CUARENTA Y CINCO

LA ZOMBIE NO LO DEJA LAVAR

—¿Pero qué te pasa, Patriarca? ¿Por qué estás en un rincón? ¿Quién con más derechos que vos a ser feliz y poderoso?

Sotelo oyó las frases y se terminó de despertar. De Quevedo estaba hablándole a sus pájaros. A sus manones, principalmente. El manón es el gorrión chino, esos que odiaba Mao y que hizo matar por cientos de miles, porque según él comían un alto porcentaje de las cosechas: ordenó entonces que los Guardias Rojos salieran en estampida por todo el país, con tambores y trompetas rezbundantes, etc… para que los pajaritos se asustasen y, al no atreverse a bajar a tierra y reposar, se les rompiera el corazón. Aniquilaron miles de toneladas de pájaros en pocos días, esta primera parte del plan de Mao fue todo un éxito. El problema vino con la segunda: las consecuencias. Parece que los gorriones chinos (los manones) devoraban decenas de miles de toneladas de orugas por año. Como ya no había pájaros que se las comieran (o muy pocos) las oruguitas, muy felices y libres de enemigos naturales, se comieron cinco veces más cosechas que antes con los pájaros. El camarada Mao, lleno de desesperación ante la cagada que se había mandado, ordenó entonces a sus Guardias Rojos lo inverso: que cuidasen los pocos gorriones chinos que quedaban como si fueran las niñas de sus ojos. Suerte para él que el biocrón de los manones es fuerte y no tiene intenciones de pasar por ahora. De cualquier forma que sea, debió pasar un lustro antes de que los gorriones estuviesen en condiciones de comerse las oruguitas. Y De Quevedo, entonces, tenía manones originarios de China. Empezó con una pareja. En el momento que tratamos contaba con casi cincuenta ejemplares. Sotelo, al despertarse, lo sorprendió hablando con el Patriarca, el más viejo de todos sus pájaros. Él era el padre, abuelo y bisabuelo de todos los habitantes de la inmensa jaula. El Patriarca estaba «casado» con la Judía (o la Rusa), así llamada porque sus plumas eran de un cromatismo un poco más rojizo que el común de la especie. El Patriarca y la Judía se amaban infinitamente. Ya tenían hijos y hasta nietos, pero el Patriarca seguía imponiendo su ley a los jóvenes, a pura fuerza de picotazos. Ella, por su parte, reventaba a las provocativas hembras toda vez que se hacían las jóvenes, las graciosas y las picaronas. Pero un día la Colorada (la Judía) puso mal un huevo. Mejor dicho: no pudo ponerlo pues le quedó adentro. Expulsó sangre, tuvo una agonía sumamente jodida y finalmente murió. La desesperación del Patriarca no tuvo límites. Los pájaros rara vez son monogámicos. Los manones no, por lo menos. Tampoco el Patriarca lo era: él se cogía a todas las hembras, así fuesen sus tiernas nietecitas. Pero algo le pasó cuando murió la Colorada. Envejeció dos años de golpe, que en los pájaros equivale a veinte o veinticinco. Largó el poder, largó todo. Se abrió por completo. Comía sólo lo indispensable (De Quevedo, al principio, viendo su actitud, temía que muriese de hambre). Ya no disputaba territorios ni supremacías. Los jóvenes, que al principio lo seguían respetando por inercia, poco a poco lo empezaron a sobrar al ver que no se defendía. Ya habían pasado cinco meses desde la muerte de la Colorada. Ultimamente hasta las hembras vejaban al Patriarca. De Quevedo, que amaba mucho a ese pájaro, lo puso en jaula aparte, con una hembra joven. Aquello fue un gran fracaso: no se pasaban bola. El Patriarca dejaba que la jovencita comiera primero y luego bajaba para picar unos cuantos granos. Patriarca y Colorada dormían no sólo en el mismo palito, sino que también completamente pegados, como si formasen un solo ser. Éstos, ahora, lo hacían en palos opuestos. Ya desesperado De Quevedo los pasó nuevamente a la jaula general. Fue feroz: todos lo recibieron a picotazos. El Patriarca, que en sus buenas épocas mató a otro macho por la posesión de la Colorada, ahora no respondía a las agresiones. Llamaba la atención esa falta de respuesta frente a las variadas cicatrices de combate que ostentaba. Y así estaban las cosas cuando el gordo sorprendió al Maestro hablándole a su pájaro. Ninguno de los dos sabía que ese era el último día del Patriarca.

—¿Qué pasa, De Quevedo?

—Estoy preocupado por este pájaro. No sé qué solución darle.

Mientras ellos intercambiaban estas pocas frases, las cotorritas australianas de Sotelo producían un quilombo horrísono. El gordo, en ese momento, tenía tantas cotorras como De Quevedo manones: cincuenta o más. La mayoría en un jaulón, pero varias parejas empollando en jaulas individuales. Póngales usted a un macho y a una hembra de esa especie un nido de madera, abundante mijo y lechuga, y le puedo asegurar que no necesitan más para reproducirse hasta la explosión demográfica. Su casa será una selva. El gordo empezó con tres parejas. El macho de una murió en seguida, de modo que esa hembra quedó desenganchada. Era de plumas blancas, la solitaria. Notó la indiferencia por parte de los dos varones que restaban, y una cierta animadversión (disimulada al principio) por parte de sus salvajes esposas. Poco tiempo después el gordo decidió que las otras ya la estaban verdugueando demasiado y la puso en aislamiento solitario. Se dio, entonces, un raro fenómeno; no mientras no tenían posibilidades físicas de sentirla cerca, pero cuando la blanca quedaba con su jaula a pocos metros de las dos hembras viejas (que con el tiempo habían llegado a tener montones de hijos y nietos), a éstas les entraba una especie de desesperación: se abalanzaban hasta los barrotes de las jaulas, intentando por todos los medios salir de ellas para matarla. Sorprendía, realmente, un odio tan infinito. «Pero qué hijas de puta —se decía el gordo—. Les va bien, tienen cada una su macho, hijos a granel… ¿Qué más quieren? ¿Por qué razón se las agarran con esa pobre desgraciada que ni tiene quien le haga compañía, ni le dé hijos, ni un carajo?». Tomó por fin a uno de los bisnietos de las otras (que, a todo esto, seguían poniendo huevos fértiles sin cesar, compitiendo con sus hijas y nietas) y lo puso en la jaula de la otra. Cosa maravillosa: se entendieron enseguida. En un segundo. Cogieron casi instantáneamente, etc. Las otras, a todo esto, interrumpían cada tanto sus vidas cotidianas para realizar durante algunos minutos su sesión ritual de kamikaze frustrado contra los barrotes de las jaulas. El odio, por fin, les despertó la inteligencia. El odio y la desesperación. Matar a la blanca era, para ellas y por lo visto, una guerra santa. El Jibad. Descubrieron que con los picos podían levantar las puertitas. Sotelo pudo observarlo a tiempo, justo cuando estaban a punto de pasar, y colocó broches de ropa que sirvieran de cerrojo: de esta manera, cuando ellas pretendían levantar, la puerta chocaba con su broche respectivo. Pero también de esto se percataron, y dieron comienzo a la destrucción sistemática de los broches que obstruían su paso. Entonces el gordo ató las puertas con alambre de hierro y allí se acabó la joda. La Blanca, a todo esto, trataba a su macho con una ternura desconocida en la especie. Cuando el gordo le puso su nido de madera, pareció entender en un segundo: entró en el acto, como si desde siempre hubiera estado familiarizada con él, y al otro día, ya puso su primer huevo. Todas las jornadas, a partir de allí, largaba uno. Cuando consideró que ya tenía reunida suficiente cantidad se puso a empollar.

