CUATRO
CUANDO LOS ESOTERISTAS TOMABAN MATE
(Este capítulo está dedicado a Guillermo Rossi)
Isidoro Pantaleón Formosa —mi amigo, Maestro, astrólogo y compañero de ruta— vive lejos de aquí: también en los suburbios de Tollan pero a unos cuantos barrios de distancia del mío. Tiene una casita humilde conseguida con el trabajo de toda una vida. También una perra, horripilante a la vista, de raza tan peluda y lanosa como interminable, que lo ama, le da cachorros y es sobreviviente de los sucesivos envenenamientos que cada tanto efectúan los chichis. Pájaros en gran cantidad, como nunca deja de tener todo esote que se precie. Dice Papus, en su libro sobre aves, que cada clase de pájaro defiende un órgano: cerebro, riñón, hígado o lo que fuere. Ya adelanté más atrás que estos animales hacen cerrojos frente a cualquier ataque esotérico; si un enemigo ataca mi páncreas, por ejemplo, el que está encargado de su defensa recibe toda la manija. Esto se relaciona, además, con el amor: el ser que más ama a su dueño es el que mejor lo defiende. Se producen entonces situaciones dolorosas, porque en los combates mágicos los pájaros más queridos, aquellos con los cuales uno tiene mejor relación, son los primeros en morir. Como miles son los centros del hombre (y si no, recordar la acupuntura), el ideal sería tener millares de pájaros. Esto es imposible por numerosas razones: económica la primera, debida al costo en jaulas y animales, comida, etcétera. Temporal la segunda: alimentarlos y cuidarlos llevaría todo el día, a menos que su dueño fuera lo bastante rico como para tener a diez personas contratadas especialmente para tal función. Espacial la tercera: ¿dónde guardarlos por las noches y distribuirlos durante el día para que tomen sol? Las aves «conocen» esta imposibilidad humana y por lo tanto reparten las tareas: pájaros cuya función es proteger el corazón, en un supremo esfuerzo cubren además los intestinos y otros órganos. Ellos tienen elasticidad y pueden hacerlo, pero el precio es tan elevado que lo realizan a costa de un aumento de su propia fragilidad. Ésta es la principal causa por la cual mueren muchos en sus ataques. Una gran masa de pájaros —digamos mil de ellos— constituirían una barrera impenetrable y gestora de sus propias defensas. Una «flecha» de energía maléfica que chocase contra semejante escudo rebotaría (aunque tuviera fuerza como para matar a un elefante) y el costo para el sistema defensivo resultará tan bajo que con toda probabilidad no muera ningún pájaro; éstos se «regalan» energía unos a otros. Cualquier ser humano, aunque no sepa nada de esoterismo, si posee mil pájaros distintos se torna prácticamente inmanejable.
Decía que Isidoro Pantaleón Formosa tiene pájaros. Sólo veinte, pues es pobrísimo y su jubilación no le alcanza para nada. Claro que podría tener una entrada suculenta con sus horóscopos, ya que son tan acertados, pero él es de los de antes: considera una inmoralidad traficar con la Ciencia. A su arte incomparable lo aprendió estudiando en las selvas de modo que resumiré. Por motivos que no vienen al caso estaban, él y un amigo, perdidos en la jungla, sin comida, agua potable ni brújula, y enfermos de malaria. Ya exhaustos fueron recogidos por miembros de la secta. De modo que los encontraron por casualidad e Isidoro, hasta el día de hoy, no es capaz de decir dónde están instalados los Bonetes Negros. Cuando se hubieron repuesto lo bastante comenzaron a observar a aquellos hombres. Su sabiduría resultaba evidente. Pensaron que esa era una oportunidad única para aprender magia y astrología caldea. Esperaban una negativa, pero ante su gran sorpresa los monjes accedieron gustosos y sin hacerse rogar. Con el tiempo comprendieron por qué: no pensaban dejarlos partir. Les habían salvado la vida y eso se paga con trabajo y devoción. Enseñar Ciencias Ocultas no implicaba deuda alguna, pero sí el deberles la existencia. Tal su punto de vista.
