CINCUENTA Y CINCO
EL AFFAIRE DE LA BOLA LUMINOSA
(EL QUE LA CHOCA MUERE Y MATA)
Al otro día cuando se despertó, Sotelo no podía creer en el hecho de que hubiese chocado, realmente, la bola. Y, sobre todo, no podía creer que hubiese sobrevivido a todas las guerras y atentados de Suipacha, sólo para terminar excomulgado. Con mucha inseguridad se levantó y fue hasta el cuarto del Maestro. Éste, al contrario de su costumbre, se había levantado mucho antes que él y estaba tomando mate solo, sin esperarlo. Mal signo. Con toda evidencia seguía excomulgado.
—De Quevedo, por favor —dijo el gordo tímidamente—. ¿Puedo hablar con vos?
—Conmigo no tenés nada que hablar —cortó el otro, implacable.
—Anoche me hice una disciplina para no chocar la bola y…
—A mí ya no me interesa.
A Sotelo le parecía imposible. Estaba, de la noche a la mañana, en un mundo de horror. El miedo que le tuvo a la haraña, a los flamenkos y al propio ve corta fue grande pero no era el espanto final. Esto sí. Aquello era la química del miedo del combatiente; esto el reino innombrable de la desesperanza biológica y ontológica. Tenía una sensación de incredulidad: haber caído de «entre los salvos» al mundo de «los malditos», junto a los titanes, la hidra y la medusa.
De Quevedo, quien seguía uno a uno sus pensamientos, le dijo con voz suave y helada, de Maestro en ira crepuscular, voz que los discípulos casi nunca llegan a oír:
—Hay algo que muy pocos, sólo los que se lo merecen terminan por saber de mí: jamás me enojo y perdono siempre, hasta que sí me enojo y entonces no perdono jamás. Concedo todas las oportunidades, hasta que dejo de concederlas en forma abrupta y en ese caso ya no cambio de actitud.
—Pero socorro.
—Andá a pedirle ayuda a Atón. A tu padre el Chichi, que te espera para tragarte.
—Pero auxilio. Maestro tenga piedad.
—Mandate a mudar.
El gordo, entonces, hizo algo increíble: se puso de rodillas:
—«Abba, Padre, si te es posible aparta de mí este cáliz»[10].
—Conmigo todo eso no da resultado. Yo no soy budista, ni exateísta ni nada parecido. Soy un druida. Al pedo es que ruegues.
—Piedad que no aguanto más.
—Jodete. Ándate que tengo que trabajar.
—Maestro, Maestro ¿por qué me has abandonado?
—Porque sos un chichi.
—Piedad, iluminado. Piedad, Muy Perfecto.
—Vos serías capaz de convertirte al budismo o al animismo de Tanzania, toda vez que te convenga. Dejate de joder que me tengo que ir para verme con una persona.
—Pero por lo que más quiera clemencia.
—Estás más allá de la clemencia, en este punto de tu desarrollo —le dijo De Quevedo, para torturarlo, con voz cristalina de Maestro horrísono—. Al que rechaza su paraíso le será otorgado su propio infierno.
—Pero por lo que más quiera auxilio.
—Así como es Arriba es Abajo.
—Pero por lo que más quiera socorro.
El otro no contestó y salió de la casa. Debía realmente encontrarse con una persona en un bar. Sotelo lo siguió por las calles, a cuatro metros detrás de él. Cada tanto decía algo como: «¡Pero Maestro, pero Maestro!», con voz lastimosa. De Quevedo entró a La termitera y el gordo quedó adentro, de pie, a tres metros y medio de la mesa donde el otro se sentó. En ese momento apareció una mina muy joven y muy linda, de pelo larguísimo, que se sentó en la mesa de De Quevedo. Empezaron a charlar. El gordo siempre de pie, mirando. La chica, pese al campo gravitatorio de su compañero, no pudo menos que darse cuenta, a los cinco minutos, más o menos, de esta masa cetácea que interfería: «¡Piedad, piedad!», vociferaba cada tanto el manijeado. «¿A vos te pide que lo perdones?», no pudo menos que preguntar ella, a partir de un momento dado. «No des pelota», desestimó De Quevedo. «¡Pero perdonalo, pobre tipo!». «Te digo que no des pelota. Yo sé bien de qué se trata». Después de charlar quince minutos, con el gordo siempre parado y ahora mudo (el mozo ya había renunciado a pedirle que se sentara y a preguntarle si le pasaba algo: «Me pasa de todo»), De Quevedo se levantó para ir al baño. El otro lo siguió hasta ahí, caminando de rodillas, y se paró a tres metros de la puerta. Parecía un discípulo budista. No bien el otro salió intercambiaron unas pocas frases. Llegó a oírse la última parte, por boca de De Quevedo: «Por tus distracciones. Ahora arreglatelas. Que los chichis te coman los huevitos. Si no los flamenkos, ya se encargarán otros». «¡Pero socorro!». «Me importa un sorete». El gordo lo siguió hasta la mesa, siempre de rodillas: «Piedad, Maestro, piedad… ¡Aaah!». Algunos en La termitera miraban a De Quevedo como diciendo: «¡Qué hijo de puta…! ¿Por qué no lo perdona?». Pero el Maestro se mostró impermeable a la presión social. El gordo dijo en voz alta, volviéndose a todos. «¿Pero no comprenden que es un Dios? ¿Por qué se asombran de que ande de rodillas? Maestro: clemencia que no aguanto más. No quiero ir al infierno». «Claro, vos no querés ir al infierno: preferís mandarme a mí». Todos, hasta los mozos y el dueño, escuchaban asombrados aquel diálogo aparentemente absurdo. Cosa curiosa: nadie se reía.
