te tomaste dos botellitas. Por el astral me doy cuenta de que al combustible ya lo largaron. Cuando quieran encenderlo les va a agarra un retroceso de llama. Aguantá un rato el dolor, haceme el favor; ya sé que es mucho.

«Listo, Rogelio: encendé»… (pausa)… «Che, Zapata… aquí pasa algo raro… ¡Se nos vuelve, Zapata!, ¡el combustible vuelve atrassssahahahahahahahoooooff…!». «¿Qué te pasó, Rogelio? Cagó fuego el pobre Rogelio. El combustible eléctrico está… Atención, atención: enciendan la sirena de alarma. Aquí máquina 11.285 Zapata. Estamos ante una crisis de sector. Las consecuencias son imprevisibles. Se ha producido un retroceso de combustible y llama; imparable el incendio dado el tipo de material. La propia Máquina Maestra de sector está en peligro. En este momento las llamas devoran pueblos enteros de máquinas, y la ignición se propaga al resto del parque de pértigas con sus servidores. Han comenzado a producirse en la Máquina Maestra los primeros cortocircuitos en áreas centrales. Por entender que Máquina Maestra ya no está en condiciones de dirigir la batalla de sector, asumo el mando. Que todas las unidades contra incendio disponibles se dirijan al sector en crisis. Ya no contamos con capacidad operativa. En el momento que transcurre es todo humo, todo fuego y todo arde. Atención: aquí máquina 11.285 Zapata. ¡Estamos ante una crisis de secoooofff…!». Bum… bruum… bud, tud, brumm… bum… tud… bum… bum brrrUUUOOMM… tud… buBRUMbuBRUMbuBRUM… bum… tud… brubrubrubruuuuuuuuuuummmm ¡BROOOOUUUMMM…!

—Aunque a vos te parezca mentira —comentó De Quevedo—, lo que a mí más me preocupaba eran esas pértigas dichosas. Menos mal que cagaron fuego.

—No veo por qué tanto escombro. Si esas pértigas resultaron boludísimas al final.

—Y… no te creas. Porque tuvimos suerte. Más adelante no sé si va a venir tan fácil la mano. Rogá para que ni a vos ni a mí nos encajen un pertigazo. De cualquier manera que sea, murieron miles.

«Che, Enrique…». «¿Qué querés, Vicente?». «Nos queda una sola pértiga. Una sola pértiga y un único ingeniero. Fue una masacre. Hace años que un tipo no nos costaba tanto. Pero igual lo vamos a reventar. Vamos a poner en marcha el plan nocturno número dos. Decile al ingeniero que…». «Callate, Vicente. No sea cosa que el hijo de puta de alguna manera pueda escucharnos. Hagamos sin hablar, total ya sabemos». «Tenés razón. Tengo la impresión, de cualquier forma, que estos tipos hace un rato nos escucharon». «Es lo más probable. Zapata y Rogelio eran muy charlatanes. Por eso murieron e hicieron fracasar todo el operativo. Pero no importa, porque se deben haber olvidado de lo que viene después. Quedate tranquilo que yo me encargo de los ajustes necesarios… vos ya me entendés». «Sí. Pero apurate».

—Te parecerá imposible, gordo —dijo De Quevedo desesperado—, pero el caso es que no puedo recordar qué ataque venía después del combustible eléctrico. Me manijearon.

—Pero a mí no. El cortapijas.

—¿Qué es el cortapijas?

Evidentemente al Maestro lo estaban manijeando en forma. Para protegerlo al gordo, él, en persona, hacía de paraguas, de modo que se llevaba la mayor cantidad de energías negativas. Pero, previendo algún accidente, De Quevedo le había dicho que en caso de que en algún momento lo viese a medias poseído, le cantara un sonido muy raro que sirve para producir disrupción en las máquinas; algo como esto: «OoooooohohooooOOHooOHooo…». Es una sola letra, cantada de diferentes maneras; como si se tratase de una ópera moderna. Ahora, sí, luego que el gordo la hubo entonado, De Quevedo recordó al instante:

—Rápido que no hay tiempo que perder. Invertí tu posición en la cama: donde ahora tenés los pies poné tu cabeza, y viceversa.

