27 DE MARZO DE 2007

 

 

La habitación no cambió, las luces seguían iguales, los enfermeros se ocupaban de él al ritmo de costumbre con las palabras de costumbre y sin embargo la impresión de encontrarse en el centro de lo que no sabía lo que era y de lo que dependía su vida, sin nada que ver con la enfermedad y tan desdibujado por los años que no conseguía encontrarlo, la llave capaz de gi­rar en la puerta que conducía a él mismo y al sosiego de la paz, la que sintió el abuelo cuando respondió al acercarle la cuchara

—No

habitando un lugar donde el desfile de botas no podía se­guirle, docenas de viñas por podar y de periódicos en la terraza y el abuelo indiferente, él tan cerca de lo que no sabía lo que era y feliz de estar cerca, la puerta que conducía a sí mismo al alcance de la mano, la empujó y se encontró de niño jugando con los botones y los carretes de hilo, cada botón una criatura viva, cada carrete de hilo un alma, una segunda puerta y el chucho que un campesino envenenó ladrando, el padre con el brazo en alto para pegarle al hombre y bajándolo sin tocarlo

—Vete

se acordaba del campesino y de su mujer marchándose del pueblo con una cabra y una niña agarradas atrás con una cuerda, cuál la hija y cuál el animal, la cabra y la muchacha pasitos idénticos al índice y al corazón de su tío avanzando por el mantel

—Te voy a coger

y él echándose hacia atrás en la silla porque los dedos del tío un insecto deformado que iba a hacerle cosquillas, quiso clavarle el tenedor al insecto y el insecto se convirtió en una mano furiosa adquiriendo los dedos que le faltaban, uno de ellos interminable con sus amenazas

—¿Querías hacerme daño?

y no quería, solo tenía miedo de que el insecto llegase a su rodilla o a la barriga con una risita cruel en la que hasta los ojos se volvían dientes y en los dientes de los ojos pupilas fe­roces, la niña, la cabra o él empezaron a lamentarse y el índice y el corazón disueltos en los cubiertos

—Qué maricón

un par de sujetos derribaban el castaño y si el árbol muriese moriría también pero qué era morir, los saltamontes morían, las gallinas morían pero las personas no, las encerraban en una caja y se expresaban allí dentro

—¿Has visto mis tijeras?

de la misma forma que el baúl

—Estoy llenito de ropa

y las gotas de lluvia del último invierno en una rendija del techo

—Os voy a mojar a todos toma ya

se ponen cacerolas debajo y ruiditos agudos

—Fíjense ya hemos caído

ofrecía el pulgar para que una gota en él y la gota se desvió riéndose de él

—No me das chico

la abuela indignada

—Deja tranquilo el invierno

los leños en la chimenea echaban saliva según iban ardiendo, el mundo gris y una melancolía de luto en las cómodas, docenas de pañuelos saliendo almidonados del bolsillo y volviendo hechos una bola, una mano en su cuello

—¿Tienes fiebre?

y el pecho una sartén dando botes, mantas que olían a baúl y el aire repleto de ángulos agudos, no faltaba ni sobraba nada de nada pero no era su habitación, le dieron una idéntica para engañarlo, se escuchó en un sueño extraño

—Devuélvanme mi habitación

en lugar del castaño derribado un vacío y dónde hago los ochos explíquenmelo, el pozo no sirve con tantos ahogados en el fondo, al subirlos una gota gigantesca de pelos y mangas y bajo la gota pies que lo asustaban y la ausencia de cara, en contrapartida la nariz de su madre picándolo armada con un vaso terrible

—Tómate la pastilla sin masticarla

la pastilla resistiendo agarrada con ventosas a la garganta y los isósceles del agua le dolían

—¿Al menos ya ha bajado?

creía que en su interior carne y al final tubos estrechos en llamas, la impresión de soñar y correr al mismo tiempo, calor en la superficie y olas de frío bajo el calor, la nariz de su madre, despiadada

—Tienes que comer así que te aguantas

y los tubos, no él, rechazando la sopa, el índice y el corazón del tío fuera de la colcha buscándolo

—Voy a cogerte

no le resultaba posible defenderse con los brazos puesto que no tenía brazos, se había convertido en una gota en la punta de una cuerda y pies solo capaces de caminar en abismos de barro, la madre sacó el pañuelo del delantal

