26 DE MARZO DE 2007

 

 

Faltaba una cara y no era la suya puesto que la notaba en la almohada, no la de antes por la que lo conocían en el pueblo, la de hoy por la que lo conocían en la enfermería y por lo tanto no el Antoninho que había perdido, el señor Antunes que surgió allí, incapaz de montar en bicicleta o de pasear por la viña y además sin hacerle caso a la bicicleta o a la viña, si le mencionaban

—La sierra

se entretenía haciendo conjeturas sobre qué pretendían con la sierra y lo olvidaba como olvidaba lo que pasó ayer y lo que pasa ahora, la pinza que le apretaba el índice señalaba los desahogos del corazón en la pantalla, imaginaba un puño contra las costillas y al final un discurso monótono con una caligrafía rara, cada fragmento suyo un lenguaje diferente y todos incomprensibles para él, el hecho de ser muchos le sorprendía, cómo se junta tanto frenesí en un solo cuerpo y cómo consiguen vivir en un sitio tan pequeño, cuál la voz de la enfermedad que no la encontraba, procuraba hacerse una idea de su muerte y no era capaz de imaginársela ni qué sentiría, intentó retener el pueblo con las viejas y las cuevas y no lo consiguió, o sea un única vieja agitando ramas de fresno y será eso la muerte, una patata escondida, faltaba una cara y no la encontraba, encontraba una señora con las cuentas de un rosario que no rezaba, la observaba y por más que la mirase no daba con su nombre, probó con Emília, Georgina, Ester y ni Emília ni Georgina ni Ester le cuadraban, un nombre del tipo del de la esposa del barbero, Hildebranda, en la estantería había un libro que había pertenecido a una firma antigua, Gracinda Borges Thomé, con un hada Hildebranda, no se acordaba del texto, se acordaba de la varita con una estrella en la punta, todas las varitas de las hadas estrellas en la punta y todas las estrellas rayos alrededor, al dormirse Hildebranda

—Antoninho

y se despertaba con miedo

—No se acerque

la cocinera igual, qué intrigante la memoria, quitándole una caja de la que saltaban sonidos

—Si juega con las cerillas se hará pipí en la cama

en la habitación de la cocinera una muñeca con una sola pupila y las botas de los entierros llenas de kilómetros de desdichas, a lo mejor él también un solo ojo porque la mitad del techo impreciso, preguntó cómo se llamaba la muñeca y la cocinera

—Los domingos Aurélia los otros días Suzete

el enfermero le hizo un cambio de postura y se fijó en una rodilla flacucha y una compresa en el vientre hecha para un hombre más grande que su tamaño y por lo tanto no Antoninho que sigue en el pueblo a merced de los grajos que le chillaban desde arriba, decidió

—Esta rodilla no es mía

y sin embargo la doblaba, el enfermero le daba zumo en un vaso

—Yo seguro el señor Antunes

y como siempre que otra persona da agua el borde demasiado inclinado o demasiado derecho y el cuello que se moja, el abuelo enfermo

—¿A cuántos estamos hoy hijos?

él que no hablaba nunca, además el abuelo no

—¿A cuántos estamos hoy hijos?

el abuelo

—Tengo miedo

el abuelo

—No consientan que yo

y la viña morada o verde, por qué motivo la viña sigue ahí abajo mientras nosotros con miedo de que el mundo no se altere con nosotros y a cuántos estamos hoy de hecho, siete, dieciséis, veintiuno sin mencionar la hora aunque la hora no le preocupase, el crepúsculo y la mañana idénticos o sea una penumbra cuajada a la que le faltaba una cara y no era la suya, hizo un esfuerzo

—¿Qué cara?

y la señora del rosario equivocándose en las cuentas

—¿Perdón?

como si lo que hubiese dicho decisivo, el abuelo

—¿A cuántos estamos hoy, hijos?