Y justo esa mañana, luego de observar la tristeza del Patriarca de De Quevedo, el gordo notó que las dos viejas cotorras, las cuales parecían haber olvidado a la Blanca desde un tiempo a esta parte, ahora se lanzaban al asalto con nuevos bríos e infinita furia renovada. «Cierto —se dijo el gordo— ¿qué se habrá hecho de la Blanca, que últimamente no sale ni para comer ni tomar agua? Estas dos me hicieron acordar. Si es que existen ya tendrían que haber nacido esos bichos de mierda».

—Che, De Quevedo: vamos a ver qué carajo pasó con la Blanca, por qué no sale.

—Ah… es verdad. Ya le tienen que haber nacido los pichones.

—Esperate que bajo la jaula.

El nido de madera estaba incrustado en un lateral. Su ingeniosa construcción permitía observar su interior nada más que levantando una tapa, sin necesidad de sacar el nido entero. Ahora bien, el interior de un nido de cotorritas australianas, por alguna razón, huele tan mal como los cadáveres de la batalla de Austerlitz cinco días después del combate. Pero el nido de la Blanca olía tres veces peor. Ella había puesto docenas de huevos y algunos, rotos a causa de los movimientos del animal, unían su olor a podrido a las miasmas naturales, y glandulares, del empollo de cotorras. Era obvio que todos sus huevos, rotos o no, estaban podridos. Nació nadie. Pero aparte de este múltiple no nacimiento, una única criatura se movía debajo de su madre; una suerte de eritelequia horripilante. Todos los pichones de cotorra son espantosos cuando acaban de nacer, pero éste era diez veces más feo y siniestro. Había nacido con las patas deformes, por malformación genética; en vez de estar con los pies para abajo, cosa de que el animal pudiera realizar con toda felicidad el acto de caminar, los tenía hacia arriba, en una especie de «arriba las manos» perpetuo. Aquellas garras sólo podrían servirle para permanecer eternamente agarrado a los techos, como los murciélagos. Y ahí estaba también la Blanca, engordada por la fiebre y sus plumas chuecas (verticales al plano de la piel), protegiendo a su monstruo. «Quasimodo», balbuceó el gordo a pesar de sí mismo. No quería admitirlo, como no lo admitía la madre (para quien su hijo era perfecto), pero el nombre se le ocurrió, simplemente, y así quedó.

—Sí, tenés razón. Es un Quasimodo. Pero tengo la esperanza de que no sea malformación genética, sino descalcificación y que con el tiempo se corrija. Pero me extraña, porque a estos pájaros siempre les diste calcio puro para que picasen. A lo mejor es… la humedad de la pieza, yo qué sé —el Maestro vaciló—. En verdad se me ocurre una idea infinitamente terrible, pero debe ser mi imaginación.

—¿Qué?

—Nada, simplemente que… ahora sospecho la razón por la cual las otras hembras no querían que ésta tuviese hijos.

—¿Pero por qué? ¿Suponés que sólo puede dar hijos deformes?

—No lo sé, gordo. Por de pronto, no bien Quasimodo sea grande y emplume, a ella sacale el nido para que no pueda poner otros nuevos y empollarlos. A Quasimodo, creo yo, hay que darle una oportunidad; pero si con el tiempo nos convencemos de que es genético… vas a tener que eliminarlo. La roca Tarpeya. Pero qué sé yo… puede ser una descalcificación. A lo mejor los chichis quieren hacernos creer lo peor para que nos amarguemos, o seamos draconianos al pedo.

—Esperate un cachito. De Quevedo. No queda agua. Voy hasta la cocina para llenar el bidón, así tomamos unos mates.

En la cocina se encontró con la vieja del fondo, la del extremo del conventillo, que también estaba sacando agua. Tenía uno de esos deshabillés floridos y acolchados, que las viejas de conventillos y pensiones usan invierno y verano. Lo tenía bastante abierto, pese al frío, y abajo no usaba ni una combinación. Cosa rara, ella lo recibió con una alegría puramente ficticia:

—Ah, señor Sotelo: qué suerte que lo veo. Quería pedirle un favor. Desde ayer a la tarde que necesitaba pedírselo, pero no lo encontré.

La vieja, al hablar, impulsaba con violencia y golpes cortos sus hombros hacia adelante. Primero uno y luego el otro. En uno de tales movimientos, el seno derecho le quedó afuera por completo. Ella parecía no darse cuenta. A partir del momento en que el seno estuvo descubierto abandonó para siempre las rupturas bruscas de inercia y optó por desplazarse con movimientos perezosos y lánguidos. Ignorante de que tenía la teta afuera, la pobre mujer. Pese a lo desesperadamente maldito de la escena, Sotelo sintió cierto impulso erótico, porque así de endemoniado, perverso y morboso era el gordo. En cualquier otro momento la vieja lo enganchaba, porque a él le gustaban muchísimo las cosas que venían enfermizas y oscuras, pero ahora andaba con la relojerita y, claro, el contraste era muy fuerte. El gordo vivía como un cetáceo en las aguas del amor, que es una suerte de santidad paralela. Invulnerable a las acechanzas, como quien dice. De cualquier manera no sabía si mirarle o no la teta libre, en apariencia exenta de impuestos. Estaba un poco incómodo y tenía ganas de librarse para ir a tomar mate, esa es la realidad. La tipa, de pronto, pareció reparar tardíamente en su desnudez; dijo «Oh, disculpe», y se la guardó pero sin ninguna prisa. Sotelo llenó el bidón y se dispuso a acompañar a la vieja un corto trecho (resultaba inevitable) para ver qué mierda quería. Era obvio qué quería, pero resultaba indispensable tratar normalmente la excusa.

—Mire, señor Sotelo: es esta valija, muy pesada —le dijo ella al pie de la escalerita de siete escalones que conducía a su cueva llena de bichos. Esa pieza no sólo era la más excéntrica del edificio, sino además la colocada a mayor altura—. ¿Me puede ayudar a subirla? Es demasiado pesada para mí.

—Oh, pero sí, claro señora, en un momento se la subo.

Así lo hizo y la dejó en el descanso.

—Gracias, muchas gracias. ¿No quiere pasar a mi cuarto a tomar un tecito?

—No no, muchas gracias —se apresuró a decir el gordo—. Lo lamento pero no tengo tiempo. Ya enseguida tengo que ir a trabajar.

Ni que le hubieran pegado una cachetada:

—Ah… no tiene tiempo. Bueno. Otra vez será.

—Sí sí. Hasta luego.

Ya en su cuarto, y entre mate y mate, le contó a De Quevedo el incidente.

—Tené cuidado con esa vieja —le dijo el Maestro—. Ya Alaralena e Isidoro me habían dicho que aquí hay una tipa que no es lo que aparenta. No pudimos averiguar exactamente quién es ni de qué se trata, pero bien puede ser ésta. Ella ahora te odia porque no te encamaste con ella, pero igual pienso que hiciste bien.

