31 DE MARZO DE 2007

 

 

O todavía otros pasados, su vida llena de pasados y no sabía cuál de ellos el verdadero, memorias que se sobreponían, recuerdos contradictorios, imágenes que desconocía y no soñaba que le perteneciesen y en esto, sin aviso, empezó a tener dolores en la columna y en el hombro y él solo columna y hombro, el resto no contaba, con los oídos atentos no a los ruidos de fuera, a la conversación del dolor en la que una voz repetía la misma frase sin descodificar su sentido, a lo mejor era de una de las visitas o de esos pasados que le entregaron en el hospital para distraerlo de la enfermedad

—Tome

tantas fantasías en su cabeza, un señor tocando el piano, un grito en medio del sueño y él pensando

—¿Es mío?

el perrito temblando sobre las patas traseras que le lamía los dedos igual que él lamería los dedos que le acariciasen la cara, el señor que tocaba el piano volvía la cabeza hacia él asintiendo, si por lo menos consiguiese una lágrima en la oscuridad de la que estaba hecho, en los alrededores del pueblo encontró piedras que lloran, no segregaban una lagartija o una avispa como por lo general el granito sino una vírgula de agua, se asegura

—No puede ser

se pasa el dedo y húmedo, la abuela

—¿Una lágrima?

pasando también el dedo y seco, el tío por el contrario se veía que lloraba no por el barullo, ningún barullo excepto los pinares y las lozas que a cada rato anuncian

—Soy una sopera un plato

con miedo de que lo olvidemos, qué frágiles los objetos

—Sirvo para beber sirvo para ordenar enredos

incluyendo el viento que servía para hacer girar la cancela, el dolor se desplazó desde el hombro hasta el brazo y el señor del piano girándose en el asiento

—¿Qué tal?

la abuela escuchaba al padrino que se le aparecía en los espejos

—¿Molesto?

y solo ella lo notaba

—El padrino Apolinário manda recuerdos

una sombra de sombrero aguantando el viaje desde la ciudad en el autobús de línea él que sufría de la columna, si espiasen el interior de los cristales solamente tapicerías rotas y una gallina huérfana con las patas y el pico atados con el cuello hinchado del susto, a lo mejor un regalo olvidado por el padrino Apolinário o la comida del chófer que la desplumaba a un lado del camino, una tarde la esposa del padrino Apolinário escoltando a su marido alborotándose con mi abuela

—¿Has perdido el anillo que te di?

buscando durante semanas en frascos, cajas, sábanas

—¿El anillo?

hasta en el aire alrededor sospechando del vacío y en los globos de las lámparas porque el mago del circo pasaba un pañuelo y salían mariposas de las botellas, la abuela

—Estoy segura de que lo puse por ahí

escudriñándole la boca

—Abre la boca

mirando de lado

—¿No te lo habrás tragado?

la gota en el zapato enfadada con las pantallas donde ningún órgano escribía una frase sensata, en lugar de declarar

—Yo trabajo

tienen errores ortográficos y divagan, la hipófisis menciona los crepúsculos de otoño cuando se marchan las cigüeñas, el tomillo echando de menos a la extranjera rubia, la sangre mencionando una bicicleta alrededor de un castaño y bicicletas y castaños qué tontería de modo que se marchaba ofen­dido

—Así no me entiendo

los regalos de las visitas acabaron obligando a las manos a regalarse a sí mismas, le regalo dedos y qué hará con los dedos, tiene diez ya son suficientes, dos o tres personas irritadas con la lluvia de marzo que no para, la costurera acompañando a su madre

—Su hijo

y la madre con la falta de dientes borrando las palabras

—Se me ha muerto tanta gente

renunciando a enumerarla por no encontrar los nombres, elijan ustedes que no me importa, se sintió maleducado por molestar a la familia y ocupar un lugar al que no tenía derecho, le parecía que existía de vez en cuando llegado de una somnolencia sin relación con el sueño, llamaron

—Maria Otília

en un jardín con un cochecito de bebé desmantelado en la puerta y Maria Otília del tipo del padrino Apolinário, una sombra en el espejo, cierta mañana se encontró la cuna en el desván, un nido de hierros torcidos que se balanceaba entre dos ganchos, la abuela