De Quevedo habló una media hora más con la chica y después cada uno se fue por su lado. El gordo, por su parte, acompañó al Maestro hasta French a cuatro metros de distancia, como es clásico.
Ya en el departamento De Quevedo tomó una pinza y le dijo el gordo:
—Agarrá otro alicate del cajón de herramientas y seguime. Voy a darte una última oportunidad, pero entendé bien, Sotelo, que ésta es la última. La última en todos los sentidos posibles. ¿Comprendiste? ¿Entendiste? ¿Sí? Bueno. Una sola, pero una sola vez más que vos choques esa bola y cagaste. Hacete una disciplina, pasá horas mirándola, hacé lo que quieras, pero sabelo que si la chocás ya no va a tener remedio tu situación.
Casi sollozante:
—Sí, Maestro, sí…
—Andá a la cocina y traé el alicate y vení a mi cuarto. Ayudame a armar mi cama.
Mientras los dos estaban en ese trabajo De Quevedo le dijo:
—Claro, porque aparentemente yo sería el hijo de puta implacable que…
—Noooo Maestro: usted tiene toda la razón del mundo y…
—… que te verduguea por una insignificante distracción. Pero lo que vos no sabés, porque no podés saberlo, y no podés saberlo porque tu egoísmo adormece a tu intuición, es que la rotura de esa bola significa mi muerte. ¿Eh?: mi muerte. Ahora ya lo sabés. Hay una máquina ahí adentro, conectada a otra de Isidoro, y ambas trabajan juntas. La rotura de esa bola significa mi muerte, averiguada con horóscopo por Isidoro. Por eso él me dio ese bicho, para que él aguante el primer simbronazo; si el robot aguanta la primera ola de energía yo me salvo. Mi situación astrológica es muy mala, en este momento; va a cambiar pero no por ahora, todo un mes necesito estar protegido, porque si no yo cago fuego. Pero si tengo que morir, al pedo, por un discípulo desamorado y distraído, alejado del mundo, y despreciativo de la materia, bueno… ese discípulo traidor me va a preceder al Hades. De esto podés tener la plena certeza.
—Sí, Maestro. Comprendo.
—No sé si comprendés. Sólo te digo: una sola vez más que choques esa bola, descompongas o no a la máquina que ella guarda, y te mando al carajo, esta vez sí definitivamente.
—Sí Maestro.
—De modo que hacete una disciplina, pasate las horas que sean en esa actividad, porque ya lo sabés… ya sabés lo que te espera en caso contrario.