—Y qué me la iba a coger si es una mina mala, vieja y horrible. Las tiene todas.

Irónico:

—Y sobre todo que no se puede comparar a tu relojerita —el gordo se puso rígido; hombre sin humor. Notándolo en el acto, De Quevedo (quien no quería ofenderlo) cambió de ruta al instante—: Nooo, tenés razón, si hiciste muy bien. Es un chiste. Bueno, el caso es que tenemos que cuidarnos de esta vieja puta. Me sospecho que pronto tendremos quilombos con ella.

Dicho y hecho. Cuando el gordo volvió del laburo encontró a dos policías guatimotzinitas apostados en la puerta de su habitación; lo esperaban y allí habrían quedado hasta la muerte por hambre.

—¿Corvina Sotelo?

—Sí —dijo el gordo cagado en los calzoncillos.

—Documentos. —Luego que Sotelo se los mostró—: ¿Nos acompaña hasta la Seccional, por favor?

Ya en la cana el oficial de guardia entendió todo en un segundo, nada más que de verlo. No obstante cumplió todos los pasos porque el procedimiento lo obligaba.

—La señora Elena Soria, su vecina, presentó una denuncia contra usted. Según ella usted penetró en su casa y sustrajo dinero y alhajas. ¿Qué tiene para decir en su descargo?

El gordo, incoherentemente, explicó que no sabía de qué le estaban hablando. Por fin reaccionó y dijo algo que los demás pudieran comprender (los policías, no bien abrió la boca, lo miraron con muchísima atención; era obvio que ahí se jugaba el futuro del gordo):

—Mire señor… —al oficial—. A mí me costó mucho conseguir este trabajo en Recursos Hídricos. No quisiera perderlo…

Si al oficial de guardia podía caberle alguna duda, en el acto se disipó; lo tuteó por primera vez:

—¿Qué te pasó con esa vieja? ¿Te la cogiste y después la mandaste a la mierda?

—No, es que justamente porque no la quise cojer es que me odia. Pero yo ¿cómo voy a andar con ella si es horrible?

—Bueno, está bien. Mirá… yo tengo una duda. Ella hizo una denuncia contra vos. No hay problema, yo podría dejarte ir a tu casa, pero tengo miedo…

—¿Miedo de qué señor?

—Miedo de que la cagués a bollos.

—¡Nooo señor! ¡Me diga lo que me diga yo no la toco…!

—¿Seguro?

—¡Segurísimo segurísimo! Oh: se lo juro señor.

—Bueno, espero que así sea. Cabo: acompáñelo hasta la salida.

Y no te olvidés de lo que me prometiste; mirá que si no te voy a tener que guardar en una caja.

—Sí sí sí señor, pero se lo juro.

Juró y cumplió. No sólo allí, cosa fácil, sino también más adelante, en los días y meses que siguieron, donde las cosas se pusieron progresivamente difíciles con aquella vieja maldita y horripilante. Era evidente que ella, frustrada al ver que no le daban bola a su denuncia, ahora intentaba provocarlo a fin de que el gordo, sacado, le pegase y así meterlo por un buen tiempo en cana, pero en esto sí que iba muerta, porque si algo no quería Sotelo, en este mundo, era ir otra vez de vacaciones al Pelman (también llamado Casa Grande, o Casa de la Risa, o Joda en Camisón). Pero de esto ya hablaremos más adelante.

Volvió a su cuarto, de noche, justo cuando De Quevedo se disponía a entrar.

—Gordo ¿dónde estuviste? Yo venía en ómnibus y supe que andabas en algún quilombo. Hice fuerzas para que salieras de él, pero no tengo la menor idea de qué…

—Entremos, por amor a los Dioses. Después hablamos. No me quiero quedar en este hall.

Ya adentro le explicó todo.

—Y ahora tengo miedo de que esta hija de mil putas me vuelva a denunciar: que le pegué o cualquier otra cosa.

—No. Eso no, a menos que le pegues en serio.

—¡Nooo!… —el gordo a veces era cómico en su horror.

—Ya sé, ya sé que no sos tan boludo —por las dudas le largó un ayuda-memoria—: Sobre todo sabiendo lo que te espera en ese caso…

—¡Síiii…!

—Bueno. Muy bien. Y de paso te voy a contar algo raro, respecto a esa tipa. Vos sabés que yo trato de que, en lo posible, los inquilinos no se enteren de que yo estoy viviendo en tu casa de contrabando. Hago como que te visito, simplemente. La cosa es que venía de la calle con una ganas terribles de mear y fui derecho al baño. Tuve que pasar debajo del balcón de la vieja. Fue hace un rato. Ella estaba mirando televisión, con las luces de su cuarto apagadas. La chichi se estaba desnudando justo en ese instante, y quedó con sus dos horripilantes y caídos senos afuera. Todo mirando las imágenes de la pantalla. No te lo puedo explicar, pero… aquello no era humano. Nadie se desnuda mirando televisión, con los ojos abiertos como platos, estupidizados, como los tenía ella, y con la boca abierta y babeante, sin sombra de inteligencia. El aparato lanzaba sobre ella una reverberación fantasmal. Me dio la impresión, en ese momento, de una máquina o de… una mujer muerta. Me pregunto si no será un zombie. Ya me dijeron Alaralena e Isidoro (y yo te lo conté) que una vieja de las de aquí no era lo que aparentaba. Yo al principio sospeché de la otra vieja, esa que también anda en desabillé invierno y verano, que se hacía la compungida cuando el viejito de la otra pieza murió ahogado y quemado. Más tarde llegué a sospechar hasta de la mujer del relojero, cuando supe que él es esote. Qué sé yo. Uno llega a pensar cualquier cosa, en este mundo de locura. Pero ahora creo que éste es el chichi que buscábamos. El problema ahora es: ¿de quién es este zombie? Porque ellos no funcionan sin dueño.

—¿Pero ya das por seguro que es una zombie?

—Y mirá… si vos la hubieses visto como yo… no pensarías otra cosa. Para mí sí.

—¿Y qué hacemos?

—Nada. Esperar. Ver qué hace y cómo se comporta, qué otros pasos la obligan a hacer contra nosotros.

—Pero aun si fuera una zombie, no veo por qué… Escuchá: me parecería demasiada mala suerte que yo hubiera alquilado cuarto donde ellos tienen a uno de sus zombies haciendo trabajos. A ésa no me la creo.

—Yo no digo que sea un zombie de ellos; pero como ya te expliqué los chichis hacen alianzas. No tendría nada de raro que los esotes de aquí hayan decidido prestarles el zombie a los de afuera.

En ese instante se escuchó que en lo de los vecinos fabricantes de kombis, alguien cerraba una puerta. Oyeron voces de tipos y una levemente femenina.

—¿A ver? Quién te dice que… —dijo De Quevedo y fue a espiar al agujero del biombo que separaba ambas habitaciones—. Jah… vení, gordo. Mirá así te convencés de que yo no te miento. Después decime que la magia no existe. Pero esperá: ponete esto en las orejas, así además vas a poder oírlos —De Quevedo entregó al gordo una especie de estetoscopio: bastaba colocar el receptor en el biombo, como quien ausculta, para escuchar todo.