él buscando con la intención de ayudarlo sin atinar con el número, se arriesgó

—Once

y el abuelo

—Once

tal vez aliviado

—Once gracias a Dios

y dónde está Dios que no se preocupa de nosotros, el abuelo con cautela

—¿Estás seguro de que once?

los castaños a los que no les preocupaban los números en un discurso sin fin, el viento que los inquietaba y la densidad de la tierra, por la noche los troncos

—¿Cuándo será mañana?

y él en el fondo de la cama

—No lo sé soy pequeño

convencido de que su tío o doña Irene lo sabrían, él sabía de lagartijas y capitales de provincia, no sabía de la vida, la ropa le apretaba y su madre se metía con él porque los botones no llegaban a los ojales

—No dejas de ensanchar

si no deja de ensanchar el sombrero de paja en la cocorota, el primer pelo de la barba absurdo, duro, negro, no se lo cortó con la navaja ante el espejo plano por un lado y cóncavo por el otro, se lo cortó con las tijeras de la costura y el pelo bajo el dedo, dos o tres granos, fragmentos hasta entonces sonámbulos en los pantalones que se hinchaban, qué me está pasando, su tío le subió el sillín de la bicicleta y los pedales diminutos en las suelas, se fijó de un modo diferente en el pecho de la cocinera, se hinchó con unas ganas extrañas de apretarla y se sintió culpable, observaba a escondidas a las campesinas, sorprendiéndose

—¿Qué está pasando?

un martes se encontró a su padre en la despensa, de espaldas a él, abrazado a la criada, adelante y atrás igual que la bomba del pozo en medio de las estanterías de cajas y frascos, la criada mientras temblaban las cajas y los frascos

—¿No acaba de una vez señor?

un paquete de sal se inclinó y se cayó, no olvidaría nunca el dedo del pie fuera de la zapatilla al que le faltaba la uña ni las horquillas del moño resbalándose de lado, la criada

—Nos está viendo su hijo

el padre un impulso profundo en el que se transformó en varios y a medida que se recomponía palabras donde hasta entonces suspiros

—¿Mi hijo?

cruzándose con él en silencio juntando sus últimos pedazos, la camisa que conocía y oscuridades imposibles de descifrar en el interior del cinturón, no volvieron al manantial del Mondego, no volvió a oír

—¿Sabes?

lo espiaba a la mesa sintiendo que a su vez lo espiaba

—Ese no es mi padre

ya no podían ser amigos ni era capaz de sentirse orgulloso de él cuando ganaba al tenis y la expresión de las extranjeras del hotel de los ingleses parecida a la de la criada aunque las uñas de los pies perfectas, la madre una criada en la noche de la habitación puesto que los fresnos

—Tu madre

y su indignación creciendo, el padre iba solo a buscar las pelotas equivocándose en el sitio donde caían, no bajaban el Mondego juntos, cada cual venía de piedra en piedra separado del otro, su madre surgiendo del croché

—¿Qué te pasa con tu padre?

un paquete de sal deshaciéndose de inmediato en el suelo y él

—Nada

como ahora con todos los órganos escribiendo con miedo a no terminar lo que querían decir recordándole los árboles que en octubre perdían las hojas hasta que solo ramas, la habitación en la que estaba sin relación con las habitaciones cercanas, solo, el abuelo

—¿A cuántos estamos hoy hijos?

con la esperanza de un número y a través del número una ilusión de vida, mientras haya números sigo, esto no en marzo como con él, en agosto y las ventanas cubiertas de crespones de luto para que la muerte no viniese a llamarlos, acecha, encuentra a una criatura en un rincón y la coge, cada vez somos menos, media docena como mucho y no entendía el qué palpitando, no el pozo porque la bomba inmóvil ni la carreta cojeando por la calle, el hotel de los ingleses vacío, los enfermos del volframio en banquitos en las cuevas, el retrato del abuelo del brazo de su hermana vestida de ceremonia y los ojos opacos de quien hace mucho que falleció, tía Luísa se alegró él y el recuerdo del nombre le entusiasmó debido a que los mecanismos de la cabeza intactos, la gota en el zapato va a hacer que me mejore