—Estuviste ahí un año

y qué curioso haber sido otro y después otro y después otro hasta el hombre de hoy, a los cinco, a los diecisiete, a los cuarenta, a los cinco un señor tocando el piano y girándose en su asiento

—¿Qué tal?

sin fijarse en las aguas invisibles que iban subiendo y los ahogarían dentro de poco, a los diecisiete la criada a él

—Usted no es su padre

es obvio que no era su padre, su padre muerto, otros frascos temblando en lo alto, otro paquete en el suelo, su prisa

—Ayúdame

y la seguridad de que la abuela enfadada

—Qué vergüenza

a los cuarenta un mareo que para qué, una mujer a su lado y él

—No me dejes

la puerta de la calle dando golpes o él inventándose que daba golpes y de repente en el salón el precipicio al que iba a caer, la gota en el zapato relataba su caso a un grupo de alumnos mientras él pensaba en las golondrinas que llenaban lo que separaba los canalones del tejado de detritus y barro, la cantidad de basura de la que está hecho el mundo amigos, otra pasado ya, otro presente, dejemos los trenes que no dejan de ir y venir y las golondrinas, malditos pájaros, gritando por mí lo que no era capaz de decir, la costurera fue con mi madre hacia el pasillo, se acordaba de oírla cantar

—Qué memoria la tuya

y cuál el motivo por el que los días están hechos de episodios así, los relojes dan las horas una a una pero los días se suceden a saltos, van del sábado al jueves y del lunes al viernes sembrados de pausas perdidas por el recuerdo, qué hicimos el martes, qué pasó el domingo, tal vez esté aquí en mayo cuando los brotes del cerezo empiecen a abrirse, la gota en el zapato

—Mayo es tarde

y el problema es que siempre ha sido tarde, nunca se llega en el momento en el que se debía llegar

—Si hubiese venido a la consulta hace seis meses

cuando un mendigo con un armonio tocaba en la esquina con la gorra para las monedas en el suelo y bien aquí tenemos un nuevo pasado, en el suyo no había mendigo, el dueño del mendigo cogía la gorra, contaba las monedas si es que había monedas y en lugar de monedas chapas, lo cogía por la solapa, se lo llevaba y el mendigo

—¿Qué pasa?

encogiendo las plumas superpuestas de la ropa, torcían a la izquierda junto al templo adventista, intentaban un fado, recogían la gorra, desaparecían en las tipuanas en las que un piso bajo abandonado o un metro tapiado con una hoja de cinc donde ruinas de un colchón y trapos, las sábanas en las que se acostaba en el hospital también trapos, las luces trapos, el dolor un trapo en un cuerpo de trapos y las golondrinas del mes que viene trapos que no llegaría a ver, se sorprendió de no sentir sorpresa ni terror, un timbre de teléfono no para él que no contaba, para una persona útil, un enfermero, un médico, de niño se escondía en la bodega mientras lo buscaban, la cocinera bajó el cubo del pozo y ningún ahogado, una bota

—Por lo menos no está en el fondo

y él midiendo el peso de su ausencia hasta que el ruido de bichos por detrás de un tonel le hacía subir con miedo, la abuela lo miraba como al padrino Apolinário en el espejo, una sombra con sombrero y un envoltorio de manzanas para el viaje porque los muertos se alimentan, estudiando las alfombras con una desilusión sin fin

—Cómo ha envejecido esto

y no te calles, sigue hablando, mientras no te duermas lo consigues y todo tan parado Dios mío, no se oía ni la cola del gato, la abuela

—¿Eres tú?

con miedo de quedarse sola contando los enfermos del volframio en la plazoleta

—Hoy faltan dos

recorriéndonos en la mesa

—Estamos todos

pesándose en la farmacia

—No me he vuelto diabética ¿verdad?

soltando la mermelada para examinar al abuelo

—Afortunadamente sigue con buen color

paseándose por las habitaciones asegurándose de que estábamos en la cama y acercándonos la oreja a la boca para ver si respirábamos, en las tulipas de las lamparillas de los santos no era la llama la que se movía, eran las paredes y el techo, al final del aceite el mundo se aguzaba y se extinguía oliendo a pabilo, la esposa del padrino Apolinário

—No vas a heredar un duro

como si fuese rica, una pensioncita, unos trastos, el tazón con el asa pegada y ella orgullosa del tazón