Armaron la cama de De Quevedo, la del gordo, terminaron de instalar los libros en las bibliotecas, etcétera. Cuatro horas de trabajo. Después de tomar juntos unos mates, Sotelo, por su cuenta y sin que nadie lo mandase, empezó a pasar y repasar por el pasillo de la bola: una vez y otra, a fin de que se hiciese carne en él la idea de no chocarla. La miraba, la meditaba, simulaba estar distraído y acordarse sobresaltado a último momento con un «NO, NO: CUIDADO. PELIGRO DE MUERTE», intentando que se le formara un centro, una especie de máquina mental. Imaginaba que iba por una calle y llegaba a la esquina: «Ah: qué linda esquina. Voy a doblar pegado, rozando las paredes… NO, NO: CUIDADO. PELIGRO DE MUERTE». Toda la tarde y la noche se la pasó así. Tenía miedo de tener ganas de mear durante la noche, levantarse dormido y chocar la bola. «¿Y en ese caso yo qué hago? Arrancarme los ojos, como Edipo. A ver, veamos. Tengo mucho sueño. Qué me importa si choco la bola. Total yo tengo sueño y soy un chichi —simulaba dormir—. Zzzz… Ahora me levanto medio dormido a mear. Muy tranquilo porque total De Quevedo me perdonó y a mí, por otra parte, qué me importa si choco la bola. —Afectaba ir medio dormido al baño, en medio de la noche, pegado a las paredes—. Claro, claro… yo tengo mucho sueño y ganas de mear. Lo único que me importa en el mundo es mear de una vez y meterme de nuevo en la cama, porque soy un grandísimo hijo de puta. A mí qué me importa, después de todo si choco la bolCUIDADO, CUIDADO, PELIGRO DE MUERTE. Nochocarnochocarnochocar… NO CHOCAR». —Y el pobre gordo hacía como que reaccionaba a último momento. Esa noche se despertó cinco veces. Tenía, siempre, la misma pesadilla: soñaba que chocaba la bola. Se despertaba empapado en sudor, con la sensación de que había Perdido el Reino. Pero perdido en serio. Se obligó, en cada momento, a levantarse y a simular que estaba dormido y con ganas de mear para pegar un terrible salto en las cercanías de la bola luminosa. Fue una noche infernal, y un día y una noche infernales los que siguieron. Fue a trabajar a Recursos Hídricos y ante cada pasillo por el cual doblaba se decía a sí mismo: CUIDADO: NO CHOCAR LA BOLA. CUIDADO: PELIGRO DE MUERTE. Cuidado, cuidado, CUIDADO. Miraba a un compañero o a una compañera de trabajo y se decía: Cuidado: NO CHOCAR LA BOLA. La miraba a Norma Mirtha Cadenowsky y pensaba CUIDADO, CUIDADO: NO CHOCAR LA BOLA. PELIGRO DE MUERTE.
Por fin, luego de cinco días de hacer imaginaria día y noche, claro que se le formó un centro subconsciente que respondía a NO CHOCAR LA BOLA. Y no la chocó. Por suerte.
De cualquier manera, con todo el ajetreo, la casa se cargó y una de tales noches, el gordo escuchó (tal como es clásico la voz podía provenir de De Quevedo, de un rincón desocupado, del vecino o de cualquier otro lugar):
«¡Propis! ¡Propis! ¡Qué alegría! ¡Hemos descubierto la manera de penetrar a este sitio invulnerable, limpio y nuevo! Este es el momento más feliz de mi vida de máquina. Voy a quemar ahora mismo varios cricos de felicidad. ¿Cómo no quemar varios cricos? ¡Propis! ¡Propis!».
Cuando el gordo le comentó la novedad (desde que llegaron a la nueva casa no se había escuchado ninguna voz), De Quevedo dijo:
—Pero y claro. Pero naturalmente. ¿Cómo no van a poder entrar? Con los desequilibrios que te mandaste con los golpazos, ¿qué esperabas? Ahora se nos viene encima otra guerra estilo clásico. Se terminó el santuario.