No bien lo hizo se escuchó una explosión cuyo sonido pareció propagarse hasta el Bancario.

—De Quevedo: dio resultado, pero no sé por qué.

—Primero encendamos un cigarrillo cada uno, para fortalecernos. Traélos; pero sin encender la luz ¿eh? —luego que el gordo volvió—: Es sencillo. A veces, no siempre, conviene cambiar la posición en la cama: invertir el cuerpo. De ese modo, el enemigo, al buscar la cabeza y encontrar los pies, como actúa a distancia con las pértigas se desconcierta.

—Igual no entiendo por qué murió el ingeniero de la pértiga (y deduzco su muerte porque el ruido fue tremendo y llegó hasta el Bancario): él era un hombre, no una máquina; un hombre no se destruye por más que se desconcierte.

—Es indudable que no. Pero la pértiga estaba asociada a unos cuantos robots: Enrique y Vicente, por ejemplo. Quisieron hacerlo demasiado perfecto, y ahí fue donde se jodieron. Las máquinas sí se desconcertaron y, al quemarse, el fuego se propagó a la pértiga.

«Gru, gru, gru… lindo… lindo…».

—Che, De Quevedo: ahí se escuchó algo como los gruñidos de un mono… y alguien me hizo una especie de caricia húmeda y asquerosa en la cara.

—Esperate un cachito: ¿te acarició o te pegó?

—N… no. No era pegar. Me acariciaba, más bien. Algo repugnante.

—Uuupa… Tenía la esperanza de que fuere el chimpanzé, con zeta. Es un bicho muy molesto porque pega cachetadas y mete los dedos en los ojos, pero por lo que me decís se trata de algo peor.

—¿Qué mierda?

—Un androide. Está hecho con materia orgánica. Toma meses fabricarlo. Tenía ya la esperanza de que no pudieran mandarlo. Pero me extraña. En general estos bichos sólo pueden venir cuando la víctima es célibe o un homosexual reprimido. Entonces ellos aprovechan la falla y la mentira del tipo para meterse y volverlo loco. Es una suerte de amante astral-físico. Un humanoide, con muy poca inteligencia, y de sexo masculino. Lo preparan para que se enamore del «homenajeado».

—¿Y qué ganan con eso?

—Perturbar. Perturbar constantemente. No te deja dormir pues a cada rato quiere coger con vos ofreciéndote su calor infame. Más adelante se materializa a medias en cualquier lado: en la oficina, en el ómnibus, etc. La víctima, enloquecida de humillación y furia, termina por partirle el espinazo de una trompada a la primera vieja que se le adelante en la cola de la panadería o cualquier otra barbaridad. El tipo queda como un loco y va a parar al manicomio. Pero tampoco allí deja el androide de perseguirlo. Los médicos, que por supuesto no lo ven, hierven al interno a electroshocks.

«Gru, gru, gru… lindo, lindo: Luis te ama… gru…».

Sotelo pegó en la cama un salto de medio metro:

—¡Aah…! ¡Ese asqueroso hijo de puta me volvió a tocar…! Se llama Luis el hijo de puta. Me dice «lindo» el muy puto.

—Calmate que así es mucho peor. Calmate.

—¿Y por qué me viene a mí, eh?, ¿por qué? Si yo tengo mina. Cualesquiera sean mis defectos, homosexualismos reprimidos o lo que puta, yo no me lo merezco. No es justo. ¿Por qué ese bicho de mierda me viene a acariciar con sus manos asquerosas, eh?

—Me lo decís como si yo tuviera la culpa.

—No tendrás la culpa pero viene. Viene a joder ese bicho de mierda. Y por qué ¿eh? Y por qué. Si yo no soy puto y los odio a los putos y sobre todas las cosas odio a este bicho de mierda.

—Estás perdiendo el control y diciendo disparates.

—Sí, disparates. Eso será porque a vos nunca te acariciaron con una manito entre cálida y húmeda. A ver si en ese caso conservabas el control. Y por qué a mí ¿eh? Si yo no soy puto ni lo quiero ser. Malditos putos.

—Cortala que estás invocando nuevas fuerzas en tu contra.