Hay mucha literatura sobre el zen. Tengo la impresión de que sus autores no han conocido a un monje zen en sus vidas. Nada tienen que ver con los personajes descriptos en los libros. Se trata de hombres infinitamente terribles e implacables, quienes jamás perdonan una falla disciplinaria en el discípulo y se la hacen pagar muy caro. Empiezan con ejercicios fáciles, sencillos, como ellos los llaman. Hay que hacer una especie de salto rana rarísimo, zen, que consiste en estar en cuclillas y brazos adelante, como en la gimnasia castrense clásica. A partir de aquí uno debe saltar, despacio, con una única pierna y caer algunos centímetros adelante. De inmediato lo mismo pero con la otra, luego otra vez con la primera, etcétera. Como un sapo gordo que brincara con una sola pata, alternativamente. No parece demasiado terrible. Casi cualquiera aguanta diez saltos para cada pie. El Maestro lo acompaña, con una varita en la mano, observando con mucha atención, y el ejercicio termina cuando él dice basta. El problema es que el Maestro nunca dice basta. La clase de cansancio que se siente cuando uno debe dar el brinco número 37 es algo que ningún autor, por más genial que sea, podrá jamás describir en el papel. Ni con todo el espejismo y el supremo arte prestidigitatorio del cine es posible dar una remota idea. Wagner sería impotente con toda su música. Es un cansancio integral acompañado por un absoluto descorazonamiento: a uno lo invade el desconsuelo al comprender que no será capaz de saltar con el pie izquierdo (el que viene ahora) ni siquiera una vez más. Sabe también, con toda lucidez, que no sólo deberá hacerlo aunque no pueda, sino que después enfrentará un imposible todavía mayor: saltar con el derecho. Pero aún esto es cosa de nada comparado con algo todavía más allá de las posibilidades materiales: saltar otra vez con el izquierdo. Y así… Pobre del discípulo que resista esperando que el Maestro diga basta, de modo que ésa no es la manera de resistir. Ello seguirá para siempre y hay que comprenderlo. Yo desafiaría al mismísimo Edgar Allan Poe a que fuera capaz de transmitir con imágenes el horror de la situación. Porque para transmitir primero hay que imaginar, y nadie puede imaginarlo: ni siquiera el que lo vivió. A partir de cierto momento se forma en una vasta región que abarca los pulmones, el diafragma y el estómago un agujero, llamémosle, enorme, que dura muy poco pues casi de inmediato se empieza a llenar de pequeños trozos, casi infinitesimales, de cansancio autónomo. Son como miles de hijitos pidiendo comida a gritos. Descanso es la comida que piden. Ahora bien, tales reclamos de alimentos no son en progresión aritmética sino geométrica, la cual sufre una nueva ampliación de su brazo en espiral ante cada salto. Como a los hijitos no les dan lo que piden sencillamente porque su padre no tiene, entonces muerden. Clavan sus diminutos dientecillos en la célula que tienen al lado.
Hay una sola y única forma de tolerar lo intolerable: un absoluto desinterés por el futuro. Si uno se detiene a pensar en cómo hará para saltar con el pie derecho, está perdido. Ésa no es la manera. Uno debe poner toda su voluntad y fe nada más que en saltar ahora con el pie izquierdo. No importa si es mi postrer acto en la vida. Nada interesa en el mundo: ni mi persona ni mi cansancio, ni el próximo salto. Solamente importa dar una última vez un brinco con el pie izquierdo, cualesquiera sean las consecuencias que traiga para mi integridad física el gasto supremo y final. Nada más que un salto, sin principio ni fin; sin pasado ni futuro. Uno puede darlo y lo da, naturalmente, y ello es lo que le llama de manera muy poderosa la atención. Habría jurado un instante antes, con las manos en el fuego, que no era capaz. Pero puede. Después que ello ha terminado viene el mismo problema pero con el pie derecho. Hay que hacerlo, sólo esto, uno solo; pero cuidado; no comparar; si uno compara saca conclusiones y entonces se destruye. No debe comparar lo que cuesta saltar con el pie derecho respecto de lo que costó antes brincar con el pie izquierdo, porque es, digamos, tres veces más difícil que antes y resulta elemental concluir que el próximo esfuerzo estará por encima del esfuerzo total. Por eso, para resistir, cada trabajo debe ser único, sin pasado ni futuro.