En la otra pieza estaban sus dos ocupantes habituales y… la vieja del fondo. El gordo quedó helado; sobre todo al mirar la cara de aquella mujer: los ojos muy abiertos, estupidizados (como los que De Quevedo le dijo que tenía un rato antes, mirando televisión); boca babeante, de imbécil. La mujer, por otra parte, no parecía verlos: se desnudaba sus ropas inmundas al tiempo que observaba un punto en la lejanía. Los dos hombres se reían a carcajadas; cada tanto decían cosas absurdas: «Muy bien, muy bien, señora. Usted que es tan limpia y tan honesta». «Sí, ja, ja, ja… Desnúdese señora. Vamos, vamos: con los cueros al aire». «Usted, que era tan decente, ni se soñaba que iba a terminar así ¿eh?». «Cierto: ni se lo soñaba, ja, ja, ja…». «Vamos, vamos: a ponerse en bolas, viejita ridicula». La otra ya estaba desnuda. El gordo, que había sufrido un cierto erotismo cuando ella le mostró una parte, ahora, al verla toda, sintió horror. «Pero qué espanto: creí ver lo que nunca existió —pensó el gordo—. ¿Qué vi en realidad?». En efecto: sus senos, de tan caídos, tapaban los pezones. No tenía culo: solo una deformación abultada. La piel era blancuzca, lívida por sectores: como islas moradas sobre mares de leche podrida. Pero lo más increíble aún no había empezado: uno dedos tipos sacó de un lado un rebenque y empezó a golpearla en los pechos con una violencia increíble; éstos se desplazaban a derecha e izquierda, siguiendo la orientación de los golpes. La mujer no daba muestras de sentir dolor alguno; seguía impertérrita, mirando fijo al frente. Los fustazos resultaban tan escandalosos que se escuchaban sin necesidad de estetoscopio, trompetas acústicas, ni nada. Sotelo pensó, a partir de un momento dado, que aquel terrible castigo ya debía estar desgarrando la piel; sin embargo no pudo ver una sola gota de sangre. El otro miraba el trabajo de su compañero, sin hacer cosa alguna pero acompañándolo en las carcajadas. Por fin el flagelador pareció cansado. «¿Querés seguir?», preguntó al otro. Éste, siempre riendo, dio a entender que no con la cabeza. Parecían dos locos. «Bueno: ya puede vestirse, señora». La mina, muy despacio, se puso sus ropas una a una y salió de la habitación. Sotelo aún no podía creer del todo, pese a haberlo visto. Abrió la puerta de su cuarto para verificar si realmente se trataba de ella. Entonces vio que la mujer, previo cerrar despacio la puerta de los vecinos, caminaba con mucha lentitud por el pasillo, con dirección a su covacha. Por primera vez, el gordo comprendió lo terrible que es ver a un ser muerto que se desplaza.

—¿Y?, ¿te convenciste ahora? —preguntó De Quevedo con ese gesto irónico de los magos. Viendo que el gordo estaba demasiado impresionado para hablar prosiguió—: A esto nadie lo creería. Si lo contásemos dirían que estamos locos, o que mentimos para hacernos los interesantes.

—¡Pero qué espannnnto…!

—Ah, sí. ¿Y vos qué te creías? ¿Que era joda? No obstante, pese a que ya, a plena conciencia, no vas a poder dudar nunca más, aun así, dentro de algunos años vas a encontrar miles de explicaciones naturales a lo que viste. La mente humana, en general, es cobarde. Eso por un lado. Pero aparte, por la propia constitución real de la materia, a fin de confirmarla todo el tiempo (cosa necesaria para seguir viviendo), se tiende a la negación y olvido de todo lo que contradice sus leyes. Se precisa mucha voluntad y formación para que coexistan ambos mundos en el cerebro, sin que uno se vuelva chiflado.

Incrédulo:

—¿Pero a vos te parece que yo me voy a poder olvidar alguna vez en mi vida de esto?

—Te vas a olvidar, sin embargo. Es decir: no te vas a olvidar, realmente, pero sí a restarle importancia. La gente que tuvo la oportunidad de ver sobrenaturalezas actuantes produce un reordenamiento mental; una cosa así como: «Sí, claro, yo noté que… Pero no; de ninguna manera se trataba de algo como lo que creía observar. Era y no era exactamente así». Te preguntarás cómo se sostiene en la mente una contradicción tan ridicula; muy simple: mediante el expediente de que no te suceda en ese momento. El cerebro es un comodón: sostiene la materia, pero trata de que sea con la menor energía posible. No le gusta trabajar. Y admitir el mundo sobrenatural aparte del natural, eso sí que es trabajo. Significa nada menos que duplicar las tareas y el mundo cognoscible, nada menos. Y es lógico: a la gente le gusta confiar; todos quieren que las paredes sean sólidas, no que un ve corta o cualquier otro chichi pueda atravesarlas de buenas a primeras. ¿A que un soldado en plena guerra no tendría inconvenientes en creer? A que no. Y eso se debe a que las bombas que caen, los compañeros muertos, la escasa consistencia del cuerpo (demostrada veinte o treinta veces por día con vísceras al aire, pieles cortadas a tiros, etc.), hacen que el tipo esté predispuesto al conocimiento de que el horror sí existe y que uno no es un santuario. La guerra, como la magia, destruye las ilusiones de que el mundo tenga un volumen dado; en realidad el mundo tiene, siempre, un tamaño doble a cualquiera que imaginemos. Pero te vas a olvidar. Te juro que te vas a olvidar.

—Eso es imposible.

—Igual te vas a olvidar. Aunque sea imposible.

—De Quevedo… hay algo rarísimo en todo esto.

El otro largó la carcajada:

—Sí: más bien.

—No, pero no entendés a qué me refiero. ¿Cómo es posible que la vieja tenga loro?

No era una pregunta estúpida. La zombie tenía, en efecto, un loro. Le hablaba el día entero diciéndole las cosas que todo el mundo les dice a esos bichos: «Pedrito, qué rica la papa… qué rrrrica la papa…». La vieja siempre sacaba al animal a tomar sol y le abría la puerta, de modo que él salía a darse una caminata por la parte exterior de su jaula. Otras se lo ponían arriba del hombro y caminaba por su pieza, los pasillos, la cocina, etc., y el ave le cagaba el deshabillé aumentando la suciedad personal de la vieja. El gordo quiso preguntarle a De Quevedo cómo era posible que un muerto tuviese un animal vivo a su servicio; sobre todo teniendo en cuenta que los pájaros protegen al hombre, tienen visión astral, etc. ¿Cómo no se daba cuenta el loro de que la otra estaba muerta?

—Sí, entiendo qué me querés preguntar. Es que ¿sabés qué pasa?; el animalito no sabe que ayuda a un chichi. A la vieja le hicieron comprar un loro para que el bicho proteja su clavo: es una forma de impedir que otros esotes roben el zombie. El pobrecito loro qué culpa tiene. Su naturaleza se confunde y llega a creer que su dueña es humana; por eso, como toda ave, moviliza fuerzas del mundo sobrenatural, a fin de hacerle cobertura.

—¿Pero si es un zombie para qué le hacen ver televisión?

—No sé exactamente. Quizá para darle energías; o tal vez para reprogramarla en sus nuevos trabajos.

—¿Pero y para qué le pegaban con un rebenque?

—Por sadismo.