—Es francés

vivía no junto a la sierra, en una aldea donde creía sentir el mar cuando las hayas creaban el viento del mismo modo que son los árboles los que modelan a los pájaros, los construyen pluma a pluma en el interior de las hojas, los sueltan en­gordando por el esfuerzo y adelgazan de nuevo, si echasen a todos los pájaros a la vez solo quedaría el tronco, la gota en el zapato

—¿Qué pensará él?

que se limitaba a recibir a los pájaros ajenos y a inventar los suyos, el dolor no le molestaba, formaba parte de la vida como la desafinación de los pulmones, en la víspera de la operación le ofendió la tranquilidad de los objetos que había elegido y que debían estar agradecidos por vivir con él, la gota en el zapato

—Vamos a ver lo que encontramos

y lo que iba a encontrar la gota en el zapato lo alarmaba, cogió el teléfono y soltó el teléfono, fue a beber agua a la cocina y el grifo lo mojó, zapatos de niño en el piso de arriba, el sonido de una caída y el vecino que abría los sobres con la llave, leía el correo en la entrada y se indignaba con las facturas regañando al niño, cómo será tener un hijo, sintió una corriente de aire sin saber su origen porque había cerrado las ventanas para quedarse solo y midiéndose pero cómo midiéndose si ni siquiera se tocaba, solo se palpaba con los ojos, se acordó del abuelo, se acordó de la abuela y qué raro no acordarse de su padre, dónde se ha metido que no lo encuentro, el tío sí arrastrando la maleta camino de la estación y de la locomotora antigua en la que jugaba con el gordo de los catorce ríos al que tenía que ayudar a subir, la impresión de que el tío agachado por allí incluso de madrugada y antes de la mañana, cuando el granito empezase a vivir a través de los perros y de los gallos que se desprendían de la piedra, su tío volviendo no a casa, al pozo y apoyándose en la polea, el gordo en el asiento del maquinista

—¿Dónde vamos ahora?

y él que no se sabía ni un río de ejemplo

—A ver el Mondego

conocía un hilo de agua y un sauce torcido, el tío soltó la polea y ni pío o esos píos de píos que vienen con la nada, ninguna postal llego el jueves recuerdos y cientos de jueves desde entonces, el cartero

—No mandó la postal se le olvidó

al entrar en la enfermería entregó la cartera, el dinero y el reloj, le dieron una especie de bata y una especie de zapatillas y le indicaron la cama en la que se tumbó como se tumbaba en la suya imaginándose muerto, se levantaba unos minutos después contento por resucitar, el médico lo visitó por la tarde

—Mañana nos vemos

y mañana se vieron en una sala iluminada verticalmente como los rings de boxeo y él indefenso en su desnudez, la abuela al cartero

—¿No me está ocultando nada?

los regalos de Navidad del tío tardando meses

—Puede que venga

en la base de la chimenea, el gordo no quería el Mondego, quería subir la sierra persiguiendo a los lobos, la anestesista invisible en el exceso de blancura

—Cierre el puño con fuerza

y cerró el puño intimidado pensando

—Socorro

la madre acababa colocando los regalos del tío en lo alto del armario donde se ponían grises por el polvo, una camiseta, un bolígrafo, un monedero que se cerraba con un chasquido y ella abriendo y cerrando el monedero encantada con el chasquido, hay placeres que no valen nada y nos alegran mucho, quitar las chapas a las botellas de cerveza o raspar la estearina de los candelabros con la uña, el gordo transigía

—Está bien al Mondego

y pasaban horas viendo los trenes y al señor Liberto yéndose aunque con la bandera en el brazo, su esposa plantaba coles a las traseras del urinario y las gallinas con ella, la anestesista

—No le encuentro una vena decente

con la esperanza del maíz, un sábado por mes el dentista montaba la carpa en la plazoleta y entre paréntesis nunca olvidó el ruido de la lluvia en la lona, la anestesista elegía una raya azul y picaba, picaba, la madre creyéndose sin testigos traía la escalera de la limpieza, subía cuatro escalones hasta lo alto del armario y se oía el monedero en cualquier sitio de la casa, al sentirme esparció del susto la alianza por el pecho