Alguien podría pensar: bueno, yo hago lo que puedo y cuando esté agotado me niego a seguir. Pero detenerse sin que el Maestro haya dicho basta —él nunca dice basta— significa un varitazo en cualquier sitio del cuerpo. Tal la primera reprimenda. Si el discípulo persiste el monje toma un cuchillo y le corta el dedo meñique de uno de los pies. Luego debe seguir con todo el nuevo dolor a cuestas y chorreando sangre. Si sangra demasiado lo cauterizan con un hierro al rojo… y después a continuar el salto de rana zen. Si antes costaba, quizás alguien pueda suponer las dificultades de un imposible al cual se le agrega el estar mutilado. Tal vez alguno imagine la desolada consternación, la absoluta falta de bienestar físico y psíquico. Pese a que el Maestro nunca dice basta, llega un instante en que uno oye, como entre sueños incrédulos, que declara: «Bien. Suficiente». Así, tal como están todos, con las piernas agarrotadas, deben dirigirse a un cuarto oscuro donde los espera otro Maestro. El cuarto está construido de la manera más caprichosa: con salientes, molduras a la altura del pecho, pequeñas cavernas o nichos, estacas de metal y cualquier cosa que uno quiera suponer.
El nuevo Maestro, no conforme con la absoluta ceguera de los discípulos —él en cambio, ve todo aún en la oscuridad más profunda—, y sin compasión alguna para con aquellos seres que vienen destruidos por el ejercicio anterior, les ordena doblar la espalda y, mirando el suelo (en realidad deben mantenerse con los ojos cerrados todo el tiempo que estén en la estancia), girar alrededor de sí mismos. Algunos gimen pensando que deberán seguir rotando para siempre como en el trabajo pasado. A varitazos los silencian. Pero se equivocan. Los giros no son más que a fin de que pierdan por completo la orientación y cesan a las pocas vueltas. Siempre en el lugar en que los sorprendió la voz de alto y con sus espaldas inclinadas, que jamás deberán enderezar, el Maestro les indica: cada uno avanzará muy lentamente hacia delante y parará algunos milímetros antes de chocar con el Maestro, otro discípulo o algunos de los objetos arquitectónicos que forman la parte anterior del cuarto. ¿Cómo guiarse si uno nada ve? Muy sencillo: con el cuarto ojo, con ese que todos tenemos entre los apriétales. De alguna manera hay que abrirlo y ver. Cada choque o, peor aún, cambiar de dirección antes de colocar la cabeza a pocos milímetros del objeto, tiene premio: un varitazo. Estos golpes, cuando caen sobre los más remolones y nihilistas, pueden llegar a llevarse media oreja. No debemos olvidar que el haber perdido una parte de la anatomía no lo exime a uno de la continuación del ejercicio. Igual hay que seguir porque si no el Maestro toma un cuchillo y le corta un dedo del pie. Pero lo peor que le puede ocurrir a un discípulo es enojarse y ponerse histérico, pues allí sí que ya no tienen compasión: le cortan un dedo y cuando se tira al suelo desmayado lo despiertan y lo obligan a continuar, y cada vez es más difícil y el discípulo va perdiendo más dedos. Pueden llegar a sacárselos a todos, incluyendo los de las manos (cuando se han terminado los de los pies).
Se preguntará: «¿Nunca se descansa allí?». Sí. Hay descanso. Cada nuevo ejercicio, por la variación que implica, representa un descanso respeto del anterior. Con el tiempo el discípulo aprende a descansar de esta forma. Cualquiera que haya hecho el servicio militar comprenderá que, al lado de la disciplina zen, los cabos y los suboficiales terribles no son más que hombres bonachones e indulgentes, tan sólo preocupados por llenar al recluta de atenciones y mimos. Uno añora la presencia de aquel sargento bienhechor del 4º de Ingenieros; con lágrimas de arrepentimiento le pide perdón in mente; solo un soldado incomprensivo y malvado (como uno fue) pudo haber pensado alguna vez que era un verdugo ese sargento maravilloso. Usted comprenda, mi sargento: éramos jóvenes y no sabíamos. Vuelva, por piedad.
Éstas son la verdadera disciplina y enseñanza zen, y no las que están en los libritos. No me es posible imaginar siquiera de dónde sacó (el primero que escribió sobre ello) que un zen, cuando un discípulo da una mala respuesta, le pega con una caja en la cabeza. ¿Cómo se les dio por inventar eso? Una mala respuesta o una actitud poco conveniente, puede ser el inicio de un corto y terrible camino que lleva a perder un dedo o la vida. Muchos discípulos mueren. Pero lo más imposible de creer es que algunos no sólo no mueren sino que, además, aprenden.