—Vamos a ver

y el

—Vamos a ver

sin ánimo, faltaba una cara y la boca independiente de él mismo

—Falta una cara

la que siempre esperó y tiene que volver sin tardar

—Antoninho

ni durante la enfermedad su padre

—¿Sabes?

y el sol estremeciendo las moreras en la pared de la clínica, pensó en cogerle la mano pero la despensa de vuelta y él quieto, el cuello de la camisa de su padre torcido y un tubo en la vena, pregúnteme

—¿Sabes?

que le escucho, llámeme

—Chico

que vengo, el médico

—No se da cuenta

y claro que se da cuenta, me enseñaba pequeñas señales en la tierra

—Mira las huellas de los lobos

en noviembre una hembra corriendo por el maíz, le faltaba una cara y no encontraba la cara, qué sabía que nunca me ha contado, la hembra una mirada distraída, qué pretendía decir y no llegó a decir, la madre

—Tu padre

y volvía al croché, tantos secretos y tantos asuntos en suspenso, en el pueblo no se habla, nos callamos, el señor vicario cantaba en la iglesia la gloria de Dios que no estaba en el al­tar, tal vez en la ciudad donde las personas le hacen justicia en vez de enterrarse en los hoyos con sus chales y sus patatas ol­vidadas por el cielo, el latín del señor vicario desfalleciendo por las dudas y alrededor de la campana la desbandada de los cuervos, intenté

—¿Sabe padre?

y él incapaz de oírme, me asomaba al pozo y solo el lodo del fondo, al asomarme a mi padre un vacío donde el eco de la criada

—¿No acaba de una vez señor?

y el padre que ya había acabado una dignidad severa, encontró la raqueta de tenis y una o dos pelotas polvorientas, no encontró a la extranjera rubia en el borde de la piscina ni en la alameda de arces que conducía al hotel, todo empezaba a faltarle y la cara que no venía, se acordó de la abuela por la mañana esperando que el motor con el que estaba hecha empezase a desenredar las bielas, el pueblo que cubría la sierra con sus enormes pliegues y la ausencia de trenes dilatando la distancia, el autobús de línea llegaba sin pasajeros y partía sin ellos, le pareció ver la cara que faltaba, no la de Antoninho ni la del señor Antunes, la que necesitaba para curarse y marcharse, el enfermero le apretó los hombros contra la cama

—No se levante

y tal vez la cara en el autobús de línea perdida en una curva del pinar, existirá doña Irene, existirá el arpa o solo el viento y los restos de volframio, le pareció dar con su abuelo entre los nísperos, lo llamó y el pomar quieto, ni siquiera el olor del hospital, una serenidad que le quitaba peso dejándolo flotar en la jalea de la enfermedad, el dolor lo espiaba por debajo de las medicinas y él un bicho en un agujero y las comadrejas esperando, la gobernanta del señor vicario ocupada con el tendedero entre un olmo y el estanque, falta una cara y no era la suya, doña Lucrécia

—Chico

y ganas de subir a esconderse en mi virgen del porche, dónde está la gente que se preocupaba por mí, tal vez la carreta volviese realmente sin que exista la carreta, si digo

—Virgílio

me aguanto, Virgílio comía solo en el patio tapando la cacerola con los codos y la navaja lista para defender su comida, solo estaba la sierra, no los trenes, no el pueblo, no él y empezaba a preguntar si los médicos de verdad y los enfermeros reales, se creía despierto o dormido creyéndose despierto, si estuviese en el lugar de su abuelo no le importaría saber

—¿A cuántos estamos hoy?

puesto que todos los días uno solo y por lo tanto ningún día, cuenten los días con los dedos porque el abuelo no oye y sorprendiéndose al contarlos

—¿Treinta?