«Che, Lorenzo». «¿Qué querés, Osvaldo Chacaritovich?». «Ahí, en el segundo piso, departamento C… tenemos preparada una zombie, para largársela al gordito». «No jodás. Qué bueno». «Sí, sí. Es un cadáver que los Maestros afanaron del cementerio de Boulogne. Se llama Cristina, la zombie. Le pusimos ese nombre para que se parezca a la enamorada del Fantasma de la Ópera. No sé si vos te diste cuenta de que él es un ermitaño, tal como era el Fantasma en el libro de Leroux. Bueno: aprovechando esa circunstancia, a uno de los Maestros se le ocurrió que lo ideal sería mandarle a este tipo un zombie femenino, enamorado de él y todo podrido, para que una buena de estas noches la encuentre: olorosa y en su cama; abrazadiya, como quien dice. Los maestros dan por seguro que el tipo se muere de un ataque al corazón, no bien se descubra con el chichi en brazos. Uuuuy… Mirá, mirá: ahí se levanta la zombie. Cristina ya tiene todas las memorias instaladas en su cerebro putrefacto: lo ama a Sotelo. Quiere a toda costa dormir con él. Si este boludo tuviera una mina como la gente se salvaría, pero… como anda solo… mejor para nosotros». (En ese momento se escucha una voz asquerosa, imposible, lejanamente femenina:) «¡Soooteeeeelo…! ¡Mi amor…!». «Mirá, mirá: se levantó el zombie. Se viene con todo el enamoramiento encima y energía completa. Esta misma noche se le mete en la cama, me parece». «Eeerik… ¡mi amorrrr…!». «Ahí viene el chichi, con toda la furia amorosa y perdiendo gusanos por la escalera». «Pero lo que no entiendo es una cosa, Osvaldo. ¿Por qué ella lo llama Erik, si él se llama Corvina Sotelo?». «Ah, ¿eso? Es parte de la falsa memoria que le metimos al zombie. El Fantasma de la Ópera, en la novela de Leroux, se llama Erik. ¿Entendiste ahora?». «Sí Osvaldo Chacaritovich». (La voz, horripilante vuelve a oírse:) «Eeerik… Erik Sotelo, mi dulce amorrrr… Nosotros los zombies vivimos muy poco, de modo que debemos realizar nuestro idilio ahora… Esta misma noche me tendrás en tu cama, para que compartamos un ataúd de delicias… Te haré muy feliz, bebé mío; te acariciaré con mis pústulas e iremos ambos a parar a la fosa viva». «La hicimos bien, ¿eh Lorenzo?». «Jamás, jamás en mi vida oí hablar de un amor tan apasionado. Sólo en los libros. Ella es el sueño perfecto de un oligarca del amor. Te felicito, Osvaldo Chacaritovich. Está enamoradísima. Ella es perfecta». «Gracias, Lorenzo. Todo gran artista necesita que los demás reconozcan los méritos de su obra. Ahora que te voy a decir: no es creación exclusivamente mía. Para fabricarla a Cristina trabajaron incansablemente cerca de seis esotes humanos. Yo, y ello es muy simple, le di el toque penúltimo». «Ella es hermosa, hermosa».
Sotelo estaba absolutamente aterrorizado:
—¡De Quevedo… me piensan mandar a Cristina la zombie…!
—¿Y quién es Cristina la zombie?
—Me la piensan mandar esta misma noche… ¡esta noche mismísima! Es un zombie que vive en el segundo piso del edificio.
«Che, Osvaldo: los hijos de puta ya saben». «De nada les va a servir. No te calentés, Lorenzo. A lo sumo el Maestro, sin decirle nada, lo podrá proteger con sus exorcismos por unas cuantas noches, pero al final Cristina va a realizar su sueño dorado de encamarse con el gordo. El que está intrigadísimo es el portero». «¿Qué portero, Osvaldo Chacaritovich?». «El del edificio. Todas las mañanas encuentra gusanos en el palier y en los escalones que llevan al segundo piso. Es que los esotes no le permiten usar el ascensor a Cristina. Quieren que ella haga ejercicio para mantenerse en forma. Pero el tipo está de lo más intrigado, te digo. Ni se sospecha de dónde pueden salir esos horribles gusarapos. Ignora que se le caen a Cristina, desde la bombacha. Los esotes le pusieron bombacha de goma, como a los bebés, precisamente para evitar ese problema, pero aun así…». «La mina está un poco pasadita, convengamos». «Sí. Es un defecto, lo reconozco. La dejamos estar demasiados días, ahí en Boulogne. Tendríamos que haberla resucitado un poco antes, es cierto; pero… no hay mal que por bien no venga. Suponete vos, nada más, que al tipo lo saquemos del trance en que lo vamos a meter, justo en medio del coito y comprenda de golpe con quién está encamado. ¡Qué logro!». «Muere de asco y de un ataque al corazón». «Y claro, qué te parece».
—A ver esperate un cachito, gordo —dijo el Maestro luego que el otro le contó la historia completa—. Voy a bajar por la escalera porque tengo la sospecha de que la hija de puta debe estar acechándote en este preciso instante. El dato de que ella no sube a los ascensores es bueno. Vos, por las dudas, nunca subas a pie, por más que nosotros, aquí en el tercero no tenemos problemas. Ahora bajo y vos no atiendas ni abras la puerta a nadie a menos que escuches mi voz.
—¡Nooo!
Pasaron diez minutos, más o menos desde que De Quevedo salió. El gordo estaba nerviosísimo. ¿Y si aprovechando que el otro no estaba, la materializaban a Cristina? Justo en ese instante sonó el portero eléctrico.