—Me has asustado

con el corazón volviendo a su sitio trabajando disculpas

—Me daba miedo que se oxidase

mientras la aguja lo buscaba bajo la piel y el sonido de la lluvia en la carpa donde la barbilla de los campesinos iba acompañando al molar deseándolo de vuelta y sin embargo si matan a un compañero por culpa del riego se quedan allí esperando al jeep de la Guardia, a pesar de ello sorprendí a Virgílio llorando abrazado al burro que se rompió una pata pero cuando falleció su hija su cara impasible, ayudó al enterrador a sepultarla quitándole la pala y esa noche en el café ganó a todos al dominó, también se acordaba del hombre

—He cogido una vena y se me ha ido

al que el tractor le rompió toda la pierna, la nariz se redujo un poco y aunque reducida las cejas metiéndose en él, el farmacéutico

—Vas a gastar menos pantalones

y quédese ya lisiado si el de la pierna no sonrió con la gracieta, volvió pasados unos meses con un par de muletas y se acomodó en un escalón viendo la puesta de sol o mejor haciéndola porque empezaba en él, los rasgos se oscurecían y la tarde lo imitaba, los primeros murciélagos venían de sus bolsillos, la anestesista

—Hasta que en fin

y él creciendo en la jeringa no rojo como pensaba, marrón, el monedero dio un chasquido en una habitación cercana de modo que a lo mejor no había salido de casa, dentro de poco la abuela platos de mermelada y galletas

—¿Quieren?

y la criada enjuagando blusas en el barreño junto a la tabla, la gota en el zapato se puso a su lado o era el padre con un

—¿Sabes?

bajito, quiso hablarle de la extranjera rubia en la piscina donde los pinares se inclinaban hasta la superficie del agua pero una criatura con una máscara de tela ordenó

—No hable

y el padre rascándose la mejilla bajo el timbre de los grillos, su casa ahora una palmera enana en la galería, arreglaron la tubería del lavabo y cambiaron los cuadros a medida que él se apartaba de sí mismo echándose atrás en un túnel confuso, el gordo de los ríos

—¿Dónde está el Mondego?

la hija de gafas que no se casaría nunca ayudaba en la carpa, el hijo ya solemne estudiando para cura, heredaría la gobernanta del señor vicario, sintió al abuelo con el periódico en la terraza y lo perdió, no tenía nada de nada salvo ausencias y el dolor que atravesó su cuerpo con un centelleo instantáneo recordándole lo que quería olvidar, el hospital, los médicos, el índice en la muñeca calculando el tamaño de la vida, el padrino Apolinário señalándolo ante la abuela

—¿Seguro que es pariente tuyo?

y él con ganas de enseñar sobres de retratos, en uno de ellos todo el colegio y yo el octavo de la segunda fila contando desde la derecha, se me reconocía por el babi con los botones cambiados, incluso hoy si no empezase por el cuello y fuese bajando con cuidado seguiría equivocándome, me sobraría un botón o me sobraría un ojal, el hijastro del farmacéutico en medio del grupo y el padrino Apolinário interesándose por el enano

—¿En serio que son como nosotros?

montones de fotografías señor, con la raqueta haciendo como que jugaba o sentado en el banco con las riendas al aire mientras el animal comía de la espuerta espantando moscas que no se veían en la película con la pereza de la cola, la boda que no mencionó, le tocó el piso por aquello de los repartos, al meter la llave olisqueaba rastros que habían dejado de existir y pensar que, desear que, pasar la mano por el otro hueco de la cama, estaba muy tranquilo en la oficina y un rumor al fondo recordándole la tarde en la que, déjate de eso, adelante, no obstante la verdad y déjate también de eso, la gota en el zapato al ficharlo después de la identificación y de la edad

—¿Estado civil?

y él una pausa difícil, estado civil qué palabra, el enano se llamaba Afonso, el padrino Apolinário

—¿Afonso?

sorprendido de que un nombre, pronunciando

—Afonso

con el tono lento de los sueños y él deseando defender al enano, tenía que llamarse de alguna forma, cuál es el problema de Afonso, le ponía nervioso el bolígrafo de la gota en el zapato inmóvil sobre la ficha, respondió