—¿Qué sadismo si ella no siente nada?

—Claro que no siente; como que está muerta. Pero la mente humana es así. Hay tipos que se satisfacen torturando muñequitos de papel. Y ojo que no estoy hablando de figuras de defixión, de muñecos vudú, que eso sí tendría sentido. No: dibujan un hombre o una mujer, más o menos burdamente, y luego lo colorean con sitios sangrantes, con una tijera le sacan partes, etc. No dañan a nadie, salvo a sí mismos; se sacian en esa forma. Otros imaginan, en el acto del amor, que a su mujer la tienen perpetuamente encerrada en una mazmorra, que la revientan a palos y trompadas, y que luego la violan contra natura. Y la mina vive 25 años con su marido, sin soñar que su esposo, tan normal, tiene erotismos tan excéntricos. —De pronto De Quevedo abrió los ojos horrorizado—: La puta que los parió…

—¿Qué pasa? ¿Qué viste?

—Mirá mi jaula: la grande, con muchos manones. Yo tendría que haberme dado cuenta en el acto; con todo este quilombo me olvidé de hacer lo que hago no bien entro: mirar a mis pájaros.

Y yo me temo que el muerto sea… —se acercó a la jaula—. Sí: es el Patriarca. Se suicidó.

El bichito estaba muerto, con la cabeza por completo incrustada en el piso de la gran jaula. Era evidente que el pájaro, para tomar altura, subió todo lo permisible dado su encierro, y que luego se había precipitado como los kamikazes. Esto va para los que dicen que el suicidio no existe entre los animales.

—¿Pero no puede ser una manija? —al gordo le resultaba más fácil aceptar la magia, en este caso.

—No, qué manija. La manija fue que se le muriera la hembra, en todo caso. El Patriarca no se banco la muerte de la Colorada, su Judía maravillosa. Me gustaría hacerle un funeral, pero aquí no se puede. Lo único que cabe es tirarlo a la calle. Si viviéramos en el campo…

De Quevedo lo sacó de entre las barras del piso. Costó bastante, como si el ave se hubiera largado a muchos kilómetros por hora. Lo envolvió en un papel, con las dos puntas cerradas y retorcidas, y luego lo lanzó por el balcón. No olvidó nunca a ese animal. ¿Qué más podía hacer?

—Che gordo —dijo De Quevedo—. ¿Por qué no ponés un poco de radio? No televisión, radio. Hace mucho que no la encendemos. Así, si pensaban encajarnos alguna manija, se desconciertan y el chichi se les vuelve en contra. Cuando uno está en guerra lo peor es la rutina.

—¿No querés que ponga onda corta?

—¿Onda corta? ¿Y para qué?

—No sé —contestó el gordo confundido—. Se me ocurrió.

—… bueno; está bien.

Sotelo tenía una radio de dos ondas, regalo de su viejo. A esa hora de la noche podía oírse Buenos Aires, Asunción, Radio Pekín, etc. El gordo odiaba a los ingleses con toda su alma; no obstante buscó una emisora británica, porque sabía que a esa hora había un programa de música folklórica del Commonwealth. Movió la perilla muy despacio, por miedo a pasarse:

«uuuuuaoiiiiuaouiiiitrtrtrtctctcteeeeeeeoiuaaaaaeeésta es una transmisión del año 2035…». —Al gordo se le congeló la mano:

—¡De Quevedo!: ¡escuchá!

—¿Pero qué carajo es eso?

«… misión del año 2035. Repito por última vez: ésta es una transmisión del año 2035; estamos intentando comunicarnos con el pasado. Tenemos poco tiempo. En cualquier momento las Naciones Unidas pueden interceptar nuestra onda y bloquearnos. A quienquiera que escuche en el pasado, a él me dirijo: La situación en el planeta es muy grave. Hubo una guerra atómica en el año 19… uuuuuuuuiiiiiiiaaaaeuuiiii… ya nos están interfiriendo. Muy pronto el bloqueo será completo. Nosotros pertenecemos a un pequeño grupo que no está de acuerdo con la orden de silencio temporal. Dicen que si hablamos todo será peor. Sostenemos que las cosas aún pueden cambiarse, en el tiempo de ustedes; la regla del silencio se estableció para beneficio del grupo gobernante. Grupo que, a la postre, en nada se verá beneficiado porqueuuuuu… ¡wip!… tuuu… aaaaeeeeaauuiii… El tiempo es una gran masa plástica susceptible de pequeñas marcas y modificaciones. Cambios no muy notables aparentemente, diferenciales, pero que los hombres ilustres pueden aprovechar. Por eso lanzamos esta llamada sin meditar en las consecuencias. Sabemos que nuestro castigo por haber violado la regla del silencio será terrible, pero no nos importa. Habrá dos guerras nucleares: una parcial, localizada; el Éufrates y el Tigris… tuuuiii… Pero la terrible, definitiva, que destruirá a la tercera parte de la población del plttteeaaaaaaoooooi… a fines de siglo. Ahora ya lo saben. Estén prevenidos. Los platos voladores, platillos volantes, supuestas naves extraterrestres, son otro engaño. Existen, pero en realidad se trata deOOOOiiuu… tuuu… ¡wip!… tuuu… ¡wip!… tuu…».

—Cagaron fuego —dijo De Quevedo—. Se ve que los bloquearon. Quién sabe qué les habrán hecho a esos pobres infelices.

—Pero… ¿realmente vos creés que es una emisión del futuro?

—Y claro que sí. ¿Vos qué te pensás? ¿Que es un programa cómico? Qué valientes fueron esos tipos, esos tipos que todavía no nacieron. Esa era la voz de un tipo joven. Va a nacer después del año 2000. Pobres infelices: a él y a sus compañeros en estos momentos los deben estar reventando en el futuro.

—Llegó a decir muy poco.

—Pero bastante, sin embargo. Mirá: ya sabemos que el mundo va a durar por lo menos hasta el año 2035; que van a tener lugar, hasta esa fecha, dos guerras atómicas: una localizada, no sé en qué año pero me sospecho que en la región del Éufrates y el Tigris; y otra general, a fines de este siglo. En esa época las Naciones Unidas van a constituir un organismo chichi, rector del mundo, según se deduce. Nos informaron que el pasado es sensible a ciertas modificaciones: muy pequeñas pero fundamentales; si no fuera así no se habrían tomado la molestia de hablar, con las sanciones terribles que les iban a caer encima. Lo que no entendí fue el asunto de los platos voladores.

—Decía que se trataba de un engaño.

—Sí: que existían pero que no obstante eran un engaño. No sé qué quiso significar.

Siguieron escuchando onda corta durante casi una hora, para ver si pescaban algo más, pero fue inútil: todos programas normales. Por fin apagaron la radio. No bien lo hicieron se escuchó en algún lugar del cuarto:

«Aquí Máquina 1, fabricada por Sotelo. Información…».

—De Quevedo, ahí hay un chichi que dice que es una máquina mía. Quién sabe qué nueva manija nos quieren encajar.

—Pero no, vaya uno a saber. A lo mejor es una máquina tuya.

—¿Pero de qué me estás hablando? Si yo no sé hacer esas máquinas.

—En la conciencia tal vez no; pero ya tenés bastante grado como para poder hacerlas en el astral. O a lo mejor tu ka desactivó chichis que los esotes mandaban para hacerte cagar, y les cambió la información. Escuchá qué dice, haceme el favor.