Isidoro fue uno de estos últimos. A los dos años de vivir con esos monjes huyeron, él y su amigo. Éste murió en la selva e Isidoro, luego de correr innúmeras aventuras, llegó a un poblado indígena. Posteriormente se integró a la sociedad. Nadie vuelve a ser el mismo después de tal experiencia; no costará entonces creerme cuando digo que Pantaleón Formosa es una persona increíble: como ser humano y como astrólogo. Salió de la selva transformado en arma mágica, con la voluntad y la intuición agigantadas y siendo uno de los pocos seres humanos del planeta que saben la auténtica astrología caldea. Esa que todos quieren aprender. Sí. Todos los astrólogos chasco quieren aprenderla, pero sólo uno en un millón estaría dispuesto a pagar el precio. Se dirá: qué Maestros tan canallas que obligan a tanto sufrimiento. Pero es que la técnica no basta. Es preciso convertirse en arma mágica (y sólo esa disciplina terrible lo consigue) para no hacer daño con los conocimientos, pues éstos solos no son suficientes; resulta preciso la intuición mágica también, el tercer y cuarto ojos, porque —irremediablemente— en el horóscopo se encuentran puntos oscuros que debe llenar el operador con su intuición. Esta intuición no viene de nacimiento sino con disciplina. La astrología no es una ciencia amable, que se pueda aprender en las facultades, aunque la mayoría de los que hacen cartas (o cartitas) esté recibida en éstas. Porque sepan todos que, por ejemplo, ese ejercicio absurdo que describí: no chocar objetos estando con la espalda doblada, en una habitación imposible y atestada de objetos, tiene como consecuencia que los que sobreviven terminan por no chocar objetos. Ven las cosas un segundo antes de rozarlas. Y sepan, además que es más fácil abrir el cuarto ojo que el tercero.
—¿Cómo van tus cosas, Isidoro? —pregunté después del mate número cinco.
—Digamos que bien, a pesar de todo. Te diré que don Gaspar volvió a las andadas.
—¿Tu viejo enemigo, che?
—Ahá. Parece que no está conforme con la paliza que se llevó hace tiempo. Quiere más. Yo sé que lo voy a volver a derrotar, pero igual todo esto me fastidia. Alguna vez me gustaría poder quedarme tranquilo en mi casa, con mi negra, y no tener que dedicarme a magias y guerras estúpidas.
—¿Y en qué anda don Gaspar?
—Está manijeando para que me quiten la jubilación. Puso a funcionar una máquina grandísima, del tipo usina, parecida a la que tenés vos, pero más chica. Ya van tres veces que le meto un catalizador se la hago volar a la mierda. Pero él igual la arregla y vuelve a joder. Es hasta admirable. Trabaja infinitamente y con paciencia de chino. Si a toda esa energía la pusiera al servicio de algo útil sería un súper; más conocido que Pasteur. Qué estúpido. Viejo imbécil que podría vivir en paz sus últimos años; perdiendo el tiempo en luchas.
—Y bueno, qué querés; así son ellos.
—Sí.
—Si Gaspar te molesta mucho le digo a mi nueva máquina que…
—No. Por ahora no. Si la cosa se pone pesada te aviso.
Ahí nomás le hice un chiste:
—Agradecé que sea sólo don Gaspar. Mirá si además vienen don Melchor y don Baltasar.
Isidoro no pudo menos que reírse, pero igual me dijo:
—Sí, vos hacete nomás el gracioso. Cómo se ve que estás lleno de protecciones. Ahora te volviste picarón. No hacías estos «chistesiyos» hace algunos años. Qué bien te vino la herencia que te dejó tu viejo. ¿O te olvidaste de las antiguas y doradas épocas que tenías una «hache» en la casa, o un «flamenko» y no te los podías sacar de encima? Aún me acuerdo de tus gritos de auxilio pidiéndome que te hiciese un horóscopo para averiguar la manera de desmontar a los chichis. ¿Pero cómo? ¿Es que tus astrales no bastaban?
No hay en el mundo cosa más fácil que lograr encolerizar a Isidoro. Largué la carcajada:
—Bueno, está bien. No te enojes.
—No, si yo no me enojo; me limito a recordarte que…
En ese momento llamaron al portón:
«Alaralena… abrí…»