—Divorciado

con una especie de vómito en el que se acumulaban incomprensiones, días felices, rencores, la idea de que divorciado no era suficiente pero para qué explicarse, se tragó lo que le sabía a enfado y a sollozo y por unos instantes cuál la importancia de la enfermedad, las piernecitas de Afonso balanceando el cuerpo, la mujer no llamaba y no venía, le aseguraron que se había vuelto a casar y la gota en el zapato en voz alta a medida que escribía

—Divorciado

esa noche no encendió la luz por miedo a encontrársela en el sofá, oyó al anestesista

—Está listo

y listo para qué, no se sentía listo para nada de nada, le faltaba la mujer y no se referiría a eso por todo el dinero del mundo, la llamó no con la voz, con un largo sollozo

—Maria Otília

el alma incapaz de encontrar su hueco y tranquilizarse, no escuchaba las preguntas de la gota en el zapato pero el largo sollozo respondía solo, éramos dos lo entiende, éramos dos, el enfermero

—Le ha subido la temperatura

y evidentemente que le ha subido, de hecho tal vez estuviese listo y el círculo cerrado, no le gustaba llamarse Maria Otília, siempre que

—Maria Otília

una arruga en la frente, nostalgia de la raíz del Mondego, se dejaba el coche, debo estar listo sí, en un desvío de la carretera y subían por los matorrales orientados por la ebullición de las ranas, tanto sufrimiento en los peñascos para media docena de gotas, cuando desapareció el enano el farmacéutico machacando plantas en el cazo con una energía feroz

—Ha ido a estudiar a la ciudad

y si consintieses que yo Maria Otília y no lo consientes perdona, el enfermero a la gota en el zapato

—Da la impresión de que le duele

como si fuese el dolor lo que lo inquietaba y no lo era, era tu ausencia Maria Otília, después de cenar se quedaba viendo cómo colocabas la loza y los cubiertos en el lavavajillas para que una paz, déjalo, la gota en el zapato

—No vale la pena preguntarle no responde a lo que le dicen

y cómo responder ocupado conduciendo la locomotora medio caída hacia la sierra, el dueño del hotel de los ingleses surgió en lo alto de la terraza y saludó, le dio pena no despedirse de Virgílio en la vereda de las moras, la cama se des­plazó hacia el pasillo del hospital y le pareció notar que su tío salía del autobús, no subiendo del pozo, qué hizo en España señor que ha envejecido tanto, allí también habrá un pueblo, una iglesia y la gobernanta del señor vicario dándonos uvas

—No necesitan lavarlas que no tienen sulfato

cogiendo con el gancho dos racimos sueltos, el señor Liberto extrañado

—¿Qué tren es ese?

al que no le había dado permiso para salir agitando la bandera, Maria Otília, no solo Otília, con el Maria aumentando el Otília, cuando la conoció

—Llámeme como mejor le convenga ¿qué importa mi nombre?

sin encontrarlo en la libreta de los horarios y ni siquiera tren, bielas desmayadas, el tío la misma maleta y el mismo abrigo, le dijo

—Tiene los regalos de todas las navidades encima del armario

pero el tío ni lo miraba, miraba al dentista que montaba la car­pa y el revuelo de los grajos, al empujar la puerta la abuela

—¿Cómo te has librado del espejo?

investigando el barro de los zapatos y probablemente las primeras golondrinas a pesar de la lluvia de marzo, doña Lucrécia al verla en la calle

—¿Has estado fuera?

y él contento en la locomotora porque otra vez todo correcto, la plazoleta, el cementerio, el pomar, los platos de la semana en el fregadero sin que los colocase en el lavavajillas, los colocaría el sábado cuando tuviera tiempo, si tuviera tiempo y no debo tener tiempo, la gota en el zapato

—No parece que le duela

y ni un dolor lo juro, se sentía bien, tal vez un nombre sin importancia, Maria Otília, ropa suya en el armario pero no tocaba la ropa, había perdido el interés por el pasado, el gordo de los catorce ríos

—Cuando éramos jóvenes

con un párpado temblando, no la barbilla, la hija de las gafas

—No le dé trabajo a las arterias

no se había equivocado en relación a la ventana del hospital, golondrinas, doña Irene

—Hace siglos que no cojo el arpa

y aunque no coja el arpa la escuchamos en la sobremesa, bajo las copas de los árboles que nunca enmudecen, una lluvia de notas.