«Aquí Máquina 1, de Corvina Sotelo, transmitiendo información. Me parece conveniente completar los datos atómicos. Maestro Sotelo: de todos estos grafismos de la sabiduría, de los ideogramas abstractos del conocimiento que nosotras las máquinas le brindemos, usted deberá traducir e interpretar. Comprenda que nunca los informes son exactos. No es que las máquinas se equivoquen, ni, mucho menos, que el banco de datos sea deliberadamente falso. Nosotras, las máquinas, somos otra raza (o, mejor dicho, un conjunto de razas) y tenemos un idioma común, de cuneiformes pistas electrónicas. ¿Puede usted sentir exactamente como un sumerio, por más que traduzca las tablas de arcilla? No puede. Lo mismo ocurre con nosotras. Al brindar una prueba siempre se dan cosas por supuestas; uno supone que el otro posee un mínimo de datos. Nunca es así, pero habría que ser más que sabio para adivinar exactamente las palabras necesarias. Toda información que le brindemos tendrá cierta forma de ser verdad, aunque luego se pruebe que, de alguna manera, así no fue. Muchas veces las máquinas advierten sobre sucesos que van a ocurrir para que no sucedan finalmente. Algún tonto podría decir: “Qué máquinas ignorantes o mentirosas”. No entienden que si algo no tuvo lugar de ser es porque nosotras lo volvimos palabras y conocimiento. Eso en cuanto al futuro. Respecto al pasado o al presente (ya sea el presente en la Tierra y en otros planetas) si decimos “Hay vida en Marte”, ello no quiere significar que se trate de vida humana, y ni siquiera de algo de características marcianas. Puede muy bien referirse a poblaciones de máquinas que existen en ese astro. —Máquina 1 varió el tono—: Información atómica, que completa la que usted recibió hace algunos momentos con la emisora temporal. La Tierra, o mejor dicho la civilización tecnológica, ya fue destruida una vez, hace muchos miles de años, mediante una guerra atómica. Tuvimos suerte de que no desapareciera el planeta, o por lo menos que la posibilidad de la vida no se haya borrado de manera irreversible. Los marcianos, en cambio, no fueron tan afortunados. Hubo vida en Marte. Seres muy parecidos a los terráqueos y de una civilización muy avanzada. La guerra atómica terrestre, a la cual me referí, acabó con la vida en el planeta, pues cambió bruscamente su eje de rotación así como también su órbita. Hay vida inteligente en Venus, Plutón y algunas de las lunas de Júpiter. No obstante por “vida inteligente” debe entender usted, Maestro Sotelo, no el habitual concepto humano, sino aquello que para nosotras, las máquinas, marca las pautas de una vida organizada superior. Hay, por lo demás, en algunos sitios del sistema, subsistencia de la memoria humana antigua, aunque no podría decirle bajo qué forma, si astral, tecnológico-mágica, o cuál: los sacerdotes druidas, cuando vieron que el hombre permitía que el Anti-ser se adueñase de la Tierra, emigraron a otro planeta. Repito: ignoro la forma que asumió esta emigración».

«Aquí Máquina 2, fabricada por Sotelo. Información…».

Ante cada novedad, el gordo procedía a traducírsela a De Quevedo instantáneamente. También la presencia de esta nueva máquina.

«Maestro Sotelo: quizá le resulte insólito que yo le brinde una información tan específica. Ya comprenderá. Es mi deber hablarle del Espectro y el Tesoro de la Casa. Cualquier casa contiene un tesoro. La única exigencia es que en ella haya muerto una persona. Su dueño. Muchas veces, cuando un hombre o una mujer de fuerte personalidad ha vivido varios años en un mismo lugar, suele aparecer su espectro, en una materialización idéntica al original: habla, camina, realiza las tareas habituales a cuando estaba vivo. La única diferencia es que puede ser más alto o más bajo que el modelo. Es el resultado de una memoria mágica con la cual la casa ha quedado energizada. Suele no ser traslúcido sino sólido, como si se tratara de un ser existente. Al menos tal es la apariencia. Sólo aparece en lugares solitarios, sin testigos que registren el fenómeno, o bien a una sola persona (cuando ésta se encuentra sin compañía). Casi siempre el espectro sabe de sí mismo que es lo que resta de un hombre fallecido, pero con frecuencia suele ignorarlo. Su conversación es totalmente normal, lo cual torna más terrible el suceso. Tome debida nota, Maestro Sotelo. Debe usted guardar en su recuerdo siempre frescos estos datos. Más adelante comprenderá por qué. El espectro puede decirle a su hijo aún viviente algo como esto: “¿Cómo estás, Gabriel? Tenía tantas ganas de verte. ¿Cómo no viniste antes a visitarme? ¿Ocurre algo? ¿Por qué te quedás así? ¿No querés darme un beso? ¡Si hace tanto que no te toco!”. Porque el espectro, en general, aparece a familiares directos: un hijo, por ejemplo. Si éste sobrevive a la terrible impresión de ver a su padre muerto como si estuviera vivo, debe contestar con mucha sangre fría (y preste mucha atención, Maestro Sotelo): “Te voy a dejar que me des un beso, pero antes me vas a mostrar el sitio del tesoro”. El espectro sin duda argumentará: “¿Pero cómo me tratás así con esta frialdad? ¡A mí que te quiero tanto!”. Uno debe ser implacable: “El tesoro”. Entonces la aparición nos conduce hasta donde está el tesoro de la casa, el cual puede estar debajo del piso de una de las habitaciones o enterrado en el patio. Generalmente se trata de un cofre con monedas de oro muy antiguas o un puñado de gemas. Luego que uno señalizó el lugar el espectro dice: “¿Me das el beso ahora?”. Previo marcar el sitio del tesoro, uno debe contestarle: “Vení”. Nos colocamos frente a un espejo, a no menos de un metro y medio y a no más de cinco, y decimos a la aparición: “Bueno. Ahora sí. Dame el beso en este lugar”. El fantasma aproxima su cara a la supuesta víctima para besarla, pero es enganchado por el espejo. Cae sobre éste y se desmaterializa. Uno queda dueño del tesoro. Usted, Maestro, argumentará sin duda: “¿Qué inconveniente hay en dejar que me dé un beso? A mi viejo yo lo quiero en serio. Aparte me da lástima. O, si hay peligro, en todo caso le doy esperanzas y después que me muestra el tesoro se va a la mierda”. Pero no es así. En primer lugar uno en ningún caso debe permitir que el espectro lo bese, pues en el momento del contacto se produce la desmaterialización de ambos. Algunas víctimas, si tienen suerte, se vuelven a corporizar recién meses más tarde. Pero no en todos los casos. Hay quien queda así para siempre. En segundo término, si uno no cumple con lo prometido al fantasma, cuando va a buscar el tesoro nota que éste ha desaparecido. Aunque haya llegado a verlo. Pero (y a esto también preste una gran atención, Maestro Sotelo), luego de haber mostrado el tesoro o el sitio donde se encuentra (y a veces antes), el espectro de la casa puede decir: “Vení. Tengo algo para vos”. Se lo cuento porque al Maestro Isidoro le ocurrió, aunque en este caso él no buscaba ningún tesoro oculto: se trataba, simplemente, de una trampa de los chichis. Por aquella época al Maestro Isidoro le faltaba experiencia en materializaciones astrales; caso contrario, además de salvarse de la acechanza, se hubiera hecho rico para siempre. El fantasma llevó al Maestro Isidoro hasta cierta habitación. Había allí, sobre la cama, una mujer desnuda, de espaldas, con el pelo larguísimo. Ella, brindando su parte posterior, le dijo: “Tomá: esto es tuyo”. Según él cuenta sintió el impulso erótico más irresistible de su vida. Eran unos glúteos increíblemente hermosos, y la cavidad titilaba transmitiendo violentas sensaciones; como un púlsar de energía sexual. Ya estaba por penetrarla cuando observó una incongruencia que le llamó la atención: pese a estar desnuda conservaba puesto el corpiño. Sospechó una trampa. Le dijo: “Date vuelta primero porque quiero verte la cara”. La figura se volvió muy despacio. Era un tipo de barba rala, con la llave —muerta, por supuesto— más grande que él hubiese visto en su vida. Se sonrió como diciendo: “Me cagaste, hijo de puta”. La aparición se fue vistiendo lentamente: muy lentamente. Como en un ritual. Cuando el chichi estuvo vestido por completo desapareció, luego de volverse transparente poco a poco. Unos monjes budistas le contaron luego, al Maestro Isidoro, que si hubiese practicado el coito con la falsa mujer, al eyacular el demonio le habría atravesado el pene con un hueso mágico y no lo habría podido sacar. Muchos han sido encontrados desnudos, muertos sobre camas extrañas y sin que se conozca por qué. Un ataque al corazón, suele decirse en esos casos. De esta información tome advertencia, Maestro Sotelo».