como se sorprendería con cuarenta y dos u ochenta, el sol a la izquierda o a la derecha de la casa y con el cambio del sol el color de los montes alterado, el abuelo daba recados no sabía a qué personas, charlaba con ellas, se acomodaba

—Qué cosas

con una mano sobre la otra sin agarrar nada, cuál la utilidad de unas manos de ese tamaño, mientras tuvo salud recorrían el cuello afeitado con una caricia lenta y la abuela en secreto, no por temor a que la escuchase el abuelo, por la costumbre de los cuchicheos en la iglesia

—¿Crees que nos siente?

el médico puso unas radiografías contra la ventana donde envejecía la lluvia de la víspera

—Todavía tenemos algunas cartas que jugar no se preocupe

y él escuchándolo entre una niebla tibia con más sorpresa y aún más terror, sentía a las gallinas con las alas curvadas preparándose para dormirse y la criada a él, que nunca la había tocado

—¿No acaba de una vez señor?

mientras temblaban los frascos de la despensa, faltaba una cara y no era la suya, algunas cartas que jugar vaya mentira, a cuántos estamos hoy y la respuesta exacta doscientos, por tanto

—Doscientos

y el médico sin entenderlo

—¿Doscientos?

tal vez prefiriese cuarenta y dos u ochenta, algunas cartas que jugar tranquilícese y ninguna carta doctor, fíjese cómo se va rindiendo el cuerpo, el corazón con una letra minúscula

—Nos está viendo su hijo

el padre un impulso profundo en el que se transformó en varios y recomponiéndose enseguida

—¿Mi hijo?

cruzándose con él juntando los últimos trozos en el interior del cinturón, no volvieron al manantial del Mondego, piedras y musgo y una rana verdísima entre las cañas, no le preguntó nunca más

—¿Sabes?

lo espiaba a la mesa sintiendo que a su vez lo espiaba

—Ese no es mi padre

ya no podían ser amigos ni conseguía sentirse orgulloso de él cuando ganaba al tenis y la expresión de las extranjeras del hotel de los ingleses parecida a la de la empleada

—Aún tenemos algunas cartas que jugar no se preocupe

le sorprendió que tuviesen algunas cartas que jugar aunque una de las máquinas apagada y las frases de las otras pa­rándose y empezando de nuevo a recordarle las mañanas en las que caía la brisa y los pájaros amontonados en el sue­lo, por qué no aplastan el erizo entre dos piedras, la coci­nera

—Con tanta castaña le va a doler la barriga chico

el farmacéutico un polvo amargo

—Bébete esto

quedaban polvillos en el cristal y un barrillo en el fondo, no eche más agua señor Fróis, no me obligue a tragármelo, la cocinera

—Ya se lo había dicho

agarrándolo por las muñecas, no olía a verduras ni a fritos, olía a la tierra del cuerpo, la nuca tierra, el pecho tierra, las caderas tierra volviéndolo también tierra, en esto Maria Lucinda sonriéndole y gracias a Dios no faltaba ninguna cara, él en su niebla creyendo al médico

—Cartas que jugar no se preocupe

y no era necesario que la cocinera lo agarrase, bebía sin quejarse

—No me coja que me lo bebo

el erizo se hizo más pequeño y ninguna amenaza en la habitación, mira el corazón, el no sé qué y el páncreas funcionando de nuevo, líneas nítidas completando su nombre, no Antoninho ni señor Antunes, el nombre secreto que solo sabía Maria Lucinda, lo que sus abuelos y sus padres ni se soñaban, lo que el tío de la bicicleta

—Haz un ocho bonito

tampoco soñaba, el farmacéutico a la cocinera

—Dentro de un cuarto de hora está estupendo

y ya estaba estupendo, bajaba sobre los ríos abandonando la sierra y los pueblos, donde un hombre, con un martillo de pedrero, a camino de la desembocadura, no falta nin­guna cara desde que llegó Maria Lucinda, el enfermero a una persona que él no veía, probablemente la señora del rosario

—Está más animado ¿verdad?

dentro de poco el arpa de doña Irene y el periódico del abuelo en el tren del mediodía, su padre

—¿Sabes?