—Creo que me lo has pegado canalla

se volvió hacia la pared donde un mosquito aplastado que no había visto, no del tamaño de los mosquitos, las pa­tas enor­mes y las cuencas de los ojos, alteraciones de la cal en las que no había reparado y que la gripe le hacía ver con una claridad microscópica, la pintura levantada, manchas, la marca de la mano de la criada al cambiar las sábanas, puso su mano encima y más pequeña, dudaba de que dejase de ser niño y llevase gafas, tos y lo escuchasen con respeto

—Exactamente

vencidos por la autoridad de su bronquitis, un periódico solo para él comentado con una gravedad indignada

—¿Y esta?

a propósito de despidos e intereses, le sorprendió la cantidad de episodios que fue perdiendo por el camino, incluso en el hospital los dedos de su tío seguían avanzando implacables, tremendos

—Voy a cogerte

y él quieto resignándose, la sospecha de que su tío no en España

—El barro me ha llamado

y en el extremo de la cuerda una gota de ropa y pelos, los campesinos dándole a la manivela y su tío llegando a tirones, uno de los zapatos sin suela con un calcetín con puntas que no le conocía, a lo mejor los ahogados se intercambian piezas, pruébate esta corbata mientras yo me pruebo esos calcetines

—¿De quién eran los calcetines tío?

y una respuesta complicada en la que burbujeaban detritus, solía sentarse en la terraza enfadado con él mismo

—Desaparece chaval

cójame con los dedos tío que no me importa siempre que se anime, le doy un abejorro en un frasco, hacemos una carrera de espaldas y pierdo, fíjese

—¿Un abejorro?

un abejorro, una salamanquesa, la sorpresa del roscón de reyes que me tocó en Navidad y era un enano de Blancanieves con una argolla en la capucha para ponérselo en la solapa, cuando vaya a la ciudad con el enano van a envidiarle créame, yo le envidio, mi madre observando el enano

—¿De dónde ha venido este susto?

el tío vacilante observando a su vez al enano

—¿Te parece un susto hermana?

pulverizándome con una mirada de reojo sangrienta, el lodo del pozo lo convocó

—Deprisa

y el tío en el borde

—La culpa es tuya Antoninho

una despedida que no olvidaría nunca o sea el índice y el corazón avanzando no hacia él, hacia sí mismo, después de desaparecer el cuerpo los dedos siguieron caminando, en caso de acercarse insistían sin cuerpo en dirección a nadie, puede ser que un día llegasen a la sierra

—Voy a cogerte

y desapareciesen en los peñascos, la cantidad de recuerdos que fue perdiendo con el tiempo y que recuperaba con sorpresa, la impresión de encontrarse en el centro de lo que no sabía lo que era y dependía su vida, tan desdibujado por los años que no conseguía encontrarlo, el padre sin agitar las estanterías de la despensa para colocarse en el cinturón, introduciéndose en el bolsillo que acababa en los tobillos y dándole dinero a la criada

—Por favor no se lo cuentes a mi mujer

nunca se encontró con un brazo capaz de sumergirse más allá del suelo hasta la bodega del sótano donde el incisivo de un ratón intentaba morderle arrugando el hocico, cajas y un postigo en la parte superior donde un cuadrado de cielo que llaman Paraíso en el que las almas están exultantes, fuera de la bodega el cuadrado un remiendo cosido en las nubes puesto que se nota el grosor de la línea y tórtolas tanteando el viento hasta descubrir el pasillo de un soplo que las ayudase a huir, la censura de su tío

—La culpa es tuya Antoninho

y él agobiado por los remordimientos

—Perdón

sin encontrar un abejorro en un frasco o un sapo reseco que consiguiese animarlo, el brazo de su padre colgaba como la nariz y los ojos colgaban de la cara

—Por favor no se lo cuentes a mi mujer

rondando a su vez el pozo y tirando una piedra que tardaba en sumergirse, la madrastra al encontrárselo en casa con una vecina

—Bernardino

y Bernardino inscrito en la pantalla del corazón, la gota en el zapato al enfermero

—¿Ves eso Bernardino?

intentando diagnosticar aquella firma que se repetía sin fin mientras el padre mermando en la cama buscaba rodillas y codos que lograran esconderlo, las cochinillas se enroscaban, las hormigas desaparecían entre los ladrillos y en contrapartida la sábana no tapaba ni un hombro, mira la señal de nacimiento y la cicatriz de cuando se clavó una caña, además del corazón el hígado y los pulmones