—¿Ah, sí? ¿Nuevas fuerzas? Pero mirá vos qué bonito. Como si la humillación mil veces maldita de que te acaricien con una mano húmeda y calentita no fuera bastante.

—Es molesto, lo reconozco, pero exagerás un poco.

«Gru, gru, gru… besito, besito, ¡chuic!».

—¡Aaah…! —el gordo empezó a dar manotazos en el aire. Parecía presa de un ataque de locura.

—¿Qué pasa? ¿Qué hacés, manijeado? Casi me encajás un bollo.

—Ggff… aaajj… me dio un besito. UN BESITO el hijo de mil putas —dando manotazos epilépticos—. Aaff. ¡Fuera, fuera puto!… gggff… aaaff…

—Sotelo: te pido por última vez que te calmes.

—Besito AAAJJjj…

—Sotelo: ¿me oís? Si seguís histérico vas a cargar a las máquinas y los pueblos van a volver al ataque. Yo también estoy en esta joda ¿me escuchás? A mí también se me vienen los chichis encima.

—Aaaff… besito… Ellos dan besitos húmedos…

—Oí, gordito lindo: yo también te voy a dar un besito (y no sólo Luis); te voy a dar un besito de cinco dedos en la jeta. Si seguís jodiendo te rompo la trompa.

—Pero escuchá: la manito estaba caliente y la boquita estaba ¡húmeDAAAA!

De Quevedo no le quería pegar, en realidad. Pero lo tomó de uno de los brazos con fuerza terrorífica:

—Gordo Sotelo: te lo digo por última vez. Calmate porque estás desatando nuevas fuerzas y futuros ataques.

«Gru, gru, gru… lindo, lindo, besito, besito. Vení a dormir con Luis, papi. Pero primero dame un besito. Besiiito, besito. ¡Chuic!».

El gordo había alcanzado el séptimo cielo de la humillación. Su biología consideró que ya era poca cosa ponerse histérico, de modo que fabricó un nuevo sonido: sin altisonancias ni signos de admiración:

—Aaaiiiiaaaaayyyyyiiiiiaaaaahhhhh…

De Quevedo creyó que por fin escuchaba a las famosas máquinas:

—Che, gordo: ahora sí las escucho. Ahí hay una máquina, nueva, rarísima. Pero te confieso que no sé qué mierda de máquina es. Hizo un ruido como «Aaaiiaayyiiaahh…». —con mucha preocupación—. En toda mi experiencia esotérica jamás oí algo parecido. No tengo idea de para qué sirve.

—Soy yo.

—¿Cómo? ¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo vas a largar vos un sonido tan horrible?

—¿Y qué sonido querés que largue? Me dio otro besito el hijo de mil puaaaaaaiiiiaaaayyyyiiiiaaaahhhhh…

—Sotelo, por favor: hablemos con calma siquiera una vez. Hay dos cosas que no entiendo. Primero: no sé por qué fabricaron un androide, ya que vos sos un tipo que tiene mina y coge con ella. Ese bicho, teóricamente, tendría que haberse quemado al instante, no bien largó el primer gruñido. Segundo: no entiendo cómo tuvo tanto éxito. Jamás en la vida te he visto tan histérico y sacado, ni siquiera con la hache ¿te acordás de la hache, no?…: ni siquiera con la haraña, que ahí sí admito era muy peligrosa, estuviste tan loco, al borde de la psicosis, como estás ahora. ¿Me querés decir por qué mierda?

—De Quevedo… De Quevedo, por favor: decile que se vaya… decile que se vayaaaaaaaiiiiaaaayyyyiiiiaaaahhhh… —el gordo largaba lágrimas de las más grandes: lloraba sin joda.

—Pero… ¿vos te creés, verdaderamente, que ese bicho me obedece? ¿Te suponés que es nada más cuestión de que yo le ordene que se vaya? Yo no lo fabriqué, negro. Lo hicieron los chichis. Tenés que resistir esa humillación, que por lo visto tiene en vos una trascendencia que no me imaginaba.