él sin acordarse de la criada

—Qué iba a contarme padre no desaparezca de mí

encontrando todas las pelotas en los setos, el dueño del hotel de los ingleses

—¿Cómo se llama la chica?

y él no tímido, con orgullo

—Maria Lucinda

vivía entre el hotel y la aldea junto al cruce en el que se descomponía un tractor, no estoy enfermo, estoy bien, aún tenemos algunas cartas que jugar doctor, una casa pequeña, un mandarino contra el muro y las mandarinas tan rojas Jesucristo, un gato que estaba y no estaba y al no estar ellos

—¿El gato?

echando de menos al animal, los miércoles su madre

—¿Dónde vais?

y desapareciendo en el croché, voy con los ríos madre o con el mercancías de las once, la gota en el zapato

—No lo dejen levantarse de la cama

y cómo no dejar que se levantara si subía por la cuesta en dirección a la casa satisfecho porque el gato volvía a estar rozándole los pantalones, el otro médico

—Le ha bajado la tensión

y una vieja observándolo con ojitos feroces, la tía, la madrastra, una pariente cualquiera, nunca se atrevió a

—¿Quién es?

se quedaba quieto sintiendo el pelo de Maria Lucinda que vivía solo y alrededor de ellos la mancha de los cuervos que se marchaba y volvía, no falta ninguna cara, están todos, el señor vicario, Virgílio, los gitanos con la navaja no en el bolsillo, en los ojos y él en su niebla sin agarrarse a nadie, si les apeteciese agarrarlo se escaparía, la vieja callada porque los campesinos viven en el lado mudo de la tierra, de qué pasta están hechos además de setos y volframio, todas las caras con él, todo listo, al mencionar a Maria Lucinda la abuela

—La hija del señor vicario

por qué no se marchaba en el autobús de línea, por qué se quedaba en el pueblo y Maria Lucinda

—No puedo ir

porque nadie se marchaba, regresan como regresó él al entrar en el hospital, se imaginaba en Lisboa y mentira, me creía junto a ti cerca de lo que quedaba del hotel de los ingleses, un día la cogió recibiendo un paquete de la gobernanta del señor vicario, le consentía que se quedase bajo el mandarino y qué ha sido del erizo que se había perdido y del dolor que no le molestaba, en su cabeza

—Me he curado

bajaba sobre los ríos camino del mar, su padre al final

—¿Sabes?

y no era necesario contárselo, lo sabía, era suficiente con la seguridad de llegar a la desembocadura, la abuela

—El rápido el correo el mercancías

y los periódicos en la estación, el abuelo con el cuenco de la mano en la oreja

—¿Sientes los trenes chico?

y sentía los trenes señor en la cuba después de la viña y de que Maria Lucinda con él, dijese

—No se ha muerto padre

jugando al tenis en el hotel de los ingleses y él orgulloso de su padre, cojo las pelotas, se las doy, Maria Lucinda

—António

no

—Antoninho

no

—Señor Antunes

y aún tenemos algunas cartas que jugar no se preocupe, la impresión de que el médico

—Se ha dormido

y no dormía atento a la vieja sumida en su chal, la tía, la madrastra, la pariente cualquiera con su patata, no se ha dormido, no se dormiría, no quería dormirse, notaba el

—¿Sabes?

de su padre y una bicicleta trazando ochos entre el castaño y el portón, su tío

—Más rápido

y Maria Lucinda

—António

el señor vicario abandonaba la iglesia remando con el bastón y la mano de Maria Lucinda posándose en su cara, no la cara de la enfermería, la cara de antes, la voz de su madre

—¿Te encuentras mejor?

el pelo de Maria Lucinda confundiéndose con el suyo y él deslizándose sobre los ríos formando parte de las olas.