—Bernardino

y tal vez fuese a la madrastra a quien se refería su padre a orillas del Mondego

—¿Sabes?

clavando la vista en las libélulas sin mirarlo a él, qué complicada la vida, la vecina tardó un buen rato en vestirse, la blusa al revés, una sandalia barrida a gatas y que solo consiguió recuperar el palo de la fregona, la madrina

—Pero qué buen servicio

mientras la sandalia se humillaba hacia el callejón sin salida resoplando bajo la reprobación de los pinares, a lo mejor se la comieron los lobos del colegio avanzando el índice y el corazón, el mundo erizado de índices y corazones que no se olvidaban de nadie, se movían despacito, ahora uno, después otro y por más que las personas corriesen los cogían enseguida, les quedaba convertirse en gotas de pelo y ropa en la salvación del pozo y las suelas listas para una marcha pausada que sobrepasaba el cementerio y desaparecía en la sierra entre árboles sin nombre, a su padre le sucedió lo que le sucedería a él, transformarse en un soplo de cierzo y no quedar quien cuide de las gallinas y de la lluvia en el salón, si le tocase el hombro la gobernanta del señor vicario un sobresalto radiante

—Antoninho has vuelto tan deprisa

eligiendo un racimo por el oro de las uvas

—Prueba este hijo

preocupada por él

—Has adelgazado en el hospital

pareciéndole que el traje ancho y la camisa enorme

—¿No te han tratado bien?

nos absorben con tanto análisis, no nos dejan mejorar, el coche del señor obispo atravesaba la plazoleta con los grajos tosiendo debido al polvo, al visitarla su madre en lugar de pre­guntar

—¿Quién eres?

lamentándolo en el interior de la ceguera

—No has visto nunca al señor obispo

y no vio nunca al señor obispo, le señalaban arcos

—Ahí está el palacio

y una vieja de luto

—Su última planchadora

colocándose una patata en el chal, si los médicos lo curasen y volviese a casa se encontraría un brazo buscando monedas de bolsillo en bolsillo

—Por favor no se lo cuentes a mi mujer

y la empleada desplegándolo, usted un pobre, padre, con su arrepentimiento y su miedo

—¿Sabes?

y no sé nada, ninguno de nosotros sabe nada, la madrastra

—Bernardino

y la gota en el zapato siguiéndolo en la pantalla

—Le falla el corazón

quién insiste en habitarnos en el centro de lo que no sabemos lo que es y de lo que depende nuestra vida, qué falta de respuestas a las preguntas que hacemos sin hablar, ninguna diferencia entre nosotros y yo a mi vez

—¿Sabes?

mientras el padre esperaba, no espere respuestas señor que ambos nos hemos rendido, quedan perchas en el armario, una especie de remordimiento y una especie de esperanza pero esperanza de qué

—¿Bernardino?

quedan cartas en una lata, tía Alina murió, el primo Jorge se ha casado, una criatura bebiendo té con el platito bajo la barbilla, otra ajustando las cuerdas del arpa empezando una melodía e interrumpiéndola enseguida

—He perdido el don de la música

pecados sin importancia, alegrías pálidas, flores en las macetas de los escalones, la criada a su madre

—Su marido

y la madre que seguía batiendo las claras de huevo para la tarta, la única ocasión en que el autobús de línea llevó un pasajero fue esa semana a la criada, la madre se mudó a su habitación aprisionada en silencios y él se mudó al cuarto anexo a la cocina entre la cebada y los garbanzos con el nombre en los rótulos con una letra marrón todavía azul en los adornos, el padre solo en la cama tropezando insomnios y sus ojos por la mañana fuera de los párpados, uno en medio de la mejilla y el otro en la sien tardando en colocarse, allí estaban por fin a la entrada de la habitación

—No he hecho nada te lo juro

y el camisón salía de las sábanas blandiendo un rosario

—Lejos de mí Satanás

disputas en la sacristía, confesiones, penitencias, promesas en las que mediaba el señor vicario preocupado con una oreja hinchada a medida que el sacristán iba barnizando las imágenes, el señor vicario tocándose el lóbulo con un algodón y cuidado

—Esos problemas se arreglan

encontrando precedentes en el Evangelio que ablandaban a la madre, en lo que le afectaba empezaban a gustarle el cuarto y la ebullición de las latas donde crecían los garbanzos como se siente aumentar el pelo al amanecer, todo nos crece, no solo las uñas y los años, debíamos cambiar de nombre a medida que nos ampliamos, no de Antoninho a señor Antunes, de Filipe a Sérgio o de Fernando a Jaime, ser extraños para nosotros mismos y vivir en otro sitio, el enfermero