—Putos… los putos —dijo el gordo, en pleno delirio—. Es como en el Pelman: cualquier infeliz puede venir y decirme que soy puto. Claro: cuentan con el PODERR… Él es puto. Seguro. Cómo no. Pero seguro, seguro: cualquier deteriorado tiene el derecho de negarte el pan y decirte: «Esto no es para maricas». Greee…

En ese instante se empezaron a oír otras voces. Eran máquinas homosexuales, aparecidas sobre el pucho (tal, al menos, lo que parecía) ante sus palabras:

«Aaaay, pero mirá a este precioso, cómo nos trata a “nosotras”, que lo queremos tanto». «Él todavía no ha asumido que es una de las nuestras. ¿Vamos a ponerle un nombre de bruja?». «Dale, dale». «Samantha». «Aaay pero qué rebuenísimo. Me gusta sobre todo por lo chongo. Es el mejor nombre para ésta». «Y mirá que tiene lindo culastro, como todo gordito». «Cierrto, cierrto, Laura». «Aunque te voy a decir una cosa, Brigitte». «¿Qué? ¿Qué me vas a contar, Laurita?». «Este puto está medio enojado con nosotras porque no le pusimos el nombre que él esperaba: Cecilia». «Ah: diste en el clavo, Laura. Pero fijaaate que tiene arreglo: lo podemos llamar Cecilia Samantha». «Cieeeeerto: pero sí es la cúspide de lo chongo. Por fuerza le tiene que gustar».

Sotelo tenía, en ese momento, los ojos desorbitados. Como no podía agarrárselas con nadie, ya que las máquinas eran invisibles, se volvió contra el Maestro:

—Yyyyyyyhhh… Esto es porque vos no… esto es por tu… —no se animaba a decir «culpa»; tenía un miedo infinito de que las máquinas no fueran una imitación de voces de De Quevedo, sino que existieran verdaderamente. Pero el otro igual entendió las medias palabras:

—Claro: a vos te encantaría poder echarme a mí la culpa ¿cierto? Pero es muy jodido todo esto. Te las agarrás conmigo, que soy el que te ayuda y tenés más cerca. Sabés que las máquinas existen, pero para descargarte me querés echar el fardo. No debería, porque la verdad es que se me han ido las ganas de ayudarte, pero en fin. Dale: hacé un mudra no bien aparezca Luis; que el índice de tu mano derecha se enganche con el de la izquierda, y hacé lo mismo con los otros dedos y sus homólogos respectivos.

«Gru, gru, gru… besito, ¡besittooooofff!». «Aaay: el precioso del gordito atenazó los dedos para destruirnos. ¡No te acerques, Lauritooooofff…!». «¡Aaafff…!».

Con timidez, pues se sentía culpable ante el Maestro:

—De Quevedo: ahí cagaron fuego.

—¿Ah sí? ¿Y a mí qué me importa? Dejame dormir —el Maestro, absolutamente indignado, se dio vuelta previo arroparse con su porción de frazada.

Se hizo un gran silencio. Luego Sotelo pudo oír una voz que decía: «De Quevedo… De Quevedo, escuchame. Abandonalo a ese tipo. Todos los males que te ocurren vienen a causa de que siempre te ponés a ayudar a tipos que no se lo merecen y que al final te traicionan». De Quevedo contestó en un susurro imperceptible (pese a ello el gordo oía toda la conversación): «Callate. Callate hija de puta o te hago cagar». «Vos sí tenés derecho a vivir una vida mejor porque vos sí que valés. Abandoná a esta clase de haraganes y discípulos chasco». «Callate la boca y no jodas o te destruyo. Te lo digo por última vez». «Aunque me aniquiles mi obligación es decírtelo. Si vos comprendieras…». «Reventá». «¡Oooofff…!». (Silencio de un minuto. Luego apareció otra voz:) «¿Quién destruyó a mi hermana?». «Fui yo —dijo De Quevedo—. Y no te pongas a hinchar las pelotas o te hago cagar a vos también». «Ella tenía razón en lo que te decía. ¿Por qué te la agarraste con ella? Deseaba ayudarte. Si no te desprendés de los traidores…». «Cagá fuego ya mismo sin falta». «¡Oooofff…!». «Si alguna otra me escucha más vale que se quede en silencio o la destruyo. No quiero que vuelvan a hablar en toda la noche».

Y, efectivamente: el gordo, que oía todo, no volvió a escuchar ruido alguno y a poco se durmió.