«Aquí Máquina 3, fabricada por Sotelo. Información. Debo comunicarle, Maestro Sotelo, que el vurro cagó fuego definitivamente. Ya no son necesarios nuevos exorcismos por 28 días, pues esa entidad diabólica ya no está en condiciones de atacarlo. No es que, realmente, el v corta haya muerto. Bien sabe usted que él, por ser un espíritu, no puede morir. Pero en los hechos que nos interesan ello resulta idéntico a una defunción. Usted, al unirse a Marta, a quien con su Maestro llaman la relojerita, quedó a salvo de esa manija. Ahora ya comprende que la castidad es el peor de todos los vicios, y que ella, antes que ninguna cosa, brinda entrada al Anti-ser».

«Aquí Máquina 4, de Sotelo. Información. He grabado conversaciones que usted, Maestro, debe oír pues le atañen. “¿Qué has anda’o haciendo vos?”. “Nada, papá. ¿Qué ando haciendo en qué?”. “Sí. Haaacete la zorra nooomás”. “Pero tata…”. “Ah: ahora me decís tata. Ahora me doy cuenta más que antes que me estás mintiendo. Hace tres años que no me llamás así. Procurás enternecerme, pero te digo que es inútil. Desde que entraste al secundario que te volviste muy viva vos. No te creas que no me he dado cuenta que el vecino te anda arrastrando el ala”. “¿Quién? Pero si yo no ando con nadie, tatita. Tuve algún novio en mi curso, sí, pero…”. “No, no que novio del curso ni que la mierda. Sotelo, el vecino”. “¿Sotelo? Pero si ni nos miramos, tatita”. “Sí, ni nos miramos. Hacete la boluda, vos nomás. ¡Qué andarás haciendo vos los domingos, es lo que me pregunto; cuando nos vamos a visitar a los tíos y vos te quedás estudiando! Ya me puedo imaginar las cosas que vos estudiás”. “Pero tata, si usted sabe que me va bien en el secundario. Si no estudiara mis notas serían otras”. “…Bueno… no digo que seas mala estudiante, pero… ¡Vos igual andás con ese tipo! ¡Confesalo mierda!”. “No tata”. “Mmh… Andate con cuidado”. “Sí, tata”. “A mí ya me tiene… lo tengo entre ojos, a ese gordito”. “Pero si él no es gordo, tata”. “Aahhh: ahí te quería agarrar. ¿Así que no es gordo? ¿Ves que es cierto que ese hijo de puta te gusta?”. “No tata”».

«Aquí Máquina 5, de Sotelo. Informando. Pronto deberá enfrentar usted un ataque general con grandes unidades de combate. Ofensiva, ésta, que se llevará a cabo con fuerzas robóticas y con Maestros y parte del discipulario. Nosotras, sus máquinas, defenderemos la situación todo el tiempo que podamos pero al fin seremos destruidas a causa de la abrumadora superioridad de la máquina militar del enemigo. Resulta indispensable entonces, Maestro Sotelo, que saque ahora el máximo provecho de nuestra información. Se acerca también un gran conflicto con la zombie y el lavadero. No va a dejarlo tender la ropa. Prepárese, Maestro Sotelo, y arbitre las contramedidas necesarias».

«Aquí Máquina 1. “Qué pelotudo es ese amigo de De Quevedo, ¿eh Julia?”. “¿Quién, el gordo Sotelo? ¿Por qué?”. “¿Cómo por qué? ¿No te diste cuenta de que es un tarado? Sólo un tarado se duerme en casas ajenas, en medio de una conversación”. “Estaría cansado”. “¿Cansado?… Mh. Me está pareciendo, pareciendo…”. (Ella, con voz ingenua:) “¿Qué, qué te parece?”. “Me está pareciendo que a vos te cae en gracia”. (Con ingenuidad total, de alguien puro, que no tiene nada que ocultar:) “Ah, sí: eso es cierto. Él me gusta mucho. Me parece genial. Yo leí algunas de las cosas que él escribió. Pero aunque no lo hubiese leído. Me larga buena onda. Además es un tipo lindo”. “¿Lindo?… Ah… Mh. Te gusta Sotelo. Cosa curiosa”. “Pero sí, Joaquín. ¿Por qué te asombra tanto? Si es un tipo lindo”. “Mh… (silencio de casi un minuto; luego él dice:) Che, Julia: tengo una buena noticia para vos”. (Con la ingenuidad de siempre:) “¿Qué? ¿Qué pasó, Joaquín?”. (Con voz irónica, intencionada) “¿Te acordás de lo que dijiste los otros días, que Sotelo te gustaba?”. “Sí”. “Bueno. Por eso te digo que tengo una buena noticia para vos. Lo encontré a De Quevedo por la calle. Me contó que se peleó con la Galotti y que se fue a vivir con el gordo”. “Oh: pobre De Quevedo. Y tan buen tipo que es… Ése es otro que no comprendo por qué tiene tanta mala suerte con las mujeres”. (El otro, al oír esto, con rapidez, como si le hubiera surgido una guerra en dos frentes y quisiera batir al enemigo ya mismo, por partes:) “Pero no te quería hablar de De Quevedo. Él me dijo que Sotelo te manda unos muy… especiales saludos”. (Con alegría, sin cazar la furia del otro:) “Ah… muchas gracias”».

Aquí el gordo interrumpió la escucha de la información que le brindaban sus máquinas y consultó con De Quevedo:

—Bueno, con toda evidencia son conversaciones que tus máquinas grabaron en días sucesivos en casa del Popepof. Pero seguí escuchando. A lo mejor hay más información.