—¿Ya no me dice nada amigo?

y él sin una palabra que decir, qué le importaban los dolores, el malestar, los mareos, las visitas

—Aquí estamos

y en realidad no estaban, se acostumbraban al pequeño va­cío que dejaría en ellas tan fácil de ocupar como un problema en el trabajo o esta molestia en la espalda porque un tirón al moverme y a pesar de todo lo aguanto, la madre otra vez en la habitación y él echando de menos el cuarto anexo a la cocina, decidió poner en la estantería la lata de garbanzos y su madre sin acordarse del señor vicario

—Debes de haber salido a tu padre

miró el rosario al mencionar al padre pero lo dejó en su clavo, se limitó a apartar los cojines en la cama

—Ni te sueñes que vas a tocarme

y los ojos de su padre otra vez fuera de su sitio, el señor vicario volvió a mediar juntando saliva con la lengua para una mancha de la sotana

—Quien cambia de opinión disgusta a Dios santa mía

de manera que los cojines un centímetro más cerca y los ojos del padre recuperando la paz, intentaba desordenar los suyos y permanecían simétricos, tal vez hoy en la enfermería uno contra la ventana y el segundo en el techo, sentía los ascensores y a alguien riéndose a lo lejos, se encontraba en el centro de lo que no sabía lo que era y dependía su vida y no conseguía encontrarlo, si intentase mencionarlo una de las visitas

—No te canses

y le vino a la cabeza la mula abandonada en la base de la sierra perseguida por animales que no veía, además de los incisivos ningún otro diente en la boca, los del señor vicario se soltaban de las encías complicando el latín, el índice y el corazón del tío por el altar con la intención de ayudar y el señor vicario protegiéndose con la casulla, a quién no le dan miedo unos dedos que se acercan inexorables, solemnes

—Voy a cogerte

y terminan en nuestro vientre con un frenesí de cosquillas, los dientes del señor vicario unos sobre otros

—Déjanos

la gobernanta lo descubrió por la tarde en la silla de la celosía sumando los pinos con una atención feroz, al acercarse aumentó la ferocidad con el sombrero deslizándose y una de las piernas torcida, fresnos al sol y la gota en el zapato descifrando en la pantalla

—El párroco de su pueblo ha muerto

porque toda su historia, no solo el

—Berrnardino

ni el

—Por favor no se lo cuentes a mi mujer

escribiéndose en la habitación, allí estaba la mejilla de niño me ha dado vida y el

—¿No oyes cómo se mueve la cola del gato?

en la cubierta de la casa, lo que pensaba, lo que deseaba, lo que escondía de los demás, el pelo de Maria Lucinda que vivía solo, otra mujer, a la que no mencionaba nunca, amortajada en sí misma como una luz secreta y la gota en el zapato recreándose por la pantalla

—Es un nombre de mujer ¿verdad?

los secretos de los que estaba hecho mostrados a las visitas y las visitas con la boca abierta

—Cómo nos ha mentido

y no mentía, se callaba, una de las rodillas se dobló

—Antoninho

y no estaba Antoninho, estaba el señor Antunes a vueltas con el erizo y las medicinas incapaces de alterar el sentido del dolor, tiró de las riendas de la mula y una gotita de orina, una gotita de baba, la luz secreta temblando, él

—No te vayas todavía

y la luz siguiendo por piedad, la gobernanta del señor vicario sin atreverse a sacudirle el hombro

—¿No va al rosario de las siete?

para que el señor vicario se colocara el cuello de la camisa preguntándose

—¿Me habré muerto?

comprobándolo levemente para no ofender a la muerte, piernas, brazos, corchetes de sotana y qué demuestran los corchetes, díganme un difunto que no cuide de sí mismo lleno de las nueve de la mañana y de gestos dulces, nos en­cuentran una raya en la solapa y tiran de ella, nos quieren limpios, decentes, presentarnos con orgullo a sus compañeros

—Mi sobrino Antoninho

los ojos de la madre ciegos observando lo que no se ve, un pájaro oculto, fantasmas que negamos y sin embargo nos rodean, qué pasa en el pueblo, qué me pasa a mí, los castaños pequeños brotes en las ramas que amenazan con crecer, la go­bernanta del señor vicario

—¿Ya no se agobia con el rosario?