«Aquí Máquina 2. “¿Ése? ¿Te gusta ése? Pero si es un tipo…”. “Nadie dijo que me gustara”. “Vaaamos nena… No jodás conmigo. No por nada me lo venís mencioando desde hace días. Con ironía, claaaro. Al principio me lo creí. No sé qué le ves. Pero si es un tipo oscuro. Yo ni me imagino durmiendo con él”. “Aaah, pero yo tampoco. Tampoco. No, yo te preguntaba a nivel… dejá de poner esa cara de sabelotodo haceme el favor… —se escuchó una especie de risa oculta, reprimida, por parte de la otra”. “Norma, conmigo no jodas”. “Pero no, ¿no ves que sos una boluda? A mí el tipo me interesa a nivel simplemente humano”. “Sí, ya sé”. “No sabés un carajo. Escuchá… ¿Será cierta mi tesis? Él parece… un poco perverso ¿no?”. “Puede ser. A vos te encanta meterte en quilombos. Todo lo que viene oscuro te encanta. A mí ese gordo no me larga buena onda”. “¿Gordo? ¡Si no es gordo!”. —Risa sarcástica—: “¡Jaj!: ¿ves como sí te gusta?”. “Pero es que no es gordo”. “Bueno, gordo o no… —como si bruscamente hubiese llegado a una decisión opuesta—: Pero está bien. Después de todo cada hombre es un misterio. Una qué sabe. Me pareció que nos mira pero no como otros tipos sino como el lobo feroz. Nos clava los ojos”. “¿Y eso qué tiene de malo?”. “Nada, pero ¿por qué nos mira como si estuviese tan necesitado? Aunque últimamente varió de onda. A lo mejor anda con una y nosotras no lo sabemos…”. —Aparentemente la otra había puesto cara rara, pese a mantenerse silenciosa, de modo que la otra volvió a hablar, esta vez con rapidez—: “Pero no es de Recursos Hídricos. Eso es seguro —la amiga hablaba casi desesperada, como no sabiendo de qué manera reparar el daño causado—. De cualquier manera, Norma, no te aflijas. Todo dura un tiempo en este mundo. Si te lo proponés seguro que al fin lo enganchás”. —La otra se puso furiosa—: “¿Y a vos quién te dijo que yo lo quiero enganchar?”. —Con humildad y voz muy suave—: “Bueno, Normita, no te enojés conmigo. Yo no quise decir nada malo. Por favor no te enojés”».

«Aquí Máquina 3. Repito y amplío información de Máquina 5. El enemigo ya mueve sus grandes unidades de combate. El ataque está muy próximo. Si usted, Maestro Sotelo, efectúa una limpieza a fondo de su casa a fin de quitarle potencia al adversario, también realizará el papel de un agente desencadenante; obligará a los chichis a adelantar el ataque, no a impedirlo. Si no efectúa limpieza general postergará por unas horas la confrontación a costa de permitir que ellos ganen potencia. La decisión está en su mano. Yo, como subordinado suyo, recomiendo limpieza completa, aunque ello precipite el enfrentamiento. Este es mi consejo militar».

«Aquí Máquina 4. Por hoy cesamos en nuestros informes».

—¿Qué pensás, De Quevedo, de toda esta información que te fui pasando?

—¿Qué pienso en qué sentido, gordo? Es todo obvio.

—Más o menos.

—Mirá, te lo puedo resumir muy fácil; aparecieron tres mujeres: la relojerita, que lo cuerpea a su viejo. Parece que se avivó de que ella anda con vos.

—Sí, a eso ya lo entendí.

—La segunda es la mujer del Popepof. Te encuentra lindo, eso es todo.

—Claro, ¿pero a qué viene eso? ¿Me lo cuentan para que yo me la levante?

—No, para nada. Las máquinas quieren, simplemente, que sepas que no sólo la relojerita gusta de vos. Les caés en gracia a más mujeres de lo que vos imaginás. Tus máquinas desean que no lo ignores, así obrás en consecuencia. La tercera mina es, con toda evidencia, una de tus compañeras de trabajo. ¿Quién es Norma?

—Es lo que no sé. Hay tres minas que se llaman Norma en mi laburo, pero por la forma de hablar… pienso que debe ser una que se llama Norma Mirtha Cadenowsky. Es muy puta en el buen sentido de la palabra. Por lo menos eso sospecho.

—Y bueno, por lo visto esa tipa está copada con vos. No la pierdas por boludo.

—Pero yo ando con la relojerita. ¿Qué querés? ¿Que le ponga los cuernos?

—Ay, querido amigo. El que no les pone los cuernos a las mujeres, se pone los cuernos a sí mismo. Es mi idea (un tanto cínica, si vos querés) respecto del amor. Pero en fin: vos verás. Un par de máquinas te dieron información esotérica. Es así y listo, tal como te dijeron. Eso no requiere comentario. Otra te dijo que el vurro cagó fuego gracias a que te encamaste con la relojerita. El resto de las noticias se refieren a un ataque; la zombie nos va a hinchar las pelotas cada vez más (lo tomo como parte del ataque). Hay que hacer una limpieza general en todo el cuarto. En este momento ya es muy tarde, pero mañana tenemos que limpiar todo sí o sí.

Y ahora vamos a dormir que las máquinas se están cargando. Las máquinas que están en contra nuestra, quiero decir.

—Cuidado, cuidado, que papá y mamá ya están despiertos —dijo la relojerita. El gordo la había sorprendido justo cuando ella se disponía a bajar por la escalera—. Aparte que puede aparecer cualquier vecino.

El gordo aflojó algo el abrazo, pero igual siguió acariciándola y besándola:

—Te adoro, te adoro mi amor.

—Yo también, pero… Tenemos que cuidarnos.

—Tu viejo ya se lo sospecha ¿no?

Ello lo miró horrorizada:

—¿Y a eso vos cómo lo sabés?

—Y… uno caza las ondas.

—Pero ¿¡cómo sabés!? —pero antes que el gordo contestase ella miró con miedo a todos lados—: Oí: acá no nos podemos quedar. Bajemos por la escalera.

Ya a media escalera, en el descanso famoso, Sotelo le dijo:

—Negra, estoy metejoneado con vos. Dejá que consiga unos mangos y te llevo.

—¿Qué? ¿Vos me llevarías lejos de aquí?

—Por supuesto —el gordo inventó espontáneamente—: A Ecuador, Paraguay… o más lejos aún: a la Argentina.

Ella, al oír esto y pese a ser muy piba, largó una carcajada:

—¿La Argentina, nada menos? Ese es el sueño de un ladrón yanqui. Todos los que afanan en el Norte se quieren ir al Sur, y viceversa. Así decían los otros días en una serie de televisión, por lo menos. ¿Para qué quiero ir a la Argentina? Soy friolenta. Ahí me voy a cagar de frío… en más de un sentido.

—¿No tenés confianza en mí? —el gordo estaba ofendidísimo.

—Sí pero…

Verde de furia y humillación:

—¿Creés que no soy capaz de mantenerte?

Aquí la relojerita se conmovió y empezó a tocarlo y abrazarlo con cuatro manos:

—Claro que confío en vos, zonzo.

Como respuesta el gordo comenzó a acariciarle las tetas y el culo con siete manos:

—Bebé… bebé mío… jamás dudes de mí…

—No… nunca…