y el señor vicario no se agobiaba con el rosario, veintisiete de marzo y tú calentando un búcaro en el fogón con movimientos de sueño, una bata vieja que no te ponías conmigo, la arruga en la frente de quien lucha con los restos de la noche y las mejillas surgiendo poco a poco, la casa de las mañanas todavía no casa porque encallamos en los objetos que bus­can su sitio en el salón, la mesa volviéndose mesa, las dalias de los jarrones flores, la carreta de Virgílio llevando al señor vicario a la iglesia, encima de las patatas como él, y la silla de la celosía vacía, qué soledad en el mundo cuando las sillas vacías y las sombras dudando

—¿Me quedo en el respaldo o en el suelo?

prueban el respaldo, prueban la tarima y se rinden, la gobernanta del señor vicario ofrecía las manos con la esperanza de que las sombras cantasen como las tórtolas y no cantan, se entretienen meditando

—¿Y nosotras qué hacemos?

cuando la madre acabó el palomar

—Estos bichos lo ensucian todo

las palomas desnortadas alrededor de una ausencia de tablas, llegamos a la terraza y ninguna paloma, plumas, heces, un huevito en la hierba, un sapo se comió el huevo y se volvió esférico adquiriendo codos de dependiente al mostrador, tú en el asiento olvidándote del café a medida que los rasgos se preparaban lentamente y la mano rascaba la nuca despoblada de ideas, Virgílio saltó una piedra y el señor vicario se en­fadó

—No me he muerto qué gracioso

pasó por encima de la piedra y el señor vicario inerte, en los marcos de la capilla mortuoria una rama de acacia más imponente que el altar, las palomas no volvieron y la madre nostálgica, Virgílio tiró de la manivela del freno y las orejas del burro acompañaron el movimiento, la habitación no cam­bió, las luces permanecían iguales, los enfermeros se ocupaban de él al ritmo de costumbre con las palabras de costumbre y sin embargo la impresión de encontrarse en el centro de lo que no sabía lo que era, jugaba con los botones y los carretes de hilo de la madre, cada botón una criatura viva y cada carrete de hilo un alma, cuando la abuela se ponía el dedal y venía junto a la bombilla con una blusa un sentimiento de eternidad y una dulzura feliz, la gobernanta del señor vicario

—Antoninho

puesto que no había pasado nada, el señor vicario en la silla de la celosía, la carreta de Virgílio lejos, la gota en el zapato

—No ha pasado nada amigo

cada órgano escribiendo su propio nombre en la pantalla sin prisas ni sobresaltos, el enfermero

—Todavía estamos aquí amigo

y todavía estamos aquí de hecho pero por qué la bata vieja si te hago compañía, tú dudando con la arruga en la frente de quien lucha con lo que queda de la noche, los pies descalzos me emocionaban, el dedo meñique rojo y los demás blancos, un trozo de etiqueta pegado al talón y no notabas la etiqueta, la mano rascaba la nuca con el codo levantado, sábanas en la cuerda de la galería y un barreño de plástico con una blusa en remojo y me siento, me sentía, digo me sentía porque los pañales del hospital sucios, tienen que tirarme de las piernas hacia arriba, limpiarme y a pesar de ello tú conmigo, nosotros en el sofá después de comer, tú con dos almohadones debido a la hernia y yo sin ningún almohadón y tal vez también una hernia o sea una especie de molestia, me gusta que llueva en la ventana del hospital, me gusta que llueva en la galería mientras nosotros con la televisión encendida sin necesitar palabras, tu mano, en lugar de en la nuca, en mi rodilla y qué diferencia entre la mano en la nuca y la mano en la rodilla, los pantalones convirtiéndose en piel y es mi piel, no la tela, lo que acaricias, de vez en cuando la cabeza en mi hombro, más de vez en cuando un beso, inclino la cabeza para un segundo beso y la boca lejos

—¿Te está gustando la película?

yo que no me fijo en la película

—Mucho

y no puedo fijarme en la película porque me están lavando las nalgas, no un hombre, una enfermera humillándome

—Ya falta poco

secándome las intimidades con una eficiencia rápida, además no intimidades, trapos que caen con una indolencia atroz, me está gustando mucho la película de verdad, solo que me pone un poco triste, no te preocupes que no me pone muy triste, solo me pone triste un poco sin importancia, y no quiero fastidiarte con esto, un poco sin importancia, en serio, no volver a verte.